Creación

Carlos Ardohain

Carlos Ardohain (Mar de Plata, 1953) es actor y escritor. "Los incógnitos", su primera novela, se publicó en España bajo el sello de Caballo de Troya en 2011.

Carlos Ardohain  (Mar del Plata, Argentina, 1953) trabajó como actor en la La Plata formando parte del grupo Tal (1974-77), participando de las puestas en escena de Homo Dramáticus (A. Adelach) y A través del espejo y lo que Alicia descubrió allí (L. Carroll). Es autor del libro de poemas Poesía en Tierra (Fondo de Cultura Económica, 2005) y  realizó la curaduría de la muestra fotográfica de Robert Doisneau Renault por Doisneau, exhibida en el Museo Renault de Buenos Aires en 2005. En enero de 2007 participó en la muestra Banderas de lo possible, que formó parte del Proyecto Patagonia en la Bienal del Fin del Mundo, Ushuaia. Ha publicado relatos y poemas en diversos medios digitales de Argentina, España, Brasil y México. Su primera novela, Los incógnitos, se publicó en España bajo el sello Caballo de Troya en 2011. Mantiene hace cuatro años el blog de poesía http://tancarloscomoyo.blogia.com 

El relato «La vida sucia» pertene a un libro en preparación.


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La vida sucia

1

Una vez tuve un gramo de cocaína tirado debajo de la cama durante un mes y medio. No es que no lo quisiera consumir, sino que lo olvidé.

En ese tiempo yo vivía con una mujer que estaba medio loca y no lo quería compartir con ella, ya bastante tenía con sus borracheras, sus gritos, sus pesadillas diurnas y sus celos. No, ese gramo era mío. Alguien me lo había dado una noche y yo lo había dejado ahí para ocultarlo más tarde en algún otro lugar. Pero lo olvidé. Cuando lo volví a encontrar ya estaba húmedo y no servía para nada, lo tiré a la basura.

Dije que esa mujer estaba medio loca porque le faltaban un par de peldaños para alcanzar ese estado perfecto de haber perdido el timón para siempre. A veces me parecía que su inestabilidad emocional era actuada. Hacía solo seis meses que vivíamos juntos, teníamos amigos comunes y nos habíamos conocido en un taller de teatro. Nos enganchamos enseguida y nos entendíamos bien en la cama. Pasado un tiempo surgió la posibilidad de alquilar una casa muy barata sin necesidad de presentar garantía y nos mudamos sin más trámite. Enseguida me entraron dudas y pensaba si no habría cometido un gran error. Todos los días me preguntaba por qué estaba con ella.

Ahora pienso tener no una respuesta, pero sí un indicio. Creo que el mal que la tenía prisionera no era compacto ni perfecto, tenía una grieta, una rajadura por donde ella podía respirar y darse cuenta de las cosas, y yo podía ver esa falla, y creía que hurgando en ella se podía agrandar hasta que esa caparazón de desequilibrio acabara por ceder y se rompiera por completo. Yo me veía como el héroe destinado a liberar a la prisionera del hechizo, el guerrero que mataría al dragón. Pero el enemigo era fuerte y pertinaz, y yo no estaba muy bien alimentado. Era más grande mi fe que mi destreza. Eso les ha bastado a muchos héroes de leyendas y relatos fabulosos, pero en la vida sucia de todos los días no alcanza, son necesarios muchos otros atributos de los que yo carecía. De modo que todo se fue al diablo cuando pudo más el delirio que el amor o el deseo. Pero todavía faltaba para eso. En esos días yo estaba lleno de dudas, sin embargo tenía una confianza ciega en mi futuro, una palabra era mi talismán secreto, la palabra todavía.

No había hecho una obra, todavía. No había escrito nada interesante, todavía. No había viajado mucho, todavía. Y así. Con los años aprendí que tampoco cargaba tantos muertos a mis espaldas todavía. Esa manera algo irracional de creer en el futuro quizá era una forma de defenderme o de mantener más o menos a flote el barco.

Había adquirido una costumbre que alimentaba mi fantasía: imaginaba que los cables que colgaban entre los edificios tenían mensajes ocultos en su recorrido y yo intentaba descifrarlos. Primero copiaba en un dibujo la disposición de los cables y después los estudiaba en casa. A veces superponía el dibujo al plano de la ciudad y recorría a pie alguno de los trayectos que se marcaban como si fueran un diagrama estrafalario de subterráneos. En ese deambular encontraba objetos que traía a casa como piezas de una colección arbitraria: fotos, relojes rotos, cartas, una caja de cartón bastante grande con la que pensaba hacer una escultura y otras cosas que mucha gente consideraría basura.  Podía decirse que era un artista sin obra, pero tenía mis ínfulas.

