Retorno a Montauban

¿Qué fuerza nos arrastra?

El 'patriotismo constitucional' que en Alemania invocaba Jürgen Habermas no tiene nada que ver, explica Manuel Artime, con el que acostumbra a esgrimir la derecha española, más cercana en realidad al revisionismo de un Ernst Nolte.

Retorno a Montauban

¿Qué fuerza nos arrastra?

/por Manuel Artime/

La realidad es cambiante. Las crisis nos hacen conscientes de ello, aunque pronto también tendemos a olvidarlo. En tiempos como el nuestro se abren (y cierran) ventanas de oportunidad para nuevos actores. Se hace posible redefinir los marcos y grupos sociales en que nos reconocemos. Pero saber leer estos cambios no es tarea sencilla. La realidad no se deja moldear al antojo, ni hay tampoco una ciencia específica para identificar lo que todavía no es pero podría llegar a serlo. Hay en todo caso, siempre ha habido, desenvueltos lectores de los cambios sociales; personas capaces de captar el latido de la realidad que habitan, y a veces con la fuerza para arrastrarnos en cierta dirección, y apartarnos de otras.

En la actualidad las latencias de cambio trabajan a pleno rendimiento. No podemos anticipar hoy lo que nos depara el futuro, aunque empezamos a advertir hacia dónde sopla el viento. Los giros de la veleta han sido constantes en los últimos años. Habitamos una realidad a la deriva. Si bien los últimos acontecimientos apuntan hacia senderos conocidos. Comienza a tomar fuerza entre nosotros un tipo de nacionalismo que ya vivimos y que creímos superado. Nos gustaría entender cómo ha sido posible, qué causas lo han motivado; pero lo que más nos inquieta es a dónde nos lleva; dónde se agotan las fuerzas de esta realidad en que estamos envueltos de nuevo.

Cualquiera que se acerque al estudio de la nación sabe lo complejo del asunto y que lo que tiene entre manos es un objeto en permanente reescritura. Esto nos obliga, de entrada, a escapar de lecturas ingenuas y mucho menos definitivas. El nacionalismo nunca es el mismo, pero su potencial para construir realidad, para mover voluntades, no puede ponerse en duda: lo comprobamos de manera recurrente. Esta virtud, me atrevo a apuntar, tiene que ver con su capacidad para proporcionar un sentido histórico a nuestra existencia; una reconstrucción completa de nuestro pasado en la que podamos identificar quiénes somos (y quién no somos, lo quees importante). Reducir la nación a apenas un sentimiento o debilidad pasional es entender el fenómeno de manera muy pobre y exponerse por tanto a ser arrastrado por él; por quienes configuran identidades con mayor dedicación y virtuosismo. Aquel que consigue escribir el relato está más cerca de modelar la realidad, esto es, de proporcionar un sentido histórico a lo que acontece.

Si el nacionalismo es siempre un asunto de difícil manejo, lo es especialmente para aquellos países con una herencia desdichada al respecto. Así lo advierte Habermas, a quien debemos la expresión patriotismo constitucional, tantas veces invocada por estos lares. Habermas arrojará sus advertencias en el seno de un debate con conocidos historiadores que proponían recuperar una mirada complaciente hacia la historia nacional alemana. Nolte, representante de este nuevo nacionalismo alemán, animaba a relativizar los crímenes del nazismo; a situarlos en el contexto de una guerra en que los aliados muestran también escasa piedad hacia la población alemana. A las puertas de la reunificación, defendían estos historiadores en los años ochenta, era preciso dar por completado el proceso de expiación de culpas y reconciliar a los alemanes con un pasado en el que también fueron víctimas de bombardeos indiscriminados y violaciones.

La respuesta de Habermas es que no es posible esta liberación de complejos, o que no lo es sin desatar una dialéctica identitaria que está en el origen de los crímenes nazis. La memoria democrática para los alemanes debe pasar por la crítica de las tradiciones propias; por un relato «moralmente informado» —dice— de los actos cometidos en nombre de la nación alemana. Debe huirse por lo tanto de esa llamada a la autoestima nacional; a liberarse de los complejos que han conseguido inducir los vencedores. Debemos asumir de una vez por todas, espeta Habermas a sus compatriotas, que han sido otros los que defendían los valores de libertad y democracia. No es posible para los alemanes otro patriotismo —defiende— que el de unos valores occidentales que han sido importados y plasmados en la Constitución de 1949. Este es el tipo de relato, democrático y por tanto autocrítico, que debe inspirar la reunificación. Y así se hará, por cierto.

Jürgen Habermas (1929- )

Poco tiene esto que ver con el patriotismo constitucional que se invoca en España. La propuesta de Aznar en los noventa, como la de Nolte, enlazaba con un conservadurismo liberal, emergente en las últimas décadas y que nos emplaza a la liberación de complejos; a reconciliarnos con la historia propia. Para el nuevo liberal occidental, desacomplejarse significaba liberarse de las culpas por la colonización o por el continuado maltrato a las minorías, una denuncia que había traído consigo el 68. En España, sin embargo, esos complejos contenían un poso más profundo y sobre todo más cercano, por lo que supone la memoria viva de una dictadura prolongada casi hasta el presente. El orgullo nacional aznariano habrá de reconstruirse en torno a cierta lectura de la Transición y tomando distancia con un franquismo por entonces difícilmente recuperable. Los complejos de los que esta joven derecha española venía a liberarnos son los que nos impiden ver la democracia española como un éxito, inducidos —a su juicio— por una izquierda revanchista y un nacionalismo periférico que arrojan sus sospechas sobre el 78.

