Crónica

El Mundial fue ficción (II)

Segunda entrega de las crónicas escritas por el escritor y periodista argentino Federico Bianchini como corresponsal de la revista Anfibia en el Mundial de fútbol de Brasil 2014.

/ por Federico Bianchini /

Dilma es una mujer de suerte

“Prepare sua corazón”, les dijo el relator de O’Globo a millones de brasileños que esperaban los penales. Así se vivió Brasil-Chile en Cambuci, una suerte de favela urbana del centro de San Pablo donde el que manda es “Marcola”, líder de una organización armada para defender los derechos de los presos brasileros que, según dicen, se fue transformando hasta dedicarse al negocio del tráfico de drogas. Cuando los zapatos les apretaban, los brasileños echaron al cronista argentino de la habitación donde veían el partido.

En el entretiempo del partido entre Brasil y Chile, la calle Sao Joao Bautista del barrio Cambuci está tranquila. Todavía este cronista no fue echado de la sala de TV donde veía el partido con ocho brasileros. Todavía el relator de O Globo no dijo: “prepare sua corazón”, ni “un nerviosismo realmente gigantesco en el Brasil”. Todavía no explota el Fan Fest de Río después de que Jara pegue su tiro en el palo y la pelota salga mansa hacia fuera: para eso falta.

Ahora, las tiritas de papel glasé verdes, azules y doradas, colgadas sobre los postes de luz, de lado a lado de esta calle, brillan fuerte. El barrio suele estar tranquilo porque esta favela urbana del centro de San Pablo, donde viven inmigrantes del nordeste, haitianos, coreanos y senegaleses en conventillos, es el barrio de Marcos Willians Herbas Camacho. El barrio de “Marcola”, líder de la organización Primer Comando Capital (PCC), una organización armada para defender los derechos de los presos brasileros que, según dicen, se fue transformando hasta dedicarse al negocio del tráfico de drogas. Marcola cumple una condena de 44 años por robo de bancos, pero la gente confía más en la seguridad del barrio que en la policía y la rubia cuenta preocupada que acaba de pasar. Ojos bien celestes, remera de la selección, pantalón corto de jean, pisa la enorme bandera de Brasil pintada en el pavimento. Que eran tres policías en una moto. Que le dio miedo por lo que “aconteceu” antes.

Antes, fue el partido de Brasil contra México. Antes, fue el partido contra Camerún. En el primero, a las once de la noche del martes 17, unos cien vecinos festejaban en la calle, tomaban cerveza, tiraban petardos cuando unos 30 policías irrumpieron con gases lacrimógenos y spray pimienta. “Argumentaron”: estaban cumpliendo con la ley de silencio. Dijeron: en San Pablo después de las 22 no se puede hacer barullo. En el segundo, volvieron a hacer lo mismo. Aunque eran las 20.30.

Pero hoy el barrio sigue tranquilo. La mujer dice que por ahora fue sólo eso: una falsa alarma. El partido sigue, pero no como los brasileros hubieran querido.

* * *

Ayer a la noche, en medio de unas cervezas y en un brote pleno de sinceridad, un brasilero que no voy a nombrar por respeto a la convivencia en una casa colectiva como es la de Mídia Ninja (aquí comimos y dormimos unas 25 personas: cuatro argentinos, una peruana, un turco y muchos brasileros) me decía que, para ellos, sería preferible perder con Chile que perder en la final con Argentina.

Los brasileros están convencidos de que ganarán el Mundial. Y sin embargo.

Me decía: la generación que vio el Maracanazo en el 1950 sufrió ese estigma durante años. Tiene miedo, él, de que les pase lo mismo. “Imagina”, gritaba en un portuñol bastante claro, “que nos suceda la misma cosa: el partido los marcó. Se convirtieron en una generación del fracaso”.

Quizás exagere como exageran los brasileros. Se sabe, no hay cosa que no sea la más grande, la más céntrica, la más populosa o con el mayor tránsito o así. En los bares, en los baños de las estaciones de servicio (el que está en el mingitorio le habla, la cabeza hacia arriba, al que cuida y le dice que sin dudas, el Mundial quedará aquí), los brasileros creen que no hay posibilidad de fallar.

Y sin embargo.

El partido empieza tranquilo. En la sala de televisión somos unas catorce personas. El fotógrafo Oliver Kornblihtt no está: se retiró en silencio. Argentinos, quedamos tres: la integrante del Colectivo de Jóvenes por Nuestros Derechos Julieta Castro, la trabajadora social Mariana Iacono y este cronista. Hay 18 brasileros que gritan, hacen chistes. Uno toca un atabaque, el otro un bongó. Algunas de las chicas se pintan la cara con la bandera de Brasil.

