El futuro de la gastronomía es este cerdo
/por David Remartínez/
«Unos se van durante los fines de semana a ver iglesias, otros a ver castillos… Yo me voy a ver a abuelos que cultivan variedades raras de judías». Ismael Ferrer se dedica a recorrer la provincia de Huesca buscando, catalogando y distribuyendo legumbres para recuperar su cultivo. En su arqueología particular le asesora el CITA, el Centro de Investigación y Tecnología Agroalimentaria de Aragón, que se encuentra detrás de casi todos los alimentos recuperados en esa región, que son muchos. En el Congreso del Producto y la Gastronomía de Huesca celebrado el pasado mes de marzo, Ismael Ferrer, profesor y cocinero, presentó el libro donde recopila su esfuerzo y ofreció un taller con 24 variedades de judía, siete de garbanzo, una de lenteja y una de guija. Acompañó las explicaciones sobre la historia y procedencia de cada grano con una degustación: boliche rojo con chorizo y nabo de Mainar, judía de riñón de Broto con anguila y pato, y un recao de Binéfar. Cabeza y estómago: no se puede pedir mejor introducción a las legumbres olvidadas.
El citado taller, como todo el congreso y un viaje posterior para profesionales por empresas escogidas de la provincia oscense, pertenece a ese tipo de eventos gastronómicos que están pasando de secundarios a capitales. Que antes ensombrecían las vanguardias de Madrid Fusión y de las ferias similares con chaquetillas célebres, pero que ahora, cansados todos ya de tanta pirotecnia y de tanta mercadotecnia, y empobrecido el público tras una década de decadencia económica, empiezan a cobrar la relevancia que merecen. Porque el futuro de la gastronomía, en mi pequeña opinión, no reside ya en los cocineros, en su genio o en los laboratorios donde rebuscan nuevos modos de transformar: ahora depende principalmente del producto. Depende de los pocos valientes que se atreven a producir comida autóctona que dé sentido a lo que aquellos, los chefs, realizan con su buen hacer y sus ingenierías tecnológicas. «Dentro de poco no vamos a tener nada verdaderamente bueno para cocinar porque cada vez cuesta más encontrar productores auténticos», lamentaba un profesional hace una semana durante un maridaje de carnes celebrado en el Festival Internacional de la Cerveza Artesana de Langreo (maridaje con carnes de la empresa Astursabor, por cierto, todo un ejemplo).
La clientela, además de cansada de egochefs, está ya también lo suficientemente cultivada como para detectar cuándo le dan gato por liebre enmascarado entre una salsa, una espuma y una flor. Los comensales medios, los que tenemos afición pero los salarios justos, preferimos un cocinero con un buen proveedor que catapulte sabores, antes que un experto en birlibirloques que escatime en la materia prima para mejorarse así el escandallo.
Sin un producto genuino, sin un anclaje al lugar que permita elaborar un relato gastronómico, puede llegar un momento en el que toda la vanguardia imaginable carezca de sentido, al perder el cocinero el objeto que explica su profesión. La esencia de este oficio no es un verbo, sino una perífrasis: dar de comer. Es decir, el final de un camino que empieza kilómetros antes de la cocina. Porque si la materia prima es insípida, ¿qué más lo que le hagas con ella, verdad? Para eso, mejor nos dedicamos todos a calentar raciones de quinta gama.
En El engaño de la gastronomía española (Trea, 2018), el turbulento libro que pone patas arriba el enfoque gastronómico esnob de las élites, José Berasaluce introduce un ejemplo ilustrativo sobre el problema último de la producción. Hablando del atún de almadraba, destaca el formidable aprovechamiento mercantil que la hostelería ha sacado de dicho pez en los últimos veinte años «al calor del gastroboom de los fogones». Pero a la vez, aprecia que «se está favoreciendo una frívola competencia entre rutas, concursos y ferias: una pugna absurda que abarrota, como las primeras comuniones, los salones de bares y restaurantes, pero que en realidad no está desarrollando el auténtico potencial del atún». ¿Por qué? Pues porque «la mayoría de capturas van a parar al mercado japonés. Si nosotros, los españoles, solo producimos y los nipones transforman, venden y dan valor internacional al atún, ¿de qué tenemos que estar orgullosos?», se pregunta el historiador y experto gastrónomo. Qué querencia la nuestra a sentirnos estupendos con solo bailar una fiesta.
