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Elogio del traje

"Sin duda, y a juzgar por un repertorio que oscila entre la insipidez, la desatención y la insensibilidad, se arriesga poco al afirmar que la indumentaria ha sido una de las principales víctimas del deterioro industrialmente inducido".

/ por Michel Suárez/


Los nuevos burgueses y el espíritu de una época

I

Una era posthumana

“He oído que nos tenemos que morir, pero no me lo creo”
Diderot

El siglo XXI ha aupado a los centros de decisión global a una generación de mandarines que se ha atribuido la tarea de reformular el viejo sueño ilustrado de la perfectibilidad humana. Fiando la suerte de la especie a nuevos prodigios tecnológicos, figuras como Bill Gates, Marc Zuckerberg o Steve Jobs nos han invitado a creer que es necesario representar el mundo sin más códigos que los digitales y que los ejercicios de sensibilidad, agudeza, perspicacia y sutileza que antaño encarnó un cierto humanismo radical no conducen más que a la melancolía y la impotencia. Parados frente al bosque de la condición humana, estos pragmáticos ya no se adentran con la antorcha de la razón crítica que precedía al filósofo, como quería el gran Diderot, sino equipados con GPS. Culminando la aspiración de las vanguardias artísticas de entreguerras, nuestra época constituye su propia tradición, el grado cero de una civilización que apunta a la plasmación del hombre-máquina con el que soñó La Mettrie a mediados del siglo XVIII.

Poseedores de enormes fortunas, nada en estos integristas de las nuevas tecnologías recuerda al cinismo de los viejos capitalistas. Con frecuencia, una vanidad camuflada de gratitud se tradujo en una disposición al mecenazgo artístico cuyo fin era perpetuar la figura del hombre de negocios o la del banquero. Así, el despiadado Carnegie destinó una parte de su colosal fortuna a la construcción de bibliotecas públicas; Vanderbilt donó sumas enormes a varios museos neoyorquinos, y Morgan, además de ceder su fabulosa colección de arte al Metropolitan, construyó la magnífica Morgan Library. En todo caso, este tipo de relación de los grandes capitalistas con la posteridad ha pasado a definir un tiempo superado.

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Morgan Library

Con sus credenciales, era difícil pensar que los emprendedores de Silicon Valley se conformasen con modelar el presente; de hecho, han ido mucho más allá, y lejos de colocar sus miras en el futuro, han apuntado a la eternidad. Ya no son las bibliotecas ni el arte lo que les concederá una duradera gloria de filántropos, sino fines propios de dioses. Marc Zuckerberg ha fijado como uno de los objetivos prioritarios de su compañía el de no “perder una sola alma”, una cruzada que le ha llevado a invertir cifras colosales “en investigación básica con el objetivo de curar enfermedades”; esto, puntualiza, no significará “que la gente deje de ponerse enferma, sino que podrá tratarse y gestionarse”. En otras palabras, que la biotecnología pondrá al alcance de la mano la inmortalidad.

Estas ambiciones confirman el inicio de una nueva era. Hasta ahora, la megalómana aspiración de modificar las fuentes de la vida para crear una sociedad pos humana donde los mortales darían paso a un ser a la carta, ajeno al proceso de envejecimiento e invulnerable a las dolencias, no había rebasado los límites de la locura o las utopías literarias. Pero la reverencia y la credulidad con la que son recibidos esta clase de discursos son un indicio de que estamos a las puertas de cambios profundos e irreversibles en todos los ámbitos de la existencia.

Uno de los efectos más evidentes de estos cambios ha sido la refundación mitológica del hombre y la pulverización de sus anclajes clásicos. A Zuckerberg le han bastado apenas unas líneas para formular todo un programa civilizador, transmutando el hipocrático ars longa, vita brevis en su contrario: arte breve, vida larga. Inauguraba así un nuevo titanismo que idolatra a Jápeto, padre de Prometeo, de quien el hombre tomó el fuego, pero desprecia a Mnemósine, la encarnación de la memoria y las musas.

