Giulino di Mezzegra

Guernica

Sea como sea, lo que nunca se planteó nadie, ni desde luego Picasso, es que el destino del cuadro debiera ser la ciudad vasca de Guernica, tal como desde hace años, y últimamente con particular insistencia, demandan las autoridades nacionalistas de allá grito euskaldún de «Guernica Gernikara»: Guernica, a Guernica

Picasso pintó su Guernica por encargo del gobierno de la Segunda República, que lo pagó y lo expuso en el pabellón de España en la Exposición Internacional de París de 1937. Cuando el Mal ganó la guerra de España, Picasso aceptó que el cuadro viajara a Nueva York a bordo del SS Normandie para ser custodiado por el Museo de Arte Moderno de esa ciudad, pero con la condición de que fuera devuelto a España en cuanto «las libertades públicas y las instituciones democráticas» advinieran de nuevo al país en forma de república. A España y concretamente a Madrid, en cuyo Museo del Prado el artista malagueño deseaba que el cuadro fuera expuesto. El regreso, como es sabido, se consumó en 1981 a instancias de Javier Tusell y después de duras negociaciones con el museo neoyorquino, cuyos responsables aducían, no sin razón, que España era, sí, ya democrática, pero no la Tercera República que Picasso también había puesto como condición.

Sea como sea, lo que nunca se planteó nadie, ni desde luego Picasso, es que el destino del cuadro debiera ser la ciudad vasca de Guernica, tal como desde hace años, y últimamente con particular insistencia, demandan las autoridades nacionalistas de allá al grito euskaldún de «Guernica Gernikara»: Guernica, a Guernica. Lo hacen, además, con cierta insolencia y relacionando su reivindicación con las de otras naciones cuyos tesoros artísticos, expoliados en el pasado por las potencias coloniales occidentales, dan lustre, visitas y mucho dinero a museos europeos, como el Británico o el Louvre. Al decir de jeltzales y abertzales, su reclamación es tan legítima como la griega de los frisos del Partenón para que salgan del Museo Británico y regresen a Atenas, o como la egipcia para que el busto de Nefertiti, hoy en Berlín, se exponga en el Museo Egipcio de El Cairo.

Que el lugar donde sucedieran los hechos representados deba pesar a la hora de decidir dónde debe exponerse un cuadro es un argumento tan peregrino como lo sería que Mauritania reclamase La balsa de la Medusa de Géricault, que representa un naufragio sucedido frente a las costas de ese país, o que Marruecos hiciese lo propio con los cuadros de Mariano Fortuny sobre la guerra de África. Por lo demás, no deja de ser curioso que sea el Partido Nacionalista Vasco quien formule con más insistencia esta reivindicación de un cuadro que se pintó para contribuir propagandísticamente a la causa republicana. El año en que Picasso pintó el cuadro fue el mismo en que el PNV, conquistado ya el País Vasco por las huestes de Franco, firmó el infamante Pacto de Santoña, un acuerdo con las tropas italianas enviadas por Benito Mussolini en auxilio de Franco, por el cual los gudaris vascuences se comprometieron a no contribuir a la resistencia republicana en Santander y Asturias a cambio de ser considerados prisioneros de guerra bajo la soberanía italiana, es decir, de ser objeto de una represión menos sañuda y de que se les permitiese evacuar por mar a sus dirigentes políticos, funcionarios y oficiales. Lo hicieron de espaldas a las autoridades republicanas y abandonando repentinamente y sin previo aviso los montes cántabros que tenían encomendado guardar, lo que aceleró la caída de Santander y, en consecuencia, la de Asturias. El fascismo se adueñó de España y de Europa gracias a actos de ese tipo. Precisamente de su cobardía y su mezquindad son también iracunda denuncia el caballo enloquecido, la madre desconsolada que sostiene un bebé muerto, las manos que claman al cielo en el Guernica.

La otra pata vasca de la reivindicación del Guernica son los nacionalistas de izquierdas, EH Bildu, una formación muy reciente, pero heredera de partidos abertzales anteriores, particularmente de Herri Batasuna, coalición fundada en los años setenta como brazo político de la organización terrorista ETA. A ellos no hay viejas deudas antifascistas que echarles en cara, pero uno de los argumentos que la diputada bildutarra Marian Beitialarrangoitia emplea para reclamar el cuadro no deja de tener su miga cuando dice que es una obra «muy especial para los vascos y las vascas». Su apariencia amable no debe impedir apreciar la perversidad que le subyace: la de apropiarse como nacional una denuncia incuestionablemente universal, la de degradar como patriótico un símbolo cuya fuerza estriba en condensar una causa internacional. No hay ikurriñas ni lábaros en el Guernica, un cuadro simbólico y no narrativo, intemporal y glocal —que diría Juan Cueto— que se llamó así como podía haberse llamado Badajoz, Cangas de Onís o Belchite. «Si pinto un caballo salvaje, puede que no vea el caballo, pero seguramente verá el desenfreno», decía Picasso, que pintó su Guernica de la misma manera. No se trataba de que el espectador viera Guernica, sino el trágico sinsentido de la guerra. Al ver Guernica, el espectador podría ver Troya y ver Alepo. El Guernica no es más especial para «los vascos y las vascas», no puede serlo, que lo que en sus ocho decenios de vida ha ido siendo para los hippies estadounidenses, que lo reproducían en sus pancartas contra la guerra de Vietnam, o para los exiliados chilenos y argentinos, que lo prendían de las paredes desnudas de sus buhardillas de París acompañado del último poema de Víctor Jara —«¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!»—, o para los artistas anónimos que hoy lo grafitean en el Muro de Palestina.

Exhibir el Guernica en Guernica supone la misma justicia que en colgarlo de la pared noble de un museo de Managua, Kabul, Mogadiscio o Sarajevo. En todo caso, es en Madrid donde debe estar, porque, como ya se ha dicho, allí quería su autor que estuviese, en la ciudad heroica que, al grito de «¡No pasarán!», quiso ser la tumba del fascismo y cuyas Casa de Campo, Ciudad Universitaria y Puente de los Franceses vieron rendir tributo de sangre a antifascistas de 50 naciones que venían de muy lejos, pero cuya sangre, como dejara escrito Rafael Alberti, cantaba sin fronteras.

Guernica Madrilera, vaya. Creo que se dice así.


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