Viento sur

¿Qué pensarán de nosotros dentro de doscientos años?

Pilar Alberdi, una nueva colaboradora de EL CUADERNO, se pregunta qué pensarán de nosotros en el futuro tras leer a Chéjov y a Orwell.

¿Qué pensarán de nosotros dentro de doscientos años?

/por Pilar Alberdi/

Decía Mircea Eliade en Mito y realidad que los artistas «por su creación […] anticipan lo que sucederá ―a veces con una o dos generaciones más tarde―». Alegrémonos, pues, de los Bradbury, los Asimov, los Clarke, Gibson, Leguin, Pohl, Heinler, Dick, y tantos más. Su mundo de ciencia-ficción ya está aquí retratado: inteligencia artificial, poshumanismo, planes para viajar a Marte.

He vuelto a leer las obras de teatro de Antón Chéjov. Cuando una relee se da cuenta de cómo ha pasado el tiempo. Quizá lo que interesó en el pasado hoy nos parece ya intrascendente y, sin embargo, somos capaces gracias al conocimiento adquirido de oír otros acordes.

Leo a Chéjov (La gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas, El jardín de los cerezos…) y esto es lo que encuentro: el retrato de la burguesía rusa, poco ilustrada; la enorme distancia social con los siervos; el desprecio hacia los siervos ancianos que no son útiles en sus tareas y en algún caso su defensa; mujeres que aspiran a poder trabajar para conseguir su independencia, para dar sentido a sus vidas, pero que al conseguirlo encuentran que no cualquier trabajo puede satisfacer esa expectativa. También son ellas, básicamente, las que sin romper sus matrimonios tienen amantes, circunstancia aceptada por los maridos; los personajes que identificamos como los álter ego de Chéjov (médicos o escritores) realizan su trabajo con responsabilidad y buena disposición pero disfrutan verdaderamente de lo placentero de la vida cuando pueden salir a dar un paseo, a pescar o acudir al teatro, esto cuando están en la ciudad, pues las obras de Chéjov se desarrollan en el campo o en pequeñas ciudades. Además, estos personajes muestran su preocupación por temas ecológicos, como por ejemplo la tala indiscriminada de bosques, que nadie parece controlar.

De estos personajes, probablemente sea Boris Alexéyevich Trigorin como dramaturgo, —uno de los personajes de La gaviota— el que mejor represente las angustias del escritor. La escena se desarrolla en una finca. Cuando la joven Nina Mijáilovna Sarechnai, hija de un terrateniente, a la que le gustaría ser actriz, le expresa cuánto lo admira, observamos la perplejidad del escritor, que parece preguntarse: ¿qué hay de admirable en la tarea que realiza? ¿El éxito? Ella le alaba en primer lugar su «buena suerte». Y se lo demuestra opinando sobre la vida de otros hombres: «Los hay que apenas hacen otra cosa que no sea arrastrar una existencia absurda y oscura». En cambio él «tiene una vida interesante».

Como es lógico, él no puede verse de ese modo, se conoce demasiado bien, y sabe que sólo tiene un pensamiento fijo: escribir. Cuando termina una novela, da comienzo otra. «Apenas he escrito una novela y… sin saber por qué tengo que empezar otra. Luego una tercera y después una cuarta».

Me resulta imposible como escritora no sonreír ante esas palabras. Tan sencillo este oficio, y tan complejo; tan exterior y tan subjetivo. El dramaturgo contesta a la joven admiradora: «Escribo sin darme tregua, y no puedo obrar de otro modo. ¿Y qué le pregunto yo hay en todo eso de maravilloso?». El escritor le aclara que cuando no escribe, además, toma nota de cuanto ve, huele, toca, siente, para guardarlo en su «despensa literaria», o sea, siempre está escribiendo, incluso cuando no escribe. Si por casualidad huele a heliotropo —explica—, su mente registra el dato inmediatamente: «olor empalagoso», y al instante añade: «el color de la viudez».

Se da el caso de que plantamos en el jardín de nuestra casa, hace ya bastantes años, un heliotropo. Era nuestro pequeño homenaje a la poeta Rosalía de Castro, a la que mucho le gustaba esa flor. Ahora, también Chéjov va a estar presente cuando mire hacia el arbusto. Pero lo que importa para este artículo es no sólo el buen hacer del escritor que pone en ello todo su empeño, obediente a una obligación que no alcanza a adivinar cómo se ha impuesto a sí mismo con ese grado de severidad, sino: ¿qué piensa esa burguesía del futuro? ¿Cómo lo imagina a doscientos o trescientos años? A este tema, importante de por sí, se alude en varias de las obras de Chéjov, y siempre de un modo similar: el progreso obrará milagros, habrá educación para todos, por lo que llegará a tener sentido saber dos o tres idiomas, y de allí a doscientos o trescientos años, ya muy lejos de ese final del siglo XIX, la humanidad será feliz. Sin embargo, un par de preguntas quedan en pie enlazando ese deseo generoso: ¿nos recordarán? ¿Serán conscientes de cuánto sufrimos?

