Narrativa

Ninguna mujer ha pisado la luna

El desequilibrio de fuerzas entre los masculino y lo femenino en "Ninguna mujer ha pisado la luna", volumen de relatos de Kike Parra.

Los relatos que forman parte del volumen Ninguna mujer ha pisado la luna (Relee, 2018), prologado por Jon Bilbao y recién llegado a las librerías, aluden al desequilibrio de fuerzas entre lo masculino y lo femenino, a la vez que exploran cómo dicho desequilibrio causa un bloqueo del lado masculino. Su autor, el valenciano Kike Parra (Alzira, 1971), autor de Me pillas en mal momento (Relee, 2015), libro de relatos de una agilidad narrativa sorpendente, ya desde el propio título alude al poder que todavía ostenta el hombre ante la mujer, pero a la vista de las situaciones que relata, de poco sierve si se ejerce desde la desconexión de lo femenino. Esa inestabilidad fluye por debajo de las desventuras de los personajes y condiciona un desenlace, siempre abierto, en el que los conflictos, más que resolverse, quedan colapsados, estancados. Un director de cine de la RDA es llamado para dirigir un documental justo el día anterior a la caída del Muro de Berlín, a un hombre le entregan la carta con las últimas voluntades de su cuñada recién fallecida de la que aún está enamorado, una joven logra escapar del encierro al que la habían sometido una pareja de ancianos, un grupo de sin hogar de Las Vegas pretende hacer llegar al gobernador una carta para que se entere de su situación…

Las ocho historias tienen como punto de partida una noticia periodística, pero se desvían rápidamente de la crónica de no ficción y se alejan del suceso real para generar artefactos de literatura. Las historias transcurren en ambientaciones muy diferentes pobladas de personajes perplejos. Bajo el microscopio de la literatura, Kike Parra, que será uno de los autores invitados en la próxima Feria del Libro de Madrid, muestra con crudeza las pautas del cambio que la sociedad está gestando.

Ninguna mujer ha pisado la luna llega esta semana a la mesa de novedades y El Cuaderno ofrece íntegro el relato que abre el volumen.


Trepar a un árbol, saltar las olas

Acabo de ver el cuerpo de la mujer del bikini negro flotando en el agua. Ha chocado contra la tabla de surf a la que estoy subido. Seguramente, la amiga con la que charlaba y tomaba el sol en la cubierta número cuatro también haya corrido la misma suerte y su cuerpo no se encuentre lejos de donde estoy.

***

Un águila desorientada volaba a ciento cuarenta millas de la costa, buscaba un lugar en el que posarse, y cuando vio un buque y su instinto le dijo que estaba a punto de salvarse, cayó a plomo en mitad de un solárium repleto de tumbonas y pasajeros. A veces pensamos que la muerte de un ave que vive en libertad es uno de esos recuerdos que nos acompañará para el resto de lo que nos quede de vida. El destino hizo que se estrellase al lado de la mujer del bikini negro y su amiga. Se levantaron de las tumbonas chillando como si les hubiesen echado por encima un cubo entero de vísceras de pescado. Corrí para ver qué había pasado. El águila aún abría y cerraba el pico como si fuese el eco que perduraba de su último graznido. La agarré de la cola ―las plumas estaban frías y la arrojé por la borda—. Vinieron curiosos. La muerte también puede interrumpir partidas de minigolf. Se asomaban porque necesitaban desprenderse un rato del aburrimiento. Qué ha pasado. ¿Cómo puede haber llegado hasta aquí? Hice un comentario gracioso para que los viajeros volvieran a su ocio particular. Incluidas las dos mujeres, que volvieron a la tumbona, y retomaron la conversación que habían dejado a medias: una lista en la que citaban varias cosas que los niños deberían experimentar antes de los seis años. Una lista elaborada por expertos en educación. Me acuerdo de tres: cazar bichos, trepar a un árbol y saltar olas. ¿Quién no ha hecho eso? Las escuché decir que sus hijos serían felices y harían cada una de las treinta cosas que aparecían en la lista.

