Narrativa

Eduardo Mendoza

José Antonio Martínez, filólogo y catedrático de la Universidad de Oviedo, desvela las claves paródicas del escritor catalán, flamante Premio Cervantes 2017.

Dicen de Eduardo Mendoza  (Barcelona, 1943) que es el escritor serio más divertido de la literatura española. Un hombre al que nunca se le ha oído decir un tópico. Sea como sea, el flamante Premio Cervantes 2017 es un «novelista puro», como lo es Cormac McCarthy en otro registro. Mendoza se ha ganado el entusiasmo de sus lectores desde la publicación de su primera novela, La verdad del caso Savolta (1975), convertida en libro de culto con ventas de bestseller. Luego vinieron éxitos como El misterio de la cripta embrujada (1978), El laberinto de las aceitunas (1982), La ciudad de los prodigios (1986) y una larga lista que gana adeptos de manera progresiva entre lectores jóvenes ( y no tan jóvenes) ajenos a cualquier tipo de delimitación literaria en tendencias o escuelas. Sus títulos más recientes, como  El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008), Riña de gatos. Madrid, 1936 (Premio Planeta, 2010), El enredo de la bolsa y la vida (2012) y El secreto de la modelo extraviada (2015), son un éxito asegurado de ventas que vuelven a poner sobre la mesa de librerías y bibliotecas los títulos anteriores.

Con motivo de la concesión del Premio Cervantes 2017 a Eduardo Mendoza, la Universidad de Alcalá organizó el pasado 26 de abril una mesa redonda sobre «los lenguajes de Mendoza». Coordinada por el filólogo Antonio Fernández Ferrer, catedrático de dicha universidad, contó con la presencia del también filólogo y catedrático de la Universidad de Oviedo José Antonio Martínez, a quien El Cuaderno agradece la cesión del texto leído en su intervención.


El evangelio secundum Pomponium
(La parodia lingüística en una novela ferozmente divertida de Eduardo Mendoza)

/ por José A. Martínez /

A M.ª Ángeles Álvarez

Narración, lenguaje, poesía y obra literaria

Aunque en principio estas cuatro entidades parecen implicarse mutuamente, hay cierta distancia entre ellas. Antes de entrar en la zona sagrada de la Literatura (en forma de relato, cuento o novela, atados a la «letra» de su específica lengua), la narración y el cuento popular —que algunos ubican en la «pre-literatura» o la «sub-literatura»— navegó por tiempos y espacios sobre las ondas de las lenguas (orales o escritas), e incluso de las culturas, sin hundirse, fundirse ni confundirse con ninguna en particular.

La narración «pura» —argumento con personajes y acciones, y su entorno espacio-temporal— se realiza y desarrolla sobre una lengua, pero fácilmente puede «traducirse» a otras, e incluso trasladarse con pérdidas insignificantes a otros medios, como los filmes o las historietas gráficas.

Esta tendencia a la narrativa pura ha encontrado su nicho y su éxito —además de en la novela realista decimonónica—, en la más frecuentada hoy día: la novela de género, por ejemplo, la «detectivesca» (con autores tan modélicos como Vázquez Montalbán, Camilleri, Donna Leon, Márkaris o Lorenzo Silva). Este tipo de novela —que tiene un rival fortísimo en las series televisivas— puede leerse a grandes saltos, pues los puntos en que se sustenta el relato son los grandes bloques de texto formados por el párrafo o, más comúnmente, por grupos de párrafos. Y, por ello mismo, pueden «resumirse» y conservarse en pocas palabras su identidad y fisonomía.

En el polo opuesto, la poesía, la «lírica», nace siempre con la lengua puesta y es, en rigor, inseparable de ella: solo una «traducción» creativa, poética a su vez, puede aspirar a crear en la lengua de destino otros estímulos textuales que reproduzcan similares efectos estéticos. Por lo demás, un poema, a no ser que tenga un componente narrativo importante, no puede resumirse, solo recitarse al pie de la letra. (No es extraño, pues, que Alfonso X asociara los valores líricos de su tiempo a la lengua gallego-portuguesa, ni tampoco que las jarchas populares se mantuvieran en su romance mozárabe originario incluso al formar parte como estribillo de las composiciones poéticas árabes o hebreas.)