Como era de esperar, las profundas mutaciones pilotadas por los nuevos titanes del capitalismo global de redes, sin referentes ni tradiciones, han tenido un enorme impacto en los códigos simbólicos y estéticos. Las cabezas visibles de las corporaciones de alta tecnología han procurado alejarse de la imagen personal que exhibieron durante décadas las clases dirigentes, para adoptar una apariencia deliberadamente negligente y rutinaria. Zuckerberg ha declarado que considera una enorme pérdida de tiempo tener que escoger cada mañana lo que va a vestir, motivo por el cual ha saturado sus armarios con una colección de idénticas y carísimas camisetas, de jeans y zapatillas de deporte. Convertida en un fenómeno mundial, esta monotonía voluntaria ha sido bautizada como Life hacking: “En realidad quiero aclarar mi vida para hacerla sencilla y así tener que tomar la menor cantidad de decisiones posibles sobre cualquier cosa, excepto la forma de servir mejor a esta comunidad”; “siento que no estoy haciendo mi trabajo si gasto energía en cosas tontas y frívolas sobre mi vida”, afirma el director ejecutivo de Facebook, una opinión compartida por Jobs y Gates, otros dos adalides del dress-down-code.

Esta actitud encierra la curiosa paradoja de que son precisamente los promotores de la desenfrenada aceleración tecnológica actual quienes apelan con mayor convencimiento a un mundo previsible y ordenado. Sin embargo, nada hay de sorprendente en esta aparente contradicción, ya que estos señores constituyen la culminación de un proceso tan antiguo como el capitalismo industrial, que parece haber entrado en una fase decisiva con la posibilidad de crear hombres en serie. Exhibiendo sin complejos su neurótica asimilación de los trazos definitorios de la máquina, su comportamiento personal no podía dejar de seguir los dictados de un racionalismo que se ha desembarazado de todos los imponderables, creando una atmósfera vital repetitiva y uniforme. Se entiende que su día no comience con un ejercicio de imaginación, sino con método y racionamiento de fantasía, un preparativo ideal para incrementar la productividad y la eficacia en el trabajo.

El eterno querer vivir y no saber morir constituía para Nietzsche un signo de debilidad del sentimiento. La emoción reprimida que anida en lo más hondo de estos individuos refleja una mutilación sentimental, detectable en un lenguaje ejemplarmente tecnocrático, pero, sobre todo, en la deliberada degradación del símbolo estético, descartado como una “cosa tonta y frívola”. Debido a su parentesco con la simbología “burguesa”, estos precoces multimillonarios han desterrado de sus oficinas la vestimenta clásica masculina, como si una vida rodeada de confort ultra tecnológico y un culto paranoico del progreso no fuese la quintaesencia de la mentalidad burguesa. No existe nada más burgués que los beneficios, el teléfono, los jets privados, las autopistas o las casas “inteligentes”, pero lo que estos gurús combaten con la devoción del fanático son los vestigios simbólicos de un capitalismo que aún guardaba las formas. El mensaje es claro: el mundo ha cambiado y con él los códigos estéticos. En realidad, el capitalismo se ha mantenido siempre fiel a la misma lógica de lucro y codicia individual; su consolidación es el triunfo de un vanidad forjada en el poder y el dinero, y esta acusación pesa sobre ambos capitalismos, el analógico y el digital. Pero lo que estos nuevos burgueses “pos humanos” han introducido es un lenguaje enteramente nuevo.