* * *

De niño, con ocho o nueve años, aborrecí todo lo que tuviera que ver con el agua y con aprender a nadar. Tengo el recuerdo de estar metido en una piscina, agarrado a las piernas y los brazos de mi padre, gritando para que no me soltara, mientras no paraba de reírse. Los niños no siempre saben cómo van a ser las cosas ni qué consecuencias hay detrás de una acción, simplemente notan el miedo que en esos momentos se desplaza en silencio por todas las zonas del cuerpo. Mis padres se empeñaron en que aprendiese a nadar como si alcanzar ese conocimiento fuese poco menos que una opción vital, a pesar de que nunca tuvimos piscina propia. Me quisieron dar eso antes que disfrutar, como todos mis amigos, de sentirme el personaje principal el día de la primera comunión. Mi padre se jactaba de saber nadar muy bien ―había hecho la mili en la Marina―. Lo mencionaba cada vez que me contaba cómo había salvado la vida de un compañero, un soldado de reemplazo, igual que él, cuando, una tarde de un lluvioso noviembre, cayó al agua en el puerto de Vigo, mientras intentaba liberar un cabo.

―Ya ves, a dos metros de la dársena y si no llega a ser por mí, se hubiera muerto ahí mismo.

El relato de aquel salvamento era su historia preferida. Y terminó siendo la mía. Aquella historia tuvo mucho que ver con que me obligara a ir a natación en vez de disfrutar de mi día de fiesta vestido de marinero, un banquete y montones de regalos sobre la cama. Igual que tuvo bastante que ver con muchos otros momentos de mi vida. Así de importantes son las palabras. Los niños se dejan llevar. Los niños confían en sus padres.

* * *

La noche anterior al naufragio, mientras servía copas en la barra de la sala Surfer, el sobrecargo vino a hablar conmigo para reasignarme las tareas. Le gustaba dejar claro que podía hacer y deshacer lo que quisiera.

―Mañana te quiero en la piscina.

―Me entrevistaron para el puesto de camarero.

―Tienes el título de socorrista, lo pone en el currículum que entregaste a la compañía. Mañana te quiero ver en la piscina de la cuatro.

Antes de irse, me dio un toque delante de varios clientes por llevar la pajarita torcida. Para mí que se debió a que esa tarde me había visto salir junto a una pelirroja de una de las puertas con el cartel de «Prohibido pasar».

Me asqueaba servir bebidas en la otra sala, la Aguamarina. Solo el nombre ya te da una idea de lo que puedes encontrarte en ella. Me parecía aburridísima en contraste con la sala Surfer, que estaba decorada con un par de viejas tablas de madera de balsa y un sol anaranjado pintado en la pared con el perfil de una pareja besándose. Con algo así, imaginar que estás en California cuesta poco. La gente que acudía a pasar el rato en ella era de otro rollo distinto al de la Aguamarina, una especie de club sénior en el que los asiduos se pasaban las horas charlando de lo que habían conseguido en su vida gracias, exclusivamente, al esfuerzo personal.

* * *

Hubo una época en la que, por cuestiones económicas, lo pasamos mal en casa. La primera de esas temporadas fue cuando despidieron a papá de la fábrica ―lo que ganaba era imposible que le hiciera despegar los pies del suelo, pero era suficiente para no tener que acudir a amigos o tíos a pedirles que nos echasen una mano―.

La hermana de mi madre tenía por aquel entonces un novio al que le iban bien las cosas. Ese hombre contrató a papá en una de sus empresas para levantar estructuras de hormigón.

