Narrativa

Antonio Orejudo, Rafael Reig y los nacidos en los 60

José Manuel Querol, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, plantea en el siguiente ensayo las claves sociológicas de una generación posiblemente desentendida, pero de la que surgen brillantes narradores, alguno de ellos de plena actualidad por sus novelas recientes en torno a esa generación suya.

Generación pasota, el reciente artículo de Javier Cercas sobre su propia generación (sociológica, no literaria), a la que acusaba de blanda y desentendida, sin compromiso político alguno, a medio camino de una excesiva juventud en la época de la Transición y ya demasiado mayor para la tienda de campaña en el 15M, reafirmaba sus argumentos apoyándose en una entrevista concedida por Antonio Orejudo en la presentación de su novela Los cinco y yo en la que criticaba con dureza a  esa generación, la de ambos, incapaz de rebelarse ante sus mayores y ante nada.

José Manuel Querol, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, plantea en el siguiente ensayo las claves sociológicas de una generación posiblemente desentendida, pero de la que surgen brillantes narradores, alguno de ellos de plena actualidad por sus novelas recientes en torno a esa generación suya.


Mary Poppins y los deshollinadores de historias

Por si existe una (u otra) generación de narradores nacidos en los sesenta

/ por José Manuel Querol  / Universidad Carlos III de Madrid

En la presentación de su última novela, a comienzos de abril de 2017, Antonio Orejudo decía que nuestra generación, a fin de cuentas, lo único que había hecho es «ser muchos», lo que, desde luego, no parece algo que nos hayamos ganado a pulso (tal vez nuestros padres, pero no nosotros), y quizás por eso nadie se pone de acuerdo para encontrarnos un suceso fundacional, un modelo común, aunque sea en contra de algo, ni siquiera un nombre que ilumine nuestras hazañas, que identifique nuestro estilo literario, que nos haga un hueco entre las demás generaciones en la Historia.

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Antonio Orejudo

Aun así, lo han intentado. Nos han llamado muchas cosas, como si con cada nombre quisieran asir lo inasible, porque lo que todavía está vivo no está acabado, aún no ha sido del todo, pero puede más la manía de clasificar, de colocar en el estante del hipermercado de la cultura, de hacer morir quizás ya, antes del fallecimiento, que intentar comprender, y puede también que pese el miedo a que la Historia Literaria se fracture tenga un hueco, y se atomice y disuelva en el estallido rizomáico de la modernidad. Y nos han llamado con muchos nombres, pero ninguno cuaja, probablemente porque no haya nada que cuajar y porque todo aquel enredo en que nos metió Salinas quizás no fuera sino una forma de ganarse el pan, como la de cualquier profesor universitario.

Nadie parece ponerse de acuerdo ¿Hay constantes generacionales entre los escritores nacidos en los sesenta? ¿Es posible establecer una comunidad de estilo, intereses, temas, entre estos y los nacidos en los setenta? ¿Hay un acuerdo para ejecutar un modelo de literatura nacional en el caos globalizador de influencias, lecturas e intereses, incluidas miradas políticas, filosóficas, artísticas y, si se me apura, hasta deportivas?

Repasando formas de nombrarnos parece que se dejan ver más los gustos literarios y los deseos de los críticos que una realidad que se me antoja, al menos por ahora, y paseando dentro del bosque, polimorfa, de modo que cualquier anclaje es definitivamente posible e imposible a un tiempo, porque quizás los límites generacionales son hoy al menos tan difusos como otros que adormecen la Historia de la Literatura y del Arte en las aulas, y sólo sirven para los manuales escolares. Ya le pasó a F. Antal (1978, 19) analizando el Hauptsrömungen der frazösischen Malerei von David bis Cézane, de W. Friedländer, (publicado en Leipzig en 1930) cuando quería establecer un trazo grueso que separara la pintura clasicista de la romántica, y se encontró con que la crítica etiquetaba a David como clasicista puro, a Prud´hon y Gros como proto-barrocos, a Ingres como romántico teñido de clasicismo tardío (o clasicista modernista con tendencias góticas), a Géricault como barroco temprano realista o a Delacroix como romántico alto-barroco. Luego, descubriendo las etiquetas de Friedländer para la pintura alemana del mismo periodo, volvía a encontrarse con descripciones como gótico primitivo (Fuseli), gótico avanzado (Runge o Fiedrich) gótico tardío (Overbeck) o clasicista temprano (Mengs), y lo peor de todo era que, cualquiera de aquellas etiquetas, eran válidas desde el punto de vista formal, pero no contribuían en nada a entender lo que estaba pasando.

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Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963)

Quizás lo que ocurre con la literatura de nuestro más inmediato presente es lo mismo que en aquellos días tan cambiantes en los que se moría un mundo y parecía que aún no había nacido otro nuevo, y por eso la nomenclatura generacional aparece difusa en todos los intentos de ofrecer una clasificación satisfactoria, o puede que es que no tenga sentido porque el individuo líquido de Bauman también licúa las narraciones, y ya se sabe, un líquido tiene la forma de su recipiente.

Por eso andamos en un redil o en otro, sucumbiendo a ocurrencias más o menos bellas, más o menos descriptivas o poéticas, y también andamos mezclados unos con otros, más jóvenes y más viejos, y hasta escindidos en grupos, como los afterpop  (o generación Nocilla, que también hemos tenido esa suerte metonímica) frente a otros sin nombre, supuestamente madrileños y herederos de los beatnicks (Fernández Recuero, 2017), pero lo cierto es que algunos ni siquiera hemos llegado a ser aquella generación X (la de Mañas, Gabriela Bustelo, Ismael Grasa, Ray Loriga y los neorrealistas), aun compartiendo la edad de modo absoluto. Al final, sólo somos la generación del baby boom, pero si debo elegir, a lo mejor la etiqueta que más nos retrata es la que nos ilumina para la posteridad como la generación jodida (que también así se nos ha llamado).