El cine nos ha proporcionado una de las perspectivas más esclarecedoras de los cambios acontecidos en el campo simbólico de las ropas en las últimas décadas. En 1980, en plena “era de los diseñadores”, Paul Schrader acudió a Armani para que caracterizase a Richard Gere como un macarra estrafalario y hortera en “American Gigolo; siete años después, Oliver Stone recurrió a Alan Flusser, un defensor del canon clásico masculino, para vestir a Gordon Gekko, el tiburón de las finanzas interpretado por Michael Douglas. Gekko compartía década con el personaje de Gere, unos años ochenta fascinados por la exageración y el desparrame, pero su hábitat natural no eran las cafeterías de los hoteles de lujo ni las piscinas de las urbanizaciones exclusivas, sino las finanzas, una jungla donde cabía poco margen para la experimentación estética. Sus referentes eran los gánsteres de los años treinta y sus trajes cruzados de raya diplomática, de los que se valdría posteriormente Scorsese para dar vida al personaje de Leonardo DiCaprio en El Lobo de Wall Street. Dibujada en el traje o la camisa, la raya era ideal para este tipo de perfil, ya que separaba, estratificaba y jerarquizaba; al crear superficies delimitadas clasificaba a los individuos, agrupándolos y dotándolos de señas de identidad compartidas, como en el caso de los músicos de jazz o los miembros de la Cosa Nostra. Pero también alertaba sobre un peligro inminente: el grosor de la raya constituía la frontera entre usar los elegantes trajes del hampa y estar a la sombra. Este parentesco sugería una contigüidad entre el mundo de las finanzas y el del crimen organizado, plenamente confirmada en nuestros días, basada en el postulado común de que “la avaricia es buena”. [1]

David Fincher lo ha tenido mucho más fácil a la hora de dirigir La Red Social. En realidad, bastaron unas chanclas, sudaderas holgadas y algunas camisetas para recrear al personaje de Zuckerberg en todos los escenarios, desde Harvard hasta las oficinas de su imperio. Este atuendo grotesco revelaba mucho más que la ausencia de gusto y de criterio de un estudiante huraño y problemático: era un indicador de que hemos ingresado en un universo conceptual que anuncia una visión del mundo extraordinariamente preocupante desde el punto de vista civilizador.

II

Decorum

Instalados en las cumbres del poder tecnocrático, los patrocinadores californianos de una existencia en la que la muerte será opcional no han sido los únicos a ejercer una poderosa influencia en los códigos de vestuario. Junto a los iconos más celebrados de una gigantesca industria cultural, integrada por cantantes, deportistas, blogers, youtubers, actores, artistas y demás “creadores de tendencias”, han aplicado a la vida cotidiana el sello de racionalidad, pragmatismo y uniformidad sobre los que pretenden erigir su sombría distopía. En un momento en el que el traje está en vías de extinción fuera de los círculos profesionales, los ídolos de masas han decretado la hegemonía del “vale todo” en nombre de la sagrada comodidad. Cofrades del chándal y las zapatillas de deporte, de la camiseta y las bermudas, de las capuchas, la gorra de béisbol ladeada y los pantalones ajironados, estos referentes pop han impuesto un estilo “desenfadado” basado en la más completa ausencia de estilo. Confluencia de tendencias y corrientes que desembocan en el pastiche y la incongruencia, el look de los árbitros post adolescentes de la moda no sólo reivindica el “sé tu mismo”, sino el “sal a la calle como te dé la real gana”, sin reparar en convenciones sociales o sensibilidades ajenas.

David Bowie

Si a lo largo del siglo XX el contraste entre la intimidad del hogar y el espacio público fue reforzado por ropas que enfatizaban la diferencia entre estar en casa y mostrarse en el exterior, lo que se verifica ahora es una profunda inversión de esa tendencia.[2] Nuestra “sociedad de la imagen” cubre el cuerpo, pero no lo adorna, excepto al final del viaje, cuando endomingamos a difuntos que jamás se preocuparon de hacerlo durante la travesía. Siguiendo los pasos de la política se aplaude la fusión de lo público y lo privado. Con el pretexto de la comodidad, se sale a la calle como se está en casa, olvidando que la máxima expresión de un saludable amor propio es vestirse para uno mismo en la intimidad. Naturalmente, la irritada defensa de la comodidad personal ha ignorado la incomodidad que ésta puede generar en los demás. Y la misma falta de distinción se ha dado entre las diversas edades del hombre y el modo de vestirse. Resulta chocante contemplar a señores cargados de años ataviados con prendas y aderezos juveniles que han olvidado, si es que alguna vez lo han sabido, que atender a las distintas estaciones de la vida es un ejercicio elemental de coherencia.