En la cancha, los hinchas brasileros no parecen cantar demasiado y alguien dice que es porque las entradas son caras y “las torcidas” no pudieron entrar al estadio. Que los que están ahí son los “coxinhas”, que pudieron pagar. A los siete, alguien dice “¡bueno, basta!” y el del bongó y el atabaque dejan de tocar. A los dieciocho, Jara en contra. A los treinta y dos, Alexis Sánchez. Al final del primer tiempo, de los veintiún espectadores sólo quedamos nueve.

* * *

—Si Brasil pierde, tiramos toda la plata la basura —dice Murillo Leite Chaves, médico radiólogo de 96 años, que sentado en el comedor de su casa de Jardim Das Bandeiras mira el partido con sus dos nietos. Los chicos llevan remera de la selección. Él, un discreto buzo mostaza.

—Acá nadie piensa en otra cosa que no sea fútbol —se lamenta el hombre que suele votar al Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB)—. Va a ser muy malo políticamente.

Luego, pedirá que aparezca más Neymar.

—Por favor, transformate en Messi.

Pero Neymar no aparecerá.

* * *

Cuando empieza el segundo tiempo, algunos de los brasileros fuman. Ya nadie toca el bongó. Julieta Castro también se fue. Sólo quedamos dos argentinos. Mariana dice sin parar que quiere que gane Chile.

Mensaje de celular. El jefe de redes de Anfibia, Tomás Pérez Vizzón desde el Fan Fest de Río de Janeiro: “Que gane Brasiu porque se pudre todo”, dice.

“¿Y agora?” pregunta el relator de O Globo.

Alguien dice que, mejor, los argentinos salgan del cuarto. Pero es una broma y todos reímos. Al rato, alguien lo vuelve a decir. Ya no hay risas.

Ataque chileno, Julio César la saca como puede y uno de los brasileros festeja la atajada. Se para, puños cerrados y en alto. ¡Festeja una atajada! Brasil no parece Brasil.

Otro mensaje en el celular. Cristian Alarcón, anfibio argentino chileno, dice: “les metimos el dedo en el orto a los brazucas”.

Mensaje: “si ganamos, después del posteo te tenemos que exiliar”.

Pero no. Yo no quiero que gane Chile. Pienso en Ygritte y en Jon Snow. En la venganza directa. En una final en el Maracaná entre Argentina y Brasil. Termina el primer suplementario.

Los que fumaban fumarán más. El que estaba sentado, ahora camina. El que caminaba, se para arriba de un sillón. Hay uno que agarra cosas del piso y las tira contra la pared.

A nosotros nos toca contra Suiza. Alguien vuelve a pedir que salgan los argentinos. Voy a tomar un poco de agua a la cocina y escucho risas y gritos. Al volver, la puerta estará cerrada y Mariana, del lado de afuera, en el piso, boca arriba, sin parar de reírse.

Terminaremos de ver el partido en el comedor: transmisión española en una computadora con delay. Por los gritos de la calle, antes de ver la imagen sabremos qué pasará.

Minutos después de la euforia, desde algún lugar del barrio, alguien gritará agónico: “Brasiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiil”.

En su casa de Jardim Das Bandeiras, luego de limpiar sus lentes con parsimonia, Murillo Leite Chaves será más austero. Sólo dirá solemne:

—Dilma es una mujer de suerte.

 $ 12.000 por una entrada trucha

A un día del partido contra Suiza, en los alrededores del gimnasio Do ibirapuera, centro de ventas oficial de la FIFA en San Pablo, los tickets superan los mil dólares. Los argentinos se pasan horas preguntando «¿Voce tem ingresso?», no quieren decir su apellido por problemas con la AFIP y, por sobre todas las cosas, tienen miedo de que los brasileros los estafen.

Andrés y sus dos amigos llegaron temprano al estadio Mineirao. Estaban en Belo Horizonte hacía dos días, venían de las playas de Río, de cervejas y miradas intensas, adrenalina por la victoria agónica a Bosnia, euforia y alcohol en los festejos, sudores agitados.

El sábado 21, la selección jugaba con Irán y los tres, desde Federación, Entre Ríos, iban a estar ahí, alentando hasta enronquecer la voz. Argentina tenía que jugar de otro modo, no tan atrás, Messi tendría que aparecer, darse cuenta de quién es y dónde está, romperla; ellos bancarían los trapos: harían valer los mil ochocientos dólares que habían pagado por las entradas.