Durante las vacaciones de verano, aprovechando que no tenía clase, íbamos a menudo al chalé del novio rico de la tía. Había una piscina de quince metros, con una enorme rosa de los vientos de color azul en el fondo, hecha de baldosines. A mi padre le parecía genial que fuésemos (él no tenía derecho a vacaciones), de ese modo podía entrenar allí y se ahorraban la mensualidad de mis clases de natación. Nadaba entre treinta y cuarenta minutos cada vez, mientras mi madre, la tía y el empresario al que le iban bien las cosas bebían cervezas echados sobre las toallas en el césped, o a la sombra de un toldo verde en el que florecían cuatro tumbonas de madera de teca, con ruedas, que iban moviendo según las ganas que tuvieran de sol. Aquel se sentaba entre las dos, abría los brazos y las agarraba de los hombros para atraerlas hacia sí. A mi madre y a la tía les parecía supergracioso todo aquello, pero a mí me recordaba a esos documentales en los que un buitre trata de ocultar con sus alas la comida que saca de los animales muertos. Lo bueno fue que a los pocos días de empezar a ir a este chalé mi madre ya no controlaba si hacía los entrenamientos o no. Pude pasarme la mayor parte del tiempo en el salón, viendo la tele. Nunca había visto una tan grande como aquella.

Nuestras visitas al chalé duraron hasta que papá empotró su coche contra el Mercedes del hombre rico una tarde que había terminado más pronto su jornada y pudo venir a por nosotros. «No me ha dado tiempo a frenar», dijo con las dos manos sobre su cabeza, a modo de casco. Papá y el hombre rico terminaron discutiendo. Al parecer, el novio de la tía le recriminó que habría podido frenar si no hubiese llevado dos copas de más. Casi llegaron a las manos. No lo hicieron porque las mujeres se encargaron de calmar los ánimos. La conclusión era que los dos habían bebido y qué ejemplo queréis darle al chico. Mi padre nos obligó a mamá y a mí a marcharnos ipso facto. Mi padre tenía cuatro o cinco expresiones altisonantes con las que intentaba camuflar el haber dejado el instituto en primero de BUP. No le permitió a mi madre ni que cogiese su ropa. Recorrimos a pie los seis kilómetros que había hasta nuestra casa. Ella en bikini y chanclas. Yo, cargado con la bolsa de toallas, las cremas bronceadoras y mi bañador. A medida que nos aproximábamos a nuestra finca, algunos vecinos nos reconocían y nos saludaban. Pero mi padre hizo un gesto con la cabeza, la levantó como si fuese a desencajar la barbilla, rechistó y no devolvimos el saludo a nadie. Esa noche, papá me anunció que seguiría con mis entrenamientos en la piscina municipal. Algo que nunca llegó a suceder. Agosto estaba terminando y a él le ofrecieron irse a trabajar a Francia, recolectando frutas. Las piscinas desaparecieron de mi vida durante una buena temporada el día que mi madre y yo nos fuimos a vivir al pueblo de los abuelos.

* * *

Sabía que me encontraría con Inés en la primera travesía de la temporada. Ella trabajaba de socorrista para la naviera que operaba los cruceros. Nos habíamos conocido el año anterior, en otro buque que hacía rutas de una semana por el Mediterráneo. Nuestros turnos solían ser extensos, por eso quedábamos cada vez que nuestros descansos coincidían, nos daba igual la franja horaria del día en que nos pillase. Siempre con el mismo fin: tomar algo y follar. Ese era nuestro tipo de encuentros. Normalmente en su camarote. Picábamos algo, veíamos un rato la tele, charlábamos, pero lo normal era que nos acostásemos directamente. Preferíamos hacerlo a oscuras, como dos animales de las profundidades marinas. En alguna ocasión nos caímos de la cama, a veces nos dábamos un rodillazo, se acentuaban nuestros olores, nos tapábamos la boca con las manos para ahogar los gritos. Siempre he tenido una teoría de por qué nuestros encuentros sexuales se producían sin luz: huíamos de la falsedad cinematográfica del amante que busca la perfección en los actos solo porque hay alguien que lo está mirando. Durante esos encuentros nos olvidábamos de muchas cosas: a mí me sacaba de la cabeza los ratos que me tocaba trabajar en la piscina o al imbécil del sobrecargo; Inés también tenía sus rincones de fragilidad. Se agarraba muy fuerte a mí mientras lo hacíamos y me apretaba tanto que aún conservaba las huellas de sus dedos sobre la piel hasta muchos minutos después, cuando encendíamos la luz para vestirnos. Supongo que también en aquellos actos debía de haber una parte sombría en nosotros, en ella, en mí. Imborrable.

