Creación

El sol

El Cuento Semanal de EL CUADERNO es esta semana un relato/testimonio de un fatídico hecho real: 'El sol', del catalán Guillem Borrero.

El sol

/por Guillem Borrero Pérez/

Una vez conocí a un genio. El primer encuentro sucedió a inicios de marzo del 2016. Mi esposa y yo acabábamos de mudarnos a la Ciudad de México y restallábamos alegría e ilusión por nuestra nueva vida. Creo que fue en nuestra primera tarde, en el rellano del primer o segundo piso del edificio que iba a ser nuestro nuevo hogar, cuando nos cruzamos con dos personas. No recuerdo qué llevaba yo entre las manos, seguramente alguna bolsa llena de ropa, o de mantas, o zapatos. Eran una pareja joven. Intercambiamos cuatro frases protocolarias de recién llegados y, antes de decirnos adiós, él terció: «Cuidado con los aviones». Por supuesto, aquel tipo alto, de oscuro pelo largo y mirada distraída y penetrante a un tiempo, no parecía un genio así a simple vista, sino solo alguien extravagante que gusta de desconcertar con comentarios peregrinos. Podría decir que presentí algo, que una extraña emoción me poseyó, como si lo hubiera conocido en otra ocasión y lo hubiera olvidado. Pero no. Lo cierto es que no pensé en él en lo que quedaba de tarde. Tampoco al día siguiente, ni al otro, ni al otro. Era feliz. Era egoísta: solo pensaba en la prometedora vida que se abría ante mí: nuevo país, ciudad nueva, nuevo trabajo, piso nuevo, y la relación con mi esposa, inmejorable.

Apenas una semana después, mis días se regían por una rutina de hierro. Pasaba gran parte del día encerrado en casa, en una habitación que era al mismo tiempo estudio, salón, comedor, dormitorio, cocina y baño. En cuanto Isabel se marchaba al trabajo, me ponía manos a la obra. Recluido, dedicaba las mañanas a escribir sobre un muerto ilustre, y, las tardes, a estudiar otros muertos ilustres. Todavía tengo el vivo recuerdo del grito: «¡Hipólito!», resonando en el hueco de la escalera aproximadamente cada veinte minutos. La vecina, una señora sin piernas con la vejiga pequeña, se hacía querer. A tan pronta altura de nuestra estancia en la ciudad, empezábamos a acostumbrarnos a los aviones: volaban tan bajo que parecía que iban a aterrizar en la azotea.

Pasados unos días llamé a la puerta de enfrente con la intención de proponer a los vecinos si estaban interesados en compartir el wifi. Creo que fue por la mañana, o al mediodía. Solo conservo un recuerdo de mucho sol entrando a chorros por la ventana, y el irritante rugido de los aviones. Del piso provenía música clásica. Abrió la puerta un chico sin camiseta. De golpe identifiqué al tipo alto y de compleja mirada con el que nos habíamos cruzado en la escalera días atrás. Cuando hubo pasado el avión, me presenté y le hice la propuesta. «Pagamos la mitad cada uno», añadí. En tanto se lo pensaba, pude vislumbrar un piso atestado de lienzos y libros, un gato gris dormitando en el sofá. Sin avisar se metió en el piso y enseguida salió con un papelito. No sé si no entendió el trato o sencillamente estaba siendo generoso. Acto seguido pasamos a mi casa y me dispuse a introducir la contraseña. En esos instantes él debió de dar algunos vistazos a los libros que tenía dispuestos sin orden ni concierto en huacales amontonados en posición horizontal, porque pocos segundos después me preguntó si yo era filósofo o escritor o algo así. Pasó un avión, así que nos mantuvimos unos largos segundos en silencio, solo mirándonos mientras el aire rugía. Sentí la inminencia de un cambio. ¿Un terremoto? ¿Una revolución? ¿Un mesías? No recuerdo con exactitud mi respuesta, pero seguro que aludí a mis estudios formales de psicología y luego dije que uno se gana la vida como puede. «¡Hipólito!», escuchamos justo antes de encerrarnos cada uno en su respectivo piso.