En la «gran literatura» (el término es clasificatorio, no valorativo) lo narrativo tiende a la simbiosis con lo lingüístico, que alcanza su máximo grado de identificación en la «lírica».

En las diversas artes se observa una paulatina tendencia a asentar sus específicos valores artísticos en los materiales que antes simplemente los manifestaban. La pintura (en principio, mero ornato de las estatuas) pasa a ser figurativa por sí misma, luego la imagen se hace inseparable del color (impresionismo), y finalmente llega a reducirse en ciertos casos a meras formas y colores. Por su parte, una composición musical de J. S. Bach está abierta a ser interpretada por una amplia diversidad instrumental, mientras que en el otro extremo hay obras reducidas o por lo menos vinculadas al timbre o «material» sonoro del instrumento para el que fueron compuestas. En fin, también en el extremo de la Literatura hay obras —como la Larva o el Poundemónium, de Julián Ríos— reducidas casi a su materialidad verbal: palabras, signos lingüísticos, sonidos o letras, y que por ello mismo son virtualmente intraducibles.

La hibridación de las dos grandes modalidades del arte literario: la narrativa y la lírica (lenguaje poético), que sigue señoreando la «gran literatura», se supone que viene del Ulises, de James Joyce, pero, en realidad, tiene precedentes anteriores: ¿Cómo separar la narración en las obras homéricas de los epítetos heroicos? ¿Qué sería de los dramas de Shakespeare privados de su dicción poética? ¿En qué pueden quedar, traducidos o modernizados, los pomposos y lingüísticamente arcaizantes parlamentos de don Quijote?

Estas obras piden una lectura fluida (silenciosa sí, pero casi fónica y bisbiseada), periodo tras periodo, porque su contenido es en alto grado inseparable de la expresión lingüística. Y, como bien saben los traductores literarios, a menudo exigen una traducción creativa, una «re-creación» en la lengua de destino.

Las novelas y relatos de Eduardo Mendoza se escriben y se inscriben en esta tradición. Incluso sus obritas menos ambiciosas o más circunstanciales (que solo cuantitativamente pueden decirse «menores») son para recorrer y leer a pie, para pasearlas al pie de la letra. Pues, como se verá en algunas muestras de El asombroso viaje de Pomponio Flato, el argumento y desarrollo temático depende de la presencia, percepción y captación de una simple palabra, de una breve frase. Bastará un solo ejemplo de los varios que se verán luego. En dicha novela corta aparece una fugaz referencia humorística a la actualidad, que convierte una escena costumbrista de los tiempos de Jesús en un belén de escayola con una simple y sesgada mención del «caganer» catalán:

«En una taberna unos pastorcillos cantaban al son de dulzainas y zambombas, y, semioculto en un soportal, un hombre en cuclillas hacía sus necesidades corporales».[2]

PORTADA

«El asombroso viaje de Pomponio Flato»

El sumario, resumen o argumento de la novelita podría ser algo parecido al siguiente:

En el siglo I de nuestra era, Pomponio Flato, ciudadano romano de la orden ecuestre y fisiólogo de afición, se aventura por los confines del Imperio Romano en busca de unas aguas milagrosas, cuyos enojosos efectos lo llevan —mejor, catapultan— a Nazaret, donde van a ejecutar al carpintero del pueblo, acusado del asesinato de un rico ciudadano. El hijo del carpintero, seguro de la inocencia de su padre, contrata a Pomponio para que encuentre al verdadero culpable, y así librar de la cruz a su padre, un hombre pacífico y callado que prefiere morir antes que faltar a una antigua promesa y revelar su secreto.