Literatura intelectual y literatura neopopular, literatura de consumo, literatura de Premios Literarios frente a literatura de bares, de librerías pequeñas un viernes por la tarde y público de no más de una o dos decenas de personas, cuando, en definitiva, lo único que quedará cuando todos estemos muertos será buena y mala literatura, y ni siquiera tendrá que coincidir la nómina de unos y de otros que yo pudiera hacer con la que harán los que vengan a desdecirme.

Hay algunas certezas, sin embargo, como apuntaba Antonio Orejudo en su presentación de Los cinco y yo: éramos demasiado jóvenes para hacer la Inmaculada Transición y ahora ya estamos demasiado viejos para el 15M, lo que nos sitúa en un interludio, tanto para la Historia de España como para la Historia del mundo. Nos dieron el relato de la Transición hecho por nuestros mayores, nos dieron también un relato hecho de la modernidad, y el relato cambió sin nosotros, o quizás mientras nosotros nos dedicábamos a otras cosas. Nuestro mundo se tambaleó mientras crecíamos, mientras nos dedicábamos a leer a Góngora o Quevedo, a disfrutar con El Lazarillo y a hacer tesis sobre ellos (más sobre otros, que los grandes estaban pillados por los mayores), porque, mientras hacíamos eso e intentábamos encontrar un trabajo (el paro entonces no era menor que el de ahora) el Muro de Berlín se deshacía, y hasta en California hablaban del fin de la Historia, y aquí alguno había dicho poco antes aquello de que a España no la conocía ya ni la madre que la parió, y todo eso nosotros quizás nos lo perdimos viviéndolo, pero a distancia, sin creérnoslo del todo, y sin atrevernos a matar al padre, fascinados por los mayores y sus relatos, por la imagen literaria que se nos imponía, sin rebeldía alguna. Fuimos más, o eso nos dicen, espectadores de los cambios antes que actores. El mundo cambió, y ahora ya no tenemos capacidad de reacción, andamos por la cincuentena y el mundo es de otros, de los otros. No sé si pudimos hacerlo de otro modo, lo que sí sé es que nosotros pensamos que ninguno fue inocente. Dejamos hacer para revolvernos en el interior de un mundo propio del que nos ha costado salir. Quizás debimos pensar: si el mundo es de otros, que se lo queden. He de disentir, sin embargo. No fue así, o al menos no es así. Una vez alcanzada la cincuentena, como si la adolescencia hubiera tardado demasiado tiempo en desaparecer, nos hemos convertido en el único eje posible que conecta la tradición y el futuro y revisa la memoria histórica recomponiendo los relatos dispersos de nuestro mundo. Acompañamos al lector en su tránsito hacia una emancipación (incluso del autor) y proponemos la interactuación de los modelos literarios y la vida, algo que parecía olvidado, pero que en la tradición de Cervantes servía, y mucho, para hacer literatura. Somos revisionistas de la memoria que aún mantienen vínculos con la tradición literaria que parece perdida para los más jóvenes (quizás sólo aún no encontrada, y como nosotros, en su madurez ellos también encuentren la consolatio litterarum).

En cualquier caso, y antes de elaborar nuestra defensa, esa es la visión crítica preliminar de la generación de los nacidos en los sesenta. Tenemos en la retina infantil la muerte de Franco, contra quien no pudimos luchar porque en aquellos días nuestras armas eran de juguete, y en la adolescente el intento de golpe de estado de 1981; en la juvenil tuvimos la esquizofrénica movida madrileña, que nosotros pasamos dubitativos de bar en bar y de biblioteca en biblioteca, escindidos, sin tomar partido, y en la adulta el pasmo de una modernidad sangrante, inflada y ficticia, para arribar a una conclusión, ahora que por fin reparamos en que se nos fue la vida colaborando en construir el hálito cansado de nuestro mundo, sin reparar en aquello de la huella generacional.

¿Es esto realmente así? ¿Capitalismo editorial para unos e indolencia intimista para otros? ¿Neorrealismo casi sucio de alcohol y drogas y paseos por Antón Martín y Malasaña a las cinco de la madrugada? ¿No hay un relato propio, una revisión de los modelos estilísticos, éticos y gnoseológicos por parte de al menos uno de nuestros narradores?

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Mary Poppins es, probablemente, una de las primeras películas que debimos ver en nuestra infancia; una tutelar y dulce institutriz paseando a niños junto con sus amigos, los deshollinadores, enseñándoles a enfrentarse con inocencia a los señores Dawes Jr. y Dawes Sr., los dueños del banco, y negándose cándidamente a invertir los dos peniques de Michael. Mary Poppins leyendo a Bertold Brecht. De locos.

Tengo la impresión de que aquella película nos marcó, incluso a quienes no la vieran hasta que fueron mayores, y hasta a quienes no gustó nada en absoluto. En ella hay una inocencia infantil que aún conmueve en algunos de los relatos de los narradores más interesantes y hasta gamberros e iconoclastas de esta generación, aunque el contexto eduardiano de la película no se filtrara en la España infantil de los sesenta y setenta.

Desde mi punto de vista, el modelo común a los narradores que rondan la cincuentena es la integración de todos los elementos de la tradición literaria y de la cultura que llaman pop, como generación resumen y eje, punto y aparte (o quizás sólo seguido) que construye su imaginario literario a favor y a contracorriente del canon literario al mismo tiempo. Son esponjas, absorben la materia discursiva de los modelos, pero saben soñar con ellos, e incluso saben administrarles fármacos que los hagan humanos.