“Brasilerooooooo, decime qué se sienteeeeeee, tenerrr en casa a tu papáaaaaaaaaaaa”, cantaba Andrés, la bandera Argentina al cuello, el sol en la espalda, la piel emocionada y la convicción de que podría contarles a su hijo, quizás a sus nietos, lo que es vivir un mundial. Porque no hay forma de explicar lo que es sentirse argentino, no importa lo que pagues, poder estar ahí. Faltaba poco para el mediodía, para el pozo de nervios, el golazo de Messi. Sus dos amigos cantaban y aplaudían.

El sol bien fuerte sobre el pavimento que rodeaba el estadio, el cacheo, la entrada. Cuando el hombre lo miro a los ojos, Andrés supo que algo estaba mal. Sus amigos tampoco pudieron pasar. Unos policías les dijeron que los acompañaran. Chequearon que no tuvieran antecedentes y los invitaron a que fueran con ellos hasta el Fan Fest, adonde podrían ver el partido de una forma más legal que con entradas robadas.

—Hasta el otro día, en ningún momento pensamos que, además de todo, nos habían afanado la plata.

* * *

El centro de ventas oficial de la FIFA en San Pablo está armado en las inmediaciones del gimnasio “Geraldo José de Almeida”, conocido como Do Ibirapuera, el centro deportivo municipal más importante de la Ciudad. Cerca del mini estadio techado para quince mil personas, la cancha de fútbol, la pista de atletismo, hay una especie de caja prefabricada con aires de aeropuerto donde los voluntarios de FIFA, de impecable uniforme deportivo y enormes credenciales turquesas, sonríen y orientan a los turistas. En el cuarto de ventas, detrás de un vidrio, un hombre se aburre solo. Explica que ya no hay más entradas, que quizás lo que se puede hacer es chequear en el sitio web de la organización a ver si alguien devuelve un ingreso. Sugiere: hay que ser rápido, hay mucha gente tratando de hacer click. En el cuarto de retiro de tickets, tres chicas atienden a los que van a buscar su entrada. Más allá, un enorme armadillo de peluche amarillo (Fuleco) sonríe rígido: no deja de mirar hacia donde se cobran los ingresos.

Faltan dos días para el partido y, afuera, varios argentinos intentan conseguir una entrada. Dos brasileros se acercan y les preguntan si ya tienen, si les interesa, pero cuando ven a este cronista con su anotador, un block con espiral Dolphin Office ® de papel extra reforzado, se desentienden, dicen que ya no hay entradas, que está muy complicado conseguir, aparentan azar.

Rodolfo, chomba rosa, anteojos de marco rojo, jean y zapatillas, los mira de lejos.

—Hay que tener cuidado —dice.

Es cordobés y envidia el negocio que hizo su primo: por $ 50 mil pesos consiguió un paquete que incluía la entrada a los tres primeros partidos, alojamiento, cena, almuerzo y desayuno. Él, que vino con su hijo de diecisiete años, independiente de las agencias de viaje, pagó entre US$ 800 y 1.000 por cada ticket.

—No son confiables. En los primeros partidos, lo que hacían era venderte una entrada y denunciarla como robada. A ellos les daban otra y anulaban la tuya: en la puerta del estadio te decían que ya no podías ingresar. Después, los de la FIFA se dieron cuenta de la manganeta. Ahora, si denunciás el robo no pasa nada.

A Rodolfo no le gusta el fútbol. Tiene 43 años y trabaja en una empresa importadora. Lo emocionan los autos y las motos. Si está viendo la televisión y encuentra un partido, tac, tac, cambia de canal.

—Una amiga de mi señora dice que soy el marido perfecto. Los domingos no le hincho las bolas ni nada. Pero a mi pibe sí, a Tomás le gusta el fútbol.

—¿Tu apellido cómo es?

—Tengo un quilombo impositivo con la AFIP que ni te digo. Mejor, poné Rodolfo.

Dice que en Argentina la cosa está parada. Que desde hace ocho meses las importaciones no se mueven. No sabe si podrá ir a Rusia en 2018, pero la plata hay que gastarla ahora. Para el partido con Suiza, todavía no consiguió entradas: está dispuesto a pagar mil dólares por cada ticket.

—Pará, vos que sos periodista. Hablemos de lo importante, ¿Cuándo se va esta mujer?

—Si gana Argentina, ¿viajan a Brasilia?

—Noooo. Ya nos volvemos. Se me quedó libre en el colegio —dice y lo señala a Tomás, remera de entrenamiento de Argentina, que mira el piso—. Está en quinto. Mi señora fue y lo reincorporó, pero va a quedar libre de nuevo. Y tampoco podés inventar que le duele la panza. Tuvo que decir que estaba afuera del país.