Casi al finalizar la temporada anterior, pensamos que nuestra relación podría ser de otra manera. No hablamos de una relación más seria, pero sí que hicimos planes para, en invierno, ir a visitar al otro a su ciudad y pasar un fin de semana juntos. Iríamos a desayunar a nuestros cafés preferidos; le descubriríamos al otro dónde tiraban la mejor caña; veríamos la puesta de sol en el enclave más especial de todos cuantos hubiese en la ciudad; siempre tendríamos a nuestro alcance calles en las que perdernos, dar paseos, pararnos en las esquinas a besarnos. Y uno se imagina las sonrisas de todo el mundo con el que va a cruzarse. Había muchas cosas esperándonos, aunque no llegamos a hacer ninguna.

* * *

Las temporadas en las que mi padre trabajaba fuera se fueron alargando. Esos meses dejaba de ir a clases de natación. Solo cuando venía a vernos ―algo que ocurría quince días cada seis meses― me hacía meter el bañador en una mochila y nos acercábamos a la piscina municipal. Nos sacábamos un par de pases diarios, y listo. Lo normal era que nos echásemos algunas carreras.

La tarde antes de que se marchase a vivir a otra casa en otro país (después volvería solamente de visita, y ni eso creyeron que era digno de serme contado), la pasamos juntos, yendo de bares. Yo era tan alto como él y hacía poco que me había afeitado por primera vez. En todos los locales a los que entrábamos me iba presentando a los hombres que había tras las barras, a quienes llamaba mi amigo. «Este es mi hijo», les decía. Se ponía solemne, como si acabase de convertirme en su hijo justo en aquel instante. Ese día me dejó por primera vez que bebiera cerveza. Lo vi contento. Incluso orgulloso. Le gustaba que me hubiese hecho mayor. Eso es algo que agrada a los padres. Esa tarde (esto también es algo que he sabido pasados los años) me trató como a un amigo. Las anécdotas que me contaba iban en ese tono. «Donde yo trabajo, la cerveza es muy cara y las mujeres muy guapas, tendrías que ver lo guapas que son». Y sería verdad, porque cuando lo dijo se calló unos segundos y en sus ojos parecía que estuviera buscando uno de aquellos rostros de cuya belleza había sido testigo. Yo, por mi parte, no lo traté como a un amigo. A un amigo le habría contado que hacía poco me había acostado con una chica, una chica de cabellos largos, con unos ojos azules y tristes a la vez, tan tristes como la mirada de los caballitos de mar.

* * *

Pasé por la piscina en la que estaba Inés antes de dirigirme a la cubierta número cuatro. Se había enfadado conmigo y pensé que al verme pensaría lo mismo que yo: que no vale la pena alargar tanto un enfado cuando se está metido en un buque del que no vas a salir prácticamente en tres meses.

―Déjame en paz. No quiero verte ―fue lo que me soltó.

El cielo que había sobre nosotros se estaba convirtiendo en un lugar inhóspito, donde unas enormes e imponentes nubes grises se deslizaban apenas a tres millas de distancia. Sobre el mar cuajaba una sombra oscura, como si un bando de peces estuviera recorriéndolo dos metros bajo la superficie. Inés me dio la espalda y se dirigió a la otra parte de la piscina. Cuando estaba lo suficientemente alejada, dijo elevando la voz para que pudiera oírla:

―Mira, ahí está tu amiga la pelirroja. ¿Hoy no te lo montas con ella?

Faltaban unos minutos para que el águila se estrellase contra el suelo de teca de la cubierta número cuatro, para que la mujer del bikini negro y su amiga se pusieran a chillar histéricas. Mi intención de que nos reconciliáramos también se estrelló. Este era nuestro tercer crucero encadenado de la temporada y no habíamos estado juntos más que en dos ocasiones. Cinco horas en veintitantos días. Hay asuntos de los que no hace falta hablar porque la realidad que observamos los evidencia. No le echaba nada en cara, tampoco esperaba sus reproches. Las historias dejan funcionar un día, sin previo aviso. No habernos visto en todo el invierno aportaba un significado al que no le hacía falta una gran explicación. Pensar que siempre vamos a ser los mismos es una tragedia, la que mayor número de desengaños produce en nuestras vidas.