Dejo a Chéjov y sus obras; dejo también a esa burguesía rusa que aún no conoce, aunque algo intuye, lo que iba a llegar más tarde, y me acerco a la novela Los días de Birmania de George Orwell, ya en pleno siglo XX. Como una gota en el gran océano del Imperio británico, Orwell conoce bien ese mundo, por haber sido parte de él, y como autor es uno de los que mejor diseccionó los totalitarismos. Recordemos obras suyas como Rebelión en la granja y 1984, donde la vigilancia, la mentira, el control sobre los individuos, el oscurantismo, el castigo, la desaparición de personas, el racismo a partir de las diferencias étnicas, la propaganda política y las guerras no-totales, generadoras de negocio, son normas habituales.

No conocía esta novela y entro en ella sabiendo que algo especial encontraré: esa visión, ese apunte sobre la debilidad de las personas para ser ellas mismas, frente a una política que las amalgama o al menos lo intenta en un pensamiento común, unitario, en general poco ético, con el que el poder de turno dirige sus vidas.

El argumento de la obra se desarrolla en Birmania. Los europeos que viven allí (oficiales del Ejército, propietarios de plantaciones, comerciantes…) se reúnen en los llamados clubes ingleses, y en el escenario de la novela como era de esperar existe uno. De repente ha llegado la orden de que se debe incorporar a cada uno de esos clubes un representante de los nativos: una especie de seguro de buena convivencia frente a la amenaza creciente de revueltas y estallidos sociales. Es una oportunidad para mostrarse cercanos a los nativos. Evidentemente, la orden provoca rechazo entre los europeos. En la práctica, los blancos que se reúnen en esos clubes exclusivos, en los que los grandes ventiladores de sus amplios salones son accionados desde fuera gracias a cuerdas de las que tiran los nativos, no quieren dejar atrás sus privilegios y no están dispuestos a aceptar la orden. Nuestro protagonista está harto de oír lo que se dice de los nativos  en el club: hay incluso quien los llama negros. Como oficial del Ejército, mantiene amistad, si cabe llamarlo de este modo, con un médico nativo: es una amistad de conveniencia donde el nativo puede intimar en cierto grado con esa cultura a la que considera superior, luego veremos por qué; mientras el europeo, no sin tomar algunas precauciones, puede expresarse con cierta libertad o puede hablar de temas que sería imposible tratar con los propios europeos.

En la obra se deja claro que el médico no ha pasado por una universidad, pero que sus conocimientos sirven para atender las necesidades de los habitantes locales.

En una de estas reuniones, el médico le manifiesta el deseo de ser incluido como miembro del club inglés y le ruega que lo recomiende, lo que le pondría a salvo de un plan que ha urdido otro nativo, con más poder y más influencias, en su contra. Conociendo a los suyos, y lo que estos opinan de los nativos, el oficial no alcanza a entender cómo desea estar con ellos; pero el médico sencillamente vela por su propia seguridad, y el espejo del poder extranjero que representa el club inglés sería su mejor defensa.

Hablan del tema y no logran ponerse de acuerdo. El médico le manifiesta su opinión. Básicamente le dice que los ingleses han traído la paz. Pero donde el nativo observa que los ingleses han implantado el progreso, el oficial le indica que lo único que han creado las escuelas coloniales son «fábricas de empleados baratos». La pax britannica, ésa que avanza por la fuerza llevando por delante la bandera del progreso, sólo supone la defensa de los intereses británicos en la región. Por quitarles —le dice— les han arrebatado hasta la creatividad, y con ello la industria que antes realizaban con éxito. Le explica: «Fíjese hacia 1840 se construían en la India buenos barcos y los sabían manejar muy bien. Ahora nadie sabe construir allí ni un bote de pesca. En el siglo XVIII los hindúes sabían fundir cañones que estaban a la altura de los europeos. Ahora, después de un dominio inglés de ciento cincuenta años, no son capaces de hacer un simple cartucho […] ¿Qué ha sido de las muselinas hindués?». Ya no se fabrican en la India.