La siguiente vez que tuvimos contacto fue cuando, ahora de noche, llamé a su puerta con la intención de pagar la mitad de lo que les costaba contratar la línea. Recuerdo que volvió a abrir él y que no quiso saber nada de dinero. Tal vez fue entonces que me sorprendió ver a un muchacho tímido y nervioso recortado en el mismo fondo caótico de lienzos a medio pintar y columnas de libros amontonados. Pensé que parecía otra persona. Se le veía atribulado, sin ganas de hablar con nadie que no fuera él mismo, como si hubiera dedicado la tarde a resolver algún enigma, y estuviera a punto de hacerlo. Tuve que esperar hasta que llegara su pareja, Luanda, para que me aceptara el dinero. En esa ocasión creo que fue cuando me dijo que Juan le había comentado que yo le había parecido un tipo interesante y que estaría bien tomar unos vinitos juntos alguna noche. Me sentí halagado. ¿Dónde estaba él en ese  momento? Me pareció detectar movimiento allá adentro, pero no pude comprobar si se trataba del gato o de Juan.

Una noche cercana se desencadenó la historia. Mi esposa, al llegar a casa, me sacó de la ensoñación en que me había sumido la contemplación del atardecer. «Alguien debe de haberlo deslizado por debajo», dijo extendiéndome un libro. Lo acababa de encontrar en el suelo, a pocos centímetros de la puerta. Me sorprendió mucho, porque yo había pasado toda la tarde en casa, y no había escuchado nada. Sol entre nubes, leí. Lo abrí y en la solapa vi que el vecino me escrutaba. Juan Daniel Millán. Puse la cafetera. Una hora más tarde dejaba el libro encima de la mesa del comedor y mi esposa me sonrió desde la otra punta del sofá. «Qué cabrón», dije, «es buenísimo». Levantó la vista de su libro. «Estas cosas solo te pasan a ti», contestó dándome una patadita cariñosa, como invitándome a que le masajeara el pie. Así que mi vecino era un insaciable lector de poesía griega y latina y cuanta filosofía ha dado la tradición occidental en dos mil quinientos años de pensamiento —por no hablar de la influencia prehispánica que emanaba su obra—. Me esforcé por evocar al chico nervioso y tímido que me había abierto la puerta apenas una semana atrás. No pude más que recrear un individuo brumoso, todo ojos, todo pelo, sin pies, como flotando entre nubes, o mejor, con los pies en otro lugar. Sentí la tentación de abrir la puerta, dar cuatro pasos y llamar a la suya y comprobar que todo aquello no era una suerte de broma. No sé por qué, pero no lo hice. O sí, claro que lo sé, fue pereza, vergüenza, una mezcla de ambas. Aquel chico que había intuido inseguro, indeciso, que no sabía si aceptar el dinero o no y que al final no lo aceptó, había escrito un libro en el que no había rastro de esa indecisión o inseguridad. ¿Por qué aquella milagrosa anomalía no fue suficiente para arrancarme del sofá? Cada palabra estaba donde debía estar con un aplomo brutal, como si el autor fuera un hombre maduro que ha pasado no un mes en el desierto, sino toda una vida. «La confusión será el cojín de mi trono y el delirio será mi respaldo», leí de nuevo. ¿Quién era capaz de incluir eso en un tratado filosófico? Juan, alguien cuya confusión era mucho más serena que la claridad de la mayoría y cuyo delirio era mil veces más cuerdo que la lucidez de los mediocres.

Confieso que me olvidé del libro y de Juan tras llamar un par de veces a su puerta con la intención de agradecerle el regalo y felicitarlo por la proeza, pero no dar con él. Luanda, una y otra vez, me dijo que Juan no estaba y que no sabía cuándo regresaría. Añadió que ni ella conocía su paradero. Lo más que sabía es que andaba perdido por las selvas del sur del país. «Es algo normal en él», recuerdo que zanjó con un suspiro. Adiviné resignación en ella, como si me confesara que Juan era imprevisible y que, a fuerza de años de sorpresas, había terminado por renunciar a comprenderlo a cabalidad. Con eso Juan terminó por envolverse con un sutil aire de misterio. ¿A quién se le ocurriría deslizar un libro propio bajo la puerta del vecino y luego desaparecer en la selva? Dejé de llamar a su puerta. Pensé que en caso de que regresara, ya sería él quien se encargara de comunicarse conmigo. Ahora que estaba desaparecido, pero aún vivo, ¿por qué no recordé aquellos días cuando regresaba a casa, del mercado, del centro, del gimnasio, y siempre escuchaba música clásica a todo volumen procedente de su piso? Muchos de esos días yo había estado a punto de llamar a su puerta, pero nunca lo había hecho creyendo que tenía cosas más importantes que hacer. Entonces aún no me arrepentía de haber actuado así; de haberlo estado, ahora no estaría escribiendo esto.

