Crónica

La formación libresca de Leonardo

Publicamos íntegra una conferencia de José Manuel Querol sobre la formación libresca del gran intelectual renacentista, impartida en los Cursos de Verano de El Escorial de la Universidad Complutense de 2019 y resultado de una investigación a partir de los libros que Leonardo decía poseer en dos momentos de su vida.

La formación libresca de Leonardo

/por José Manuel Querol/

Las líneas que siguen son la base de la conferencia que impartí el día 4 de julio de 2019 en el marco de «Ciencia y arte en Leonardo: 500 años de una mente poliédrica», uno de los Cursos de Verano de El Escorial que organiza la Universidad Complutense de Madrid. Mi aportación al mismo fue la de intentar entender la formación libresca e intelectual de Leonardo a partir de los listados de textos que el propio artista consignó como posesiones en dos de sus códices en dos momentos de su vida. La relación de estos libros con la construcción general del pensamiento intelectual durante el Renacimiento nos permite, a nuestro entender, deshacer muchas de las leyendas que se han gestado en torno al genio, así como situarle en el eje de la construcción del pensamiento humanista que se larvó en la Florencia de los Médici y, en algún caso, entender su posicionamiento práctico sobre la representación pictórica a finales del siglo XV (Parte de esta conferencia se gestó sobre el texto que se incorporó al estudio de Christian Gálvez: Leonardo da Vinci: cara a cara, Barcelona: Penguin (2017) como capítulo: «Pequeños apuntes sobre la biblioteca de Leonardo», pp. 107-119, si bien en aquella ocasión sólo como tentativa para comprender la visión intelectual del genio y de manera muy breve y concisa).

Es un hecho que la formación libresca es uno de los atributos intelectuales del genio en Occidente, y durante el Renacimiento, además, tiene un sentido mayor conocer su formación en tanto el saber se expande a través de la tecnología de la imprenta, y la posesión (o lectura) de los volúmenes de la biblioteca de un individuo asume en este tiempo el símbolo de sus propias ideas sobre el mundo, sobre Dios y sobre las obras de los hombres, al tiempo que reclama una noción diferenciadora respecto al conocimiento medieval, y el argumento de autoridad se transforma en el del legado histórico del conocimiento autónomo (no revelado) por causa de la nueva mirada antropocentrista que permite dotar de significado al esfuerzo humano continuado por conocer el mundo. La revelación divina, sin ser desdeñada, se aplica ahora en complementariedad con el pensamiento de un individuo que reflexiona y deja un legado que es re-descubierto por las generaciones posteriores. La cultura del Renacimiento representa ese modelo de nuevo saber compendiado, ecléctico y sincrético, y Leonardo, como intelectual de esta época, no escapa a esa necesidad de aprender, de solicitar de todos los campos y de todo el entendimiento humano a su alcance, un nuevo sistema de referencias para un mundo que está cambiando.

Pretendemos, además, construir la idea de la no heterodoxia del genio, sino, antes bien, su más completa ortodoxia en ese mundo paradójicamente tan heterodoxo en el que fe, razón, apertura a conocimientos olvidados durante la Edad Media, perspectiva de futuros inciertos ante el asombro de nuevas geografías y el descubrimiento de tradiciones soterradas o abandonadas en Occidente dan lugar a una expresión humana nueva de la que participa Leonardo da Vinci como toda su generación. Lecturas comunes en las bibliotecas de sus mecenas, gustos literarios, intereses científicos, doctrinas filosóficas que parecen desprenderse de la mirada sobre esos listados de libros dibujan un esquema clásico de la cultura renacentista que pretendemos exponer aquí como modesto ejemplo de análisis.

Conservamos dos inventarios y una mención marginal que el propio Leonardo hizo de su biblioteca. El primer listado de libros acometido por Leonardo parece ser el que se muestra en el Codex Trivulzianus (f. 2r ), datado en torno a 1490, en donde se lee: Donato, Lapidario, Plinio, Abacho y Morgante, Suponemos que Donato hace referencia a Elio Donato y su Ars gramaticae; el Lapidario seguramente es alguna versión del conocido como Lapidario de Alfonso X, un tratado acerca de las propiedades mágicas de las piedras en relación con la astrología que es un compendio de textos griegos y árabes que redactara Yehuda Mosca; Plinio, que imaginamos que hace referencia a la Historia Naturalis de Plinio el Viejo; Abacho, esto es, un libro de ábaco (aritmética), que luego aparecerá mencionado de maneras muy diversas, y probablemente señale varios textos diferentes en el Códice de Madrid II, y el Morgante, que es un poema épico-burlesco de Luigi Pulci, publicado en 1480, sobre aventuras inverosímiles protagonizadas por Carlomagno, Roldán y los doce pares que se inserta en la tradición medieval del Peregrinaje de Carlomagno, que tuvo una vida intensa durante la Baja Edad Media y, en la versión del autor italiano, durante el Renacimiento más tardío, publicándose luego en Valencia en 1533 (el Libro del esforzado gigante Morgante) y más tarde en Sevilla en 1535. Tanta fama tuvo que Cervantes lo menciona en la primera y en la segunda parte de su Quijote, y es realmente un libro muy conocido desde su publicación en Italia y muy divertido, por lo que no nos extraña la mención que hace Da Vinci de él.

Pero el primer documento al que podemos referirnos como inventario incluye 40 piezas y fue redactado en Milán en 1495 (en el Codex Atlanticus, f. 559r), y el segundo, posiblemente escrito en Florencia en 1503 o 1504, contiene 116 entradas (en el Códice de Madrid II, f2v y 3r). Ambos repertorios muestran un equilibrio entre obras literarias y científicas, con materiales tanto impresos como manuscritos de literatura, historia, diccionarios y gramáticas latinas, historias religiosas, tratados para pintar temas sacros, ciencia, medicina y filosofía.

