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Sobre la abstención

«En la sinuosa deriva que puede llevar a una masa de ciudadanos precarizada social y polí-ticamente a dar su apoyo a los grupos políticos de extrema derecha que prometen el feliz regreso al paraíso nacional perdido, cabe pensar que una estación de paso o una opción razonable sea la abstención», sostiene aquí Miguel Rodríguez Muñoz.

Sobre la abstención

/por Miguel Rodríguez Muñoz/

Es mi propósito llamar la atención sobre un hecho que ha quedado en sombra tras el ascenso de la derecha y el éxito de Vox en las elecciones andaluzas y que es tanto o más preocupante que el escoramiento del electorado hacia opciones políticas conservadoras y la irrupción de la extrema derecha como fuerza política autónoma: me refiero a la elevada abstención. Lo que confiere gravedad a ese fenómeno no es ya que haya contribuido a magnificar el resultado del conjunto de la derecha, sino que viene a erigirse en un signo de los tiempos. Hay una tendencia abstencionista creciente, y esa merma de la participación tiene en nuestro país como actores principales a votantes de la izquierda.

Tanto el batacazo electoral del PSOE como el de Adelante Andalucía —muy importante igualmente en términos absolutos y relativos— tienen explicaciones particulares, pero, vistos los resultados en su conjunto, cabe pensar que lo privativo no da cuenta de todo. La gente de izquierdas ha podido escoger entre dos menús: centroizquierda, de perfiles ideológicos y programáticos más o menos ambiguos; e izquierda, con identidad y proyectos más radicales. También tenía la posibilidad de optar entre lo viejo y lo nuevo. A una parte de ese electorado, ninguno de dichos platos le sirvió y se quedó en casa.

En el libro Gobernando el vacío: la banalización de la democracia occidental, el politólogo irlandés Peter Mair avisa de la crisis de la democracia de partidos. Esa crisis se manifiesta en el creciente alejamiento entre los partidos y la ciudadanía y en la normalización de «formas no políticas o despolitizadas de toma de decisiones» (instituciones no mayoritarias, Unión Europea, organismos supranacionales, etcétera) Los partidos han ido cambiando de naturaleza: partidos de masas, primero; atrapalotodo, después; y partidos cartel, finalmente. El sesgo de esa evolución es una paulatina erosión de los lazos que unían a las organizaciones políticas con los grupos sociales. Las constricciones de la globalización y el traspaso de competencias decisorias en el ámbito económico a instituciones no representativas quitan además trascendencia a los comicios. «Las elecciones tienen unas consecuencias prácticas cada vez menores, porque la parte operativa, o “efectiva”, de la constitución se está trasladando a otro lugar». Por un lado, crece la distancia entre los partidos y los ciudadanos; por otro, hay una mayor cercanía programática entre las organizaciones políticas. La indiferencia hacia la política —con frecuencia, un notable desprestigio— por parte de los ciudadanos se traduce en la caída de la participación electoral, la volatilidad de las preferencias en el voto, la merma de la identificación con los partidos y la reducción del número de afiliados. «Los indicadores del cambio en la participación son un tanto parecidos a los del cambio climático: las transformaciones que vemos no tienen lugar a grandes saltos o cambios, y tampoco son siempre lineales».

El aumento de la abstención caracteriza a los comicios celebrados en nuestro país. «En las cuatro décadas transcurridas desde las primeras elecciones democráticas, la participación en España ha seguido una tendencia decreciente, tendencia que se ha acentuado especialmente en las últimas tres elecciones generales, ninguna de las cuales ha alcanzado una participación del 70%», se informa en la publicación del Ministerio del Interior titulada Las Elecciones Generales en España (1977-2016). «Inmediatamente después del cambio de gobierno de 2004 —se añade—, se inicia un nuevo ciclo de continuo aumento de la abstención que comienza en las Elecciones Europeas de junio de 2004 y se prolonga hasta las Elecciones Generales de junio de 2016, con dos leves excepciones, las Elecciones Generales de 2015 y las Municipales de 2011, comicios en los que el nivel de participación se recupera levemente respecto a la convocatoria anterior, pero sin dejar de ser notablemente bajo, y para volver a descender en la elección siguiente, lo que confirma que estamos atravesando la más larga etapa de desmovilización electoral de la vigente democracia».

Así, la participación en las elecciones generales desde 2004 es la siguiente: 2004 (mayoría relativa del PSOE), 75,7%; 2008 (mayoría relativa del PSOE), 73,9%; 2011 (mayoría absoluta del PP), 68,9%; 2015 (mayoría relativa del PP e irrupción de Podemos en el parlamento español), 69,7%; 2016 (mayoría relativa del PP), 66,5%.

Este fenómeno influye de manera decisiva en el cambio de partido gobernante o en su mantenimiento. Aunque no siempre un incremento de la participación se traduce en una mayoría de izquierdas, es cierto lo contrario: el paso de un gobierno de izquierdas a uno de derechas o la continuidad de este último tienen mucho que ver con el tamaño de la abstención.