Por esa época creo que fui feliz. Gracias al camarero de una cafetería cercana, había descubierto los únicos lugares seguros de México: los panteones. Así que desde entonces, al atardecer, la cabeza hirviendo de nombres de muertos ilustres, tenía la costumbre de pasear sin prisa por uno cercano, bien equipado con bancos y senderos de piedra que discurrían entre las tumbas. Era muy agradable estirar las piernas sin el temor a ser asaltado en cada entronque oscuro, leer epitafios simples y sinceros, comprobar que la sangre de esa ciudad es tan pura como mezclada.

Tan solo a inicios de abril volví a saber de él. Habían pasado algunas semanas desde el encuentro del libro, cuando Luanda llamó a la puerta. Su cara mostraba la perplejidad que luego yo sentiría. «Sé que sonará raro», empezó, «pero solo hablo en nombre de Juan». Mi curiosidad no podía ser mayor. «Dice que eres el único que puede comprender su libro. Y quiere que lo presentes. Mmm…, estaba muy seguro de ello cuando lo dijo». Y, tras tragar saliva, aclaró: «el próximo lunes». Era viernes. Al acto recordé las vagas alusiones que hizo de los libros de mi estantería durante los breves minutos que estuvo en casa. Me dije que eso solo pasaba en México. Pensé: «un poeta engullido por la selva». Y luego acepté.

No diré que me pasé los dos días siguientes entregado a la lectura de su libro de forma enfebrecida, porque es falso: no fue sino hasta el mismo lunes por la mañana que lo releí. La impresión inicial volvió a confirmarse: Juan sabía muy bien lo que decía y lo decía de una manera insuperable. Su obra, además, estaba imbuida de una naturaleza enigmática que prometía algo innombrable, una suerte de tentativa a la respuesta de por qué existe todo lo que existe. De algún modo, el universo entero habitaba en esas ciento cincuenta páginas, por otro lado casi vacías, sin apenas letras. No hay mejor modo de definirlo: era una genialidad. También una locura. Una locura genial. Pero mucho más genial que loca. Sí, como si vaticinara la nueva condición del hombre, una que ya ha superado a los dioses y al sinsentido de que no vayamos a ningún lugar. Pero había algo más. Lo intuía, lo sentía cerca, ¡pero se me escapaba! ¿Cuántas veces más debía leerlo? Con cierto sentimiento de inferioridad, me apliqué a tomar notas inconexas, meras reminiscencias de otros autores, un primero de Spinoza por aquí, un segundo de Hegel por allá y un postre de Nietzsche, como si todos ellos hubieran escrito no desde Europa Central, sino desde una cabaña abismada sobre las cascadas rugientes de las selvas del sur de México. Apenas estaba empezando a ponerme nervioso cuando oí golpes en la puerta. No sé por qué lo intuí. La vecina me comunicaba la anulación del evento por razones misteriosas. De nuevo, el misterio. Bueno, me dije. Confieso que sentí más alivio que enojo por el trabajo en vano que me había supuesto preparar la presentación. Pero esta vez no me olvidé del asunto, de Juan, quien, de figura enigmática empezaba a erigirse en un detective salvaje de los abismos del día a día.

Hice bien. Poco después, vía mail, contactó conmigo. En primer lugar, se disculpaba por la informalidad, y luego me volvía a pedir, y esta vez «en serio», que presentara su libro en «La casa del poeta López Velarde». Especificaba la dirección y la fecha. «Siento que no nos podamos ver antes», y terminaba: «tengo mucha curiosidad por saber qué impresión has tenido del libro sin ninguna guía».

El veinticinco de abril del 2016, camino del bar Las Hormigas reparé en que, si bien ni siquiera recordaba su aspecto, de su mundo interior tenía una detallada radiografía. Solo tenía la fotografía de la solapa del libro. Solo ese retrato que me miraba desde el pasado, que lograba divisar tierra a través de la penumbra del mar abierto: el ser humano. ¿Qué más fuera de una figura nebulosa de la que solo me quedaba el libro y las vagas noticias sobre su paradero desconocido? Faltaba poco para la caída del sol. Aunque el aire de la ciudad estaba contaminado, me sentía pletórico, como si con lo que iba a hacer fuera a ingresar en un club de ilustres que una vez muertos eran estudiados por gente como yo. En verdad, no sabía qué esperar, tampoco si Juan aparecería, si en verdad existía.