A Rodolfo le gusta el Mundial, la camaradería que se genera entre los compatriotas. Acá todos se ponen a hablar con gente a la que en Buenos Aires no le darían ni bola. En Brasil, estamos unidos. En Brasil, somos todos argentinos. Por eso tenemos que cuidarnos de los que venden entradas truchas.

—Acá hay mucho chanta, ¿sabés?

A Marietta Piragine le da vergüenza hablar en castellano. En medio de una frase correcta se detiene y pregunta si está bien decir “hizo” o si la palabra es otra, teme errar la conjugación y se enreda en el lenguaje.

Paulista, cantante lírica, profesora de ballet, no le gusta el fútbol aunque si está en la pieza mirando la televisión y escucha que su novio grita: “¡O azar dos penaltis!”, suele caminar tranquila hasta el living. Mira el nerviosismo de los jugadores, la cara de preocupación de los técnicos, elige uno de los dos equipos e hincha por ése.

Días antes de la fiesta de inauguración, recibió un mail donde le comentaban que la organización del evento buscaba bailarines para participar del acto.

Lo respondió curiosa. Pensó, podría ser interesante. ¿Cuánto pagarían?

No, le respondieron, no se pagaba nada.

Unos días después, volvió a escribir. Tal vez, si le dieran alguna entrada para invitar a su novio al partido inaugural o si pudiera quedarse y ver a su equipo enfrentando a Croacia.

No, le respondieron, después del acto debía irse del estadio.

Las mismas preguntas, ¿Cuánto pagan?, ¿Hay entradas?, las hicieron los demás bailarines contactados. ¿O querían que ellos trabajaran gratis?

La respuesta no varió. Y las dos compañías más importantes de San Pablo dijeron, entonces, que ninguno de sus bailarines iría a ese evento.

Finalmente, en el acto participaron alumnos, danzantes amateurs.

Acá, las entradas cuestan mucha plata.

* * *
Javier tampoco va a decir su apellido, mejor no.

De pie, junto a la entrada de esta prefabricada de la FIFA en Do Ibirapuera, niega con la cabeza. Tiene la remera suplente de River, un hijo que mide un metro noventa y una esposa que dice que este mundial está bastante desorganizado: ellos ya fueron a Alemania (“Conseguíamos los tickets por internet antes de los partidos”) y a Sudáfrica (“Ahí, la gente tiene menos plata así que negociar los precios de la reventa era más fácil”).

Javier no mira a los ojos cuando habla: está concentrado en otra cosa. Está concentrado en la gente que sale con su entrada y, en medio de una frase, da un paso hacia el costado y dice:

—¿Voce tem ingresso?

Durante el breve diálogo, saldrán cinco personas. Todas le dirán que no: dos se apartarán. A pesar de que Javier tiene un aspecto bonachón, de hombre tranquilo, guardarán la entrada en el bolsillo. Quién sabe, por las dudas.

—¿Voce tem ingresso?

El jueves 19, Javier pasó seis horas en el Boulevard Shopping de Belo Horizonte. Allí, se retiraban las entradas para el segundo partido de Argentina.

—¿Voce tem ingresso?

A cada uno que salía le preguntaba lo mismo.

—¿Voce tem ingresso?

El viernes 20, otras cinco horas.

—¿Voce tem ingresso? Para el partido de Argentina e Irán, una entrada categoría cuatro, costaba para los brasileros cincuenta y cinco reales. Una entrada de categoría uno, doscientos veinte dólares.

Después de esas once horas, de vaya uno a saber cuántos “Voce tem ingresso”, Javier consiguió seis tickets. El más barato lo pagó cuatrocientos dólares, el más caro: setecientos.

—El precio dependía de la persona. A algunos les daba miedo: así que yo les decía si querían ir a hablar afuera del shopping. Somos un grupo de diez argentinos. Ahora sólo nos faltan dos entradas.

De a ratos, Javier chequea en su celular el precio de la reventa de internet. Me muestra en la pantalla: puede conseguir una por mil doscientos dólares. El precio máximo a pagar aquí en Do Ibirapuera es de mil.

—¿Voce tem ingresso?

***

Desde el balcón de la casa de Miguel Ricci, en Vila Olímpia, se ven las sombras de los edificios, las luces de las antenas, rojas blancas puntuales, que discordantes parecen seguir una secuencia compleja e incomprensible. A ésas se le suman otras, verdes, alargadas y quietas.

—Son de las grúas de la construcción: las ponen para que no quede tan feo. En la Avenida Funchal están construyendo cinco edificios tremendos. Y así en todos lados.