Por otra parte, el fetichismo del logo y la marca ha eclipsado por completo el juicio atento sobre la calidad del vestido y sus propiedades. La enorme capacidad de manipulación de la publicidad comercial ha arrastrado a un público sin tradición ni tiempo libre para retomarla a la convicción de que la marca, el logo y el precio garantizan la calidad. Símbolo supremo de la sociedad de consumo, el logo refuerza personalidades maleables y da seguridad a quienes son iguales hasta en el deseo de ser únicos (Borges). Dejarse engatusar por la fraudulenta industria de la publicidad, lejos de ser un indicador de criterio, no es más que el resultado lógico de nuestra indefensión estética y de una insatisfacción vital que busca apaciguamiento en los sucedáneos de la industria y las personalidades postizas. Practicar estos abusos ha sido pan comido para una industria publicitaria habituada a tratar con un público acostumbrado a lo peor, entre otras cosas, por la nociva influencia de la propia publicidad. No hay mejor forma de enjaretar el feísmo y lo burlesco que cortar el hilo conductor de una tradición que resulta ya inaudible para la aplastante mayoría. En ese sentido, la propaganda comercial ha resultado ser un éxito sin paliativos.

En los años treinta del siglo pasado, el helenista Werner Jaeger afirmaba que la educación se había tornado un artículo de consumo de masas, barato y malo, y lo mismo puede decirse del gusto. A partir de la segunda mitad del siglo XX, una lánguida Modernidad fue cediendo ante el empuje de nuevas formas estéticas que vieron en el clasicismo una tiranía de la que había que deshacerse. Con la trasgresión por bandera y la piqueta como herramienta, la demolición de un arte que invitaba a la reflexión contemplativa y al juicio perspicaz dejó el camino libre a un “arte” burlón, pero sin filo, desafiante, pero sin espesor, deconstrucionista, pero profundamente resignado. Del body art, al pop art o el art machine, pasando por los happenings y las video-instalaciones, cualquier ocurrencia anodina, cruel o chocante ha sido jaleada como el último grito de la libertad del artista. En otro tiempo, el arte colocaba a los hombres ante su fragilidad elemental y su insensatez; les proporcionaba una imagen crítica de la realidad y un consuelo frente a la fugacidad de la existencia. Pero, además, como quería Longino, el arte cumplía una misión pedagógica, ya que actuaba como antídoto contra el “falso brillo y el mal gusto”.

Para la tradición clásica, los hábitos y las inclinaciones se fortalecían mediante el ejercicio de los sentidos, experimentando y juzgando a través de ellos, pues “no sabemos ni tocar, ni ver, ni oír, más que de la forma en que aprendemos” (Rousseau). Un clásico moderno, Oscar Wilde, observó que, si los niños creciesen en medio de cosas bellas y agradables “llegarían a amar la belleza y a detestar la fealdad, antes incluso de saber por qué. Si entráis en una casa donde todo es extravagante, los objetos os parecerán deteriorados, quebrados y disformes. Nadie se preocupa nunca por esto. Si, por el contrario, todo es gracioso y delicado, la amabilidad y el refinamiento de maneras se adquieren inconscientemente”.

