Creación

Vencedores y vencidos

Un relato de Pablo González.

Vencedores y vencidos

/por Pablo González/

Era ella una dama recta, grave y decorosa, de intachables conductas, alta cultura y mejor cuna, conocida y distinguida por sus excelentes cortesías de delicado protocolo, sus galas benéficas de lujos para sí y limosnas para los demás y su pulcra naturalidad en la mirada altiva, inmodesta e imperial. Aquello venía de familia, sin mediar discusión alguna, así había sido y así había de ser. El derecho divino la contemplaba a través de una aristocracia genealógica que haría temblar al más pintado. Estudiada en las mejores escuelas, siempre dispuso de cuanto prestigio pagado, y acaso ganado, pudo requerir, con licenciaturas aquí, maestrías allá, y todos los doctorados, tesis y antítesis que sus privilegios y energías tuvieron el gusto de pretender. Desde niña predestinada a algo grande, a las más elevadas cotas de excelencia y honorabilidad, a la cúspide de un país que los suyos consideraban suyo.

Era él un tipo taciturno, decaído, con especial y molesta tendencia al enojo, a la melancolía, al ceño fruncido. Sus numerosas cicatrices habían forjado una coraza que lo ataba al mal humor, a la censura permanente de este mundo indebido, infeliz, tantas veces injusto para tantos. A los doce años se acabó su estudio, empezó el andamio y continuó la mina. Casi niño, con las penurias agudizando el ingenio, fue entendiendo que las cartas repartidas en la partida de la vida tenían cierto truco, y que tal vez alguien se dedicase a marcarlas para que los ases y los reyes tocasen siempre a los mismos, siempre a los otros. En casa se comía cuando se podía, y a veces mamá se declaraba bien llena, cuando seguía vacía, solo para que los demás tocaran a más. El despertador sonaba pronto para la caminata al tajo, con el albor despuntando el horizonte; la vuelta, con la luz al otro lado de la bóveda, la andaba molido de pico y pala. A marchas forzadas se hizo hombre, y en el periplo casi se queda una mañana mientras faenaba allí abajo. Las prisas del destajo provocaron el despiste, casi fatal, del que por supuesto fue culpado; a fin de cuentas, abusar del que poco tiene y poco es siempre termina en buen negocio. Se despertó en una cama casi inútil, con seria amenaza de no volver a levantarse de ella; sin embargo lo hizo, no sin penas, fatigas e incontables rezos y ofrendas de mamá y las hermanas. Su magullado cuerpo no olvida, y aún hoy, algún día, la espalda clama otra vez, la cama lo exige de nuevo.

Ella, esforzada y diligente, siguió la ruta trazada, decidida a asumir lo que le correspondía. Bien sabía que sus preeminencias se defendían en la arena pública, en el juego político que tan bien entendían los suyos; no en vano, papá y el abuelo habían sido ilustrísimos próceres de la nación. Si había algo legítimo en la vida era conservar el orden establecido, la armonía, el concierto, la ley inflexible y rigurosa, el individuo sobre el rebaño y que cada cual se las apañara como mejor pudiera. Eso era la libertad, lo demás, algaradas y revoluciones, la ruina moral de un país derecho y decente que necesitaba, de cuando en cuando, ser metido en cintura. Total, que como si estuviese escrito en alguna parte, acaso lo estaba, nuestra dama fue electa diputada, luego ministrable y ministra, de un ramo y otro, que eso poco más o menos daba, y por fin lideresa indiscutible del partido, candidata a presidenta. Sería entonces la escogida, más pronto que tarde, cuando el pueblo votase bien, obediente y aplicado. Confesaba en privado, justo es reconocerlo, que no estaba del todo cómoda con los habituales trajines de disputar el voto, de ser elegible y elegida, cuando ella ya lo era desde el inicio de los tiempos, o casi. No obstante, había que transigir con aquello, era lo que mandaban las circunstancias y, de todas formas, terminaría pasando lo que tenía que pasar.

Él, tras el accidente, volvió a picar, sin remedio, era casi lo único que sabía y su menguado jornal se antojaba indispensable. También se metió, iluso y esperanzado de juventud, a cambiar ese pequeño mundo suyo al que nada habían regalado, manejado desde tan lejos, tal vez sin saber que el que se anda en tales menesteres acaba pagando precio caro. Pronto lo aprendió, cuando unos uniformados lo molieron a puntapiés en una de aquellas huelgas duras y negras como el carbón que los ataba a las profundidades. Bien sabía él lo que era la mina, traidora hasta el absurdo, mas también sospechaba que lo venidero si no la defendían era peor: el cierre, el paro, la nada. Así pasaron muchos y largos inviernos de resistencia, de precario equilibrio, de anhelos y espejismos, de conquistas y quimeras, de reveses de realidad. Peinaba ya canas, de lucha y de vida, cansado de casi todo, cuando se formó la tormenta perfecta: en la capital era proclamada la nueva presidenta de la nación, temida y odiada, innombrable en aquellos lares. Se aproximaban nubarrones tan oscuros como el mineral.