El bar Las Hormigas, ubicado en la segunda planta de una vieja casona de la colonia Roma que había sido hogar del mentado López Velarde, estaba vacío, salvo el mesero, tras la barra. Diez mesas colocadas en dos hileras. En un extremo del bar, una tarima de madera equipada con una mesa alargada y cuatro sillas. Sobre la misma había cuatro micrófonos, cuatro botellitas de agua y sendos vasos de tubo. Ocupé una mesa cercana al estrado, pedí un café y abrí un libro. Los ruidos de la ciudad se metían por las ventanas, medio amortiguados, como si aún existiera el respeto por la intimidad y la introspección. Fue inevitable que la sospecha anterior, con el transcurso de los minutos, se robusteciera. ¿Quién iba a creer que un joven podía escribir de semejante forma? Todo era una ilusión. Entonces, ¿quién demonios había dejado el libro debajo de mi puerta? Estaba absorto en esos pensamientos, simulando leer, cuando Juan irrumpió en el salón. ¿Había venido corriendo? No voy a negar la incomodidad, la sensación de equívoco, no la certeza, pues se nutría básicamente de miedo, pero sí la intuición animal, irracional. Mediamos algunas frases que he olvidado y acto seguido, tras una disculpa, Juan se echó en el suelo, sobre un gran rollo de papel que desplegó y con gran arrebato lo tituló «Postontología» y empezó a escribir y trazar flechas, círculos, cuadrados.

El bar iba llenándose conforme la oscuridad se espesaba en el exterior. Parecía que la gente en verdad evitara encontrarse en la calle por la noche, como si buscara refugio a costa de escuchar filosofía. Pronto vi que nada de eso era cierto. Juan saludaba a unos y otros: a su papá, un hombre bien vestido que parecía salido de otra película, puesto por error en esa, acaso de otra época; a sus amigos, todos jóvenes con aspecto de no temer a la muerte, de no aspirar a vivir más de treinta y cinco años. ¿Me veían ellos de ese modo? Solo dos tipos con boina, los dos que ocuparon los otros asientos libres en el estrado una vez Juan y yo nos hubimos sentado, parecían gente normal, con cosas que perder, con ambiciones que frustrar, capaces de desilusionar a su familia. Durante la primera media hora de la presentación, en la que ese par de individuos hablaron, la sensación de equívoco, ahora sí, se volvió certeza. Pensé que lo mejor sería hacer justicia a Juan y estallarles los vasos de cristal en la cabeza y luego gritarles: «¡No han entendido nada!>. Me fijé en la cara de Juan, atosigado por los focos, alarmado por las memeces que escuchaba salir de la boca de ese par de idiotas con mucho ego, y casi le grité: «Hagámoslo, Juan, ofrendémoslos a tu sol, Juan, a ese sol interior que nos crea y destruye a su antojo». Pero no pasó nada. Callaron cuando se cansaron de balbucear, y me tocó a mí. Hablé durante veinte minutos que me parecieron cinco, y al fin felicité y di las gracias a Juan —cosas que aún no había podido hacer.

Había llegado la hora de su palabra. La atención recaía sobre él. ¿Quién sino yo podía estar interesado en lo que iba a decir? ¿Quién más en este mundo había leído tres o cuatro veces su libro, loco y genial? Juan empezó advirtiendo a toda la audiencia de que iban a escuchar las palabras de un demente. Y sonrió como un demonio y yo pensé: falso. Aludió a su padre, sentado en una de las mesas más cercanas al estrado —creo que en la que me había sentado al llegar—, y dijo algo así como que el pobre se daría cuenta, en público, de que su hijo estaba loco. Y yo pude leer los labios de su padre vocalizar sin sonido «ya lo sabía» y luego una mueca ambigua, y volví a pensar: falso. No sé cuántas veces me dije a lo largo de los cuarenta minutos largos que duró su ponencia que, sí, indudablemente, Juan era un genio, y que él lo sabía. Pero es posible que esté mintiendo y que eso lo pensara más tarde, en el metro de vuelta a casa con unos cuantos mezcales en el cuerpo, o cuando me senté a escribir estas palabras. De todas formas, creyera o no que era un genio, ese fue el último día que lo vi y, aunque tuve varias oportunidades por hacerlo, todas las dejé pasar aun sabiendo que quien me estaba invitando a ir al nevado de Toluca o a acampar al Ajusco era un genio.