* * *

En cuanto ha empezado a llover con tal intensidad que cada gota que golpeaba contra el cristal parecía el choque de una pelota de goma, el sobrecargo me ha enviado a la barra de la sala Aguamarina. Es la sala con mejores vistas al mar, el lugar preferido por todos los votantes de los partidos conservadores, de vidas conservadoras, para intentar disipar el miedo que, inevitablemente, sentimos desde pequeños a las tormentas. Un vaso de vino o un Martini ante unos ventanales panorámicos a través de los que ver una tormenta a ciento cuarenta millas de la costa te reporta un estado anímico en el que la realidad se tiñe con el engaño consentido de una sala de cine.

El goteo de viajeros que llega no desciende. Vienen hasta la barra, aportan su visión del temporal, admiran la consistencia y la seguridad de la nave en la que viajan, nos preguntan ―esperan que les demos tranquilad, que tengamos noticias directamente del puesto de mando―, piden una copa para ellos y otra para sus parejas, se las llevan hasta las mesas donde cada vez hay más gente que se levanta nerviosa y se acerca a contemplar por los ventanales la evolución de la tormenta. Es una de esas típicas tormentas de altamar, de las gordas. Casi nadie ha visto algo así más que en las películas de domingo por la tarde.

En torno a las diez y media, por orden del sobrecargo, dejamos de servir alcohol, exceptuando a los dos o tres borrachines habituales, con los que hacemos la vista gorda para que su grado de nerviosismo se mantenga a raya. Las mujeres siguen enviando a sus maridos a preguntarnos por lo que está pasando. Muchos se interesan por lo que puede suceder. El buque da bandazos como si fuese un animal moribundo que empieza a sentir los primeros síntomas de mareo.

No va a pasar nada.
No se preocupen.
Todo está bajo control.
Mantengan la calma.
Intenten divertirse.
Por favor.
Por favor.

* * *

Un mes después del recorrido de bares con mi padre y de que mi padre regresara al extranjero a ver si encontraba trabajo, mi madre y yo tuvimos una conversación. Me dijo que papá se quedaría a vivir fuera para siempre. Al parecer, todo el mundo lo sabía menos yo. Mi padre no se había despedido de mí. «Tampoco a mí me lo ha contado», aseguró mi madre. Ella era mayor para intuir la verdad antes de que ocurriera. No la creí. Prefería no hacerlo. Por qué me engañas. Por qué va a mentirme papá. Así no era como yo quería que me quisiese mi padre. La tía y un hombre igual de rico que el del chalé con piscina vinieron esa noche a casa. Después de cenar, me llamaron al sofá. Se pusieron uno a cada lado, yo en medio. Mi madre estaba poniendo un poco de orden en cocina. También me soltaron una charla: me tocaba ocupar el lugar de mi padre y debía ayudar a mamá en todo lo que pudiese. Ya eres mayor. En eso consistía hacerse adulto: buscar un trabajo con el que ayudar a sacar adelante a la familia.

* * *

A las veintitrés horas y cuarenta y ocho minutos, el barco ha zozobrado. Solo se puede caminar sobre las paredes de babor. Calculo que la inclinación ronda los cuarenta y cinco grados. Hay apliques de luz. Cuadros. Espejos biselados. Todo ello acaba siendo el espacio en el que apoyo un codo, sobre el que me caigo, y se hace añicos. Cada dos por tres se escucha el ruido de un cristal que se rompe. El sonido de algo que parece un grito. Quien ponga el pie en alguna de las cubiertas, lo más seguro es que acabe rompiéndose la crisma o caiga al vacío. Aun así, imagino que ya habrá gente gritando, pidiendo ayuda desde el agua del océano.

Tengo miedo. Un miedo que se mueve como un cazador que sabe lo que es cobrar piezas una detrás de otra.