Cuando se trata de explicar esa tendencia abstencionista, es muy socorrido atribuir al electorado de izquierdas una actitud en la que el purismo de sus exigencias hace pareja con la fragilidad de su compromiso con el voto, de manera que cualquier pretexto acaba siendo bueno para no acudir a las urnas. En esa interpretación del comportamiento electoral de la izquierda se hace categoría de unas conductas que quizá no desborden lo anecdótico. No resulta extraño encontrarse con individuos que presumen de un paladar muy exquisito al decidir su voto, pero no cabe concluir que ese sibaritismo comicial tenga un peso sociológico notable.

En los electorados de derechas o de izquierdas se pueden distinguir tres círculos concéntricos, en los que según la longitud del radio cambian las expectativas depositadas en el sufragio y su volatilidad. Hay un círculo central formado por los ciudadanos organizados políticamente (afiliados y simpatizantes de las formaciones políticas y sociales), que aspiran fundamentalmente al triunfo de un partido en concreto; otro, intermedio, que agrupa a los ideologizados (individuos sin vínculos organizativos, pero con clara conciencia de su identidad política), cuyo deseo es que la vida política y social se ordene en sintonía con una concepción del mundo determinad (a ambos grupos les une la voluntad de impedir el éxito de los demás partidos o, al menos, el de las organizaciones que encarnan las políticas e ideas contrarias) y hay un círculo exterior, menos politizado e ideologizado, compuesto por los electores a quienes mueve, sobre todo, la esperanza de que sus demandas obtengan satisfacción dando su papeleta a un partido y no a otro. Muchos de los mecanismos que operan en la crisis de la democracia de partidos afectan a las aspiraciones de los ciudadanos que integran este último círculo y a sus relaciones con la política.

El recurso a esta imagen geométrica —creo que útil a efectos expositivos— conlleva una simplificación de una realidad mucho más compleja, en la que las fronteras entre unos y otros espacios son porosas y resultan decisivos fenómenos aquí no contemplados como por ejemplo las diferencias generacionales, la condición urbana o rural, etcétera.

Mitin de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) en Valencia en 2008

Entre los electorados de derechas y de izquierdas, al menos en el caso de nuestro país, la dimensión de los círculos varía. Aunque no dispongo de más soporte empírico que la observación como ciudadano, tengo la impresión de que una diferencia importante entre unos y otros consiste en que en el caso de la derecha la franja exterior es menor que en el de la izquierda y que, a la contra, los sufragios de la primera proceden más de sus círculos de politizados e ideologizados que los de la segunda. Una muestra de esas divergencias es que los votantes de la derecha suelen sentirse animados a votar cuando perciben el riesgo de que gobierne la izquierda y, en cambio, entre los electores de izquierdas el apremio ante la eventualidad de una victoria conservadora es más débil. La lealtad política e ideológica moviliza más a unos que a otros.

En la obra antes citada, Peter Mair sostiene, apoyándose en el politólogo norteamericano Hardin Rusell,

que se han producido dos importantes cambios en la forma en que las democracias contemporáneas interpretan y abordan las cuestiones políticas. El primero es “el objetivo esencial, al menos a corto plazo, de centrarse en la distribución económica y la gestión de la economía para la producción y la distribución” […] Los gobiernos ya no son capaces de gestionar eficazmente la economía con vistas a redistribuir recursos o responder a necesidades colectivas, y […] esta incapacidad ha alterado de manera fundamental el discurso político tradicional […] El segundo cambio es que la resolución de problemas y la toma de decisiones en la política pública se han vuelto sustancialmente más complejas y de ahí que a la población le resulte más difícil comprenderlas y controlarlas […] La división izquierda-derecha pierde así su capacidad interpretativa como pauta para comprender la política del sistema en su conjunto, y no ha sido sustituida por ningún otro paradigma general.

El politólogo e investigador del CSIC José Fernández Albertos, en su libro Antisistema: desigualdad económica y precariado político, señala que

en España, los datos muestran con claridad que lo que caracteriza la evolución de la distribución de ingresos en los últimos años es precisamente el aumento de las distancias entre los grupos de ingresos medios y los de ingresos más bajos […] Prácticamente todo el aumento de la desigualdad entre hogares “ricos” y “pobres” en España en los últimos años se debe a que los pobres se han hecho mucho más pobres respecto a los grupos de ingresos medios.

Esos sectores sociales más perjudicados por los cambios económicos se sienten desamparados ante las dificultades del sistema político para tomar medidas redistributivas que compensen las inequidades y les brinden protección.

La especial magnitud de los cambios distributivos recientes hace que las políticas correctoras tengan que ser cada vez más ambiciosas, la forma que suelen tomar las nuevas desigualdades crea obstáculos para que se forjen alianzas políticas sólidas entre los potenciales beneficiarios de la redistribución y el contexto actual de bajo crecimiento, globalización y concentración empresarial hace que el debate sobre el papel del Estado como reductor de las desigualdades encuentre más oposición que en el pasado.