La parodia

En su mayor parte, los aspectos lingüísticos que van dando pie al relato se ponen al servicio de la parodia. La parodia tuvo su origen en el ámbito de la música popular de la Grecia clásica, y su nombre se origina en el prefijo «para» ‘al lado’ (y también ‘en contra’) más «odós» ‘canto, sonido’. De modo que venía a ser algo así como una frase musical (instrumental o vocal) y su repetición en paralelo pero con un pequeño retardo, como el que hay entre la voz y el eco. Pronto tomó el sentido actual de ‘imitación burlesca’. Pero antes hubo parodias serias, como las del Duo seraphim y Audi caelum del «Vespro della beata Vergine (1610)», de Il divino Claudio (Monteverdi), luego desarrollada hasta dar lugar al canon musical (como el del popular «Frère Jacques»). Parodia musical, pero ya burlesca, es «Una broma musical» K. 522, de W. A. Mozart; las magníficas Cantatas de Johann Sebastian Bach encontraron su parodia perfecta en la «Cantata Laxatón» atribuida al ficticio Johann Sebastian Mastropiero, del grupo argentino Les Luthiers, flamante Premio Princesa de Asturias.

En el mundo de la pintura y el dibujo, se cuentan por miles las parodias de la Mona Lisa de Da Vinci, entre las cuales destacan las parodias-homenaje de Duchamp, de Dalí o de Botero, donde cada uno mezcla sus rasgos estilísticos con los de Leonardo. No faltan ni siquiera «parodias objetuales», como las de los instrumentos de Les Luthiers, que también son lingüísticas: el «Latín» o «violín de lata», la viola «Violata», o el «Lirodoro» o «lira de asiento» (síntesis de «lira» e «inodoro»). Muy vistas, y muy bien vistas, son las parodias televisivas del cómico José Mota.

De hecho, afortunadamente, el público actual frecuenta y sigue celebrando los distintos modos de la parodia, que, aunque puede mal utilizarse como arma ofensiva, en sí misma es antídoto y moderación de todo tipo de doctrina y pensamiento único. Y quizá en esto radique el gran éxito de la obra literaria de Eduardo Mendoza.

La parodia literaria y lingüística

La parodia lingüística y literaria de Mendoza, es obvio, tiene muchos precedentes e ilustres predecesores en las literaturas extranjeras, y, por supuesto, en la española: por poner ejemplos extremos, puede ir desde la «astracanada» de ínfimo nivel de Muñoz Seca a los geniales «esperpentos» de Valle-Inclán, pasando por la obra narrativa y teatral de Jardiel Poncela, cada vez más valorada. Y en la cúspide del humor —esa comicidad triste y desengañada—, el Quijote de don Miguel de Cervantes.

En toda parodia —y también en la novela corta de Mendoza— hay al menos dos planos que se extienden y desarrollan en paralelo pero superpuestos.

El primero es el plano o relato literario propiamente dicho, cuyo narrador es Pomponio Flato, quien refiere lo que va viendo u oyendo, y que es, entre otras cosas menores, la vida del Jesús adolescente (solo presente en alguno de los «evangelios apócrifos»); y lo hace en forma de epístola (que no tiene nada de «moral») a un tal Fabio.

Para ser paródico, el relato «ficticio» tiene que traslucir y hacer referencia al plano «real» (así asumido por los lectores, aunque solo sea convencionalmente), que es lo imitado o parodiado, y que en esta novela consiste en ciertos episodios relevantes de la vida pública de Jesús, el Hijo de Dios, y sus contemporáneos, en la versión de los evangelios canónicos.

Del relato en primer plano —único en la perspectiva narrativa de Pomponio— saltan múltiples y sucesivas referencias lingüísticas intencionadas —que hay que poner en la cuenta del autor— al segundo plano, el parodiado, el de la vida evangélica de Jesucristo.