Más en detalle, lo que realmente tenemos son menciones dispersas que hace Leonardo de libros que deja en depósito en algún momento o que en una determinada fecha posee en propiedad o en préstamo (lo desconocemos) y que el pintor consigna de manera muy informal, tanto que, a veces, esto impide su identificación positiva.

Hay alguna bibliografía que estudia estos listados con interés codicológico e interpretativo, aunque no es mucha. Entre los estudiosos clásicos que han dedicado páginas al examen de la biblioteca leonardiana podemos citar, a modo de ejemplo, los de Edmondo Solmi (Leonardo da Vinci: conferenze fiorentine, Milán: Treves, 1910; Leonardo, 1452-1519, Florencia: Barbera, 1923 y Scritti vinciani, Florencia: La Voce, 1924) o el de Jean Paul Richter (The literary works of Leonardo da Vinci, Nueva York: Phaidon, 1970 [3.ª ed.]) entre los antiguos, que no incorporan el estudio del listado del Codex Madrid II (que se difundió a partir de 1967); y más allá, es necesario citar las aportaciones de Ladislao Reti (The library of Leonardo da Vinci, Los Ángeles: Castle Press, 1972), o las de Pedretti (The literary works of Leonardo da Vinci: commentary, Oxford: Phaidon, 1977 [2 vols.]) a partir de la década de los setenta del siglo XX, que bien describe Elisa Ruiz (Claves de una mente prodigiosa, Madrid: Comunidad de Madrid-Canal de Isabel II, 2011) y de los que, por ello, nosotros no vamos a abundar en el comentario.

En el Codex Atlanticus nos encontramos con 40 entradas, como decimos, entre las que se hallan los cuatro primeros libros antes mencionados junto a distintos textos sobre materias muy diversas: desde tratados neoplatónicos como La inmortalidad del alma a literatura instrumental, desde la historiografía (Tito Livio) a la literatura griega (Esopo) pasando por la astrología, la ingeniería, la retórica, la religión y la poesía (Petrarca). Desconocemos en qué fecha Leonardo consignó este listado, si bien la mención de la compra de tres ejemplares con indicación de sus precios que hace el pintor (f. 104r / 288r) nos permite una aproximación. Leonardo anota la compra de la Somma, de Luca Pacioli (Summa de arithmetica, geometria, proportioni et proportionalita precipitevolissimevolmente, dedicado a Guidobaldo de Montefeltro, duque de Urbino), que fue publicada en Venecia en 1494, por lo que el listado debe ser posterior a esta fecha al menos.

El otro inventario es el que refleja el Codex Madrid II (ff.2v-3r), en el que aparecen 31 libros que ya estaban anotados en el anterior listado, y nueve no aparecen en la nueva relación. En total aparecen consignadas 116 referencias que se corresponden con 114 textos diferentes si consideramos que las tres Décadas (Ab urbe condita libri) de Tito Livio aparecen independientemente.

La razón de la desaparición de estas nueve referencias no está clara. Pudiera ser que estos libros se perdieran, fueran prestados o bien vendidos para adquirir otros nuevos. El hecho de que cuatro de ellos sean textos literarios ha hecho pensar a algunos que probablemente fueran desechados por ser obras de ficción (el Morgante, Petrarca, Il Driadeo de Luca Pulci o el Viaje… de Mandeville), lo cual no tiene sentido o, en cualquier caso, no puede inferirse de esto que Leonardo tuviera en menos estima la producción literaria que la filosófica o la religiosa, aunque sí pudiera ser que este tipo de textos, como era costumbre, pasaran de mano en mano, se intercambiaran, precisamente por su interés, y que quizás estos particularmente dieran paso a otros por la vía del intercambio en su biblioteca posterior.

El inventario de libros que aparece en el Codex Madrid II puede fecharse contextualmente en torno a 1503-1504, antes de que Leonardo marchase a Piombino como arquitecto e ingeniero militar, y el listado obedece más a un inventario de las pertenencias que deja en depósito en un arcón y un arca en el Monasterio de Santa María Novella, donde estaba preparando su Batalla de Anghiari. La mayor parte de los volúmenes son ya textos impresos y la identificación de los mismos es complicada porque la mención de ellos se hace de modo poco fiable, de manera que algún título, tal y como aparece reseñado por el pintor, es imposible de identificar, o bien puede referirse a diferentes textos sin poder saber de ninguna manera cuál era el que poseía Leonardo.

En cualquier caso, la variedad de temas que aparecen reflejados como intereses lectores de Leonardo es enorme. Se han intentado clasificaciones varias; la clasificación habitual que se hace del listado incorpora cuatro secciones: una primera sección en la que se hallarían los libros sobre gramática y expresión, un segundo grupo que integrarían los textos sobre pensamiento especulativo, un tercero que compondrían aquellos textos que se corresponden con el imaginario colectivo y en el cuarto se hallarían los que proporcionarían ocio y esparcimiento. Esta clasificación padece, a nuestro juicio, el error de presentar un criterio a posteriori que no hubiera sido válido en el siglo XV, pero no es más que una manera de intentar ordenar los textos sin que otra cualquiera clasificación fuera igualmente plausible. En cualquier caso, nuestro interés no es la clasificación de estos listados, sino intentar desentrañar el papel que juegan estas referencias en la formación de las ideas davincianas y en su trabajo creador, si podemos establecerlo.

Antes de pasar al examen más concreto de los textos que aparecen reseñados en el Codex Atlanticus y en el Codex Madrid II, debemos advertir que desconocemos todo sobre la biblioteca de Leonardo, que esta es una fotografía puntual y parcial de unos libros que él menciona y que en diferentes manuscritos Leonardo habla de otros libros que seguramente leyó, que en Francia muy probablemente pudo disfrutar de la biblioteca real francesa e incluso adquirir más ejemplares hasta su muerte, que en sus años de formación en Florencia debió leer mucho más y beneficiarse de la biblioteca de los Médici y que, por tanto, esta aproximación debe partir de la humildad que sólo puede acompañar a este tipo de estudios, cuya finalidad no es demostrar nada, sino, antes bien, intentar sólo descubrir, a través de lo que sabemos sobre la posesión bibliográfica puntual de un intelectual del Renacimiento, la posición del saber y las tendencias generales que, esperamos, puedan permitir, instrumentalmente, tener una imagen y dar alguna respuesta a alguno de los interrogantes que plantea la actividad artística, en este caso, de un pintor como Leonardo Da Vinci.

