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La voz de Vox o a qué suena el posmofascismo

Ana Fernández-Cebrián y Víctor Pueyo Zoco hacen aquí un novedoso análisis de la voz de Vox; de la voz de sus líderes en sentido literal y de qué reminiscencias profundas activan en el inconsciente de sus votantes.

La voz de Vox o a qué suena el posmofascismo (en tres simples claves)

/por Ana Fernández-CebriánVíctor Pueyo Zoco/

En un artículo clásico publicado en los años noventa, el filósofo canadiense Brian Massumi trataba de explicar retrospectivamente la mitomanía generada alrededor de la figura de Ronald Reagan durante sus dos únicas legislaturas (1981-1989). ¿Cómo era posible que un secundario mediocre, sin grandes aptitudes para la oratoria, que pasaba texto en sus discursos y que había descubierto el Camino de servidumbre de Hayek rebañando los números dominicales del Reader’s Digest lograra cautivar al americano medio durante ocho largos y procelosos años? El éxito electoral puede atribuirse a la gradual entrada de la economía en un ciclo post-recesivo, al oneroso appeal de los eslóganes o a su capacidad de articular demandas estudiadamente vagas o sencillamente hueras. No así, sin embargo, el indiscutible encanto personal de Reagan, que parece resistir a estos factores. Massumi refiere una anécdota del médico y neurólogo Oliver Sacks con el fin de aclarar esta paradoja. En un centro hospitalario de los años ochenta, los pacientes están viendo por televisión una alocución de Reagan. Comparten la sala personas aquejadas de dos disfunciones cognitivas diferentes. Algunas sufren de afasia global, dolencia que les impide entender el lenguaje verbal propiamente dicho y que les obliga a depender de la mímica y de su aparato para-verbal para descifrar los mensajes; otras padecen agnosia tonal, que es lo contrario de la afasia: la incapacidad total o parcial de aprehender las valencias expresivas del lenguaje, que se ve de esta manera reducido a una mera estructura gramatical y a sus formas lógicas. Todos, de repente, rompen a lanzar exabruptos al televisor o prorrumpen en carcajadas. Para los afásicos, Reagan es un pésimo actor, insolvente a la hora de acompañar sus palabras de una gestualidad que las dote del más mínimo sentido; para los agnósicos, el discurso de Reagan simplemente adolece de falta de lógica: al Gran Comunicador le cuesta terminar sus frases y respetar las leyes de la sintaxis. Reagan fracasa, por tanto, a dos niveles distintos, pero triunfa, contra todo pronóstico, en el marcador global.

La conclusión que extraerá Massumi de este relato es que la victoria de Reagan se produjo no a pesar sino precisamente gracias a esta doble disfunción. Que Reagan, más famoso por sus pólipos y su enflaquecida salud que por su desenvoltura y su aplomo (ese continuo caerse a cachos de su cuerpo, que tan bien captaron desde la revista Mad en Estados Unidos hasta Mortadelo y Filemón en España), no comunicaba efectiva sino afectivamente. Massumi establece una distinción básica entre emoción y afecto, según la cual la emoción es mediata (retóricamente construida, parte de una transacción simbólica compleja que exige la identificación con unos valores, etcétera), mientras que el afecto es inmediato, cutáneo, visceral. Si aceptamos esta distinción y pensamos en lo que la presencia de Reagan significaba, comprenderemos que no se trataba de que Reagan hubiera dado con la nota para emocionar al público por medio un discurso estratégicamente hilado y de su escenificación, un lenguaje directo a los sentimientos, sino más bien de que había conseguido moverlo corporalmente, abrir sus poros, erizar sus vellos, enviar un escalofrío a su espina dorsal; afectarlo como un alfiler afecta el sistema nervioso en el instante exacto de su contacto con la piel. Reagan era una mirada extraviada, un pellejo curtido, un cansancio, una edad y una manera de hablar. Pero, sobre todo y por encima de todo lo demás, una manera de hablar. Lo que nos lleva a pensar en Vox.