Además, hay remisiones del mismo tipo a nuestra actual realidad, la de Mendoza y sus lectores. Pero, mientras que estas son circunstanciales y secundarias, las que remiten al lector a la vida pública de Jesús según los evangelios, si bien no vertebran el argumento, sí que representan la sustancia misma de la novela.

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Ensayo teatral en la casa de un poeta en la antigua Roma, Gustave Boulanger, 1855

La parodia narrativa o de género

En El asombroso viaje de Pomponio Flato se puede advertir y vislumbrar el esbozo de varias parodias de géneros, obras y personajes literarios.

El relato de Pomponio, naturalista viajero, se inicia y termina en forma de parodia del libro científico (el propio Mendoza, en la «Nota del Autor» que cierra la novela, hace referencia a Plinio el Viejo y su Historia Natural).

Sigue el relato como una parodia del libro de viajes (recuérdense las Cartas marruecas, de Cadalso, o las Cartas persas, de Montesquieu), pues también esta es una «novela epistolar», dirigida a Fabio, en la que se registran, cuentan y comparan, con las romanas, las costumbres y culturas de los árabes del desierto y, con más acritud, las de los sacerdotes judíos.

Aunque en un plano secundario, Pomponio aparece como un Sancho quijotesco: idealista y sacrificado, pero también pragmático y gozador (cuando puede, que es escasamente); que se precia de noble romano, pero empobrecido; de la orden de los «Équites» (o sea, de Caballería), pero reiteradamente descabalgado, en este caso por el reactivo escape del flato producido por las aguas portentosas; las cuales encuentran su correspondencia en el bálsamo de Fierabrás, que lleva al pobre escudero a «desaguarse por entrambas canales».

El argumento es una parodia de la novela detectivesca, en la que Pomponio tiene su precedente en el anónimo detective de otras obras de Mendoza: aquí no es el malvado comisario Flores el que lo fuerza, sino el inocente Jesús el que lo contrata para que descubra al verdadero culpable del asesinato ficticio de Epulón (más el «real» de la prostituta Zara y su hija Lalita). En efecto, tras deshilar el intrincado ovillo de una peripecia imposible (tejida por un solo personaje con diferentes identidades y nombres, al modo de la «novela bizantina»), el detective reúne a todos en el Sanedrín y arranca su gran secreto a José (lo que aclara todo, pero no remedia nada).

El centro temático de la novela lo ocupa una parodia de la novela histórica, y, más concretamente, de los «evangelios apócrifos». Mendoza —convencionalmente— considera personajes «históricos» a Jesús, José y María, a Isabel y Zacarías, a Lázaro el leproso, al propio Mateo evangelista…, y les agrega otros «de ficción histórica» (el rico Epulón de la parábola, el divino Apolo, el cinematográfico Judá), así como otros exclusivos de la novela, al menos bajo el nombre en que aparecen: Apio Pulcro, Anano, Zara, Lalita, etcétera.

A muchos de estos personajes Mendoza los presenta en situaciones y episodios igualmente «históricos» (tentaciones del demonio, condena a muerte, crucifixión, redención, resurrección, etc.) pero que no les corresponden en absoluto: así, los «históricamente» referidos a Jesús en la novela se los asigna a José, a Epulón, a Pulcro… Todo ello, sobre la base de que el periodo «histórico» novelado es el que correspondería a la adolescencia de Jesús (ausente de los evangelios canónicos).

Las «caricaturas» lingüísticas en Mendoza

Un ejemplo de parodia muy simple (pictórica) es la caricatura, representación hiperbólica de algún rasgo típico del caricaturizado. Y lo más parecido a una «caricatura lingüística» es la que Mendoza dibuja jugando con el nombre propio de varios de sus personajes. Ya en novelas anteriores, como en El laberinto de las aceitunas, bautizaba al ministro de Agricultura como don Ceregumio Lavaca, a un primer amor Pustulina Mierdalojo, y al padre de esta con el sobrenombre de don Froilán de los Mocos. Estas y otras denominaciones sarcásticas e insultantes: Flatulino Regoldoso, Plutarquete, Pepito Purulencias, etc., se ponían en la boca grosera de su anónimo detective, estrafalario y marginal, loco pero sagaz, una especie de pícaro delincuente que, como en el célebre género novelístico español, narra en primera persona (cubriéndole así las espaldas al autor).