Esta operación, que es básicamente común a todos ellos, tiene sin embargo múltiples derivadas. Se trata, en definitiva, de una revisión respetuosa de la tradición literaria tanto como de los relatos contemporáneos ofrecidos como modelo del mundo, tan respetuosa que, de tanto reorganizarlos, para que cobraran sentido, acaban por estallarnos en las manos y transformándose en simple materia blanda. Así las cosas, luego debemos reconstruir su estructura, y lo hacemos con independencia de los relatos heredados.

Otra cosa es la elección de los modelos para la operación. Estamos en tiempos de revisión de la memoria histórica, y para esa revisión casi todos tiran de la memoria delegada, del examen detectivesco de la misma, para encontrar contradicciones, incoherencias en el relato recibido que permitan esclarecer el pasado para no contaminar el presente. Quizás son buscadores de un relato de la memoria que concilie la verdad con el hecho humano, que juzgue, benevolentemente o no, la Historia reciente de España, y más que a esa entelequia, a los seres que la han habitado, a los personajes (unamunianos o no) que nos la contaron.

Esta actividad de búsqueda de erratas la aplica toda la generación con criterios muy diferentes, promoviendo toda suerte de engaños cervantinos que al final vienen a demostrar la inexactitud de cualquier relato, su relatividad ontológica, pero también el alumbramiento, en la paradoja narrativa, de una intuición ética que haga posible la verdad. Verdad literaria como verdad ética.

Han contratado a nuestra generación para limpiar el campo de los espejismos unívocos del consenso, y por ello no se nos puede pedir tampoco consenso entre nosotros. ¿Qué relación pueden mantener Antonio Orejudo, Agustín Fernández Mallo, Lola Beccaria, Rafael Reig, Javier Cercas, Juan Vilá, Juana Salabert, Javier Azpeitia, Belén Gopegui, Marta Sanz, Lorenzo Silva, Ray Loriga, Juan Bonilla y Esther García Llovet? Nómina completa imposible, ya lo he dicho, somos muchos, somos la generación del baby boom; si intentara nombrarlos a todos, buenos y malos, con memoria y desmemoriados, comerciales y exquisitos, estas líneas serían un sinsentido de nombres sin cohesión, sin armadura.

Si cada uno de los narradores de nuestra generación afronta la construcción literaria como un proceso de totalidad, invirtiendo en ella la memoria personal, la memoria actual (la reflexiva), la delegada que aporta el estudio y saber escuchar, y se incardina en un conocimiento profundo de la tradición literaria (no hay más que leer a Javier Azpeitia o a Rafa Reig para que rezume la tradición revisada de nuestra literatura), no es menos cierto que las posiciones de análisis y sus consecuencias les permiten divergir, hacerse múltiples y abarcar generacionalmente todo el espectro ideológico sin sincretismos pactistas. Comprometidos con encontrar un relato del mundo en el que poder sentirse a gusto, a nuestra generación le ha tocado tragarse los sapos de nuestros padres y abuelos, e intentar una suerte de conciliación con ellos, y si hay algo que podamos decir que nos une es la honradez en la búsqueda y la pasión, la posición vitalista casi suplicante de un «dejadme ser» (algo bueno teníamos que tener).

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Che Guevara (1928-1967)

David Becerra, Julio rodríguez Puértolas, Marta Sanz y Raquel Árias (2013), hablando de esa nueva etiqueta que es «la novela de la crisis», advierten del ensimismamiento de la narrativa contemporánea. Desde una perspectiva social, aquello que denominamos novela de la crisis no es sino un ejercicio egoísta de nostalgia del estado de bienestar anterior a la caída de Lehman Brothers, devolviendo en cierto modo el bucle ideológico en una suerte de crítica avanzada del sistema que revierte en el propio sistema (como aquello de poner la cara del Che Gevara en las camisetas para producir la eufemización de la revolución y así desactivarla, convertirla en icono, imagen). La novela ideológica tiene sentido sólo si se ejercita como instrumento de la emancipación, y en ese sentido, sólo desde la disidencia inocente, desde la honradez que busca encontrar un sentido al mundo, puede ser útil. No entraremos a discutir con Becerra y la crítica marxista si esta emancipación debe recorrer un camino u otro, porque lo cierto es que, si bien hay casos de autores de esta generación en los que el compromiso ideológico es profundo y honrado (Belén Gopegui, Rafael Reig o Marta Sanz) y se reúnen con los mayores (Rafael Chirbes, Matías Escalera) o con otros más jóvenes (Isaac Rosa, Pablo Martín), lo importante en ellos —para su definición generacional— es precisamente la honradez, no el resultado político del artefacto literario.

Porque, otra pequeña intuición que tenemos, es que, aunque programáticamente sea defendida una postura estética u otra, la íntima confesión de toda la generación es que tan alejados se hallan en su concepción de la literatura de la frialdad vanguardista que revisa continuamente las condiciones de independencia del texto (la autorreferencialidad textual), como de la manufactura marxista, que descubre la novela como producto social, para fundir ambos modelos, que es posible, en aquella idealidad horaciana de lo dulce y lo útil, docere et delectare. Es la apropiación de la realidad social y de la memoria histórica el verdadero fin, el esclarecimiento del mundo y de nosotros mismos en estos tiempos oscuros en los que la identidad parece el único tema posible de tesis, de análisis, de monografías y hasta de debates políticos.

El problema, sin embargo, reside en la contaminación de lo real. La realidad, como sospechaba Leibnitz, no es un objeto opaco, sino una suerte de lasaña que permite observar sus distintas capas. La escuela de Tartu adivinaba por fin el sentido del episodio de las brujas de Macbeth, y la creencia es artífice del suceso, a posteriori como a priori.