Estamos lejos de compartir la tesis de Massumi a propósito de la autonomía de los afectos o la existencia de una comunicación estrictamente corporal. Pensamos que todo acto comunicativo es relevante dentro de unas condiciones simbólicas concretas y que está estructurado por ellas. ¿No encarnaba Reagan la América decadente que Reagan mismo había venido a revitalizar (make America great again)? ¿No era el héroe cansado, el John Wayne cetrino y encorvado, el viejo maverick que todo lo sabe porque no sabe nada, el único que podía hacerlo y que estaba destinado a hacerlo, explotando ese tenaz mantra americano que celebra la pureza de las cosas simples? Dicho esto, resulta innegable que hay batallas políticas que se libran más allá del discurso político y de sus coreografías, que acaecen en el espacio de lo que podríamos llamar superficies calientes. Superficie caliente es el punto nodal (la fisonomía de una cara, el timbre de una voz, la cadencia del habla) en el que un cúmulo de elementos dispares hacen fricción y movilizan afectos, desatan familiaridades, establecen vínculos secretos y semejanzas imperceptibles, anidan en el nicho del síntoma y, en lugar de rellenarlo, se identifican con su esmalte, con su fisicalidad más obvia.

El caso de la formación política Vox es paradigmático al respecto. Hemos visto correr ríos de tinta y hemos presenciado acalorados debates en la lucha por fijar el calibre ideológico de su discurso (fascismo, neofascismo, post-fascismo, populismo, extrema derecha, derecha extrema), pero nadie parece pararse a pensar en lo que significa el nombre de este partido. Vox es, ante todo, voz. Por supuesto, esta voz era para sus fundadores la voz que faltaba o que no estaba representada, la de una supuesta mayoría silenciosa. Por tanto, su a todas luces inteligente estrategia política no iba a consistir en representar la voz de los que no están representados, sino en representar el hecho de que su voz no estaba representada, que era algo cualitativamente distinto. Lo primero implicaría dar voz a la mayoría silenciosa; lo segundo implica callar. Y esto es exactamente lo que hicieron: callar. Si en la agenda de Podemos estaba grabado a fuego el objetivo de multiplicar la exposición mediática, en la de Vox sólo se señalaba el propósito de minimizarla. No en vano, durante los meses en los que se produjo el efecto soufflé de esta formación, vimos a su líder, Santiago Abascal, montar a caballo, asistir a un homenaje a Isabel la Católica en Granada e incluso patrocinar por escrito el autobús tránsfobo de la plataforma Hazte Oír. Pero apenas lo escuchamos hablar. El líder de Vox no podía tener voz. Lo mismo podríamos decir del número dos de la formación, Javier Ortega-Smith. Cada vez que se veía acorralado por las preguntas de los periodistas acerca del último rumor (que no declaración programática) en filtrarse, el militar les dispensaba un estruendoso trato de marcial silencio. Las preguntas se repetían y Ortega Smith permanecía silente ante la atenta mirada de las cámaras. Callar era la consigna y, si las preguntas eran demasiado comprometidas o tenían lugar en contextos que no aconsejaban dar la callada por respuesta, siempre quedaba hurtarle al silencio un socorrido «¡Viva España!», como hiciera Abascal en el foro organizado por el diario La Razón el 18 de febrero de 2019. El silencio, se mire como se mire, no es un discurso político. Este silencio, en su mueca irreverente y en su recurso al juego de la paciencia, no intentaba representar a los que callan, sino convencerles de que estaban callando, producir —antes que representar— a esa mayoría silenciosa. Ésta es la clave primera sobre la voz de Vox.

Pero, y aquí viene lo interesante, la voz de Vox no se reduce a la ausencia de una voz. Esa era acaso su estratagema inicial, la que corroboraba que el futuro de Vox se iba a dirimir en la gestión del binomio voz/silencio, y no izquierda/derecha, arriba/abajo o derecha/extrema derecha. Todo eso, de venir, tendría que venir después. Porque la voz de Vox estaba todavía por escucharse y no formaba parte de ningún programa de acción, ni siquiera de uno consistente en una kinesia de la inacción. Por el contrario, lo precedía y lo predecía, esto es, dibujaba el ámbito de lo que había estado callado, que era aquello que, a grandes rasgos, permitía elaborar una estrategia basada en el silencio. La voz de Vox era una voz inconsciente, sepultada, ignota incluso para muchos miembros, monagos y votantes del partido de Abascal. Lo que representaba la voz de Vox era tan incómodo que no se podría manifestar como palabra o como discurso, sino sólo (y de ahí su sentido profundo) como voz. Esta va a ser la segunda clave.