Va a ser complicado alcanzar un lugar desde el que lanzarse al agua con un margen de seguridad. Opto por la cubierta superior, la que hay sobre los botes salvavidas, un recinto al que solo pueden acceder los tripulantes de la embarcación. Me ha costado quince minutos recorrer los cincuenta metros que hay hasta la escotilla que llega hasta ella, pero creo que es la única escapatoria.

Cuando asomo la cabeza veo que todos los botes salvavidas han sido desenganchados. Tres de ellos se han quedado encajados entre las gigantescas chimeneas y la torre del radar. Paradójicamente, en el interior solo funcionan las luces de emergencia, en cambio aquí, los focos que alumbran la pared de la chimenea con el logotipo de la naviera, siguen funcionando. Es un paisaje extraño. Un tiempo extraño. Esperaba, en un momento así, que hubiera más sonidos, más gritos, encontrarme con más personas que, igual que yo, buscan una escapatoria.

* * *

Lo que tenía más a mano para poder cumplir con el papel de adulto que me habían asignado fue sacarme el título de socorrista. A mi edad, tener el nivel de natación que yo poseía era una ventaja. Con diecisiete años estás estudiando o recién salido del instituto y lo que puede ofrecerte lo que en la televisión llaman el mundo laboral son ofertas de trabajo para que repartas pizza o cocines hamburguesas precongeladas apretando un botón. Todos los mayores que había en mi vida pensaron que ser socorrista era la manera más asequible de afrontar el futuro. Al fin y al cabo, en el club tenían contactos para conseguirme un trabajo.

Un sábado por la mañana, como veinte días después de que se marchase mi padre, me llamó por teléfono y me contó lo que ya sabía: que se quedaba a vivir en aquel país a dos mil kilómetros y que vendría a verme siempre que pudiese. Algo que no ocurrió hasta tres años después. De vez en cuando hablábamos por teléfono. Nuestras charlas estaban cortadas por el mismo patrón: cómo me iba en el trabajo y la vida en general, me preguntaba por mis novias (este tema lo dejábamos para el final, en cambio yo no le hacía preguntas al respecto). Ni mi padre ni yo éramos los mismos, pero hacíamos como si lo fuésemos. Si nos quedábamos sin conversación, mi padre recurría a la historia aquella en la que contaba que había salvado a un compañero de mili de morir ahogado. Un día dejó de llamar con esa frecuencia trimestral. Mi madre dio de baja el teléfono fijo, por lo que nuestro canal de comunicación se vio mermado considerablemente. No supe si se le ocurrió llamar alguna otra vez.

* * *

Las voces de Inés y el sobrecargo se cruzan en mi camino. No creo que me hayan visto. No todo el personal de tripulación conoce la escotilla que da acceso a la cubierta superior. Le está diciendo a Inés que tenga cuidado de no resbalarse. Entre los dos llevan una de las tablas californianas que había en la sala Surfer. Él va delante, arrastrándose como si quisiera meterse debajo de un camión. Entre el sobrecargo e Inés está la tabla, que tienen que arrastrar para que avance. Al darse cuenta de que estoy delante de ellos, se paran. Me miran como si los hubiese pillado en la cama. Me miran, pero no dicen nada.

―Qué suerte ―digo, señalando la tabla.

―Esta es nuestra. Si quieres, vas y traes la otra para ti―me dice el sobrecargo.

Por primera vez desde que lo conozco, me fijo en la anchura de sus hombros, en el diámetro de sus bíceps.

―Mira, no me jodas. Nos vale para los tres ―le digo.

Justo en ese instante, el barco se inclina aún más. Prácticamente un tercio de la parte de babor está hundida en el agua. Consiguen que pase la tabla por la escotilla y salen al exterior. Hago lo mismo. Una vez fuera, el sobrecargo intenta correr por encima de la barandilla, hasta que acaba metiendo una pierna y la tabla por uno de los huecos. Se sienta sobre los barrotes metálicos. El agua está a unos ocho o diez metros. No la vemos, simplemente se nota su presencia. No pueden ir muy lejos.