Detenerse en la biblioteca de un intelectual del siglo XV tiene sentido por sí mismo, en primer lugar, porque la condición económica de los libros en los primeros tiempos de la imprenta, cuando un libro era un objeto suntuario, tanto por el precio como por el pequeño porcentaje de individuos que podían acceder a la lectura, hace que en la biblioteca de un humanista no sobrara nada, tal vez faltara, pero ninguno de los libros que atesoraba podía ser inútil. En segundo lugar, y teniendo en cuenta esta premisa, es la necesidad de conocimiento específico la que guía su adquisición, y revela cosas que tienen que ver con los modos de construcción del pensamiento renacentista y con la psicología de su poseedor porque esta biblioteca es relativamente libre y tiene una dimensión humana, abarcable, algo incluso válido en aquella época para las bibliotecas del poder, como la papal vaticana, cuya fundación propiamente dicha tuvo lugar cuando Sixto IV, con la bula Ad decorem militantis Ecclesiae (15 de junio de 1475), le asignó un presupuesto y nombró bibliotecario a Bartolomeo Platina, quien elaboró un primer catálogo en 1481. La biblioteca papal poseía entonces más de 3.500 manuscritos, lo que la convertía de lejos en la mayor del mundo occidental (hoy cuenta con más de 700.000 ejemplares, además de unos 60.000 manuscritos), o como la Biblioteca colombina, que fundara el hijo de Cristóbal Colón, que atesoró años más tarde unos 20.000 ejemplares, y la Laurenciana de Florencia con cerca de 11.000 manuscritos a la que seguro que pudo en algún momento acceder Da Vinci.

El desarrollo de las bibliotecas en Occidente presenta desde la Edad Media varias fases. La primera de ellas es la monástica, en la que el poder eclesiástico da forma a la cultura de acuerdo con el jerárquico estatismo feudal. La segunda fase es la que podemos denominar, no si ciertas reservas, laica, que comienza a manifestarse ya en el siglo XIII. La primera fase es la que construye el códice, vinculado al medio conventual ad maiorem Dei Gloriam, mientras que la segunda se vincula al libro hecho para el poder efectivo y real que está transformándose en económico en el contexto del precapitalismo en ascenso y que, por obra y gracia de los Médici, acabó ofreciendo el modelo semántico de intelectual. Ahora bien, no se trata de una fractura entre un modelo y otro, sino de una mutación y de una inercia social —como bien describía Ferdinand Braudel— de larga duración. Lo mismo ocurre con la democratización de la cultura bibliotecaria: en el siglo XIV la biblioteca ya tenía un sentido social en Europa; Ricardo de Bury, conocido como el autor del Philobiblion, entrega su biblioteca personal al Comité de estudiantes de Oxford, y hasta redactó un reglamento de préstamo que hoy todavía sería útil (Cfr. Antonio Antelo Iglesias: «Las bibliotecas del otoño medieval. Con especial referencia a las de Castilla en el siglo XV», Espacio, Tiempo y Forma, s. III, H.ª Medieval, t. 4, 1991, págs. 285-350, p. 289, y a quien seguimos en su recorrido por las bibliotecas de Petrarca o Bocaccio y en la reflexión de Ortega).

El mundo intelectual del siglo XV, pues, reclamaba todo el saber de la época atesorando el conocimiento medieval y construyendo sobre él un nuevo modelo (a fin de cuentas, la época de la tabula rasa la inaugura el racionalismo cartesiano y su duda metódica: antes, el proceso de aprendizaje es siempre acumulativo), y, como afirmaba Ortega y Gasset en su Lección XI de su discurso En torno a Galileo, dedicada a la cultura del siglo XV, la vida entonces, como toda vida en crisis —decía Ortega—, es dual en sí misma. La persistencia del modelo medieval (su supervivencia) convivía con la germinación de un modelo nuevo. Afirmaba entonces que

Este hombre del siglo XV es, pues, constitucionalmente antítesis o, lo que es igual, es en todo instante lo contrario de sí mismo…; […] desarraigado de un sistema de convicciones y aún no instalado en otro, por tanto, sin tierra firme en que apoyarse y ser, sin quicio, sin autenticidad genérica. Exactamente como hoy está el hombre […].

Y añade:

Junto a esa fe consuetudinaria en lo sobrenatural, siente una confianza nueva en este mundo y en sí mismo. Empiezan a interesarle las cosas, las tareas sociales, los hombres: en suma, la naturaleza por sí misma. Las almas miran a la vez a uno y otro mundo, disociadas entre ambos; es decir, bizquean. Vitalmente casi todos los hombres representativos de este siglo son bizcos. Y experimentamos ante ellos la peculiar desorientación en que solemos hallarnos ante un bizco, porque no sabemos bien a dónde mira (José Ortega y Gasset: «En torno a Galileo», en Obras completas, t. V, Madrid, 1958 [4.ª ed.], pp. 141-152).

Ortega percibe la mutación como un proceso largo que quizás hoy todavía no hayamos completado, algo que ya Burkhardt (Antonio Antelo Iglesias: o. cit., p. 293) parecía considerar pero que en el tiempo de Ortega le parece evidente a muchos intelectuales que miran con miedo la Revolución de Octubre, como Berdiáyev, quien, refiriéndose al siglo XV, afirmaba que el hombre del Renacimiento es un hombre desdoblado, perteneciente a dos mundos, y que de ahí dimanan la complejidad y la riqueza de su poder creador (Un nouveau Moyen Âge: réflexions sur les déstinées de la Russie et de l’Europe, Novoe Srednevekov’e, 1924. Hay edición contemporánea: París: L’Âge d’Homme, 1986). Ese desdoblamiento será muy evidente en la constitución de las bibliotecas, tanto las representativas, las concebidas como símbolo del poder político y económico, como las bibliotecas personales, que se mostrarán vacilantes y, aunque evidencien una tendencia cultural definida, no sepan aún desentenderse del modelo gnoseológico antiguo.