De esta manera, realidad y ficción son una misma cosa y colaboran para ofrecer una imagen del mundo en las novelas de nuestra generación, en la que toda experiencia humana es aprovechable y puede sincretizarse. Sólo hace falta una cosa, no perder el rumbo, no perder la finalidad: no se trata de construir habitaciones propias, refugios para tiempos difíciles, sino, antes bien, crear modelos (como ya advertía Aristóteles) para poder entender el mundo. La tradición, además, es un río profundo, y Mary Poppins puede cartearse con Thomas Pynchon lo mismo que con Quevedo o Galdós o los personajes de Enid Mary Blyton, y hasta con los amigos que también fabulan, pero la tradición necesita convertirse en vida, y así, sólo así, tiene sentido. Si la Iliada es un artefacto manufacturado por una sociedad de la que nosotros ya no tenemos más que vagos recuerdos, no tiene sentido su lectura. Evidentemente nosotros no leeremos el texto como lo leían los antiguos griegos, pero sí podemos leer de otro modo, podemos establecer correlaciones, hilos que reúnan emociones, pensamientos que ejecuten conclusiones, fundamentando así una unidad sistemática con nuestra propia experiencia como seres humanos. En definitiva, la vida y la literatura son la misma cosa sin ser lo mismo, pero en el relato literario, separar una de otra, o intentar deslindarlas, decir si tal o cual suceso pertenece a la biografía del autor, a su memoria literaria o a su fantasía creadora, es tarea inútil en las narraciones de estos autores. Un impresor de Venecia enfrentado a su suegro en el núcleo iniciático del capitalismo global (Azpeitia, 2016): usura y recuperación de los clásicos, maremagnum, vorágine, vórtice del que no conseguimos escapar, lo mismo que unos niños y su perro volviendo una y otra vez a un pasadizo secreto, reducto burgués de un eterno retorno a las meriendas campestres que nunca tuvimos en España (Orejudo, 2017) e incluso ad futurum, cuando nos alcanza el pasado en una distopía curiosa y casi diría que cañí, contemplando desde el puente de Eduardo Dato la Castellana como un Amazonas domestico que se pierde hacia la dársena de Atocha, mientras un detective marlowiano venido a menos se enfrenta a un remedo de la Tyrell Corporation de Ridley Scott lo mismo que se pierde por los bares de Antón Martín buscando personajes escapados de novelas del Oeste o reflexionando, en fina ironía, sobre el autor de La sordera profunda (Reig, 2002) Lo mismo Marilyn Monroe que el Capitán Capeto, Aldo Manuzio que Manuel Mena, falangista muerto en la batalla del Ebro, o Sánchez Mazas, lo mismo seres que tienen tumbas como seres inasibles, mitos todos, a fin de cuentas, que van rellenando nuestras vidas, pero que ocupan nuestra memoria no sin sentir las laceraciones de una conciencia crítica.

Es un modo descreído, pero cariñoso, de observar y asimilar la tradición. El ejemplo práctico es lo que hace Rafael Reig en su Manual de Literatura para Caníbales (2006) y su «segunda» parte, que cronológicamente sería la primera (Señales de humo, 2016), donde la preferencia del gusto se inclina siempre hacia la humanidad, y no al artificio pomposo (irreverente su crítica, más que justa, a Petrarca, o su desapego humano a la generación del 27), crítica, por otra parte, no estilística, que también, sino encauzada a aquello que desemboca en el estilo, que no es otra cosa que la vida vivida artificialmente o la vida vivida como vida.

Pero debemos continuar con la diatriba del juicio académico y el exceso autocrítico propio, si no, este no sería un examen, un intento de explicarnos y explicar, sino un panegírico, y todos estos hombres y mujeres me odiarían por ello y harían chistes a mi costa, y con razón, en alguna presentación de alguna de sus novelas.

71sc4ntvxYLContaba Orejudo en En cuarentena: nuevos narradores y críticos a principios del siglo XXI que, en 2003, nuestra generación estaba en cuarentena, no sólo porque entonces todos rondábamos los cuarenta, sino también porque la crítica aún no había decidido nada sobre nosotros, y también porque aún no habíamos tomado el poder. La cuarentena pasó, estamos en la cincuentena, y aún parece que todo está por decidir, como si nuestro tiempo pudiera alargarse indefinidamente, y nos reservaran para algún centenario glorioso en el que alguien pueda venir a recitar sobre las tumbas de todos.

Las acusaciones a toda la generación han sido varias, pero también divergentes, tanto que parecen desdecirse unas a otras. Hay acusaciones de levedad, las hay de enquistamiento en la tradición, las hay de las que acometen antes de la cuchillada un prefijo moderno: «post», como si la literatura«post» fuera una continuación débil y ansiosa de ser otra cosa, un modelo líquido de lo auténtico. Y quizás sea correcta esta aseveración para lo«post», pero yo me atrevo a negar la mayor, y no me voy a permitir escribir ese prefijo para clasificar la literatura de esta generación.

Entre otras cosas, no es verdad que pueda hablarse de un neorrealismo, ni postcostumbrista ni postsesentayochista. La vinculación de autores como Rafael Reig con la narrativa del realismo del XIX no es continuista, ni revisionista, sino sincrética. La sustancia de lo real se reelabora en marcos emocionales, porque la emoción, desde mi punto de vista, sí es una marca generacional para alcanzar una dimensión de la literatura como modelo antropológico, y para redimensionar la Historia con elementos de procedencia múltiple en el que lo fantástico se ha trasmutado en no-mágico, en expresionismo y hasta en esperpento humanista.

Habría que revisar las categorías estilísticas, pero uno no se siente con fuerzas, y además serviría de muy poco que se intentara aquí. Sin embargo, ya que la literatura se hace con palabras, sería bueno que se usasen con propiedad, y que la semántica de la categorización estilística no se viese cercada de una entropía comercial o escolástica —según el día que tenga el crítico de turno—, y así, nadie hablaría ya de autoficción, que no existe, al menos no como posibilidad literaria, o de postverdad, porque detrás de la verdad sólo puede haber esclarecimiento, y no, como viene a significar el término, una relatividad fraudulenta y culpable del acontecimiento, del suceso.