Los meses que siguieron, aunque estuvieron llenos de señales que no identifiqué como señales, de augurios que confundí con casualidades, los dediqué a mirar inocentemente hacia otro lado. El espacio y el tiempo se conjuraban para revelar su secreto, y yo me fijaba en la forma de conejito de una nube. Ahora me digo que si hubiera entendido algo de lo que dijo Juan Daniel Millán —lo que encima seguro era una mínima parte de lo que pensó—, habría descubierto que existe un sol más luminoso que el que brilla en el cielo. En ese caso, habría hecho todo lo posible por estar cerca de él. Fui advertido. Fui idiota.

De cualquier forma, una de esas señales no pudo pasar inadvertida. Fue en una noche de junio, y volvió a ser mi esposa quien me franqueara el ingreso a lo extraordinario. «Mira», dijo con un hilo de voz. Pese a la oscuridad del salón —estábamos viendo una película— pude ver su rostro compungido. Y me alcanzó el móvil y leí, en un periódico digital, la noticia de la desaparición del cuerpo de un pintor en las turbulentas aguas de las cascadas de Las Nubes, en el sur de Chiapas. Más abajo, me enteré de que ese genio que escribía como un literato o filósofo de sesenta tenía veintisiete años.

Los días que siguieron transcurrieron como a través de un túnel lleno de humo. Cada pocos minutos consultábamos la red, en busca de alguna novedad. El cuerpo de Juan Daniel no aparecía. Ya llevaba dos días desaparecido en las aguas del río Santo Domingo. Recordé esa velada de charla y vinos que nunca se dio. La herida, en ese instante, empezó a sangrar y sigue sangrando y este texto, en verdad, no pretende ser sino su cicatrización. Es increíble como un páramo de meses puede verse resignificado más tarde. Así fue. Primero me pregunté: «¿Qué recuerdo de los meses anteriores al accidente?». El inexplicable baile del precio de los jitomates, algún que otro polvo glorioso, la sorpresa de sonarme la nariz y ver el pañuelo lleno de mocos negros. ¿Y luego? Ahora que lo pensaba más detenidamente, hacía semanas que Juan había empezado a colgar en youtube una serie de vídeos titulados «Soñé que morí», numerados del uno al cuarenta y tantos. Había visionado uno hacía pocos días, pero mi miopía había impedido que viera nada especial en ellos más allá de las pretensiones de un muchacho excéntrico por llamar la atención. No eran videos tomados durante esos meses, sino que eran fragmentos de la vida de Juan de años atrás. Es decir, formaban parte de alguna obra cuyo inicio dataría en la adolescencia y cuyo término, mientras lo visionaba, se intuía lejano. En algunos parecía tener no más de dieciocho años. Eran tomas de detalles: la luz del sol refractándose a través de una botella y proyectada en la pared; un gusano; Juan ante el espejo, jugando con una linterna. Y todos con el mismo nombre: Soñé que morí. No sentí escalofríos, tan solo un asombro lleno de fascinación, y mucha pena. ¿Habría sido capaz? No tenía ninguna duda a la hora de responder esa pregunta.

Entonces, las razones que yo había elaborado cada día al pasar frente a su puerta para no llamar y decirle «¿un vinito?> me parecieron patéticas. Nunca antes había sentido con tanta intensidad que ya era tarde. Estoy cansado. Mañana quiero madrugar. La botella de vino cuesta cien pesos. Y así esa cena o velada o ratito frente a una copa de vino nunca se había dado, y ya nunca se daría, como tampoco hablaríamos nunca de los espacios ignotos de la mente que pudimos haber alumbrado con nuestras palabras, ni tampoco dilucidaríamos sobre el sentido que tiene que uno mismo se sienta uno mismo.

Al cuarto día desaparecido, un alud de pésames en las redes sociales coincidió con la noticia del descubrimiento de su cuerpo. ¿Hacía más frío o era tan solo cosa mía? ¿Se había apagado algo en el mundo? Saqué la cabeza por la ventana. Allá afuera seguía cayendo una lluvia de luz estival. Sin embargo, un sol se había apagado. La familia anunció la fecha del velorio y del entierro, allá en San Cristóbal de las Casas.