El culto y el amor por la Antigüedad, de los que luego hablaremos, manifestado muy tempranamente en Italia (desde el Trecento) permite el coleccionismo, también de libros, a la nueva burguesía dominante política y económicamente, lo que desarrolla tanto la biblioteca personal como la biblioteca representativa o simbólica del poder económico efectivo. Se sabe que Petrarca tuvo una nada desdeñable biblioteca que la República de Venecia quiso heredar a cambio de ofrecerle un palazzo (1362-1368) y que finalmente fue dispersada, como Bocaccio, que legó la suya a un religioso, Martino da Signa, con la condición de permitir copias a quien lo desease, y que desgraciadamente también se dispersó. Pero la fiebre libresca es sobre todo producto del interés por los Studia Humanitatis, que desarrolla un comercio librero cuyo mejor agente fue Vespasiano da Bisticci, que fuera asesor y agente de compras de Cosme de Médici, quien utilizó el mecenazgo y la construcción bibliotecaria como arma de propaganda, símbolo de la nueva oligarquía financiera y política que estaba gestándose.

En el caso que nos ocupa, no se trata sin embargo de un instrumento simbólico de poder o de saber. La biblioteca de Leonardo es un instrumento profesional que encierra también algunas sorpresas que nos permiten conocer alguno de sus gustos personales, la necesidad de saberes contextuales para abordar los trabajos que estaba desarrollando y su orientación ideológica (no en sentido político, sino en el de la construcción de sus ideas sobre el arte y sobre la filosofía). Esto no es óbice para que el listado de libros que Leonardo afirma poseer no presente también una idea general sobre la formación del intelectual durante el siglo XV italiano y resuma en cierto modo el esfuerzo de la cultura renacentista y sus derivas, tanto ideológicas como de gusto lector.

El vértigo de los nuevos tiempos se manifiesta también como punto de inflexión en la psicología libresca en tiempos de Leonardo, como la reticencia de algunas bibliotecas de la época a incorporar libros impresos en sus fondos por considerar que este tipo de textos, como advertía Vespasiano de Bisticci de la de Federico di Montefeltro, duque de Urbino, avergonzarían a sus propietarios, opinión que también en algún momento deja caer Da Vinci en sus escritos. Es el culto a la Antigüedad, muy arraigado ya en la Italia del Trecento, que anima a los poderosos a hacerse con la propiedad de esta (como la escultura clásica en el coleccionismo inglés desde finales del siglo XVII) a través de los objetos, porque el códice tiene valor por sí mismo. Poseer el códice en aquellos días era poseer el saber en sentido no metafórico, sino real. Así, por ejemplo, Giovanni de Aurispa atesoraba casi exclusivamente códices de clásicos griegos, y en 1424 había adquirido ya unos 250.

El Renacimiento Italiano tiene multitud de causas, unas de ellas estructurales, otras alojadas en las circunstancias históricas y algunas de ellas en la voluntad de cambio político o en la necesidad de éste. El culto a la Antigüedad aparecerá en el siglo XV marcado por la fractura entre el modelo aristotélico, que había sostenido el tomismo escolástico, y el platónico, que aparece circunstancialmente en la Florencia del siglo XV y que arraigará como sistema filosófico que será aprovechado argumentalmente por el nuevo pensamiento político-económico que inauguran los Médici en Florencia. Como veremos, la querelle platónico-aristotélica va más allá de una discusión filosófica, tanto porque se enmarca en el contexto del culto a la Antigüedad, que tiene también causas políticas, como porque de su desarrollo dependerá el nuevo arte y la nueva literatura que hoy denominamos renacentista.

Detalle de un cuaderno de Leonardo.

No podemos obviar que la Florencia de Leonardo, como las demás repúblicas italianas, se encuentra en una encrucijada de supervivencia de difícil resolución, envuelta en la complicada historia de la expansión política de los Estados papales y el Sacro Imperio y en su vieja disputa. La antigua teoría medieval de los modelos exigía para su independencia política el amparo para estas repúblicas nacientes de un modelo clásico o bíblico que las permitiera (les diera un suelo simbólico legitimado) y las librase de la dependencia feudal (de orden teológico-político) en un contexto en el que estas habían perdido el modelo referencial feudal por la irrupción de una burguesía comercial que no estaba prevista ni sancionada en la pirámide feudal y que se escapa por completo a los modelos del locus idoneus de Nicolas de Oresme. La referencia política única que podía ser rescatada de los modelos de prestigio de la Antigüedad para alcanzar una autonomía política sancionable eran las poleis griegas, a cuyos símbolos externos acudieron para formalizar y garantizar su especificidad política. El imaginario clásico se convirtió en la tabla de salvación de la burguesía florentina, milanesa o veneciana del siglo XIV, que ya no soportaba política ni socialmente la estructura feudal lo que desarrollaba otro problema añadido, porque era necesario vincular este cambio a un proceso ideológico que diera amparo a los cambios económicos. El modelo aristotélico-tomista no permitía la construcción de un modo político diferenciado (no tanto por culpa de Aristóteles, sino por la vinculación tomista de los universales que acaba por conducir al feudalismo en el siglo XII), pero también el cambio necesitaba de una expresión material en la cultura que evidenciase ese nuevo pensamiento. Así, los órdenes clásicos, los frontones y la imitación de los griegos, en un ejercicio sui generis de sincretismo cultural, como manifestaba gráficamente aquel cuadro sinóptico conocido como la fuente de Heckscher que Greenhalgh utilizaba para explicar los procesos de entropía y construcción de la tradición clásica en el arte (Imago, a pictorial calendar for 1963: ancient art and its echoes in post-classical times [Asociación Clásica de los Países Bajos] que cita Michael Greenhalgh en la introducción a su The classical tradition in art, Londres: Gerald Ducknorth & Co. Ltd. [1978] [ed. cast. La tradición clásica en el arte, Madrid: Hermann Blume {1987}. Vid. p. 9 para la descripción de la fuente de Heckscher]), se manifiestan en los edificios públicos de estas repúblicas como emblemas simbólicos de un nuevo poder (el económico-burgués) a modo de defensa histórica y orgullosa representación de una continuidad (legitimidad) alternativa, nueva y vieja al mismo tiempo, y la literatura clásica, en aquel tiempo indiferenciada, se aplica a artefactos culturales nuevos con el mismo criterio.