Autoficción: hollín que nuestros deshollinadores eliminan, confundiendo al lector mientras le divierten, mientras juegan al único juego que puede jugarse con la literatura. Es simple: contar historias, inventar con la materia de la vida otras vidas y más materia (res) para más historias. Eso separa a autores como Rafael Reig o Antonio Orejudo de la posición narrativa de Dios tanto como de la pretendida autoficción. Porque autoficcionarse es un ejercicio nostálgico y egotista, y nada hay en los autores de la generación que mueva a nostalgia (salvo quizás la nocilla, que ni siquiera nos gustaba a todos). La autoficción requiere de unas dosis grandes de soberbia para la que no se preparó a nuestra generación. Hay autoficciones sublimes, pero todas románticas, como la Biographía literaria, de Coleridge, o las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand; ego romántico que, es verdad, vuelve a aparecer de vez en cuando, pero casi nunca es, ni tan sublime, ni tan útil.

En el caso de Coleridge o Chateubriand, además, ambos conciben la autoficción como un modelo unitario en el que vida y poesía, vida y arte, confluyen en una expresión humana del individuo, afirmando su personalidad, disculpando sus actos, en definitiva, explicándose a sí mismos y evitando de este modo la inevitable incoherencia que es inherente a una vida humana. La autoficción romántica es útil porque ennoblece al individuo romántico, lo convierte en un semidiós que puede afirmar aquello que dijera Schopenhauer: el mundo es mi voluntad y mi representación, y así afirmarse en su condición burguesa y revolucionaria, pero la autoficción, y especialmente la autoficción contemporánea, no ofrece utilidad salvo al autor, salvo a la invención de un consuelo exculpatorio de aquel Confieso que he vivido, de Neruda; más allá ese consuelo no puede extenderse al lector porque la confesión es individual, no es transferible.

Útil sí es, sin embargo, el juego con el lector que hace Orejudo en Los cinco y yo, porque la nobleza de su estética reside en la duda permanente que excita la reflexión de Goethe ¿Poesía y verdad? ¿Literatura y vida? La confusión permite elevar la literatura al rango de secuencia antropológica universal, y por universal debemos entender cierta trascendencia de la biografía humana que acaba siendo plural, un poco de todos. De hecho, la última novela (hasta la fecha) de Orejudo puede servir de guía de viaje por esta generación jodida, usando este término, más que como fue conjeturado, como la expresión de una generación sin hueco, sin espacio, entre dos postverdades tan falsas como sus relatos narrados: la postverdad del relato de la Transición española y esa de la mal llamada literatura de la crisis y de la identidad. Hay más, la sublimidad romántica queda truncada por la ironía, por la exhibición de las incoherencias vitales, de los actos fallidos (¿cuántas novelas, monografías y ensayos se permite pensar y no escribir nunca el personaje de Los cinco y yo?). Tomarse en serio a uno mismo, manifestarse en plenitud romántica, frustraría la intención última, la de construir una literatura humana con apariencia de replicante.

Así pues, y siguiendo nuestro hilo conductor, postverdad: hollín que nuestros deshollinadores intentan desprender de la chimenea de la Historia de España, con distintos instrumentos, con modos más o menos crueles y con resultados diferentes, porque diversa es también, como decíamos antes, la mirada de todos. Y así, aquí, a Reig o a Orejudo se le suman Cercas o Lorenzo Silva, que admiten haber vivido, pero todos hacen un ejercicio de humildad con la memoria histórica no exento de crítica y autocrítica.

Si la reconstrucción de la Historia reciente de nuestro país quiere ser desvelada por ellos y otros autores de la generación (como Benjamín Prado, por ejemplo), no puede ser un ejercicio de reconstrucción de fuentes solamente. Galdós también necesitó para recomponer el relato de España buenas dosis de sentido común y de observación sociológica, de empatía y de distancia con las emociones, tanto como de adhesión y amor (aunque a algunos de nosotros a veces nos cueste reconocerlo) por algo que es difícil de explicar y que algunos llaman España.

9788483101612Advierte Germán Gullón (2004, 36) refiriéndose a Soldados de Salamina, de Javier Cercas, que el post-realismo carece de la facultad de juicio a la Historia, que la emoción es el único principio rector de la recuperación de la memoria histórica, y que este tipo de narraciones pretende eslabonarse con la narrativa realista del siglo XIX. Es esta una afirmación dura que no sé si habría que revisar, sobre todo desde la perspectiva de la lectura de la segunda novela de Cercas sobre la Guerra Civil: El monarca de las sombras (2017). La negativa a conciliar una realidad sociológica que fracturó España en 1936 con la estimación de la culpa y el relato ideológico sobre la Guerra Civil española es un asunto que deja páginas y debates continuamente. En la memoria más reciente está la trifulca entre David Becerra y Pérez Reverte a cuenta del relato infantilizado de este último en La guerra civil contada a los jóvenes, que corre un riesgo seguro de parapetar en un cainismo endémico nuestra guerra, desquiciando las causas y los culpables reales de la misma, igualando a víctimas y verdugos y desbaratando así la realidad compleja de la España de los años 30 en la que, como dice Becerra, hay unos claros culpables y unas víctimas seguras.

Estando de acuerdo en lo fundamental con Becerra, lo cierto es que las cosas nunca son tan sencillas, y en nuestra Guerra Civil no tiene posibilidades de ser demostrado fácilmente aquel principio de la navaja de Ockham. La lex parsimoniae ochamniana de nuestra Guerra Civil precisa al menos de dos premisas que nosotros creemos que Becerra atiende sólo tangencialmente, llevado por un impulso de manifestación testimonial a posteriori, y que Cercas, en El monarca de las sombras, intenta desvelar desde la posición Arentiana de la culpa delegada.

