Narrativa

Cuestionario sobre realidad y relato en el siglo XXI (3)

Los límites políticos o éticos en el uso de la Historia como materia narrativa.

Tercera entrega del cuestionario sobre la (in)distinción entre realidad y relato en la narrativa española actual que toma como referencia las ideas expuestas en Hologramas (Trea, 2017) por Teresa Gómez Trueba y Carmen Morán Rodríguez. En este caso, los límites políticos o éticos en el uso de la utilización de la Historia como materia narrativa.


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Esa misma explicación podría aplicarse a la utilización de la Historia (por ejemplo, la Historia reciente de España) como argumento narrativo o materia de ficción. ¿Existen límites políticos y éticos en ese uso? ¿Cuáles son?

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Jorge Carrión.— En Los muertos y Los huérfanos utilicé la ciencia ficción, las series de televisión, la narrativa post-apocalíptica y otros lenguajes, géneros y texturas para hablar de la gestión de la memoria histórica (sobre todo en España, Alemania, Israel y Argentina, que son los países cuyo debate al respecto mejor conozco). En mis novelas José María Aznar es asesinado, a Bob Dylan le dan el premio Nobel de la Paz, la mayor obra maestra jamás realizada sobre la memoria histórica es una serie de televisión sobre la vida post-mortem de los personajes de ficción y existe el facing (una operación que te permite tener dos caras). En la estructura literaria, que siempre es también una estructura ética, de mis novelas todo eso es posible. Hay que considerar los mecanismos de cada relato. No hay más límites que los de la calidad y la inteligencia. Cuanto más sofisticado es el artefacto narrativo que construyes, más matices, más juego, más atrevimiento, más contra-dicción.

Mercedes Cebrián.— Me gustaría decir que no han de existir límites para la escritura, pero es una actitud algo ingenua y utópica por mi parte, vistas las reacciones de individuos, medios de comunicación y de lo que se conocía hasta ahora como «la opinión pública», que hoy se ha transformado en todo el conjunto de usuarios de las redes sociales. También es cierto que se respira un clima de cierta hipersensibilidad, así es que los límites que se marcan parecen trazados con rotulador grueso. Entiendo que sería útil volver a legislar al respecto, aunque las leyes siempre van en retaguardia respecto de la realidad, como les ocurre a la Iglesia católica o a  la RAE.

Agustín Fernández Mallo.—  En la literatura, los límites los debe fijar cada cual, claro está, tener unos límites marco para todos es ir en contra del mismo concepto de creatividad. Eso sí, en justa correspondencia, cada cual debe estar preparado para asumir que puede ser criticado, contradicho, etc. La carencia de límites ha de circular en ambos sentidos.  Por otra parte, no creo que exista compromiso más fiel con la realidad que narrarla con las herramientas propias de cada tiempo, no construir manierismos; ése el compromiso moral, estético y político que creo que se debería asumir. Dicho de otro modo, “toda literatura o es realista o es anticuada”. Naturalmente, esto nada tiene que ver con la así llamada “literatura política”, término tan alienado como “literatura moral”, “literatura poética”, “literatura religiosa”, etc. Uno de los termómetros para saber si una pieza de arte o un libro o una película, etc, son piezas legítimas es que no puedan ser utilizadas por ninguna tendencia política, es decir, que sean obras que en el momento de  intentar ser alienadas por una mecánica de una ideología concreta, algo se desactive en ellas, emerja algo en la obra que impida tal apropiación instrumental. Dado esto, y como se imaginará, cualquier uso de la novela como método de contar la Historia me parece cuando menos reaccionario, cuando no un modo infantil de acceso a la complejidad del mundo. En la novela que considero literaria, la que me interesa,  es la Historia quien está al servicio de la poesía —por ejemplo en Sebal o en Bolaño—, es la Historia quien ha de rendir cuentas a la poesía y a la imaginación, y no a la inversa. Porque la Historia no es más que una parte como otra cualquiera de la imaginación, una ficción verosímil, en este caso legitimada por el relato académico.

Cristina Gutiérrez Valencia.— En mi consideración la ficción ha de ser el territorio absoluto de la libertad. Darnos cuenta de que la Historia no deja de ser otro discurso que podemos hibridar con el nuestro ha ampliado nuestras opciones de jugar e integrarla en nuestra narrativa. Habrá puristas que me crean irrespetuosa, pero para mí el único límite ha de ser el no engañar con las etiquetas. Si para algo valen todavía hoy los géneros y la teoría literaria es para tratar de ser honestos: mientras un autor/editorial, etc. no intente vendernos una ficción histórica como ensayo o tratado histórico, mientras lleve la etiqueta de FICCIÓN, LITERATURA, NOVELA, etc. puede jugar, recrear, mezclar y utilizar, en el peor sentido de la palabra, todo lo que quiera. Quien quiera fidelidad a la Historia, aprendizaje, textos didácticos y responsables, que busque en los cauces adecuados, para mí es de una condescendencia horrible limitar la literatura por una supuesta responsabilidad histórica o política, es subestimar a los lectores.