Una circunstancia histórica vino además a ayudar en el proceso: La caída de Constantinopla en 1453 desplazó hacia Occidente a muchos intelectuales bizantinos que buscaron refugio en los lugares donde podía entenderse mejor su pensamiento y podía acogerse sin peligro ni sombra de herejía como modelo diferenciador de la teología política imperial y papal. El conocimiento de los griegos en Occidente era débil, y estos refugiados orientales trajeron nuevos argumentos intelectuales a la construcción de un pensamiento diferenciador del que estaban necesitadas las nuevas repúblicas para establecer la legitimidad de su disidencia respecto al ordo divinus medieval. Así, Georgios Gemistos Plethon o Juan Argyrópulos, que habían llegado a Florencia para el Concilio de Ferrara-Florencia de 1438-1455 que intentaba poner fin al Cisma de Occidente y a la separación de las Iglesias ortodoxa y católica (a la postre imposible), y que en sí resume toda la historia política del periodo, terminaron el puzle falto de piezas de la filosofía griega en Italia y dieron legitimidad clásica al orden de la República de Florencia.

Argyrópulos estuvo en Florencia durante el Concilio y luego regresó a Constantinopla hasta la llegada de los otomanos; convertido entonces en refugiado, volvió a Florencia donde Plethon había conseguido poner los cimientos del platonismo en el centro mismo de la corte de Cosme de Médici. Plethon y sus alumnos, Basilio Bessarión, Marco Eugenikos y Georgios Scholarios habían acompañado al emperador Juan VIII Paleologos como asesores. Sin embargo, el Concilio no precisó mucho de sus conocimientos, lo que les permitió alguna libertad para contactar con humanistas florentinos que propusieron a Plethon fundar una escuela para enseñar las diferencias entre Aristóteles y Platón. Los bizantinos, como decíamos, habían traído consigo a multitud de autores griegos antiguos desconocidos en Occidente, y la fascinación por la novedad de los intelectuales florentinos fue enorme. Muy poco de Platón se sabía en la Florencia de aquellos días, y el propio Cosme de Médici, que asistió a esas lecciones, acabó fundando la Accademia Platonica de Florencia, que luego protegió y cuidó también Lorenzo de Médici, y todo ello, no tanto por puro convencimiento filosófico de los oligarcas florentinos, sino más porque Platón, de algún modo, refrendaba su nuevo modelo político.

Quizás el alumno de la Academia que mejor aprovechó las enseñanzas de Plethon fue Marsilio Ficino (quien llegó a ser su primer director y traductor de los textos platónicos), aunque no el único (Francesco Filelfo, Segismundo Malatesta, Leonardo Bruni o Ciriaco d’Ancona, entre otros, se encuentran en la nómina de la Academia, y es sintomático que algunas de las lecturas de Leonardo que se hayan registradas en la lista de libros que él consignó fueran, precisamente las Epístolas de Filelfo y un tratado platónico, De la inmortalidad del alma (quizás muy probablemente la Theologia platonica de immortelitate animorum del propio Ficino).

Plethon desató la moda platónica que ya no abandonó a Occidente. A pesar de que su Differentiis causó la respuesta de su alumno Scholarios defendiendo a Aristóteles, y a pesar de la deriva de Plethon, que acabó sus días de vuelta en el Peloponeso enseñando politeísmo platónico y confrontándolo con el monoteísmo (y hasta orando ante estatuas de dioses griegos), el pensamiento platónico había enraizado en Florencia, y desde allí se hacía visible para Occidente por obra de Ficino, infiltrándose en la actividad cultural y literaria de Italia a través de los modelos que podían manifestar unas correspondencias idealistas básicas que tenían orígenes medievales muy diversos y tradiciones heréticas curiosas, como el desarrollo del minnesang alemán, que deriva luego en la poesía petrarquista reconstruida a través del De amore de Ficino, ya tan lejos de la frescura y naturalidad de la poesía de trovadores provenzal, de la misma manera que, junto a Platón, enraízan en Occidente multitud de autores y textos de tradición órfica, hermética o zoroastrista llegados a la Biblioteca de los Médici del desastre constantinopolitano. La Banca familiar compró todos aquellos libros hasta componer una biblioteca de más de diez mil ejemplares que, muy probablemente, fue disfrutada, como hemos dicho, por el joven Leonardo en sus años de formación.

La impronta astrológica de Ficino (que luego corrigiera su pupilo y amigo Pico della Mirandola) y todos estos elementos orientales fueron parte, evidentemente, de la formación de Leonardo, quien atesoró en su biblioteca personal algunos ejemplares de este tipo de textos que dan idea de un periodo de tránsito e indiferenciación entre la alquimia, la ciencia y la simbólica, que actúa en niveles no metafóricos, lo que afecta a la presencia en la biblioteca leonardiana de dos libros sobre quiromancia y otro sobre el Templo de Salomón junto a otros tenidos hoy como científicos, a los que podemos añadir tratados de astrología, como el Alcabitio, del Serigatto, la obra de Albumasar (matemático, astrónomo y astrólogo persa, 787-886) o la de Francesco Stabili, más conocido como Cecco d’Ascoli, que así figura en la relación de sus libros hecha por el propio Leonardo, quien fuera poeta, médico, maestro, astrólogo, astrónomo y filósofo, muy unido al monasterio de Santa Cruz ad Templum, importante foco del esoterismo templario de la Marca Meridional. Cecco fue el astrólogo de la corte de Carlos II de Nápoles en 1309.