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En El asombroso viaje de Pomponio Flato, Mendoza traza «caricaturas» lingüísticas más moderadas: al barrigudo, torpe y pesado jefe de la cohorte le impone el nombre de Liviano; bautiza como Quadrato al alto, corpulento y bruto legionario a quien, sonado desde una campaña contra los ástures, le encargan pasear por doquier la enseña del SPQR, siempre «erecto» (en sentido figurado, claro, dice), con cuya pica va rompiendo, patoso, el toldo de las tiendas y, presuntuoso, el corazón de todas las mujeres (según presume). En el dibujo de ambos personajes se percibe la referencia a otras semblanzas paródicas y caricaturescas de los mílites romanos, bien de nuestro tiempo (las célebres viñetas de «Ásterix y Óbelix»), bien del teatro popular latino (el «miles gloriosus», que llega hasta las tablas de nuestro Siglo de Oro).

Mendoza asigna al tribuno y procurador de Judea el nombre de Apio Pulcro, un político chaquetero, que practica la corrupción en la especulación del suelo y que dicta condenas a muerte sin despeinarse; páginas después, el relato da pistas para identificarlo con el aséptico Pilatos (el de «Yo me lavo las manos»).

Denominación paródica es la que caracteriza al propio nombre del narrador y personaje principal de la novela: Pomponio y Flato. Este apellido está en la base argumental del relato, pues el viaje del ilustre viajero de la orden ecuestre comienza con una terrible ventosidad sobrevenida que lo arranca de su montura y lo deja derribado en medio del desierto; donde comienza su asombroso y laico viaje hasta Jesús (como, por otra parte, le ocurre al joven Saulo, luego San Pablo, llevado en la historia sagrada hasta Jesucristo).

La novela, en efecto, comienza, en forma de epístola a Fabio, deseándole a este librarse de la diarrea, que él soporta como pago de su aventura científica de probar unas aguas milagrosas que vuelven blancas a las vacas y negras a las ovejas, pero que a él lo inflan y aumentan groseramente de tamaño, «a consecuencia de haberse interceptado los conductos internos». En todo caso, con la volcánica primera expresión del flato comienza la peripecia del inflado Pomponio:

«Llevaba un rato así [cabalgando] cuando oí una poderosa detonación procedente de mi propio organismo y salí disparado de mi cabalgadura con tal violencia que fui a caer a unos veinte pasos del animal, el cual, presa de espanto, partió al galope dejándome maltrecho e inconsciente.»

Las referencias en forma de perífrasis eufemísticas a sus enojosas consecuencias se suceden a lo largo de la obra hasta su final; la siguiente tiene un aire indudablemente quijotesco:

«[…] la molesta enfermedad que ha dado origen a este relato y cuyos síntomas se manifiestan de tanto en tanto, sin advertencia previa y con enfado del oído y el olfato, reapareció de un modo inesperado y, por Hércules, muy tumultuoso.»

También el nombre de Pomponio es sujeto y objeto de parodia, pues su barriga es una intermitente esfera gaseosa, una de las definiciones de pompa. Además, Pomponio —como el narrador detective ya citado— casi siempre se expresa en un estilo pomposo cuando habla con sus iguales y, sobre todo, cuando se dirige o se refiere a las mujeres: «hermosa doncella de ruborosas mejillas»; «la infeliz Berenice, de níveos brazos», o «de sonrosadas mejillas»; «jovenzuelos de redondas nalgas»; «oh Zara de hermosos tobillos», «Dime, oh Zara, en todo semejante a una diosa, la causa de la discordia, si la conoces»…, son algunas de las hinchadas expresiones homéricas, con las cuales, por cierto, no consigue nada de las mujeres, pues cuanto pudiera atraerlas el Pomponio las aleja el Flato.