El producto excepcional, sin embargo, no puede servir únicamente para montar circos a su alrededor, o para hinchar de orgullo al Concejal de Patriotismo, o para llenar nuestras bocas con elegías de Instagram, en plan postureo, un fenómeno que también abunda como un mantra irrenunciable: «Todos hablan del producto: fresco, bueno y limpio, cercano e inspirador. El producto ecológico, certificado, km 0 y, por qué no, caro, es considerado mejor, por más que algunos cocineros procuren poner en meta las piezas que antes se desechaban», señala Isabel González Turno en su estupendo libro Cocinar era una práctica: transformación digital y cocina (Trea, 2019). Pero si todos los cocineros aman tanto la artesanía alimentaria, si todos se derriten por la materia prima vecina y fugaz, ¿por qué prolifera sin parar la quinta gama? Alguien está cocinando de boquilla.
¿Nos estamos poniendo demasiado apocalípticos? Como respuesta, bastan unas frases del informe sobre «El estado de la biodiversidad para la alimentación y la agricultura en el mundo» presentado por la FAO en febrero:
- «La producción ganadera mundial se basa en unas 40 especies animales, de las cuales sólo un puñado nos proporciona la mayor parte de la carne, leche y huevos».
- «De las 7745 razas de ganado locales (las que se dan en un solo país) registradas en el mundo, el 26% está en peligro de extinción».
- «Casi un tercio de las poblaciones de peces están sobreexplotadas y más de la mitad han alcanzado su límite de explotación sostenible».
- «El 24% de casi 4.000 especies silvestres alimentarias —sobre todo plantas, peces y mamíferos— están disminuyendo en número».
El resto de los datos recabados en 91 países por la organización de la ONU son igual de acongojantes. Nuestro abuso del planeta lo está esquilmando. Y ese abuso, lógicamente, es consecuencia de nuestras relaciones comerciales.
Como en todos los ámbitos, el hipercapitalismo ha generado oligopolios agroalimentarios voraces a cuyo lado la supervivencia de los productores modestos, los que cuidan del medio ambiente y practican métodos artesanos, resulta cada vez más difícil; incluso en los países ricos. El mito de la calidad sobresaliente como un parámetro de la competencia, tan extendido entre los mantras neoliberales durante las últimas décadas, ha ido diluyéndose conforme el control de la cadena comercial por parte del pez gordo se ha tornado casi absoluto, y conforme el mundo se ha vuelto más eléctrico, exigiendo unas habilidades para comercializar en el entorno digital que muchas veces se escapan a las capacidades de una pyme (ponte tú a criar cerdos ecológicos invirtiendo en I+D y diseñando a la vez estrategias de Facebook. Y haciendo los repartos, además). Así, los productores autóctonos se ven empujados a integrarse en plataformas comercializadoras cuyas condiciones, por mor del mercado, se vuelven más leoninas. Véase Mercadona con sus proveedores, a los que concede un margen de ganancias estrechísimo, solo rentable con grandes volúmenes de producción.
En consecuencia, el mercado acaba propiciando dos únicos bandos: el que responde a sus reglas, cuya maximización de beneficios lógicamente menoscaba la calidad excepcional; y el que opera en sus periferias, salvaguardando la identidad a costa de sacrificio y de una clientela breve e inestable, que los convierte a su vez en negocios inestables y muchas veces, breves. Los productores genuinos que encuentran y afianzan un tamaño medio, creando algún empleo de paso, empiezan a ser una rara avis. Dónde quedaron aquellas cooperativas, ay.
Ése es el panorama del productor, al que cocineros y gastrónomos atribuimos infinitos romanticismos pero que en tantos casos trabaja como un esclavo. Mantenerse al margen de las autopistas de promoción, emplazamiento y distribución, y sobrevivir vendiendo con furgoneta, confiando en el boca-oreja, o en la aparición de un gran cliente potente, supone una odisea empresarial y una incertidumbre constante. Porque además el pez gordo está al acecho de cualquier seña de identidad que abandere el chico. Como señala González Turno en Cocinar era una práctica, «las grandes compañías se apropian de sus mensajes y de sus productos. Lo cercano, lo biológico y lo tolerado han superado los nichos de las tiendas especializadas y se han instalado en los estantes de los hipermercados. El mensaje sirve al artesano y a la industria». Véase el atomizado sector de las cervezas artesanas, cuya explosión ha sido rápidamente absorbida por las multinacionales. La Mahou envejecida en barrica y pastiches así.