Es probable que Wilde exagerase la correspondencia entre belleza y refinamiento; la delicadeza no siempre se aprehende por vía de la contemplación y el contacto con lo bello. Sin embargo, es la forma más segura de adquirirla. ¿Y qué hemos hecho por nuestros hijos en este aspecto fundamental de la educación? Los hemos acostumbrado a calidades inferiores, poniéndolos en contacto con objetos de pacotilla y productos fraudulentos de una mediocridad intolerable. Los niños del mundo digital ignoran el sonido de un violín o de un riachuelo, pero conocen bien el ruido; prescinden del valor terapéutico y reponedor del silencio, pero saben muy bien del estrépito de las calles, los coches y los teléfonos celulares. ¿Podemos extrañarnos de que esos niños se conviertan el día de mañana en adultos con los sentidos embotados, sin gusto, olfato y tacto?

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Oscar Wilde

Sin duda, y a juzgar por un repertorio que oscila entre la insipidez, la desatención y la insensibilidad, se arriesga poco al afirmar que la indumentaria ha sido una de las principales víctimas del deterioro industrialmente inducido. Este no es un asunto menor. Las épocas que saben “reconocer el valor de los símbolos y tienen gran estima por las cosas más elevadas”, son ellas mismas “contempladas como las más nobles”, aseveraba Carlyle. ¿Quién contemplará con admiración una época como la nuestra, que cultiva el gusto por el andrajo y las combinaciones sin ton ni son? ¿Hay algo más decepcionante y conformista que vestir unas zapatillas de deporte o un chándal, fabricados en serie, con materiales high tech y logos del tamaño de un helipuerto? ¿A quién le hace perder el sueño la mengua de personalidades singulares, decididas y poco inclinadas a ser persuadidas por un asfixiante aparato publicitario?

*   *   *

En gran medida, nuestro tiempo representa el triunfo absoluto del Futurismo, la vanguardia artística liderada por Filippo Marinetti que con mayor violencia se complació con el mecanicismo, el ruido, la velocidad y el militarismo en el siglo pasado. A pesar de las reticencias de Marinetti en relación a la moda, por su poder de corrupción del espíritu femenino, su apología de lo cambiante y lo dinámico acabó por ver en ella un signo de progreso ideal para una sociedad en continua transformación. Otro futurista, Giacomo Balla, hizo el elogio del vestido de “corta duración” que permitiría la renovación sistemática del vestuario y satisfaría las exigencias de una boyante industria textil. Siguiendo estos preceptos, las prósperas corporaciones de la moda favorecieron el frustrante empobrecimiento de los códigos perceptivos de individuos incapaces de someter a examen crítico la última novedad del mercado. Pero para una vanguardia que veía en la memoria una “cobardía pasadista”, un hombre sin anclajes en el pasado no suponía un motivo de lamentaciones.

Por el contrario, en un aspecto concreto el traje del hombre actual obligado a enfundárselo está muy alejado del ideario del Futurismo. En 1914, Balla redactó El traje masculino futurista, un manifiesto donde se afirmaba que el traje futurista debía ser asimétrico, ligero, de líneas simples, cómodo, y a ser posible, perfumado; además, se le podrían agregar piezas aleatoriamente en cualquier parte, gracias a unos botones neumáticos. Se recomendaba la uniformidad de las solapas y los puños almidonados, pero, por encima de todo, los futuristas exigían la abolición de los trajes negros.[3]

Resulta significativo que en una época que oculta la muerte y parece haber dejado atrás definitivamente las manifestaciones públicas del luto, el negro se haya convertido en la opción invariable de aquellos que, por obligación profesional, tienen que recurrir al traje cotidianamente. A pesar de haber declinado como opción voluntaria para el día a día, el traje ha logrado sortear las diversas embestidas a las que ha sido sometido desde los años sesenta por el continuo baile de tendencias, permaneciendo como atuendo apropiado para celebraciones, fiestas o ritos de paso. Pero parece haber fiado su supervivencia a un empobrecimiento cromático y formal desconcertante. Ni siquiera se trata de una representación simbólica, como fue el caso de los fascistas italianos, o el de “Marten y Oopjen”, los calvinistas holandeses del siglo XVI maravillosamente retratados por Rembrandt, para quienes el negro simbolizaba modestia, distinción y poder. En nuestros días, el negro reina por su pragmatismo, su inexpresividad y por una discreción que enmascara el pánico a descollar; sin descartar otras motivaciones, como la alarmante inclinación por las representaciones de la muerte, lo sórdido y lo traumático implícitas en el morboso neo-romanticismo del dark, lo gótico y lo siniestro.[4]