Aznar hace un llamamiento a reconfigurar la identidad nacional en base a una mirada complaciente con nuestro inmediato pasado. Esto pretendía significar el establecimiento de un consenso de centro, que evocaba el turnismo de un siglo atrás, y la exclusión de la gobernabilidad de radicales y periféricos. Este modelo nacional, llamado aquí constitucional (como si en el 78 no estuvieran presentes otras fuerzas), puede ser considerado la iniciativa política más determinante de las últimas décadas en España por su potencia para configurar la realidad española. Un nuevo nacionalismo conservador echa a andar entonces y conecta con una parte de las sensibilidades progresistas, aunque no con el grupo dirigente en el PSOE, que eran los directamente interpelados. La etapa de Zapatero se caracteriza por una fuerte tensión territorial dentro del partido entre quienes se viven más cercanos a los centralistas o a los periféricos; una tensión que se traducirá en dos escisiones, una en País Vasco (UPyD) y otra en Cataluña (C’s), pero que en ninguno de los dos casos consigue en principio superar el marco de origen ni cumplir con su propósito; esto es, dejar fuera de juego al soberanismo, o si se prefiere, forjar un consenso nacional de signo centralizador.

No ha sido hasta la emergencia independentista que este proyecto ha podido encontrar su ventana; su oportunidad de configurar la nación. Será en el otoño de 2017 cuando las banderas españolas llenarán los balcones, Ciudadanos se disparará en las encuestas y el aznarismo empezará a albergar expectativas de retorno aupado por el grito de a por ellos. La tensión nacional se irá acrecentando y se pondrá de manifiesto dentro del partido socialista. Primero Rubalcaba, luego Javier Fernández, más tarde Susana Díaz aspiraron a reconducir una entente nacional con la derecha que apartara de la fórmula de Estado a los soberanistas y por extensión a quienes promulgaran una revisión del pacto del 78, o más bien —habría que decir— de lo que queda de éste. Y es que durante este tiempo, conviene recordarlo, la idea de reconciliación como pacto fundacional ha ido experimentando una potente reescritura. No son ya los libros de Santos Juliá, Juan Pablo Fusi o Victoria Prego —conviene recordarlo también— los que configuran el imaginario del consenso. Han sido los libros de Pío Moa, Jiménez Losantos o César Vidal los adquiridos masivamente en los supermercados y quioscos, forjando una nueva identidad. Un relato nacional reaccionario y, ahora sí, comprensivo también con el franquismo, presentándolo como anticipador de libertades, había empezado a marcar la pauta.

El último gran acontecimiento en esta reconfiguración del imaginario nacional ha sido la irrupción de Vox en las elecciones de Andalucía. Con ello, la pérdida de complejos es completa. El nacionalismo español recupera orgullosamente episodios de nuestra historia que permanecían en el apartado de las vergüenzas. Encuentran hoy una nueva oportunidad las reivindicaciones del Imperio americano, la expulsión de los moros en Granada o, estos días, la figura de Blas de Lezo. Emerge un tradicionalismo que creíamos resultaba incompatible la condición de democracia europea. Este revisionismo histórico pone su punto de mira en las iniciativas de memoria y reparación de las víctimas del franquismo. No es posible la impugnación de la dictadura; ha de detenerse cualquier intento de proceso expiatorio del franquismo. Este es el nacionalismo que emerge en la España del siglo XXI, convertido en el gran motivo de inquietud para la izquierda en retroceso y en una creciente incomodidad para alguno de aquellos progresistas que compró el nacionalismo de la derecha sin leer las contraindicaciones.

El nacionalismo reaccionario se abrió paso con un emplazamiento al PSOE, pero ha soltado ya amarras y emprendido su camino en solitario. Los tres partidos del arco conservador forman hoy una alianza en la que no hay espacio tampoco para los socialistas (ya no sólo para radicales y periféricos). El espectro de la exclusión ha ido creciendo en los últimos tiempos y está por ver a dónde llega. Un episodio nos permite vislumbrar el camino emprendido: las reacciones suscitadas entre estos actores de la derecha a los pronunciamientos de los tribunales europeos sobre el procés. A los reproches procedentes de Europa se han sucedido las expresiones de desapego europeo, la apelación a la hispanofobia, la invocación de un prejuicio supremacista que anidaría en nuestros vecinos. Ni siquiera los análisis jurídicos han resistido la tentación de dar respuesta al ultraje nacional. Se ha desatado un identitarismo, una peligrosa fobia a la autocrítica tales, que hemos dejado siquiera de escuchar a Europa en sus advertencias antiautoritarias. Hemos perdido definitivamente los complejos: como síntoma, el gran éxito de ventas del ensayo de Elvira Roca Barea Imperiofobia, que denuncia la alimentación continuada de leyendas negras y el prejuicio hacia los españoles.

¿Dónde podemos ser arrastrados si no tenemos un Habermas que ponga freno a tanto Nolte?


Manuel Artime Omil (Pontevedra, 1977) es doctor en filosofía por la UNED y licenciado en filosofía por la misma universidad. Su trabajo de investigación remite al ámbito de la filosofía política y la filosofía de la historia. Se ha interesado por el estudio de los usos políticos de la historia y, de manera particular, por el debate intelectual e historiográfico en torno al relato nacional español. Ha colaborado en diversas obras colectivas y es autor de la tesis Sobre los usos políticos de la memoria: la actualidad del problema de España’, dirigida por Antonio García-Santesmases. Es autor asimismo del libro España: en busca de un relato.

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