No hacía mucho había conseguido un trabajo en una agencia de publicidad donde dibujada, armaba originales, un poco de todo, era una agencia chica y el sueldo era bajo, sin embargo con eso podía sobrevivir.

La casa en que vivíamos era modesta pero nueva, una de varias que había construido en la zona un italiano para vivir de rentas en su vejez. Tenía un terreno al fondo donde crecía un pasto irregular y desordenado que yo casi nunca cortaba. El lugar había sido durante mucho tiempo un basural. Estaba ubicada en un barrio tranquilo de las afueras, muy cerca de la comisaría del barrio. El comisario era un hombre gordo de mediana edad, portador de reglamentario bigote, casado con la directora de la escuela, que también era gorda, y vivían en una casa frente a la nuestra. No teníamos trato con ellos salvo el cotidiano de vecinos, saludarnos con formalidad cuando nos cruzábamos y no más que eso. Yo veía en él una actitud de amenaza, era evidente que no le gustábamos mucho.

Teníamos una perra como mascota, pastor alemán, esa raza que la gente llama de policía; era una cachorra encantadora aunque un poco boba. Tal vez por no haberla adiestrado o a causa de un golpe terrible que sufrió cuando la atropelló un auto, vivía en una infancia eterna. Era cariñosa al extremo y bastante ladradora.

Me gustaba jugar con ella en el fondo cuando volvía de trabajar, me relajaba y me divertía, después la mojaba con la manguera para refrescarla y ella se tiraba a la sombra a descansar.

Una tarde, ya anocheciendo, escuché unos ruidos extraños en la puerta, como si alguien raspara la madera suavemente, cuando abrí la vi tirada en la entrada, con la pata rascaba la puerta como pidiendo auxilio: temblaba o, más bien, se estremecía, y me miró llena de miedo. Entendí enseguida que se estaba muriendo. Envenenada. La metí en la casa y le hablé con dulzura para calmarla, tenía una expresión de inmensa perplejidad, como preguntándome qué le estaba pasando. Al rato murió en mis brazos. Me puse a llorar de dolor y de rabia. Más tarde llegó mi mujer y tuvo una crisis de llanto, gritos y demás. Nos quedamos mucho tiempo junto al cuerpo tratando de entender lo que había pasado.

Cerca de la medianoche nos pusimos de acuerdo en enterrarla en el fondo. Mientras hacía un pozo cerca de la medianera intentábamos deducir quién había sido el que la había envenenado: el principal sospechoso era el comisario de enfrente. Mi mujer quería ir a golpearle la puerta y hacerle un escándalo, gritaba que tenía que ser él, que era un asesino hijo de puta. Tuve que calmarla y convencerla de que no teníamos modo de estar seguros de que hubiera sido él y que de todas formas, no nos convenía hacer nada de eso.

Mientras tanto seguía cavando. En un momento la pala golpeó algo duro. El pozo no era muy hondo todavía, supuse que sería una piedra y enfoqué con la linterna, parecía más bien un hueso, saqué algo de tierra de alrededor y cuando volví a enfocar, lo que vi me dio terror. Eran huesos humanos, una calavera y lo que parecía la parte superior de un tórax. Tuve que sentarme en el pasto, no podía tenerme en pie. Me vi a mí mismo inmundo de tierra, de un lado el cadáver de mi perra y del otro un pozo con restos humanos, enfrente tenía a mi mujer que estaba gritando desaforada. Intenté calmarla hablándole, pero era inútil, gritaba y gritaba. Su conducta se estaba poniendo peligrosa, entonces me paré y le di una bofetada para que se callara. Me miró con los ojos muy abiertos y se puso a llorar en silencio.

No sabía, no sabíamos, qué pensar ni qué hacer. Pensé en tirar a la perra encima de los huesos y tapar todo. No era sano ni aconsejable hacer una denuncia en la comisaría. Pensé también quemar los huesos y enterrar las cenizas y restos en otro pozo distinto al de la perra, pero me parecía un acto muy cobarde, paralelo al que los había enterrado la primera vez. De pronto tomé una decisión.

Seguí cavando hasta despejar del todo los huesos, me puse unos guantes y los saqué al pasto, no era un esqueleto completo, los huesos de las piernas faltaban o estarían enterrados más abajo, no sé, no tuve ganas de averiguarlo. Cuando terminé de sacarlos tuve que vomitar un par de veces entre las dalias del cantero. Vencí el asco y el miedo y enterré en el mismo pozo a mi perra, la tapé y planté encima de ella una de las dalias florecidas.

Fui hasta la casa y traje una botella con un resto de ginebra que me tomé muy rápido para darme coraje. Mi mujer no paraba de preguntarme qué iba a hacer, qué pretendía. Le hice una seña que la hizo callar y ayudarme sin más preguntas.