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Los síndicos del gremio de pañeros. Rembrandt (1662)

En una de sus conferencias americanas, Oscar Wilde recordó que “habría más alegría en la vida si nos acostumbrásemos a utilizar todos los magníficos colores de los que disponemos en la fabricación de nuestros trajes”; y formuló un vaticinio catastrófico: “Pienso que el traje del futuro empleará, casi exclusivamente, tejidos de lana y abundará en tonos alegres”. No podía equivocarse más el genio irlandés. Si, como entendía Carlyle, el corte traduce el intelecto y las tendencias, y el color anuncia el carácter y el corazón, los trajes negros transparentan el talante severo y adusto que define a los profesionales obligados a usarlo a modo de uniforme, temerosos de que un rayo de luz en su atuendo les conceda un mínimo de distinción o les distraiga de sus quehaceres laborales. Rebelarse ante este estado de cosas y procurar inspiración en la tradición clásica se ha convertido en un ejercicio de heroísmo, un gesto verdaderamente contracultural. El resultado de la búsqueda de la autenticidad, basada en el esfuerzo personal, suele ser el chascarrillo ajeno. No resulta fácil, para quien ha sido educado en el espíritu de tropa, encajar las miradas sardónicas del vecino y cargar con el sambenito de encopetado o presuntuoso. Y es que salirse del redil y buscar en el mimo y la excelencia un lugar de encuentro consigo mismo tiene sus peajes.

Para los individuos menos avisados, portar traje y corbata continua siendo la quintaesencia de la formalidad en el vestir, la seña de identidad del burgués. Sin embargo, bastará con echar una ojeada al bestiario de la arena política o a los entornos profesionales, para convencerse de que se puede alcanzar el punto más bajo de la grosería vistiendo de traje. Y es que el dinero jamás compró estilo ni proporcionó finura. Trajes negros, herméticos, mortecinos y deslustrados, chaquetas desmesuradas y pantalones flácidos que arrastran, bolsos sin pañuelos, corbatas raquíticas, solapas jibarizadas, cuellos desbocados, mangas invasoras, cajas bajas circundadas por cinturones sobre los que se desparraman tripas prominentes, interrupción de la armonía vertical del conjunto y un largo rosario de faltas muestran, a las claras, que ya ni siquiera la mona aspira a vestirse de seda. En este totum revolutum gobierna la confusión de géneros, estilos y formas. Pero eso sí, los nuevos burgueses le han declarado la guerra sin cuartel al traje. Su símbolo definidor es la camiseta y su religión la comodidad. Zuckerberg con sus t-shirts y Steve Jobs con sus jerséis de cuello vuelto, invariablemente negros, lo han dejado claro. Lo suyo no es transgredir, sino revolucionar. Clásicos instantáneos de la cultura empresarial, encarnan el derrumbe definitivo de las reglas de conducta, forjadas en el deseo de agradar y favorecer el trato. Esas reglas evidenciaban un conocimiento del mundo sensorial y de los hombres que se ha visto desplazado por el exhibicionismo tecnológico y la idiotez cronometrada. ¿Y quién se atrevería a reprocharles nada a estos nuevos Prometeos que nos han concedido el fuego digital?

