Estudios literarios

El lugar espiritual y el lugar social

De qué seguimos hablando cuando hablamos de "compromiso" en el arte.

/ por Pilar Martín Gila /

A propósito del pasado siglo XX, Michel Houellebecq dice en uno de sus artículos: «Es un siglo al que le ha gustado plantear con gravedad las preguntas más tontas, del tipo `¿Se puede escribir poesía después de Auschwitz?´ (…) Hagámonos ahora una pregunta un poco más seria: ¿se puede escribir ciencia ficción después de Hiroshima?». Más allá de la línea de provocación que tanto le gusta a este autor, y teniendo en cuenta que la lectura literal no da la mejor lectura, sí cabe retener estas dos preguntas (la tonta y la seria según la manera de Houellebecq) en tanto que la segunda, escenificada en esto que se ha llamado postmodernidad, viene a querer tomar el relevo de la primera más que a desestimarla. Sea como sea, ambas nos sitúan ante la función política del arte, los límites de la fabulación, el desplazamiento de la inocencia y esa nueva oscuridad del cuerpo, su imagen difundida en los registros fotográficos de los campos y de Hiroshima. Sin embargo, la pregunta por la razón del arte, su utilidad, se hace acuciante al comienzo de nuestra época moderna, en el nuevo ámbito de autonomía en el que ni la belleza ni la verdad, rotos lo viejos vínculos, parecen ya fiables. Ya estábamos en Auschwitz antes de que sucediera Auschwitz, podemos interpretar con Walter Benjamin.

Pero ¿qué posibilidad de efecto sobre la realidad tiene algo como la poesía, por ejemplo? Se puede decir que si tras Auschwitz (o donde quiera que situemos la barbarie) se conmueve el pacto de la imaginación ante el sufrimiento, y la palabra es arrastrada hasta sus límites, es embargada, en cierto modo, o sea, si los hechos afectan al arte, cabe pensar que el arte está a su vez y de alguna forma en la conformación de los hechos, que no puede darse lo uno sin lo otro. Al menos, parece que en esa creencia nace parte de la confianza en el compromiso del creador. Y de hecho, cuando estudiamos las llamadas “vanguardias históricas” parece innegable la sacudida que estas corrientes artísticas de la primera mitad del siglo XX  produjeron en toda la cultura. Pero el arte es concreto, la pregunta se aborda siempre en el enjambre de la vida actual, la que está transcurriendo ahora, en lo cotidiano, donde más perdidos estamos precisamente porque es donde se produce el choque entre el sentimiento de estar vivos y la certificación de ese grave engranaje que llamamos historia, la trama de esta cultura de la que nos sentimos deudores. Y sin embargo esa gravedad, esa pesada consciencia de pertenencia y obligación a un relato que empezó sin nosotros y terminará con otros, es lo que nos lleva a armar la pregunta acerca de nuestro compromiso con lo que hacemos y la razón por la que hacemos las cosas. Así que en buena medida, como dijo Karamsine, es la historia, su ciego relato de destino, lo que convierte al hombre en ciudadano.

Cuando se habla de compromiso en el arte, es claro, se está hablando de compromiso político. Y parece que la noción de lo político ha entrado en crisis, la idea que de lo político se viene conformando en nuestros días da la impresión de vivirse casi como antagónico a la idea de compromiso. Se puede decir, en tal caso, que hay una falta de actualización a la hora de concebir hoy lo político, relacionada en parte, quizá, precisamente con un exceso de actualidad, con atender demasiado al “último grito” y haber dejado caer en el completo olvido al primero; así, podría ser que, en cierta medida, lo antiguo nos ofrezca más armas para actualizar un lugar que lo meramente actual. Cabe aquí recordar aquella distinción aristotélica entre phoné, la voz que el hombre comparte con los demás animales, y logos, el lenguaje, donde situaba Aristóteles la condición política, condición de lo específicamente humano que, interpreta Agamben, se daría en el otro, en el sentir con otro. Lo político aparecería, pues, en la amistad como comunidad, un sentir compartido y anterior a la ley. Pero en la sociedad moderna, esta unión entre la vida y la vida política se ha ido rompiendo al igual que nuestra identificación de lo común, y con ello, cualquier seguridad de que nuestro compromiso sea algo más que un gesto expresivo o incluso una “estetización de la política”, por tomar la formulación de W. Benjamin.