Llené el piletón del lavadero con agua mezclada con cloro y tiré los huesos ahí, la calavera tenía un orificio de bala. Los cepillé con fuerza para limpiarlos, estaban bastante secos, pero tenían adherido algo que despedía un olor repulsivo y era difícil de desprender. Ese olor mezclado con el del cloro era de una fetidez insoportable, cada tanto daba vuelta la cara para respirar, mientras tanto no podía dejar de especular sobre quién habría sido esa persona, varón o mujer, joven o viejo, cuánto tiempo llevaría enterrado ahí y quién lo habría matado, porqué estaba enterrado en nuestro terreno. Alejaba de mi mente las preguntas y volvían, una y otra vez.

En un momento oímos el ulular de una sirena que se acercaba, se me erizaron los pelos de la nuca y nos miramos aterrorizados, pero de a poco el sonido se alejó y se diluyó en la noche. Estuvimos en eso un par de horas largas y cuando me pareció que estaban más o menos limpios, desagoté el agua inmunda de la pileta y dejé que se escurriera hasta el final. Fui hasta mi habitación, traje la caja que había encontrado en la calle hacía un tiempo, envolví los huesos en papeles y los metí con cuidado en ella. Después la cerré y la até con un cordel grueso. Mi mujer me miró, me pareció que empezaba a entender.  Enjuagué la pileta y limpié todo, me saqué los guantes y los tiré a la basura.

Ya estaba amaneciendo, en la parte baja del cielo asomaba una claridad lechosa. El mundo parecía nuevo e inocente, ajeno a toda contingencia humana.

Me fui a dar una ducha. Estuve un rato bajo el agua tibia y vomité otra vez, salí del baño temblando y con un fuerte dolor de cabeza, me faltaba el aire. Mi mujer se bañó también y nos fuimos a la cama sin hablar ni mirarnos. Faltaba apenas una hora o dos para que  tuviera que ir al trabajo, todo había pasado muy rápido, sin embargo había sido una noche interminable.

Al rato me levanté y me vestí como un autómata. Agarré la caja y me fui al centro con ella, antes de ir al trabajo pasé por el correo y la despaché con remitente falso.