Hay que advertir que el modelo cabalístico del imaginario cultural medieval y la importancia de las ciencias simbólicas se mantendrán en actividad durante todo el periodo anterior al Concilio de Trento, abundando en las bibliotecas de reyes y mecenas este tipo de obras sin temor al ejercicio de escrutinio por parte de la censura eclesiástica que, de hecho, se ayudaba ella misma de las propias fuentes. Así, la imagen de un modelo medieval secuestrado por fundamentos mágicos y un modelo renacentista alumbrado por la ciencia es una imagen poco fiable históricamente. El constructo imaginario medieval comparece en una doble dimensión, admitiendo modelos mágicos que a lo largo del desarrollo de la Alta Edad Media van desapareciendo (lo que está vinculado con el progreso del cristianismo y la desaparición de los modelos ontológicos paganos), y de otra parte aceptando, a través de los comentaristas árabes de Aristóteles, algunos elementos que se infiltran de las doctrinas astrológicas árabes, pero no es sino en el Renacimiento, y mediante el trabajo de Plethon y luego de Ficino, y de las adquisiciones bibliófilas orientales de los Médici, que la astrología se convierta en entretenimiento filosófico y nobiliario, y se sincretiza con los elementos científicos (en el sentido medieval) que Occidente había asimilado de la versión árabe del pensamiento aristotélico, y esto sin oposición alguna a la destrucción del prestigio averroísta (por aristotélico) a la que se aplicaron todos los neoplatónicos.

En cierto modo podemos decir que esta sí es la gran fractura de Occidente, que a partir de entonces se halla inmersa en una dicotomía que va mucho más allá de la preferencia estética o filosófica y que tiene unas consecuencias enormes para todo el desarrollo del pensamiento occidental, tanto en su dimensión gnoseológica como incluso política; realismo/idealismo. El pensamiento platónico, como novedad intelectual, no sólo permite sustentar los nuevos modelos políticos que quieren abrirse camino en la Italia del Quatrocento o, y esto habría que explicarlo de modo más detenido —pero no es el tema de estas líneas—, construir argumentativamente el comienzo del capitalismo como autonomía vital del individuo que a través del neoplatonismo comenzaba a re-gestarse en Occidente, aunque no tuviera carta de naturaleza filosófica hasta más tarde, cuando en 1637 Descartes redactara su Discurso del Método, y aún tardara siglo y medio más en alzarse en armas y convertirse en pensamiento revolucionario en Francia en 1789.

En cualquier caso, el platonismo leonardiano se ve enriquecido por el modelo afín cristiano, o al menos eso parece desprenderse de su biblioteca: la presencia de san Agustín (los Sermones y De civitate Dei) y de su maestro san Ambrosio, de quien dice poseer una biografía. El platonismo agustiniano separa el mundo de Dios, que es eterno, perfecto e inmutable, mientras que la creación, que es materia y tiempo, es por ello mismo mutable. Esta percepción conduce a San Agustín a concebir la asimetría temporal: pasado y futuro se hacen reales en tanto se les ofrece, a través de la memoria y de la expectación, un modo de existencia en el presente; la asimetría se produce por el conocimiento del pasado y el desconocimiento del futuro, Dios crea el tiempo a la vez que el mundo y somete a la creación a éste. El rechazo de san Agustín a la identificación entre tiempo y movimiento de Aristóteles (para el estagirita no era sino un recurso aritmético para medir el movimiento) pasa por concebir el tiempo como duración subjetiva, cuya sede es el espíritu: individualismo perceptivo o, dicho de otra manera, origen del antropocentrismo renacentista, el individuo larvado.

A fin de cuentas, el neoplatonismo agustiniano, infiltrado en el arte y en la literatura, es uno de los modelos preferidos por el mundo intelectual italiano renacentista. Petrarca, gran lector de san Agustín, desarrolla su descripción de los estados amorosos a partir del modelo del mundo interior agustiniano, si bien es verdad que estos encuentran en cierto modo confluencia con el De amore de Andreas Capellanus, descriptorio medieval del amor cortés que tiene sus raíces en el pensamiento cátaro que, si bien no es de origen platónico, sí muestra alguna derivada idealista que hace converger su interpretación a posteriori. Petrarca es otra de las lecturas de Da Vinci que consigna en su listado, y el petrarquismo, extendido por todo Occidente (aquí en España traído por nuestro Marqués de Santillana en sus Sonetos fechos al itálico modo) sí participa de la conciliación neoplatónica con el idealismo trovadoresco en su otoño alemán, influido por la diáspora cátara después de la batalla de Muret y del asedio de Montsègur.

De la misma manera, y aunque esto no nos compete a nosotros enjuiciarlo, sino a los historiadores del arte, la práctica pictórica de Leonardo encierra, en todos sus misterios que hoy se debaten y aún son causa de ríos de tinta, una concepción a nuestro entender completamente platónica (neoplatónica) de carácter agustiniano que permite concebir la materialidad de un rostro en armonía temporal —hoy diríamos como Dasein—, conciliando el tiempo como atributo humano y la materia como aglutinadora del cambio, del movimiento, que sin embargo muta sin mutar y se inscribe en un estatismo histórico (aunque esto pueda parecer contradictorio), cuyo mejor ejemplo quizás sea la Gioconda, en la que la temporalidad del rostro es imposible de concretar, de igual modo que lo andrógino aparece también, además de como vehículo de reflexión sobre el Uno que definiera Plotino (la unidad, Dios, en definitiva), evidenciado como nous que contiene al Uno y que Da Vinci fija con los pinceles a través de la descripción gráfica del alma (la tercera hipóstasis de Plotino) como instrumento de la gnosis concebida al modo agustiniano, como dinamismo unitarista derivado, pero no igual, de una concepción platónica de representación idealista; es el gesto el que define ese dinamismo en la pintura de Da Vinci, y ese es su mayor interés, el gesto en virtud de que en él se halla el cambio, la metamorfosis, lo mutable que habita en lo inmutable. Quizás por ello la Gioconda es hombre y mujer al tiempo, o cuando menos muestra la ambigüedad que permite ese dinamismo unitarista, es un ser contingente y es al tiempo idea, es movimiento inmóvil, y es la representación de lo humano como inteligencia. Esto se repite en muchos de los cuadros, por no decir todos, de Leonardo, en los que la materia, la lepra de Dios, como dijo una vez un pintor al ver el resultado de las inclemencias sufridas por la Última Cena, es y no es, es verdaderamente humana en tanto que el ser humano no es sino reflejo pálido del Uno que ansía dejar de ser para poder ser en él; emanación neoplatónica inversa.