Esa falla económica y social abierta entre los grupos de ingresos medios y los más pobres acaba provocando también una fractura entre sus intereses políticos.

Cuando la desigualdad provoca un aumento de las diferencias económicas dentro de los grupos de menos ingresos, se hace más difícil que emerja una amplia mayoría social que apoye políticas más generosas hacia los más vulnerables o más desfavorecidos. Quizá sea así como haya que interpretar la hipersensibilidad de las clases medias contemporáneas a los aumentos de impuestos necesarios para financiar programas de gasto que puedan corregir estas nuevas desigualdades.

 

Escena de la película Tiempos modernos, de Charles Chaplin

El problema adquiere singular relieve cuando tras la precariedad económica y social los grupos más desfavorecidos toman conciencia de su impotencia política, esto es, cuando al agravio que suponen sus condiciones de vida se une el convencimiento de que votar no sirve para mejorar su situación y de que cualquiera que sea el resultado de los comicios su suerte no va a cambiar: «Es este círculo vicioso de incremento de las demandas y simultánea inefectividad política de las mismas lo que explica el crecimiento de lo que llamaré precarios políticos —individuos que creen que su voz es sistemáticamente ignorada por los canales de representación convencionales». Para José Fernández Albertos, «el éxito de las nuevas opciones antisistema siempre descansa en saber atraer a la causa a estos nuevos grupos de precarios políticos».

Según EAPN-ES (Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español), en 2017 el 21,6% de la población de nuestro país se hallaba en riesgo de pobreza y el 6,9% en pobreza severa.

Cuando en el entorno social proliferan el paro, la temporalidad, los bajos salarios, los empleos de mala calidad, los desahucios, la imposibilidad de llegar con los ingresos a final de mes, las privaciones de todo tipo, las condiciones de vida miserables, etcétera, toda una serie de problemas graves relacionados con la desigualdad, y la política se revela incapaz de poner remedio a esa deriva, porque carece de la fuerza (o la voluntad) y los recursos necesarios para emprender una redistribución de la riqueza que, al menos, restaure los equilibrios rotos, no es de extrañar que los grupos sociales afectados se descuelguen de ese proceso de toma de decisiones políticas que los mantiene desasistidos. En la sinuosa deriva que puede llevar a una masa de ciudadanos precarizada social y políticamente a dar su apoyo a los grupos políticos de extrema derecha que prometen el feliz regreso al paraíso nacional perdido, cabe pensar que una estación de paso o una opción razonable sea la abstención. A estos efectos no deja de ser elocuente que la caída de la participación electoral y su mayor intensidad en las últimas convocatorias, celebradas en la plenitud de la crisis económica, haya afectado singularmente a la izquierda, que ha perdido el crédito ganado como defensora de los sectores sociales más desfavorecidos y garante de un reparto más justo de la riqueza.

El hecho de que el debate público soslaye las cuestiones de orden social, que permanecen sepultadas bajo el rifirrafe identitario y el conflicto catalán, contribuye a impulsar la deserción de esa parte del electorado. Si algo hace muy bien la derecha es meter ruido: dicta las partituras, multiplica las voces y dirige las atronadoras orquestas. Con el ruido, sabe que moviliza a los suyos e inhibe a una parte de los otros, cuyos problemas de supervivencia no sienten reflejados en lo que se discute. En la subida del salario mínimo interprofesional, la aprobación de los presupuestos, la promoción de medidas sociales y el desplazamiento del debate hacia esos ejes se juega su difícil continuidad más allá de las urnas el Gobierno de Pedro Sánchez. Lo perverso es que buena parte de ello no resulta posible sin la complicidad del nacionalismo catalán y, por lo tanto, sin dar ocasión a más ruido.

Si lo expuesto hasta ahora —a título de hipótesis— es válido, la lucha contra la desigualdad —¡ahí es nada!— se vuelve decisiva para frenar la abstención electoral y mejorar las expectativas de gobierno de la izquierda y, más allá de todo eso, para conjurar el riesgo de que la abstención mude en una participación que dé soporte al neofranquismo emergente.


Miguel Rodríguez Muñoz es licenciado en Derecho, veterano militante del MCA-Lliberación y miembro en la actualidad de Acción en Red, así como autor de dos libros de relatos: Movimientos migratorios (1995) y El guerrero del interfaz (1996); un volumen de artículos, La cáscara amarga (1999); un libro de aforismos, Contra la gravedad (2006) y dos novelas, Memoria de la lluvia (2002) y Transatlántico (2014), publicados en KRK.

4 comments on “Sobre la abstención

  1. Guillermo Quintas Alonso

    En los próximos días remitiré al diario LEVANTE un artículo titulado ‘¿»Dónde estaremos en cinco semanas»?’ en el que me ocupo del mismo tema. Te remitiré el enlace para que puedas seguir mi análisis que, en esencia, ha de coincidir con el tuyo.

    Me preocupa que se esté hablando de VOX hasta otorgarle una presencia que por sí mismo nunca hubiera logrado. La abstención pasa al cuarto de los trastos! Guillermo Quintás.

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