La parodia lingüística: etimología y latín macarrónico

La parodia del nombre propio, o «caricatura lingüística», se extiende a casos afines, como cuando se nombra algo con una palabra corriente, y a continuación recibe una denominación culta, que solo lo es para los actuales lectores, pues consiste en un latinismo (seudo-latinismo, a veces, o latín macarrónico), que para el narrador y sus personajes es un término corriente más. Así es como un prolongado suspiro de satisfacción después de beber es, cita de Hipócrates mediante, un «eructus magnus»; Filipo se presenta a Pomponio como el hombre de confianza de Epulón, o sea, lo que en Roma —dice— llamáis «maior domus»». Al encontrar el cadáver de Epulón en la biblioteca cerrada con llave, Pomponio —parodia y contrafigura del atildado y extravagante Hércules Poirot— cita en Cicerón un caso similar conocido como Occisus in bibliotheca cum porta conclusa. En fin, cuando el corrupto Apio Pulcro va a entrar en el negocio de recalificación de los terrenos del Templo con el sacerdote Anano (que ellos llaman «desacralización» de suelos), se encuentra con un obstáculo, que le expresa a Pomponio en español y en latín: El problema, como puedes suponer, es de liquidez. «¡Pecunia praesens!».

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Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943). Foto de Elena Blanco.

Los «guiños lingüísticos» de Mendoza

También son de índole lingüística las referencias que hay desde el relato hacia las escenas y personajes evangélicos. Consistentes en una especie de cita —no manifiesta— a palabras del evangelio sacadas de su contexto original para formar parte del relato de Pomponio, son algo así como «guiños» lingüísticos que, por encima del hombro inocente de Pomponio, nos dirige a los lectores el malicioso Mendoza: «esto que se dice de Epulón, ya sabes, en realidad lo digo de Jesucristo», «esta Lalita de la que anda enamoriscado el joven Jesús es, como puedes comprender, María Magdalena de chiquilla», etcétera.

En este sentido, haré una breve y rápida relación de pasajes en que el episodio o el personaje del relato laico o pagano (punto de vista de Pomponio) ridiculiza, ironiza o pone en cuestión la versión de la historia sagrada (perspectiva del lector actual).

Así, el relato de la preparación para la crucifixión con dos cruces más que le obligan a construir al propio carpintero nos lleva a otra parodia de la crucifixión, la de La vida de Brian, de los Monty Python (en que los crucificados buscan su lado más atractivo y la perspectiva que más los favorece), así como a la inmensa iconografía religiosa escultórica y pictórica posterior:

«Pero el Sanedrín se ha empeñado en darles un castigo ejemplar, lo que implica la manufactura de otras dos cruces. Según ellos, tres cruces en lo alto de un cerro es una imagen muy bien compuesta

A esto mismo apela el relato cuando da cuenta de los independentistas judíos, que no son tales, sino jóvenes acomodados locos por las carreras; Apio Pulcro le comenta a Pomponio:

«[…] te interesará saber que uno de los mozalbetes detenidos es pariente de José, el manso homicida, y de tu acólito Jesús. Un rufián en ciernes, de nombre Juan, hijo de Zacarías. El otro es un tal Judá, desconocido hasta hoy en la región.» [Y más tarde narra el propio Pomponio:] «En el transcurso de la cena nos dijo que su nombre completo era Judá BenHur, que no tenía nada que ver con los movimientos separatistas y que su única afición eran las carreras de cuadrigas».

Lo que Pomponio ve, testimonia y relata es la realidad del Jesús joven, claro está, y no el futuro del hijo de Dios; sin embargo, Mendoza, Pomponio mediante, le hace decir al Jesús adolescente ciertas palabras o muletillas que los evangelistas canónicos habrían de poner en boca del Hijo de Dios:

«Al concluir el relato, dijo Jesús:

En verdad, en verdad, no me extraña que la viuda se ofendiera».