Por fortuna, en este panorama permanece gente que se arroja, gente joven y con formación en muchos casos, cansada tempranamente de la primera opción de vida que eligieron. Se hartan de la ciudad, de los empleos agotadores, o de lo que sea, y regresan a su pueblo con la idea de sembrar una vida más cómoda. El congreso de Huesca mostró numerosos ejemplos. En Latón de La Fueva unos chavales crían unos cerdos como si fueran cabras: sueltos por la montaña en cuanto destetan, corriendo la linde, y pasando de ladera a ladera pirenaica conforme se van zampando el pasto, la vegetación, bellotas, cereales y legumbres. Parte de la carne va a restaurantes y otra parte la procesa la charcutera Melsa en unos embutidos apoteósicos. ¿Qué poca importancia le ha dado en general la alta cocina a los embutidos, eh? La empresa González Romero, otra de estas pymes encomiables, realiza matanzas y sus correspondientes productos de forma personalizada, o según la receta que les lleve el cliente, que muchas veces puede de esta manera recuperar fórmulas familiares ya en desuso, sabores de casa que se habían perdido al desaparecer la cría porcina como una tarea doméstica más. Una doble función arqueológica pues la de González Romero trabajando las chacinas al detalle. Como también la que llevan a cabo las bodegas asociadas en Vignerons Independientes de Huesca, una iniciativa privada que reúne a pequeños viticultores que recuperan variedades, terrenos y técnicas, para embotellar vinos singulares que han empezado a introducir en los restaurantes de la provincia explicándoles su filosofía y su pasión por su oficio. Tras solo dos años, los Vignerons, entre cuyos caldos hay vinos de tinaja o viñas del desierto de Los Monegros, suman ya casi 40 clientes por esta vía.
Al hablar con estos y otros pequeños productores surgen siempre cuatro conceptos básicos:
- El amor por sus artesanías, que todos combinan con tecnología y ciencia.
- La tremenda dificultad de competir en un mercado global y multinacional, especialmente si te confías a un gran distribuidor que se quede el grueso de los beneficios.
- El escaso apoyo administrativo, más allá de los discursos, pues no existen ideas creativas desde la política que puedan propiciar un nuevo entorno de burocracia y financiación para estos modelos de pymes agroalimentarias, tantas veces encorsetadas por normativas europeas injustas con el pequeño productor.
- Lo fundamental que resulta el apoyo de los restaurantes de sus zonas para sobrevivir, y para educar al cliente.
Si algo puede afianzar una identidad de la cocina española, o de la cocina de cualquier lugar, es precisamente la salvaguarda del pequeño productor. Es decir, de los ingredientes que allí se producen con una peculiaridad propia. La tecnología y el intercambio cultural ya han hecho su trabajo en la evolución culinaria, que ha sido fabulosa en las últimas décadas, pero que de forma paralela ha ido perdiendo lo que hasta ese momento era su principal razón de ser: el huerto, la granja, el camión de los huevos. Tenemos que seguir inventando alimentos, pero sobre todo, tenemos que recuperarlos.
Mirando a los cerdos latones corretear por el Pirineo no podía dejar de pensar que en esas carnes libres está depositado ahora el futuro de la gastronomía. Y que sus empresarios promotores son la generación que ha de devolvernos el sabor y la sensatez, fomentando una nueva forma de economía. Tenemos que cultivar la responsabilidad colectiva hacia los sitios donde vivimos, para que el trabajo de estas pymes constituya la próxima revolución en las cocinas, que no es sino una de las formas de mejorar nuestras vidas.
David Remartínez (Zaragoza, 1971) es periodista, director de la revista asturiana Atlántica XXII y autor de los libros El gabinismo contado a nuestros hijos y La puta gastronomía. Lee y come de todo.
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