No existe realismo posible, ni azar: incluso el sfumato de Leonardo tiene su deriva filosófica que permite borrar los límites de los objetos, del cuerpo, para reunirlos con el espacio en un intento de aprehender el cambio, la metamorfosis (por cierto, otra de las lecturas de Leonardo según consta en su listado, Ovidio). La paradoja es que el sfumato dota de realidad al retrato y, al tiempo, afirma la dialéctica de la unidad (el es y no es) que muchos comentaristas aplican a la enigmática sonrisa definida como transición, como tensión, algo que ampara uno de los descubrimientos del Renacimiento derivados de su apuesta antropocentrista, la contradicción, el juego de contrarios que expresa la totalidad que muchas veces aparece manifiesta en la poesía petrarquista hispánica y que también se muestra en la pintura de Leonardo. Esta es la particular Gesamkunswerk renacentista de Leonardo, y quizás fue aprendida en la biblioteca de los Médici, o tal vez en la conversación sosegada con Ficino o Pico della Mirandola en el Giardino, o leyendo a sus contemporáneos, que también tienen un lugar en su biblioteca: Giorgio Valla, a quien probablemente conoció en Pavía, Leonardo de Arezzo, otro discípulo de los exiliados bizantinos o Mateo Palmieri, todos ellos llevados a cuestas por el mundo por Leonardo.

Hemos dicho que la biblioteca de Leonardo es quizás la biblioteca renacentista básica de un intelectual, si bien, y he aquí el discurso individual que proclama, es sobre todo la biblioteca de un hombre práctico, más ingeniero que artista, preocupado por la exactitud física para la representación de lo real, cuando aún lo real no está sometido a ese juego especular barroco que devoraría luego el pensamiento pictórico de Velázquez y cuando, al mismo tiempo, ya ha emergido de las sombras escolásticas medievales.

Como hemos dicho, no podemos saber a través de su biblioteca cuáles fueron todas las lecturas de Leonardo. Es muy posible que su formación intelectual se labrara más en la biblioteca de los Médici y que la suya fuera más algo parecido a los pinceles, paletas y colores con los que trabajaba: biblioteca de consulta para un hombre que, además, vivió en el camino, de un lugar a otro con la casa a cuestas. Los ejemplares que se han descrito en los códices davincianos son probablemente —y lo hemos dicho— la biblioteca puntual de un periodo concreto en la vida del artista, no su imaginario libresco.

Sin embargo, sí nos podemos permitir constatar en ella la explosión libre de conocimientos varios, e incluso heterodoxos, que el Renacimiento italiano construyó. Los libros de Leonardo muestran múltiples intereses, sin que podamos admitir que se trata de una biblioteca especializada, pero sí muy práctica, y que denota una curiosidad enorme por todos los perfiles posibles del ser humano.

El instrumental libresco práctico, y probablemente de estudio para sus trabajos, se nutre de varios libros de ábacos, de tratados de medicina (el Libro de medicina sobre caballos o un fascículo de medicina en latín) y anatomía, incluso algunos de ellos singulares, como el De orina, de Montagnana, pero también de De Cirugía, de Guido Cauliaco (Guy de Chauliac, uno de los más importantes cirujanos medievales que practicó la ortopedia), De mutatione aeri, un libro de anatomía o la Fisionomía de Duns Scoto, que conectan el interés práctico de Leonardo con el modelo filosófico neoplatónico. Es llamativa también la presencia de textos naturalistas, como el de Pietro Crescentio, o un herbolario. El interés por las ciencias naturales y por la cinética o la anatomía muestran un Da Vinci interesado por lo real, si bien antes más por la dinámica del cambio (aquí incluimos su interés por los Meteora de Aristóteles), de la transformación, como antes hemos expuesto, que por la descriptiva. La captación de un mundo en transformación, en cambio permanente parece una obsesión de Leonardo a juzgar por sus libros sobre la materia, que vienen a mostrar más un interés por la metamorfosis de lo real que por lo real en sí.

En este sentido habría que separar estos textos de los ejemplares, varios, de ábacos que guarda en sus anaqueles. En este caso sí es posible hablar exclusivamente de un interés práctico y profesional que, además, es al tiempo simbólico en la Florencia del capitalismo incipiente, pero que tiene que ver sobre todo con la necesidad del cálculo arquitectónico de modo simple, sin elucubración filosófica. Es verdad que a Da Vinci le obsesiona la captación de la modulación de las ondas del movimiento, y muchos de sus dibujos muestran ese interés en la precisión de diseño de elementos dinámicos como cabellos o corrientes. Ese modelo es práctico al tiempo que filosófico, o quizás podríamos decir que presenta una declaración de principios que le reúne con otro de los autores recuperados por el Renacimiento, Heráclito y su principio de concordia o coincidencia oppositorum (la enantiodromía) que Ficino rescatara y que luego, a través de la simbólica de oposiciones entre el filósofo triste (Heráclito) y el filósofo sonriente (Demócrito) trabajaron Andrea Alciato o Antonio Fregoso. Rafael Sanzio pintó a Miguel Ángel como Heráclito en su Escuela de Atenas (1512) que es un resumen magnífico de las referencias filosóficas de la Italia de comienzos del siglo XVI, antes ya Bramante había pintado al filósofo del cambio y del movimiento (1477) y la tradición hasta el siglo XVII le convirtió también en motivo pictórico en pintores de la talla de Rubens, Ribera o Rembrandt.