Nuestra señora, tan pronta y acuciosa como de costumbre, no titubeó en la aplicación del cacareado programa de gobierno, con su firme control del gasto público, su programa de reducción de impuestos, su disciplina financiera, sus privatizaciones y sus demás lindezas. Al tiempo, aquellos mineros haraganes y pedigüeños, siempre en follones y alborotos, le organizaban su primera huelga. ¿Qué se habían creído? Esos carasucias resentidos amenazaban la estabilidad de la nación, las reformas estructurales, la sagrada libertad de mercado y etcétera; querían guerra, sin miramientos la tendrían, ella triunfaría donde sus antecesores habían fallado. Sus asesores temían, reculaban, hablaban de la desertización de comarcas enteras, de pobreza crónica, de transiciones más suaves, de alternativas… Nuestra dama, de piel de diamante, tenía otros planes: las victorias parciales no eran victorias, para con lo esencial no cabía negociación posible. A ella no la habían votado unos cuantos miles de harapientos mineros, no les debía lealtad alguna, ella nunca se confundía de lado.

Él y tantos otros plantaron firme batalla, en años de huelgas, encierros, marchas y manifestaciones, años de desafíos, de uniones y desuniones, de honestidades y traiciones, de solidaridades y egoísmos, de todas las noblezas y ruindades del género humano, a la postre la medida de todo. Ya al final, cuando el desánimo crecía y la caja de resistencia menguaba irremediablemente, nuestro minero fue testigo de los más indecentes cambalaches de despacho, indignos arreglos de camarilla que daban la puntilla a esas cuencas que tanto amaba, a la única vida que conocía. No habían podido con ella, habían sucumbido ante aquel gobierno de mil tentáculos, que ponía el último clavo al ataúd tantas veces temido; perdida la batalla, perdida la guerra. Su ardua y abrupta vida había conocido mil derrotas, grandes y pequeñas, pero aquélla sabía tan mal como ninguna, sabía diferente, era la definitiva. Así, el infausto día en el que se clausuró definitivamente su pozo, el veterano combatiente bajó los brazos y la mirada para siempre, para no levantarlos nunca más. Y nunca más se enderezó aquella cuenca minera, convertida en tristeza y aullido, en un sufrir gris de desesperanza perpetua, en perdedores y perdidos, en jóvenes sin futuro, de exilio y delincuencia, de malas compañías, de peores dependencias.

Ella siguió conquistando, rigiendo los destinos del país durante tres legislaturas de mano de hierro y guante de seda. Él siguió sucumbiendo, con la caída tatuada en el alma, en su espíritu desolado, sin fuerza siquiera para enfadarse, de bar en bar, de día en día. Malvivió como pudo, de chollos, apaños y beneficencias, sus hijos tuvieron que irse para no volver, su mujer siguió allí, tan cerca y tan lejos, tan perdida como él, tan aplastada por la realidad como tantas mujeres en aquellos valles, madres de hijos huidos, esposas de hombres errantes.

El día que ella abandonó el cargo, quizás cansada de poder, los grandes medios loaron su figura, lloraron su retirada y alabaron sin peros a la gran servidora pública que había sido, comprometida siempre con la gloria de su patria, con la excelencia en la gestión, con el trabajo duro y la rectitud moral. Él, viéndola por última vez como presidenta en su desvencijado televisor, ni siquiera se alegró, ninguna cosa festejó; por raro que resultara, llegaba el día tantas veces soñado y nada se le movía dentro. Seguía sin alternativa, sin esperanza de luz al final del túnel, recordando épocas aciagas y temiendo las que estaban por llegar. Sólo en un último arrebato, como recordando jóvenes empeños, la maldijo, y apenas susurrando volvió a renegar de aquella ley de la jungla moderna, de aquella absurda carrera de todos contra todos, a la que a todos mandaban, y en la que unos poquitos recibían un bólido de Fórmula Uno, mientras unos muchitos habían de contentarse con una bicicleta pinchada.


Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comments on “Vencedores y vencidos

  1. Excelente!. Así se escribe la historia!

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