Luanda estaba en shock. Me confesó que hacía meses que no sabía nada de él. De hecho, yo le había visto antes que ella, en la presentación. Estábamos en el rellano. «¡Hipólito!», escuchamos, y nos permitimos una sonrisa tímida. «¿Quieres pasar?>, pensé que me preguntaría, pero Luanda permaneció en shock, ahora con esa sonrisa en diagonal, que le partía la cara de pena. «Sabes, como dos días antes del accidente me llamó». La luz que caía sobre las baldosas, de pronto, pareció llenarse de Juan, como si fuera la luz que salía de sus ojos, disparada a la velocidad de la luz desde el sol. «Fui estúpida. Estaba ardida. Le dije algo así como que me dejara en paz, y no escuché sus ruegos». Tras eso insinué que me gustaría acompañarla al velorio, y a ella le entusiasmó la idea. Sabiendo lo difícil e improbable que era que cumpliera mi palabra, me la imaginé cruzando México en un avión, sola, con el único propósito de asistir al velorio y entierro de su novio de hacía tres meses, y no pude sostenerle la mirada.

A su vuelta, Luanda me dijo que no había podido ver el cuerpo, y despedirse en condiciones. La familia había considerado de mal gusto enseñarlo en el pésimo estado en que se encontraba tras cuatro días sumergido en las violentas aguas del río Santo Domingo. Yo lo entendía; ella no.

Llegada la noche, mi esposa me llamó para comunicarme que no podría salir de la oficina hasta después de las cuatro de la mañana. Cené solo. Intenté ver una película. Intenté escuchar música, leer. Imposible. Al fin, puse todas las fichas encima de la mesa. «Sol entre nubes». Veintisiete años. El sol interior. Las cascadas de Las nubes. Soñé que morí. Y me eché a llorar. Al acabar, pensé que cada persona tiene ciertas oportunidades para ser grande, que esas oportunidades no consisten sino en conocer o dejar de conocer a alguien. Hay parte de casualidad, parte de voluntad en juego. Ese alguien podrá desencadenar una serie de sucesos, de encuentros, que acaso lo cambien todo. Uno es libre de rehuirlos o entregarse a ellos. En ese instante supe que yo había vuelto la cara a mi oportunidad de entenderme, de arañar el sentido de la existencia, y que desde entonces estábamos solos yo, el mundo, y una sobrecogedora pregunta sin respuesta.

Escuché el rugido de un avión, aproximándose. Permanecí quieto, mirándome las manos. Se hizo el silencio. Y volví a pensar: «Sol entre nubes». Veintisiete años. El sol interior. Las cascadas de Las nubes. Soñé que morí. «Sol entre nubes…». Recordé la sonrisa diabólica con la que Juan había prologado la presentación, dos meses atrás en «La casa del poeta López Velarde»: una sonrisa que prometía cualquier cosa. De pronto, sentí que algo se encendía en mí, y ese algo quemaba. Asentí con delectación. Clavé la vista en el cielo nocturno. Y entonces, en tanto lentamente esbozaba una sonrisa, volví a escuchar las palabras de Luanda: «la familia consideró de mal gusto mostrar el cuerpo de Juan Daniel dado su avanzado estado de descomposición». Pestañeé con fuerza. Un poeta perdido en la selva. Para siempre. Grité «¡ja!» y luego, sin dejar de sonreír, imaginé una muchedumbre velando el ataúd vacío. No estaba solo, no era demasiado tarde: aunque la noche no hacía sino ennegrecerse a cada minuto, el sol seguía brillando.


Guillem Borrero Pérez (Barcelona, 1987) estudió psicología en la UB y luego se mudó a México. Trabaja como profesor de castellano, colabora reseñando libros en la revista Lee/Algo y ha publicado el cuento «El malabarista» en Letralia, revista digital de literatura. Ha escrito tres libros de cuentos (El espectáculo del fin del mundo, 2016; Motivos para mirar por la ventana, 2017; y Cuando amaine, 2017) y tres novelas (Todavía es pronto, 2010; No se puede ser joven, 2011; y La rosa del desierto, 2017).

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

3 comments on “El sol

  1. Vaya crack Guillem! <3

  2. Virginia S. B. Calhoun

    ¡Ay! Desgarrador, bellísimo

  3. ¡Ay dolor me volviste a dar! Guillermo, con cara desencajada me dijiste en casa de Luanda::Juan «…Es un filósofo más grande que los griegos..» Me quedé perpleja. Estoy igual después de leerte. Coincido con Virginia, es desgarrador, bellísimo.

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