Nacido en París, de madre brasilera, argentino por elección, Ricci vivió en Buenos hasta hace un año y medio, cuando se mudó a San Pablo. Trabaja como entrenador de básquet y traductor portugués español.

—A veces, te angustiás un poco —dice en el balcón—. Mirás para allá y ves cemento, mirás para el otro lado y hay más edificios. Parece que estuvieras encerrado.

Vila Olímpia es uno de los barrios caros de la ciudad. Hay supermercados como el Saint Marché o el Emporio, donde se venden productos importados, que no están en otros lugares. Miguel vive con su novia, brasilera, en un departamento de los padres de ella. De expensas, pagan 600 reales (unos doscientos setenta dólares).

—Acá tenés de todo. Restaurantes de comida japonesa, peruana, mexicana, tailandesa o lo que elijas. Los bares, los teatros, la oferta cultural. Pero el tamaño también juega en contra. Si no tenés auto, se complica mucho. El tránsito te vuelve loco: en bicicleta no podés ir porque te pasan por arriba. Tampoco es una ciudad para caminar, como Buenos Aires. Acá hacés 30 cuadras y no sabés dónde terminás: no hay dos cuadras paralelas y el relieve, hay barrios arriba y otros muy abajo.

Fanático de Newell’s Old Boys, vio todos los partidos del mundial por televisión. Cree que la Argentina no puede depender tanto de Messi. Piensa que el equipo defiende más o menos y retrocede pésimo, pero la esperanza es lo anteúltimo que se pierde (los cuerpos muertos no suelen conservar la ilusión).

Hace unos días, fue a Ibirapuera para averiguar sobre la posibilidad de conseguir una entrada. Le pidieron más de setecientos dólares, pensó que todos estaban locos. —Para ver el Mundial acá, tenés que ser rico o barrabrava.

* * *

Andrés, el entrerriano que quedó afuera del partido de Belo Horizonte, parece nervioso. Me cuenta que los policías los trataron bien, pero le preocupa que le hayan tomado los datos. No sabe si su nombre y apellido quedarán en algún registro de la policía brasilera. Lleva una remera gastada y el pelo difuso, como si se acabara de despertar o sus costumbres no incluyeran el uso de un peine.

Uno de sus amigos, remera del Arsenal, anteojos negros, se acerca desde afuera del gimnasio Do Ibirapuera con la mano en el bolsillo. Camina rígido, como si tratara de simular tranquilidad.

—Acá las tenemos —dice y saca apenas la mano: asoma el borde de una entrada.

—¿Y Walter? —pregunta Andrés.

—Se lo quedaron de rehén los brasileros que nos dieron los tickets—dice el otro y se ríe: no queda claro si divertido o nervioso—. Me dijeron que entremos y chequeemos con los de la organización que son buenas.

—¿Cuánto piden?

—Cinco mil seiscientos reales por las dos.

Cinco mil seicientos reales son dos mil quinientos dólares.

—¿Qué pasa? ¿Te da desconfianza? — pregunta el otro.

—Entremos —dice Andrés.

Los dos caminan hacia la prefabricada.

A unos metros, el marplatense Sergio Ledesma negocia con un boliviano de remera de Holanda que acaba de comprar una entrada pero no sabe si quedarse en San Pablo o viajar a Río. El pelo canoso, Ledesma tiene un cuerpo que oscila entre lo imponente y lo obeso. Vino a Brasil con su señora y su nieta. Antes de viajar compró entradas para el partido con Nigeria y otras para cuartos de final. Por cada una pagó mil dólares. A Brasilia, viajará en avión. El boliviano le dice que no sabe, pero que le dé su número de teléfono así puede contactarlo por WhatsApp.

Andrés y el de remera roja y anteojos negros se acercan. Ledesma les pregunta cómo les fue.

—Parece que son buenas —dice Andrés.

Lo dice como si eso significara un problema.

—Pero no sé. Ya nos cagaron una vez.

—Hay que tener mucho cuidado —dice Ledesma y cuenta de tres cordobeses que compraron entradas idénticas a las reales pero truchas—. Es cierto que las consiguieron a cuatrocientos reales cuando todos pedían mil doscientos.

—Vamos a buscar a Walter —dice el de anteojos negros.

Ya están caminando hacia la salida cuando Ledesma grita:

—¡Suerte con eso!

Como si algo estuviera por suceder, los brasileros que ofertaban entradas caminan hacia la puerta.

Un policía estaciona su moto en el medio del playón. Se saca el casco y mira a los que quedaron. Son pocos. Varios llevan la remera de la selección argentina.


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