No hay que olvidar que reconocer una condición ética no quiere decir ser bueno sino contar con un saber que permite discernir y elegir. Y esto, para el arte, se da en la reflexión poética, en la conciencia de los actos de creación. Tal vez, actualmente, parece cobrar peso la idea de que seguir un camino comprometido en la creación pasa por zanjar el exceso de aparato crítico que rodeó buena parte del arte en el pasado siglo. El compositor Helmut Lachenmann ha hablado en varias ocasiones de aquella vanguardia musical de los años 50 y 60 del siglo pasado que buscaba una nueva vida, alejarse de las inhibiciones y fragilidades burguesas. La música no debía contener elementos burgueses. El humor era una necesidad burguesa, un crescendo podía ser un elemento demagógico y burgués, cualquier elemento expresivo podía verse como retórico y regresivo. Reconoce Lachenmann ese rigor que, al final, también podía pasar por otra necesitad reaccionaria, pero por entonces, ellos  querían construir un código nuevo, mientras que, según la opinión del músico alemán, actualmente los compositores no saben adónde ir desde el punto de vista de sus ideas musicales y sólo pueden decorar la estructura de la música. Las formulaciones, las preguntas, habrían caído en abandono dando paso a un vertiginoso crear sin un acto de interpretación que dé cuenta del sentido de seguir creando.  El acento caería en lo que la creación tiene de acción no en un momento concreto del largo tren de la historia sino exclusivamente para ese único momento concreto, aislado, irrepetible y, por tanto, sin consecuencias. Puede sospecharse, entonces, que así, escapando de las preguntas sobre sí mismo, el arte salvaría su precario lugar a costa simplemente de retenerlo. Y tal vez esto, la obstinación del arte por el arte, es el tipo de imposibilidad a la que se refería Adorno.

Por otro lado, es ésta una época en la que los creadores, los poetas de forma tal vez más marcada, parecen temerosos de no tener nada que ofrecer a la sociedad, alguna utilidad clara y directa que no les haga pasar por cierta clase de parásito social. De ahí quizá el carácter positivo y afirmativo con el que en ocasiones parecemos buscar un reconocimiento o una integración que disuada de la creencia de que la dedicación del poeta consiste en algo totalmente privado, que no ofrece nada.  Sin embargo, para encontrar lo que hace el poeta, no habría que pensar en alguien que busca una satisfacción particular o privada sirviéndose de lo común, sino en alguien que crea algo como propio sin que sea de su propiedad por completo desde el momento en que lo creado siempre pasa a formar parte de lo común, un don. Se trataría de eso privado no apropiado, que es individual sin dejar de ser público, compartido, eso sería lo que produce el poeta. De alguna manera, el lugar del arte puede seguir concibiéndose como ese extrarradio, el arrabal al que le desterró Platón por creer que construye algo verdadero siendo lo suyo, como todo en el mundo, imitación. Y también W.  Benjamin, en sus escritos sobre Baudelaire, nombra la mirada con la que responden las cosas a las que mira el poeta, y la pone en una periferia semejante: la de los subterráneos de la gran ciudad o en el caos de la masa donde buscan un resto de sentido las pinceladas de los impresionistas.  El arte devuelve al centro de lo público lo que encuentra en los subterráneos o los arrabales a donde fue expulsado, el espacio de la carencia, y eso no es de utilidad, no es rentable ni social ni económicamente. El arte no es otra cosa que arte y nunca podrá tener por objeto algo parecido a lo que dicta una de nuestras leyes de educación para la filosofía (compañera en el escarnio, por lo visto): “conocer el modo de preguntar radical y mayéutico de la metafísica para diseñar una idea empresarial”. El sentido del arte se da en una delgada línea donde parece imposible trazar una definición o acotarlo; así se beneficia en parte de esa libertad de lo indefinido, lo que no se puede atrapar, reducir. Pero también corre el riesgo de que se pueda decir de él cualquier cosa, de ser instrumentalizado bajo la servidumbre de una forma de utilidad si no hay una resistencia en el acto interpretativo.

Posiblemente, para conservar su autonomía, su libertad, la creación no pueda delegar las preguntas sobre sí misma y sobre lo que pone en riesgo realmente cuando se declara comprometido, por más que se añoren formulas más claras y realizables o coincidentes con los acontecimientos históricos, en parte quizá vencido por la exigencia de nuestra sociedad de opinión. Ir tras un significado que no debe alcanzarse del todo (quizá, aquella abstención de sentido que proponía Adorno), puede que en esa condición utópica esté lo que la poesía devuelve a la ciudad, desde ese lugar límite, periférico, en el que la palabra da su pago más verdadero. Y es ahí, en su abstención o negación donde puede conformarse su rango ético y donde residiría el compromiso. El sentido del arte, como lo vería Kant, es un sentido común, un sentimiento de comunidad que alberga tanto el espacio de la vida como el espacio de una vida, de tal manera que no se puede resolver su interrogante ni tampoco aflojar la tensión entre su lugar espiritual y su lugar social.


 

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