Cercas tiene un problema: su familia era falangista. El silencio de la postguerra le ha legado un retrato de un tío abuelo muerto a los 19 años en la Batalla del Ebro y el dolor infantil de la madre del escritor, que ha ido acarreando desde la muerte del familiar. El problema del Cercas novelista es no querer escribir sobre un personaje que, desde su contemporaneidad, no puede entender, del que se avergüenza a la luz de la Historia, del contrarrelato literario de la guerra que está evidenciado en Dulce Chacón, Manuel Rivas, Andrés Trapiello, Bernardo Atxaga o Carlos Fonseca (los mayores, todos nacidos antes de 1960) con mejor o peor calidad literaria. El ejercicio de recuperación de la memoria cuando sólo ha quedado el silencio y el dolor de la muerte se vuelve obsesión para Cercas al tiempo que una tarea casi imposible: arrancar una sola esquirla a la memoria de los acontecimientos que llevaron a aquel joven a morir en el pueblo de Bot de un balazo en el vientre le obliga a intentar entender por qué se alistó y combatió por una causa injusta.

Ulf Andersen Portraits - W. G. Sebald
W. G. Sebald (1944-2001)

Este modelo de recuperación de la memoria es en cierto modo heredada de la literatura alemana del silencio y la culpa posterior a la narrativa de Sebald (Cfr. Martín, 2011, 275 y ss.). En cierto modo, y como les ocurre a muchos narradores alemanes, la culpa familiar priva de la patria, de la identidad comunal al novelista, que se ve forzado para poder entender su propia vida a recuperar y preservar la memoria de la guerra. Son los párrafos finales del libro de Cercas los que disculpan al novelista, que por momentos se ve en la tentación (consentida finalmente) de disculpar también él a su personaje, Manuel Mena, elaborando lo que podríamos denominar la teoría del hambre y el orden, en la que la fractura básica en la España rural durante la guerra tuvo que ver con la alineación de los campesinos que tenían tierras con los terratenientes oligarcas (el hambre campesino es conservador siempre) frente a los labradores sin tierra, aunque todos ellos fueran miserables. Pero los párrafos finales dan cuenta de la honradez de la búsqueda, al tiempo que de su provisionalidad y debilidad estructural: Cercas narra, para poder entenderse, para resumirse, cómo él no es sino una hipóstasis carnal de todas las generaciones familiares, y así puede tener cabida en un relato mucho mayor la memoria de la Historia, que reúne pasado y futuro, y del que Manuel Mena, como él, son eslabones en una continuidad temporal sin finalidad.

9788423346622Esa misma búsqueda a través de la memoria histórica la emprende Lorenzo Silva en Carta blanca (2004), que comienza a partir de una de las obsesiones familiares del autor: Marruecos en los años 20, y se extiende por la geografía terrible de la guerra. Juan Faura no es sino un hombre al que la emoción y la furia de la Historia le arrinconan contra el vórtice de la amargura. Su particular odisea le devuelve, sin embargo, la empatía que permite la vida en el universo hostil en el que tiene lugar la vida de los hombres. Aquiles y Ulises se reúnen en las dos novelas, la de Silva y la de Cercas, en una expresión totalizadora de la existencia, no como individuos, sino como continuum generacional.

Es llamativa además la querencia de Silva o Cercas por los topoi oscuros de nuestra memoria. En el caso de Silva tiene un mérito enorme lanzarse a la reivindicación de la parte humana de nuestra aventura colonial marroquí, rescatando de la memoria a los muertos de Annual (siempre tan injustamente olvidados) en un libro de viajes memorable, también al encuentro con el pasado familiar (Del Rif al Yebala, viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos, 2001).

Pero si la Guerra Civil puede ser más que una moda literaria, como por otra parte David Becerra (Becerra, 2015) etiqueta —muy acertadamente— al cúmulo de novelas publicadas en los últimos años sobre el tema, y de las cuales, al menos en el 90% de los casos, esta es el simple decorado de una historia sentimental a veces hasta grotesca, normalmente maniquea y burda, y otras el amparo de la construcción de una tabula rasa para la culpa, el modelo a veces tiene sentido cuando la absolución pretendida entraña al mismo tiempo la penitencia del reconocimiento de la necesidad y sobre todo no reconstruye un relato, sino que lo lanza hasta el día de hoy, lo manifiesta como fragmento de la identidad del individuo que no vivió el suceso, pero aún forma parte de su vida.

En cierto modo, en el silencio tan largo, roto sólo en la intimidad de la amenaza, del recuerdo de lo innombrable (pensemos en la amenaza y el miedo que se cierne en La colmena sobre Martín o en la tristeza infinita que también en silencio acecha y empuja a los personajes de Nada), en nuestra postguerra se eufemiza para poderse relatar, y también se simplifica, la vivencia de la fractura. Aún necesitamos algún texto más sobre nuestra tragedia civil para reconstruirnos como sociedad y curar las heridas que espesan la sangre todavía setenta años después de la guerra, pero un texto que nos devuelva un modelo universal de examen, que nos reúna con el ejercicio de asunción de nuestro pasado (hubo vencedores y vencidos, hubo culpables y víctimas, y también hubo hombres buenos y malos, hubo conciencia y hubo mentiras, a fin de cuentas, fue una guerra) y que persiga el esclarecimiento de nuestra memoria con humildad. Los girasoles ciegos, de Antonio Méndez, da una lección a este respecto en la primera y en la tercera derrota. Uno puede reconocer tarde su equivocación, y esa tragedia ya la contaron los griegos, el destino hace de la falibilidad del juicio de los hombres su propio infierno, y también uno puede cambiar su relato a pesar de que le cueste la vida, porque nadie puede vivir en la completa mentira toda su existencia. Méndez, en ese sentido, da la lección a nuestra generación y nosotros hacemos lo que podemos con ella. Hacer, quizás hacemos lo único posible: manifestarnos parte aún de lo que fuimos sin haberlo vivido. Entender.