Me quedo pensando en esas palabras, y en estas: colonialismo, globalización… Es verdad que las diferencias pueden ser muchas, y, sin embargo… Se deslocalizan fábricas, se desindustrializa una región para industrializar otra donde la mano de obra salga a precio de saldo, y la miseria —como nos recuerda Victor Hugo en Los miserables siempre tiene víctimas para ofrecer.

¿Este oficial que lo percibe todo y no hace nada para cambiar los hechos es mejor que sus compañeros? ¿Este hombre que tiene una amante nativa a la que trata como a una sierva, y a la que desestima cuando aparece una señorita inglesa casadera, puede contribuir a la libertad de los demás? ¿Puede hacerlo este sujeto que lo primero que hace cuando llega a su casa, para distraerse, es poner en el gramófono un disco de moda de los años veinte, uno que le recuerde su tierra o el resto de Occidente, y lime su añoranza, al mismo tiempo que sabe que le será difícil regresar porque siente que ya no es de ninguna parte? Lo que es real es que él también se siente en una cárcel donde se ve obligado a un cierto tipo de comportamiento: camaradería con sus pares, superioridad y desprecio a los nativos.

Como no logran ponerse de acuerdo en su conversación, como el nativo parece no comprender lo que el oficial ve tan claramente, sentados los dos frente al bello paisaje oriental, mientras beben alcohol, el oficial levanta un pie que apoyaba sobre la baranda y señalando el paisaje con él, expresa: «A veces pienso que dentro de dos siglos todo eso…, todo eso se habrá esfumado: bosques, pueblos, monasterios, pagodas… En su lugar habrá pequeños hotelitos separados cincuenta yardas unos de otros. Se extenderán por esas colinas, todo lo que la vista pueda abarcar con todos los gramófonos tocando la misma canción».

Escribo esto mientras escucho la canción del verano, un éxito a nivel mundial: esa canción que repiten invariablemente en todos los bares a través de los televisores y las radios; esa canción que el año pasado tenía otro título y al siguiente otro distinto; esa canción que une sentimientos y pensamientos comunes, mientras miro desde el paseo marítimo cómo pasan los cruceros con sus miles de pasajeros camino del puerto. Luego, al detenerme frente al pequeño local de una agencia de viajes, veo la oferta de unas vacaciones especiales en Oriente y unos «vuelos baratos». Y pienso en esa gente capaz de recorrer diez mil kilómetros o más para pasar unas vacaciones de quince días encerrada en un complejo hotelero de lujo al otro lado del mundo, apartados de todo, incluso de la  pobreza y la realidad social que les rodea, porque resulta exótico contarlo en varias fotos de playa o selva acompañadas de muy pocas palabras en sus cuentas de Instagram, Facebook o Twitter. Entonces me pregunto: ¿cómo evitarlo? Pienso en Orwell y me digo: «¡Qué razón tenía, cómo acertó en su predicción de «los hotelitos!»… Y pienso en Guy Debord y su libro La sociedad del espectáculo, donde explica sencillamente cómo el turista es una mercadería más que hay que enviar a otros territorios para que rinda su plusvalía. Y recuerdo a Chéjov, ¡cómo no recordarlo!, y sus pensamientos de cómo sería la vida doscientos años después, cuando imprevistamente decido que debo apuntar en mi libreta de notas una escena que acabo de ver en la playa, y que podría ser importante en un cuento. En eso estoy cuando vuelve a sonar la canción del verano. «¡Otra vez!», pienso. Y sé que al otro lado del mundo estará ocurriendo lo mismo. Y vuelvo una vez más sobre las palabras de Orwell, precisamente a ésas en las que pregunta al nativo: «¿Adónde cree que conducirá este progreso?» Y sin esperar respuesta, él mismo se contesta: «A nuestra alegría de gramófonos». Sí, «nuestra alegría de gramófonos», eso es todo; pero, ¿podríamos cambiarlo? Creo que deberíamos intentarlo.


Pilar Alberdi (Mar del Plata [Argentina], 1954) es escritora y licenciada en psicología por la Universitat Oberta de Catalunya, y actualmente cursa el grado de filosofía en la UNED. Reside en Rincón de la Victoria (Málaga). Ha publicado poesía, teatro, narrativa, y artículos en diferentes medios periodísticos y ha recibido, entre otros, el Premio de Relatos Feria del Libro de Madrid, convocado por la editorial Plaza & Janés; el Ciudad de Segovia de Teatro y el Lazarillo para Textos Teatrales. Su página web es http://www.pilaralberdi.com/.

3 comments on “¿Qué pensarán de nosotros dentro de doscientos años?

  1. ¡Me encanto!

  2. Espléndido artículo. Gracias

  3. Carmen RB

    Magnifico el articulo!!!

Responder a Florencia SaezCancelar respuesta

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