También se anticipa la subida al Calvario en una ocasión en que el pesado Pomponio sube tropezando por una pendiente, urgido por el joven Jesús:

«[…] y por tres veces di con mi cuerpo en tierra. Cuando esto ocurría, Jesús me tiraba de la manga o del faldón instándome a levantarme y a proseguir la marcha».

Cuando seas mayor —le dije—, ya verás tú lo que es ir por un camino empinado sin que te den respiro».

En otro pasaje, al quejarse Pomponio de su soledad entre los judíos, Jesús le recita parte de las que habrían de ser sus obras de misericordia, devaluadas por el contexto vulgar del relato en que prematuramente aparecen:

«—No digas eso, Pomponio —dijo Jesús—, yo te aprecio y te estoy agradecido, no sólo por los resultados obtenidos, sino por algo de más valor para mí, porque estuve afligido y me consolaste, necesité un consejo y me lo diste, estuve en peligro y me socorriste, buscaba un investigador privado y te hiciste cargo del caso.»

Con el trastrueque (respecto de la narración evangélica) de personajes y episodios, el condenado a muerte de cruz no es Jesús, que es un chiquillo, sino su padre putativo, José el carpintero. Tampoco el que «resucita» al tercer día es Jesús, sino el rico Epulón, trasunto del actual delincuente internacional de altos vuelos. La resurrección es una patraña y un montaje, una operación de encubrimiento del criminal y bandido, y es José —con el más que probable conocimiento de su esposa María— quien idea y fabrica el mecanismo para abrir la losa del sepulcro, según confiesa después de haberse resistido a declarar:

«Gracias a mis conocimientos, concebí y construí un mecanismo hidráulico que abriría la losa del sepulcro a los tres días de haber sido sellado.»

«—Es en verdad una idea original —admití—. Estar tres días enterrado y luego resucitar. ¿Quién podría creer una cosa así?».

De este modo queda tocada, por el inocente relato de esta especie de quinto evangelista (o más bien, «protoevangelista»), la gran hazaña de la Resurrección cristiana.

Y también la idea de la Redención: el sacrificio de un inocente para librar del castigo a los pecadores. Pomponio trata en vano de arrancar el secreto de José, que está dispuesto a ser crucificado antes que denunciar al verdadero culpable del crimen verdadero; Pomponio, que además de naturalista es un poco filósofo, lo reconviene:

«Asumir las culpas ajenas no es una virtud ni beneficia a nadie, José. Cuando un inocente muere como un cordero sacrificial por la salvación de otro, el mundo no se vuelve mejor, y encima se malacostumbra»;

con lo que, con fina ironía, denuncia ante el lector actual la inutilidad e incluso la injusticia inherente a la Redención cristiana.

María, la esposa de José, es más aburrida —según su propio hijo Jesús— que la prostituta Zara y su hija Lalita. Pero, según ella misma, es más lista y despierta que su esposo, del que es cómplice en encubrir el crimen investigado. Y en efecto, es una mujer progresista capaz de realizar un agudo y pormenorizado análisis de la situación política judía, pero obvia el interrogatorio de Pomponio haciéndose la tonta:

«—Sólo soy una mujer ignorante y, para colmo, la esclava del Señor».

Y ante la insistencia de Pomponio:

«—¿El Sumo Sacerdote también tiene concubinas? —pregunté»

responde:

«—No lo sé. No sé lo que es una concubina, ni lo que se puede hacer con ella en el baño. Yo creía que era una esponja. Repito lo que he oído. Mis pensamientos son del todo puros.»