Porque en el caso de la Guerra Civil estamos huérfanos de recuerdos propios, y Franco es una figura difusa en nuestra retina de niños, como un muerto que siempre estaba muriéndose, y desgraciadamente las generaciones anteriores guardaron silencio sobre esa memoria que ya sólo puede ser leyenda, o, a lo sumo documentos e imaginarios fantásticos, pero hay más espacios que deben ser reconstituidos, escenarios sobre los que nuestra generación sí tiene derecho a intervenir porque, aunque ausentes de alma, fuimos parte y cómplices de ellos, y me estoy refiriendo a la Transición y sus consecuencias.

Sobre la Transición pesa un silencio opaco también, aunque quizás por motivos que, aledaños a los que tenemos para la constitución neomitológica de la Guerra Civil —porque como en aquella son producto del miedo—, tienen sus propias aristas en un contexto contrario al de la guerra.

El silencio sobre la Transición se genera por consenso político, alcanzando durante los años de nuestra juventud y primera madurez un estatus inviolable, cubierta por un manto inmaculado que nos permitía no volver a la barbarie incivil, así pues: omnia bona fecit, todo lo hizo bien, no había nada que contar.

Pero esta generación, a la que se acusa de levedad, de ensimismamiento, de autocompasión capitalista, y que nadie niega porque seguro que tienen algo —o mucho— de cierto, en tanto que son generalizaciones y siempre pueden tener ejemplos probatorios, también tiene sus excepciones, y se empiezan ya a poder leer reflexiones y modelos literarios sobre nuestro primer pasado que merecen, cuando menos, alguna mención.

De nuevo aquí las soluciones y los planteamientos son muy diferentes para cada uno de los autores. Los modelos neoépicos de la Transición podrían estar representados por Benjamin Prado o Fernando Aramburu, mientras que los reflexivos por Rafael Reig y Marta Sanz fundamentalmente. Hay, por tanto, relatos divergentes sobre la Transición que sólo ahora, en nuestra cincuentena, parece que hayan sido digeridos y puedan ser contados.

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Operación Gladio (Prado, 2011) funciona como thriller político y novela de investigación. Prado, como desde otro punto de vista político muy alejado de él hará Aramburu, construye un modelo ideológico de la Transición, acunando una trama no especialmente interesante en un formato periodístico (entrevistas) y en el relato de las vidas de tres mujeres que se cruzan en torno a la Ley de Memoria Histórica. Lo más interesante del texto son de hecho las entrevistas (no nos preguntaremos si fueron reales o ficticias), pero la narración se desnaturaliza un tanto al convertirse en una novela de tesis que no admite al lector duda alguna o discusión. El mismo problema, pero más sutilmente enunciado y desde otro espacio ideológico, plantea Patria (Aramburu, 2017), que ha dividido a la crítica, si bien casi toda ella ha sido muy amable con la novela, quizás porque los muertos de ETA nos merecen un respeto religioso, y las heridas son demasiado recientes. Aun así, y de acuerdo con Iban Zaldua (Zaldua, 2017), es de nuevo un discurso travestido de novela en el que, aunque con mayor fineza que la que tiene Pérez Reverte para la Guerra Civil, pretende una equidistancia trágica, usando el subterfugio musiliano de la obra ansiosa que describiera Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio. Como dice Zaldua, pareciera que Aramburu pretendiera la derrota literaria de ETA, ganar el discurso, y no tanto adentrarse en la reflexión sobre la tragedia más reciente de nuestro país. En cierto modo es un modelo anti-griego, en el sentido de que condiciona la existencia y su dimensión humana al modelo político, concentrándose en el lector que precisa de validación de toda la información recibida en los telediarios y periódicos, de modo que la investigación sobre la identidad, que también en este texto se concita, no es en el fondo sino un alambicado juego gongorino (un tanto barroco) de confluencia con lo que ahora llamamos discursos hegemónicos.

En este sentido, Belén Gopegui cree que la verosimilitud ha sido secuestrada por los dueños del discurso dominante, que, en cierto modo, la lucha contra ese discurso tenía como arma para la disidencia la verosimilitud, que muchas veces parece confundir el lector con la realidad, apostillamos nosotros, de modo que —sigue Gopegui—, la experiencia (frente a la fútil apariencia de objetividad de la verosimilitud) se ha ausentado de la novela, y no por inexistente, sino por increíble.

¿Increíble? En cierto modo Gopegui da en la diana, porque el discurso disidente es un discurso nuevo, es un modelo no conocido. Nos han contado siempre las mismas historias, ponerse en la piel del lobo en vez de en la de Caperucita es un trauma para el lector corriente.

Quizás sea necesario remontar las aguas y generar un universo específico para poder narrar nuestra historia reciente con recursos que permitan la reflexión y, además, hacerlo sin atosigar al lector, divirtiéndole y golpeándole cuando esté desprevenido, y si hay dos novelas que hagan este saludable juego, y permitan adentrarnos en los sutiles relatos incardinados en nuestro imaginario sobre la Transición para hacerlos estallar en una kermesse tragicómica, ambas son de Rafael Reig.