Volvamos, para entenderla, a los Estados Unidos. El pasado 27 de junio se celebró en Miami la segunda ronda del primer debate de los candidatos a liderar el Partido Demócrata. Competían por la atención del telespectador, entre otros, el ex-vicepresidente Joe Biden y el candidato independiente y senador por Vermont Bernie Sanders, ambos favoritos a enfrentarse en 2020 a un adversario con un potente arsenal afectivo como es Donald Trump. Sin embargo, la protagonista de la velada fue otra. El nombre más buscado de la noche en Internet y en las redes sociales fue el de Marianne Williamson, autora de best-sellers y gurú espiritual auspiciada por Oprah Winfrey, que no cuenta con apenas ninguna posibilidad de ganar las primarias. Si su discurso (una menestra de soflamas new-age sobre el poder del amor) dejó indiferente a todo el mundo, no hizo lo propio su extraño acento. Un gran número de personas se preguntaba qué significaba aquel old-timey Mid-Atlantic accent y por qué la intervención final de la candidata sorpresa de la noche parecía sacada del set de rodaje de una película de los años treinta. El inglés Mid-Atlantic (que no debe confundirse con los acentos locales de la costa este) es el nombre del acento usado por los actores y actrices de Hollywood entre los años treinta y cuarenta. Se trata de un híbrido que marida cierta pronunciación británica con el inglés americano estándar tal como existe hoy en día, que una generación de celebérrimos actores utilizó para interpretar a personajes cuyo acento era considerado como un signo de distinción y refinamiento. El curioso deje desapareció de las pantallas tras la segunda guerra mundial, momento en el que la adopción de acentos más diversos y auténticos comenzó a extenderse.

Como nos recuerdan los filósofos eslovenos Slavoj Žižek y Mladen Dolar, la voz es como un objeto extraño que nos habita, una especie de parásito caracterizado por una suerte de autonomía espectral que hace que nunca termine de pertenecer del todo a los cuerpos que observamos. La voz, en su opinión, posee una dimensión traumática. No es un medio sublime y etéreo para expresar la subjetividad humana, sino un intruso, tal y como nos lo demuestra una y otra vez el cine de terror. Cuando vemos hablar a una persona, siempre hay un mínimo de ventrilocuismo en juego, como si la propia voz vaciara a ese sujeto hablante y de algún modo hablara por sí misma a través de su cuerpo. En este sentido, los norteamericanos tenían el derecho a preguntarse en la noche de un 27 de junio qué fantasmas del pasado se habían apropiado del cuerpo de Williamson para una puesta de largo tan desconcertante.

Fueran cuales fueren, la sorpresa de los espectadores estadounidenses ante la cadencia y la entonación de Williamson no distó demasiado de la que muchos españoles experimentamos cuando escuchamos por primera vez a Rocío Monasterio, la única representante femenina de Vox que comunica con regularidad su mensaje. Desde que su voz se convirtiera en una presencia habitual en los medios de comunicación, nos preguntamos por qué su manera de hablar resultaba tan inquietantemente familiar, como si viniera de otra época o como si, de alguna manera, no fuera suya. Frente al estilo acelerado de otras líderes a ambos lados del espectro político, producto de una razón catódica que demanda canutazos unas veces, consecuencia del efecto recitado de los argumentarios otras, la entonación pausada y pautada de Monasterio se caracteriza por exigir un movimiento mínimo de sus gestos faciales y una modulación calculada del volumen de su voz. Tras escuchar algunas de sus intervenciones anteriores a las elecciones generales del 28 de abril, caímos en la cuenta de que lo que podía percibirse como una casual afectación (y la afectación no es más que una particular condensación de afectos) o una impostura en su forma de hablar correspondía, en realidad, a un súbito ejercicio de ventrilocuismo. La voz de Vox había empezado a hablar y la habíamos escuchado antes. Los cinéfagos la conocíamos ya, por ejemplo, del cine. Compárese, si no, la tórrida arenga pronunciada por Monasterio el pasado 7 de octubre en Vistalegre (min. 3:00 a 3:50) con el siguiente clip de la película Locura de amor (De Orduña, 1948), donde la actriz Aurora Bautista interpreta a la reina Juana I de Castilla:

Un experto en fonología y sociolingüística podría ayudarnos a identificar en la escala tonal, el patrón melódico y los fonemas (vocales muy cerradas, sonido /sh/ en posición implosiva que invita a callar, glotopolítica del púlpito) los rasgos que contribuyen a tejer este llamativo aire de familia. En nuestra modesta experiencia como oyentes, apreciamos que la declamación de Bautista, típica  del cine español de los cuarenta, encuentra su eco en el discurso de la líder de ultraderecha. Al igual que sucedía con el Mid-Atlantic accent empleado por la candidata demócrata Marianne Williamson, la entonación de Monasterio evoca en el espectador ese característico tono Cifesa, nombre de la productora cinematográfica de posguerra que promovía una visión ensoñada del pasado imperial y del autoritarismo de la monarquía española. «Nosotros, los de Vox, seremos la voz por la dignidad de todos los españoles», enfatiza en su discurso Monasterio. La oradora no propone medidas políticas concretas, sino que prefiere dejar que su mensaje vibre con un aprendido delay. Habla de «no arrodillarse frente a los enemigos de España» y de «hablar de España con mayúsculas». Habla, en definitiva, de hablar. Es, acaso, un ejemplo de cómo Vox se ha instalado en el campo electoral de la España post-15M fijando un tono; ciertamente, en el caso de Monasterio, ese tono épico pero templado del español Cifesa, que llama a la nostalgia (nostalgia sin referentes explícitos, nostalgia melódica) por cierta grandeza y dignidad perdidas.

¿Significa esto que Vox no cultiva un discurso de ultraderecha o incluso, en ocasiones, deliberadamente nacional-católico? No, por supuesto que lo hace. Un miembro de Vox puede arrancarse a ponderar los tercios de Flandes o el éxtasis de Santa Teresa a cualquier hora del día o de la noche. Y el discurso homófobo y racista tampoco se esconde más de lo justamente necesario. Lo que significa es que este discurso no es lo importante. Diríamos que el éxito de Vox radica en su capacidad de habitar registros y de registrar hábitos, de ofrecerse en tanto intensidad latente recogida en una cadena hablada, siempre dispuesta a desplegar simpatías, concordancias y certidumbres que exceden con mucho la referencialidad franquista. Si durante los años de la burbuja el sentido común de la clase media se expresaba como Diego, el personaje protagonista de la serie Los Serrano interpretado por Antonio Resines, ahora vemos cómo se viraliza el por lo demás inquietante parecido entre su manera de hablar y la de Iván Espinosa de los Monteros, uno de los miembros más vocales de la formación verde.

Por supuesto, un amplio sector de la izquierda, con su secular autocomplacencia, se va a quedar en la chanza (clasista) del votante cuñado de Vox. La cosa tendría gracia, hay que decirlo, si los españoles hubieran superado alguna vez el trauma de la burbuja. Pero no lo han hecho. Y es esa especie de conquista del sentido común a través de la prosodia (seguramente involuntaria, sin restar méritos a Espinosa de los Monteros) la que engrasa el discurso de una nostalgia que no es exclusivamente franquista. La izquierda no parece poder mimetizar este gesto, que no es tanto un gesto como un semblante, sea por defecto de espontaneidad (el corsé de la PC culture anglosajona) o sea por exceso de discurso. Y la derecha lo capitaliza bien, como un arlequín gomoso que no sabe que lo es. Por lo que se refiere a Vox, diremos lo obvio: en Vox hay muchas voces. Hay capillitas, neoliberales, divorciados, amas de casa, mileuristas y algún ex-miembro de la Movida. Quien busque las razones del calado de Vox en una especie de esencialidad franquista o incluso fascista, se equivocará de medio a medio, como quien se concentre exclusivamente en la construcción discursiva de la hegemonía a la Enesto Laclau.