El frustrado interrogatorio a María acaba de la siguiente manera:

«Se interrumpió súbitamente, dejó caer la flor, se levantó, se alisó la túnica azul, pisó una sabandija y concluyó diciendo:

—No debería hablar tanto. Mi papel es otro»;

pasaje que nos remite a la abundante iconografía posterior de la Inmaculada con manto celeste y mirada arrobada, al tiempo que distraídamente aplasta con su pie a la serpiente del pecado original (la «sabandija» del relato, que representa a Asmodeo, el demonio de la lujuria). De este modo Mendoza (a través de su portavoz Pomponio) completa la etopeya de María, asignándole una estudiada pose de modelo para pintores y escultores del futuro, mientras elude su actual responsabilidad.

La inocencia narrativa de Pomponio y la complicidad de Mendoza y sus lectores

Hay muchas novelas dichas y puestas en primera persona, en boca bien de quien solo es un narrador (y que indebidamente se identifica con el autor) o bien de un personaje narrador, como es el caso de Pomponio. Mucho menos frecuentes son las novelas como esta, en la que el relato del personaje narrador se ve trufado, sin que este lo advierta, de constantes «guiños» lingüísticos malévolos y cómplices del autor con sus lectores.

Sin embargo, todas las referencias irónicas a los episodios de la vida de Jesús y a la fe cristiana quedan amortiguadas convenientemente gracias a dos estrategias narrativas de Mendoza.

Una es la parodia, que permite —y aun pide— el trastrueque de personajes y episodios, así como ubicarlos en otra época: el redentor del gran pecador es José, no Jesús, un simple adolescente de orejas de soplillo (mal pagador, por cierto) que contrata los servicios de Pomponio; el resucitado fingido tampoco es Jesús sino un ser de ficción, el rico Epulón; etc. Así que nunca Mendoza podría ser reo de irreverencia e impiedad.

Por lo demás, los «guiños» o referencias a los «hechos» evangélicos en forma de citas disimuladas son tan sutiles, que solo existirán en la medida en que el lector conozca y tenga en mente los textos evangélicos parodiados.

La otra estrategia es la del punto de vista narrativo: todo lo que se dice y describe en la novela es de la responsabilidad del narrador Pomponio, que —en la tradición de los libros de viaje— simplemente anota lo que va viendo y sencillamente cuenta en su «novella» las nuevas que va encontrando.

Su inocencia narrativa queda a salvo, ya que, como viajero romano de su tiempo, no puede saber lo que habría de ocurrir catorce o quince años más tarde. Y, de hecho, Pomponio —que prosigue su peregrinación científica y etnográfica por tierras de los vándalos— resulta no ser profeta ni siquiera fuera de su tierra, pues termina su relato con un pronóstico fallido, que se haría realidad justo al revés:

«Sea lo que sea, en definitiva poco importa, porque sólo tengo esto por cierto: que dentro de unos años será como si nada hubiera existido, y nadie se acordará de Jesús, María y José, como nadie se acordará de mí, ni de ti, Fabio, pues todo decae, desaparece y se pierde en el olvido, salvo la grandeza inmarcesible de Roma».

Esta es la gran pirueta narrativa de Mendoza, su golpe irónico final: siempre desde la ingenua perspectiva de su personaje narrador, pero con el conocimiento histórico y la complicidad de sus lectores, ve cómo los sagrados personajes vapuleados o ninguneados por la historieta resultan vencedores en la Historia de verdad, la incontrovertible victoria la de la Iglesia Triunfante. Una historia inapelable que deshace como una pompa de jabón esa pomposa expresión vacía de la grandeza inmarcesible de Roma.

Este final —que acentúa la limitada visión de Pomponio, y su ceguera ante verdadera Historia— hace de El asombroso viaje de Pomponio Flato una novela paródica, sí, pero, al fin y al cabo, un sutil homenaje a la historia parodiada.


[Las cursivas incluidas en las citas son de José Antonio Martínez]

1 comments on “Eduardo Mendoza

  1. «Un hombre al que nunca se le ha oído decir un tópico»
    Así es. ¡Y eso es ser bravo cuando el discurso público parece construirse exclusivamente con tópicos!

    Gracias por este artículo 🙂

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