Culminando un sorprendente ciclo histórico, los nuevos burgueses han acabado por adoptar la estética rompedora de la contestación sesentera. Al mundo conformista y adocenado de posguerra las décadas de los cincuenta y, muy especialmente, la de los sesenta, opusieron un manojo de subculturas urbanas que tenían en común el rechazo de la moral y los valores de las generaciones anteriores. Las pretensiones de fundar un mundo más justo y igualitario pasaron por deshacerse de todo lo que representaba la tradición. Más que cualquier otro símbolo estético, el traje condensaba ese espíritu conservador y asfixiante de la sociedad de la abundancia material de los padres, que acabaron por adoptar las maneras informales de sus hijos, mientras una avispada industria de la moda observaba atentamente los acontecimientos para vampirizarlos casi de inmediato.

Curiosamente, hoy los críticos sociales apenas se distinguen de los nuevos mandarines. Ambos comparten la misma inclinación por lo ordinario y lo vulgar, que en los casos más extremos compone una admirable combinación de estética pordiosera y grunge zarrapastroso. Ciertamente, no todos estos rebeldes se valen del desaliño para escenificar su rebeldía; en cualquier caso, “quien se viste con harapos pulcramente lavados, se viste por cierto pulcra, pero harapientamente” (Nietzsche). ¿Épater le bourgeois? En absoluto: el burgués ya está curado de espantos; además, ahora es él quien provoca. La respuesta a esta indolencia habría que buscarla, antes, en un sentido de la transgresión política que asocia refinamiento y gracia con reacción y tradicionalismo. Saint Just proclamó que la grosería era “una suerte de resistencia a la opresión”, y los actuales epígonos de este fervoroso admirador de la guillotina han asumido que cuanto peor se va vestido más radical se es. Si el radicalismo se midiese por la chabacanería y la rudeza, deberíamos suponer que vivimos en una época saludablemente radical: lo cierto es lo contrario.

En 1881, haciendo balance de su agitada vida, Jules Vallès recordaba los equívocos políticos que había provocado el apurado talante estético heredado de su madre; muchos le supusieron que era legitimista porque usaba “una corbata que da varias vueltas alrededor del cuello, como las que llevaban los incroyables o los realistas bajo la Restauración”. Tener un “una levita marrón, un paraguas verde y un sombrero gris” tampoco ayudaba; todos le creían “legitimista hoy, bonapartista mañana, constitucional pasado mañana”.[5] Sin embargo, Jules Vallès ha pasado a la historia como una de las figuras más representativas de la Comuna de París de 1871, un episodio capital de la democracia en la edad contemporánea. ¿Y qué decir, por ejemplo, de los modestos, pero dignísimos, trajes cruzados de Durruti? Como tantos otros obreros, Buenaventura conocía bien el orgullo que proporcionaba un traje bien cortado.

El actual vandalismo estético no puede causar asombro, después de décadas de sistemático desvanecimiento de los límites del decorum, tanto en la vestimenta como en el arte de vivir juntos. Muchos han visto en la evaporación de los códigos tradicionales un homenaje a la libertad, no una caricatura de la autonomía personal y colectiva, que nos vinculaba a lo que dejaba un rastro en la historia, un patrimonio imperecedero de los hombres y mujeres de todas las épocas. Sin líneas generales que demarquen los confines del respeto mutuo, continuarán proliferando el gusto intrépido y la desorientación, la bufonada y la procacidad. En el fondo, es un asunto muy sencillo: se trata de la decencia común que tan convincentemente defendió Orwell.

Michel Suárez

 

[1] PASTOREAU, Michel, O Pano do Diabo. Uma história dos tecidos listrados, Rio de Janeiro, Jorge Zahar, pp. 111-115-119.

[2] WILSON, Elisabeth, Adorned in Dreams. Fashion and Modernity, New Jersey, Rutgers University Press, 2003, p. 27.

[3] STERN, Radu, Against fashion: clothing as art, 1850-1930, Cambridge, MIT Press, 2004.

[4] EVANS, Caroline, Fashion at the edge: spectacle, modernity and deathliness, New Haven, Yale University Press, 2003.

[5] VALLÈS, Jules, L’enfant, Paris, A. Quantin, 1881, pp. 235-236.

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