De hecho, la fuerza de arrastre de Vox, y de aquí se desprende una tercera clave, emerge del vacío constitutivo sobre el que se asienta su discurso. Vox no rechaza a sus bestias pardas (las políticas de identidad, el feminismo, el separatismo, el buenismo progresista, etcétera) desde una posición inicialmente fascista, sino que adopta esta posición a posteriori, como resultado del rechazo de aquellas tesis que, no sin cierta razón, considera hegemónicas. Antes que oponerse de manera frontal a ellas, por tanto, se define como su negación interna o como su revés siniestro, como su gemelo malo. Vox funciona a la contra y esta es, quizá, su más deliciosa contradicción. El partido que ha nacido para combatir el relativismo, las identidades líquidas, la pluralidad nacional y el pensamiento débil (la posmodernidad, en una palabra), no parece tener en realidad un núcleo duro desde el que producir y articular discurso. Se activa desde el mismo centro ausente, sin identidades sólidas y valores estables, al que dirige su encono. Ni su liberalismo económico es diferente del de otros partidos liberales o socio-liberales ni su nacionalismo es diferente del de los nacionalismos periféricos que aborrece. Es por eso que suena como ese muñeco vacío que de repente es intervenido por una voz, que es hablado o interpretado por ella. Y es por eso que el término fascismo se nos antoja tremendamente impreciso para describir su amenaza. El fascismo concierne a una coyuntura histórica muy diferente y se apoya en premisas que no comparecen en el prontuario de Vox: la defensa de un estado fuerte, el discurso anti-élites económicas, etc. Sería mucho más apropiado, si se nos permite el portmanteau, empezar a llamarlo posmofascismo. La sensación es la de que, si mañana todos nos hiciéramos machistas, homófobos y racistas, Vox denunciaría la hipocresía del machismo, la homofobia y el racismo progre con el mismo tesón (y seguramente el mismo grado de candorosa aceptación) con el que hoy lo abandera.

¿Cómo combatirlo? Como discurso de la ausencia, como autómata vicario de la palabra de otro, siempre reacciona negativamente. Su modus operandi habitual es el recelo y la sospecha; su abecedario natural, la conspiranoia. La única manera de placarlo es, acaso, exponer esa falta, ese vacío constitutivo alrededor del cual pivota. Pensemos en cómo funciona la conspiranoia. Ante la actitud del que duda que el hombre haya llegado a la luna, uno no debe convencerle de que efectivamente lo ha hecho, mostrarle la evidencia, recurrir a argumentos científicos, etc. La única respuesta lógica que lo sacará de su lugar es un simple: «Ah, pero, ¿crees en la luna?». Tal vez por eso el globo de Vox ha pinchado en el momento en que, tras las elecciones generales de abril, algunos simpatizantes han concluido que Vox era un invento del establishment para reforzar al PSOE y restaurar el bipartidismo…

Mientras tanto, los medios liberales parecen empeñados en conseguir que Vox se retrate, que muestre su verdadera cara. Que salga ya del todo del armario. Esto no va a suceder por dos razones: primero, porque ya lo ha hecho en la medida en que puede hacerlo. Y, segundo, porque Vox no piensa nada que no esté pensado, no es nada diferente de lo que parece ser ni tiene margen de maniobra para elegir su propio discurso. Porque Vox no es discurso, sino voz. Porque Vox, después de todo, es Vox.


Ana Fernández-Cebrián es doctora por la Universidad de Princeton y profesora asistente en la Universidad de Columbia en Nueva York. Ha publicado diversos artículos sobre la producción ideológica del Desarrollismo franquista, el campo político y cultural en la dictadura de Primo de Rivera y sobre las vanguardias históricas en España, entre otros temas. En la actualidad se encuentra terminando el manuscrito de su primer libro Fables of development: capitalism and social imaginaries in Spain (1950-1967).


Víctor Pueyo Zoco es doctor por la Universidad de Stony Brook (NY) y profesor titular en Temple University en Filadelfia. Es autor de los libros Cuerpos plegables: anatomías de la excepción en España y en América Latina (siglos XVI-XVIII) (Woodbridge: Tamesis, 2016) y Góngora: hacia una poética histórica (Barcelona: Ediciones de Intervención Cultural, 2013). Su tercer libro, The Literature of the Commons, se centra en el estudio de los imaginarios comunitarios y las experiencias colectivas desde la España feudal hasta la España capitalista temprana.

5 comments on “La voz de Vox o a qué suena el posmofascismo

  1. Pingback: La voz de Vox o a qué suena el posmofascismo — El Cuaderno – Ecologia, sentido y cultura.

  2. Apesardetodo Álvaro

    Lo mejor que he leído en tiempo. Enhorabuena. A ver si os podemos leer más.

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