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Todo está perdonado (2011) y Un árbol caído (2015). Hay muchas diferencias entre ambas novelas. La segunda parece un ensayo sobre el tiempo dormido que prepara el despertar de la primera, aunque haya sido escrita y publicada después, en la que Reig se entretiene como si fuera un naturalista zolatiano renegado después de haber hecho de las suyas en su propio escenario valleinclanesco, esperpéntico, de Todo está perdonado, que fundamenta el acorde que puede constituir el relato pensado y nunca dicho por nosotros, los inconscientes jodidos, sobre la Transición española,

Es verdad que en Un árbol caído hay elementos tópicos, costumbristas, que parecen más un tanteo anterior a la explosión de Todo está perdonado, como si Reig se replegase estilísticamente, como si los movimientos de la partida de ajedrez que se juega como leit motiv estructural no respetaran la máxima de ir al menos seis jugadas por delante de la jugada actual, pero también hay en ella algunos elementos evocativos, como la inquietante espera de los habitantes de la urbanización de un personaje oscuro, Luis Lamana, que los devolverá al origen de la gran estafa que fue la Transición. Estilo divergente, al menos en apariencia, y trama más fácil la de Un árbol caído (cada uno tiene sus preferencias) pero compartiendo ambas una verdad ética desgraciadamente gatopardiana.

Desde nuestro punto de vista Un árbol caído es una novela menor de Rafael, que tiene todos los ingredientes de su estilo, pero no todos los colores y matices que pintó antes en Todo está perdonado. Fue allí, en su particular Madrid náutico, y no aquí, no en esta urbanización, donde Reig construyó el análisis generacional de nuestra juventud inconsciente. Hasta la fecha esta es la novela más compleja y mejor diseñada de Reig que puede resumir, y servir de emblema perceptivo de toda nuestra generación, cómo vimos la Transición nosotros: un imaginario contradictorio lúcido y alucinado a un tiempo en el que las hostias consagradas pueden venderse en máquinas expendedoras, las sectas religiosas y políticas acaban siendo fórmulas estéticas, vaciadas, de tribus urbanas, pero sobre las que flota una sentencia grave: Nosotros ganamos la guerra, nuestros hijos que ganen la paz. No en vano, quizás, el protagonista acabe subiéndose al galeón misterioso para diluirse en un universo de misterio porque el que deja atrás no es sino un eterno retorno de la Historia de España.

Marta Sanz o Antonio Orejudo exploran también la memoria de la Transición con lucidez pasmosa, pero con un estilo más reflexivo, menos irreverente que Reig, salvo que los leamos con calma, y entonces… Lo mejor, el testigo queda entregado, narraciones como Tuyo es el mañana, de Pablo Martín, que ya es de la generación de nuestros alumnos, ha entendido nuestra manera de ser en el tiempo: humor, ironía, no tomarse en serio nada para que todo, una vez cocinado, pueda ser tan serio como una acusación generacional y un juicio a nuestros mayores, pero sin matar a nadie, ni al padre siquiera.

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Fotograma de Blade Runner (Ridley Scott, 1982)

Así pues, parece que nuestra levedad generacional no debe serlo tanto, otra cosa es que debamos andar de librería en librería y de bar en bar, de boca en boca, de clase en clase, para hacer regatas y arrebatar lectores a los centros comerciales, salvo los pocos que tienen suerte con sus editores y saben de marketing. Si hubiera algo que pudiera definirnos a todos, lo cual nos volvería a poner en cuarentena, sería que somos la generación que sigue haciéndose preguntas, la generación que busca respuestas desesperadamente para poder entenderse a sí misma. Somos también la generación de replicantes que vieron con reverencia Blade runner, porque necesitamos como ellos de nuestros propios recuerdos de ese interludio cansado, tedioso, de final de fiesta, como si hubiésemos llegado tarde a todo y fuera verdad ese fin de la Historia, y que esos recuerdos no se pierdan, y no por soberbia, sino por mantener esa transitividad de la Historia, ese pegamento que reúne todas las generaciones, como si fuéramos Martín o el último de los belinchones de Reig. No somos sino resultado, pero tampoco punto final.

Al mismo tiempo, creo que es posible encontrar en esta generación otro rasgo común: ninguno entregará nunca sus peniques a los señores Dawes, y preferiremos bailar con los deshollinadores sobre los tejados de Madrid, de Barcelona. Total, nunca tendremos más de dos peniques.


BIBLIOGRAFÍA

• ANTAL, F.; Classicism and Romanticism with other studies in art history, Londres, Routledge and Kegan Paul (1966) [Edición en castellano: Clasicismo y Romanticismo, Madrid, A. Corazón (1978)].
• BECERRA MAYOR, David; La Guerra Civil como moda literaria, Madrid, Clave Intelectual (2015)
• FERNÁNDEZ RECUERO, Ángel Luis; “la generación jodida”, Jot Down, (2017) On line: http://www.jotdown.es/2017/02/la-generacion-jodida/ [fecha de consulta: 23 de mayo de 2017].
• GOPEGUI, Belén; Un pistoletazo en medio de un concierto: acerca de escribir de política en una novela, Madrid, Complutense (2012).
• MARTÍN MARTÍN, Juan Manuel; Victimismo y culpa: la transformación del discurso literario sobre el pasado en la Alemania actual (tesis doctoral) Universidad de Salamanca (2011).
• OREJUDO UTRILLA, Antonio (coord.); En cuarentena: nuevos narradores y críticos a principios del siglo XXI, Murcia, Universidad de Murcia (2004).
• PIZARROSO, Jabo H. “La literatura de la Patria o la patria de la literatura”. Estado Crítico. (18/01/2017) On line: http://www.criticoestado.es/la-literatura-de-la-patria-o-la-patria-de-la-literatura/ [fecha de consulta: 25 de mayo de 2017].
• VV.AA. Qué hacemos para construir un discurso disidente y transformador con aquello que hoy sirve para enmascarar la realidad y transmitir ideología: la literatura, Madrid, Akal (2013).
• ZALDUA, Iban. “La literatura ¿sirve para algo? Una crítica de Patria, de Fernando Aramburu”. VientoSur, (22/03/2017). On line: http://www.vientosur.info/spip.php?article12381 [fecha de consulta: 25 de mayo de 2017)

1 comments on “Antonio Orejudo, Rafael Reig y los nacidos en los 60

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