Transcurren diez, doce segundos en los que escuchamos voces, gemidos metálicos, las olas golpeando contra el casco. Sonidos que quedan fuera del radio de acción de los focos que hay alrededor de las chimeneas. La tormenta está amainando. Inesperadamente, el sobrecargo lanza la tabla a la superficie oscura y nos echa una última mirada a Inés y a mí antes de tirarse al agua. Puedo ver la cara que pone un segundo antes de tomar impulso, aunque soy incapaz de saber si confía en que va a tener suerte o no.

Grita. Inés también lanza un grito. Un segundo después, se escucha un ruido, como de coco golpeando un tronco. Como de melón abriéndose por la mitad.

* * *

Aun cuando mi padre estaba en el extranjero, me gustaba que me contara la historia de la mili y el compañero al que le salvó la vida. Con los años, había ido perfeccionando la narración, había insertado matices imperceptibles que volvían la historia más atractiva y lo convertían a él, cada vez más, en un pequeño héroe anónimo. Incluso cuando me enteré de que no le salvó la vida a nadie ―simplemente vio como uno de sus compañeros se la salvaba a otro―, hice como que no sabía la verdad y seguía mostrando mi admiración a través del teléfono, o cuando vino a despedirse definitivamente, poco antes de su muerte. Nunca le dije que lo sabía. De lo que no estoy seguro es de si él conocía mi verdad.

***

Inés se asoma al borde. Es imposible que vea lo que hay en el agua. Llama con un grito al sobrecargo. Nada. Me acerco a ella. Más allá de los focos sigue estando oscuro. La cojo de la mano. Saltemos, le digo, es lo único que puede salvarnos. Si estamos juntos, vamos a tener más posibilidades de tener ayuda. Sé que duda. No hay luz donde la quiero llevar. Inés se suelta de mí y se tira sin que me dé tiempo a reaccionar. Sola. Otro grito. El ruido que hace su cuerpo al entrar en el agua es como el de los saltadores de trampolín. Inés. Inés. Me extiendo sobre la baranda. Los barrotes son como los palos de una parrilla, y yo el trozo de carne esperando a ser cocinado. Tengo la impresión de que el tiempo se ha detenido. No veo ni siento aliento o vida en ninguna parte. Tengo un último pensamiento antes de tomar impulso: no llevo chaleco salvavidas. Me lanzo al agua. Buceo a ciegas. Me muevo en círculos. Me golpeo un hombro contra algo rígido que me parece de plástico. Me magullo una rodilla con un trozo de tablón partido. Agito los brazos, pataleo en el agua por ver si me topo con Inés. Cada vez que salgo a la superficie a coger aire, grito su nombre. Nada. Creerte que eres un tipo con cierta fortuna no quiere decir que siempre vayas a tenerla y a conseguir lo que quieres. Aún no sé qué me ha hecho perder esta mano. Habría tenido una historia que contar, como la de mi padre.

No he tenido suerte. Que se lo pregunten a las dos mujeres de la cubierta número cuatro.
No va a pasar nada.
No se preocupen.
Todo está bajo control.
Mantengan la calma.
Intenten divertirse.
Por favor.
Por favor.


 

Ninguna mujer ha pisado la luna
Kike Parra Veïnat
Prólogo de Jon Bilbao
Relee, 2018


Kike Parra Veïnat (Alzira, 1971) es autor de los libros Ningún millón de ángeles cantando (Ejemplar Único, 2012), Siempre pasan cosas (Enkuadres, 2015) y Me pillas en mal momento (Relee, 2015). También ha formado parte de varias antologías y publicado sus relatos en diversas revistas literarias. Obtuvo el Concurso Internacional de cuentos Elena Soriano 2011, el Certamen de Cuento corto de Laguna de Duero 2011, el Concurso Antonio Villalba 2013 y el Premio de Relatos Incómodos 2015. Actualmente compagina su labor como profesor de Escritura creativa y Proyectos narrativos con la de Director de la colección Microsaurio en la editorial Enkuadres.

 

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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