Ricardo Menéndez Salmón.— Cada narración construye su propia ética, aunque sea desde una supuesta negación. (Escribo supuesta porque considero imposible un libro sin ética). Cosa distinta es a qué llamamos ética hoy. Diría que hace décadas que nuestros imperativos han dejado de ser morales, pero que no por ello son menos normativos. Pienso en la felicidad, que parece haberse convertido en el paradigma teleológico por antonomasia, hasta conformarse como un deber antes que como un derecho. Y recuerdo una experiencia tan abrumadora como la lectura de Las benévolas, de Jonathan Littell, quien construyendo el arquetipo contemporáneo de la antiética, de la ausencia de límites a la hora de apropiarse del mundo y negarse a ser juzgado, nos entrega, paradójicamente, una de las mayores sacudidas morales que recuerdo como lector. Quizá sólo el genio novelístico, a la vez que dinamita todos los puentes, es capaz de proponer un modelo de conducta. Aunque sea un modelo nihilista o disolvente. Aunque sea un modelo que dictamina el fracaso de toda ética ilustrada.

Vicente Luis Mora.—  He respondido a la pregunta anterior antes de leer ésta, y creo que está parcialmente contestada en mi reflexión previa: si pensamos en los casos de Elvira Navarro, Isaac Rosa, Belén Gopegui, Sara Mesa o Gonzalo Torné, nos damos cuenta de que sus novelas suelen girar alrededor de cómo se han construido los discursos históricos y la representación de las identidades geográficas y políticas de nuestro país. No soy muy partidario de marcar límites a la expresión artística, ya intentan otros ocuparse de ello. Prefiero pensar que los discursos que traspasen ciertas fronteras acaban desactivándose por sí solos: por desgracia, la literatura cada vez tiene menos calado social, con lo que las tonterías puestas por escrito cobran cada vez menos importancia.

Francisca Noguerol.— Parto del hecho de que toda historia es relato. Ya lo sabemos a partir de nuestro canónico Quijote, texto de plena actualidad en nuestros días, y lo reiteró Hayden White en su seminal ensayo sobre la historiografía. Por ello, a estas alturas del siglo XXI considero peligroso seguir creyendo, haciendo gala de un utópico espíritu hegeliano, en la existencia de una Historia con mayúsculas. Puesto que sabemos, además, que “las palabras y las cosas” no casan como se pensara tradicionalmente (Foucault), debemos congratularnos de que ciertas experiencias estéticas desmonten la idea de una Verdad Edificante asequible a partir de la lectura de un texto, la que sin duda puede resultar tan amena como adormecedora… y ya sabemos a qué nos han llevado en la historia del arte estas unívocas interpretaciones.

Me parece que la metaficción historiográfica de las últimas décadas (Linda Hutcheon), que da cuenta de los hechos y, al mismo tiempo, subraya el discurso que los narró, supera con creces en valor ético a la tradicional novela histórica, más digerible y maniquea pero menos cercana a la condición humana. Del mismo modo, el auge de la sátira en los últimos veinte años nos habla de la aparición de una literatura tremendamente política, que apuesta por los modos oblicuos de expresión –alegoría, ironía, humor- para ofrecer la visión más cercana posible de una realidad tan poliédrica como “mentirosa” por su continua mediatización.

Basten dos ejemplos de este hecho en nuestro país: percibo con especial finura la reflexión sobre la contienda que marcó nuestro siglo XX en la parodia ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! (Isaac Rosa, 2007), así como el análisis de nuestro contexto actual en la desopilante España (Manuel Vilas, 2008). Y creo que esto viene dado porque ni Rosa ni Vilas pretenden “explicar” al lector lo que relatan, sino que lo someten al vértigo de una escritura marcada por la inestabilidad, alertándolo ante cada afirmación que realizan. En la misma línea, cuando César Gutiérrez escribe sobre el 11-S neoyorquino en 80M84RD3R0 emplea como constante temática —modificándola, reflexionando sobre ella, tratándola desde el punto de vista de la imagen— la fotografía “The Falling Man”, aquella que muestra a un hombre cayendo de una de las Torres y que le valió a Richard Drew críticas encolerizadas, pero que hoy  constituye el emblema de lo que ocurrió. ¿Por qué lo hizo así Gutiérrez? Porque pretendía, como tantos autores contemporáneos y como bien señala Molinuevo en relación a la estética contemporánea, “hacer real lo real”. Esto es: ante la anestesia colectiva, deseaba conmocionar al receptor devolviéndole una y otra vez la imagen que este había visionado en su receptor de televisión cientos de veces. Desde mi punto de vista, este acto se descubre tan ético como político, aunque por supuesto generó numerosas críticas de quienes consideraron la suya como una intervención que atentaba contra la sensibilidad de los lectores y contra la dignidad de la víctima.


 

Hologramas

 

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