2

Este whisky se pone mejor después del tercer vaso, siempre lo dije, a esta hora es bueno poner atención a los detalles, aparecen las cosas que tenemos guardadas, escondidas en la memoria, ya no me acuerdo cuánto hace de la última vez que estuve con ella, me gustaba mucho cuando se ponía frenética de tan caliente y saltaba encima mío como una buena puta de cualquier quilombo, pero después tomaba mucho y le daba por llorar y gritaba que yo era un milico de mierda, un asesino y torturador y un montón de huevadas más, muchas veces le tuve que pegar un bife para que se callara de una vez. Pero a pesar de tanto grito siempre me pareció que le gustaba que yo tuviera el arma en la mesa de luz mientras cogíamos, porque la miraba de una manera rara y un par de veces la había agarrado y hacía cosas con ella., Muchas veces me preguntó a cuánta gente había matado. Insistía con eso aunque yo nunca le contestaba. Por las dudas siempre la dejaba descargada, recién cuando me vestía le ponía otra vez el cargador, esa costumbre que uno se agarra en este oficio de tener siempre el arma a mano, en el escritorio de la comisaría o cuando está dándole máquina a alguien en la leonera. Ya ninguno de nosotros tiene presente que eso sirve para matar: es una herramienta, una prótesis, un juguete, qué se yo, parte de uno, eso dicen. Pero yo no lo digo, me gusta tenerla cerca pero me pesa, me recuerda que me pueden matar en cualquier momento. Ahora después de tanto tiempo viene a desenterrarse esta historia, menudo quilombo se armó con mi mujer cuando vio la caja en el living, no es que ella supiera, pero siempre sospechó algo raro con la de enfrente…, y ahora llegó este bulto que no dejé que abriera… como si hiciera falta…, los dos sabemos que viene del pasado, del otro lado de la calle. Malditas las ganas que tengo de ver eso ahora, qué puntería este roñoso venir a encontrar al fiambre. Pero la mugre siempre sale a relucir, yo sabía que a la larga alguien iba a encontrarlo, fue una boludez enterrarlo ahí, aunque esa noche yo estaba más borracho que ahora, estaba como loco. Cuántas cagadas hace uno, la mina me llenó tanto la cabeza, me dijo y me dijo tantas veces que el tipo la perseguía, que no la dejaba vivir, que la amenazaba, que al final lo boletié y a la mierda, quedó seco para siempre. Lo tendría que haber tirado al río, pero no sé qué me dio de plantarlo en el baldío, justo enfrente de mi casa. Ahora capaz que lo voy a tener que enterrar de nuevo, no sé…, no puedo andar por ahí con el muerto a cuestas, aunque a cuestas ya lo tengo. Y ahora qué se le dio a este hippie de mierda de mandármelo a mi casa, como si supiera. Pero saber no debe saber nada, debe ser de boludo nomás o por venganza por lo de la perra. Por algo no me gustaba que se vinieran a vivir ahí con la loca, todo muy mezclado, muy a la mano. ¿Ella le habrá dicho algo?, ¿le habrá dado la idea de que me mande el muerto a mí, o no sabrá nada y será cosa de él?  Si se ponen pesados lo boleteo a éste también, todavía me acuerdo del otro, cómo lloraba y me pedía que no lo matara, creo que se cagó encima del miedo, se puso de rodillas, yo esperé un rato para pegarle el tiro porque me gustaba verlo humillarse. Por suerte nadie sabía que andaba con la mina. No lo buscaron mucho parece, no era un pescado gordo, aunque después tendría que haberlo hecho desaparecer, usar ácido o algo así, o llevarlo a la cantera de Arana que les tiran cal viva y no queda nada. Ahora ya es tarde, lo tengo en el living, en esta caja de mierda que mañana tengo que sacar de acá de alguna manera. O mejor esta noche, a la madrugada la cargo en el auto y la llevo hasta un parque. Ahora que lo pienso la loca me dejó casi enseguida después de eso, como si ya no me necesitara. Parece que una vez que le maté al machito que la jodía, mi trabajo estaba hecho, qué hija de puta. A mí me jodió porque estaba enganchado con ella, me gustaba lo que hacíamos y cómo era en la cama, nada que ver con la gorda, además de que es mucho más joven. Pero me dijo que mejor dejáramos de vernos, que era muy peligroso después de lo que habíamos hecho, no me dio más bola, cambió de actitud, después conoció a este flaco raro y se vinieron a vivir acá, no lo podía creer, justo donde había enterrado a ese infeliz. Y la muy perversa lo sabía, yo le dije al tano que no les alquile, que no le iban a poder pagar, pero la mina le cayó simpática y les alquiló igual, y encima tenían esa perra de mierda que se la pasaba ladrando y jodía la paciencia, era muy rompebolas. Cuando se pelean y discuten fuerte se escuchan los gritos desde acá, sobre todo de ella, si la conoceré, pasada de alcohol, llorando y puteando y gritando contra todo, provocando hasta llegar a límites peligrosos. Me voy a servir otro whisky. Una noche les mandé un patrullero porque los gritos eran más fuertes y violentos que nunca, cuando se fueron los agentes apagaron todas las luces y se callaron por un rato, después se veía luz de velas y sombras moviéndose acompasadas en la pared, parecían fantasmas, pero eran ellos que estaban cogiendo. Después de todo ese quilombo se pusieron a culiar, hijos de puta. Hace unos días lo vi salir al flaco con una caja grande bien temprano, pero qué me iba a imaginar que era esto, que me la iba a mandar a mí y que era esto, para colmo cuando la trajeron estaba mi mujer, tuve que decirle que eran pruebas para un caso que estamos investigando pero no me creyó. Nunca mandaron un paquete con pruebas en todos estos años y menos a mí, ahora hay que ver cómo lo soluciono. Ahí está la caja, como una trompada. Me dan ganas de cruzar la calle y meterle un plomo a cada uno, a ella en la boca, al tipo en el pecho, o los pongo con estricnina como a la perra. Mirá si voy a tener problemas ahora con el tipo que limpié por esta loca después de haber zafado de tantos otros, siempre salí limpio sin drama. Me duele un poco la cabeza, tanto dar vueltas alrededor de lo mismo. Tengo tentación de abrir la caja y ver cómo están los huesos. Mejor no, mejor me deshago de ellos rápido y me olvido del asunto. Pero no puedo dejarlo pasar así nomás, el tipo sabe que los recibí, es una provocación, no me puedo hacer el boludo. O a lo mejor sí. Eso sería peor para él, que yo no reaccione, que lo que hizo sea inútil, como un boxeador que no acusa el golpe recibido. No voy a mostrar debilidad ni desequilibrio. Lo mejor será hacer de cuenta que esta caja no contiene lo que contiene, que no existe, que no llegó nunca. Si no llegó, nadie me la mandó, si nadie la mandó, no hay de qué preocuparse y el flaco de enfrente es un pobre gil. Ahora me tomo otro whisky, pongo la caja en el auto, la llevo a un baldío, entierro de una vez y para siempre el contenido, quemo la caja y me vuelvo a dormir. Y acá no ha pasado nada, no ha pasado nada de nada.


 

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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