Sergio González Rodríguez, ángel fieramente humano

Un periodista valiente es la mayor amenaza a la que se enfrenta la gangrena mafiosa si no lo pueden sobornar o silenciar de forma más directa. A pesar de intentarlo de las dos maneras, a Sergio González Rodríguez no pudieron silenciarlo.

Es lamentable hasta decirlo, pero la muerte de Sergio González Rodríguez(Ciudad de México, 1950) el pasado lunes a causa de un infarto habrá alegrado a más de uno en México. Un periodista valiente es la mayor amenaza a la que se enfrenta la gangrena mafiosa si no lo pueden sobornar o silenciar de forma más directa. A pesar de intentarlo de las dos maneras, a Sergio González Rodríguez no pudieron silenciarlo. Ha tenido que ser un infarto cuando empezaba a disfrutar, en estos últimos años, de un prestigio internacional en el mundo del ensayo y del periodismo de largo alcance. Autor del monumental Huesos en el desierto, recibió el Premio Anagrama de Ensayo en 2014 por Campo de Guerra. El año pasado, la Feria del Libro de Guadalajara le concedió el prestigioso Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez por su trayectoria.

El Cuaderno 60 dedicó su dossier de portada a México bajo el título «Palabra de Juárez» gracias, entre otros, a la generosa colaboración de Sergio González Rodríguez. A modo de homenaje, y con la urgencia de lo imprevisto, rescatamos la entrevista que le hicimos en aquel momento y el espléndido artículo que Elena de Lorenzo escribió para la ocasión sobre Huesos en el desierto y Campo de guerra.


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El umbral perverso

Ciudad Juárez muestra una fuerza expansiva que se repliega hacia las lomas y los cerros bajo el cielo azul del desierto. En primavera, los tonos del territorio —inserto en la confluencia del Río Grande o Río Bravo, dos cadenas montañosas y El Paso, Texas— enlazan un tamiz gris, lo arenoso, el calcinamiento blancuzco, los matorrales amarillentos. En invierno, los mismos colores se atenúan y se funden con el velo espectral de las nubes o la niebla. A pesar de la luminosidad celeste que cae sobre el desierto, la urbe fronteriza luce pálida, aquí y allá descolorida. Algún reflejo metálico o un color restallante rompe la monotonía; la potencia solar y el polvo tienden una pátina cruda sobre las avenidas, las azoteas, el cristal de las ventanas, las láminas de zinc y los vehícu­los.

Como tantas ciudades mexicanas, Juárez presenta el aspecto de un enorme traspatio que alternara la multitud, el reposo de cosas obsoletas, el verdor esporádico, el asfalto irregular y las calles terregosas, con la eficacia de las máquinas, las telecomunicaciones, los servicios modernos, la industria de vanguardia. Una prótesis de concreto, alta tecnología, basura en los baldíos urbanos, que decoran el plástico, los baches, el óxido y los jirones de trapo. Ciudad Juárez sería también otra locación idónea para la música electrónica nortec, oriunda de Tijuana, Baja California: un ensamble de sonidos digitalizados de grupos norteños, ritmos categóricos, bandas tradicionales de Sinaloa y ecos «latinos».

[Huesos en el desierto,
Sergio González Rodríguez,
Anagrama]

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