Pero ¿Heráclito o Platón? Rafael lo tenía claro, y pintó a Da Vinci como Platón teniendo en sus manos el Timeo, que parece tremendamente oportuno a la vista de los intereses de Leonardo. En el Timeo, Platón aborda fundamentalmente tres cuestiones: una de orden cosmogónico (el origen del universo), otra de orden físico (la estructura de la materia) y una tercera de orden antropológico (sobre la naturaleza humana), y es de hecho el corpus central de la filosofía platónica. El hecho, sin embargo, es que la confluencia final del movimiento heraclitiano es convertida en asunto vertical por Platón, al establecer la mutación y entropía del mundo ideal manifestado en el mundo sublunar, y en ese sentido parece querer Da Vinci acometer el camino inverso, de lo dinámico a la armonía celeste, de lo material a lo espiritual. El estatismo ideal construido con la observación y captación de lo mutable a través, como ya hemos dicho, del antropocentrismo subjetivista agustiniano.

Leonardo combina estas lecturas con volúmenes sobre problemas específicos para el ejercicio de su trabajo, algunos muy curiosos, como el libro de Filón sobre las aguas o el Libro sobre el corte de las maromas de los barcos, y algunos menos llamativos como el que versa sobre la armadura del caballo o el De re militari de Cornazzano y otro más sobre el tema, o Sobre la cuadratura del círculo y el libro sobre ingenios mecánicos, que tienen su explicación práctica en los trabajos de Leonardo para los Médici y los Sforza.

Esta es la dimensión del Leonardo ingeniero militar e inventor, que necesita de compendios específicos para trabajos también específicos, pero, al tiempo, es también parte de esa curiosidad innata aplicaba por la necesidad económica que tiene y que le convierte en uno de los diseñadores de artilugios militares y civiles más llamativamente provocador de su época. Los inventos de Leonardo tienen más que ver con su experimentación de la física y la mecánica y con su modo de vida, al servicio de los belicosos señores de las Repúblicas italianas, que con un conocimiento arcano y otras modulaciones de esoterismos varios que el pobre ha ido acumulando en la modernidad de la new age. El problema de Leonardo era fundamentalmente práctico, la resolución de un problema que, como asalariado, intentaba resolver para sus pagadores, si bien la rudimentaria y primitiva mecánica adolecía de fuentes de energía que aún no habían sido implementadas en su tiempo y dieron al traste con casi todos sus inventos.

Más en consonancia con el resto de sus colegas se manifiesta Leonardo en su pasión por la arquitectura. La arquitectura es el arte del poder (además del arte del espacio). El edificio público, el palacio, la iglesia muestran la dimensión política y económica del mecenas, y a esto también se aplicó Leonardo, en especial a la tendencia constructiva de cúpulas, coronamiento simbólico del poder político a través de la pirueta tecnológica, pero también a su dimensión legitimista que el nuevo poder pretende hacerse ver como heredero de la Antigüedad. Es por ello que en su biblioteca también figura uno de los textos más leídos durante el Renacimiento, los tratados clásicos de arquitectura de Leon Battista Alberti (De re aedificatoria) que el genovés había escrito en latín en 1450 durante su estancia en Roma (la Roma papal estaba haciendo lo mismo que Florencia, Milán o Venecia: construir simbólicamente a través de la arquitectura el poder). De re aedificatoria era el tratado más importante de la cultura humanística, y se había compuesto sobre el modelo del De architectura de Marco Vitruvio, el arquitecto de Julio César, que tiene muchos puntos en común con el alma práctica del ingeniero Leonardo y también incorpora, en su décimo libro, un estudio sobre máquinas, tracción, hidráulica y todo tipo de ingenios de guerra. El texto fue conocido y utilizado en la Edad Media, pero su primera impresión fue hecha en Roma en 1486 por el humanista y gramático Fray Giovanni Sulpicio de Veroli, que supo ver en el texto romano la necesidad política de la reproducción de las formas arquitectónicas de la Antigüedad grecolatina. Todavía hoy se utiliza el tratado, y Da Vinci crea su Hombre de Vitruvio atendiendo a las proporciones indicadas en el texto vitruviano, pero quien redescubriera a Vitruvio fue Petrarca. Sintomático es también que la relectura de Alberti del tratado de Vitruvio fuera dedicada al papa Médici Nicolas V (la edición de 1452) y que la edición de Nicolai Laurentii Alamani de 1485 contuviera un prefacio de Angelo Poliziano dedicando la obra a Lorenzo de Médici, tanto como que aquí, en España, el texto, editado por Francisco Lozano en Madrid en 1582, fuera censurado e incluido en el índice de libros prohibidos de la Inquisición española, y que hasta 1797 no tuviera una segunda edición.

El texto de Alberti comparte los anaqueles de Leonardo junto a su libro sobre las medidas y un tratado sobre la perspectiva común, textos que podemos considerar lecturas de lo más comunes entre los artistas del Renacimiento.

Algunos de los ejemplares de libros prácticos de Leonardo están en íntima relación con sus trabajos más conocidos. En la sección B del Codex de Madrid II hay un cuaderno mútilo en el que se estudian los problemas de la fundición de una estatua, que mantiene por necesidad una relación causal con aquel proyecto de monumento ecuestre de Francesco Sforza que tuvo su origen en las promesas de Leonardo a Ludovico el Moro cuando solicitó entrar a su servicio. Después de varios años sin llegar a realizar el proyecto, y estando las relaciones entre mecenas y artista muy tensas, el de Vinci decide hacer realidad el monumento, y esa es seguramente la razón práctica de la existencia del cuaderno sobre la fundición de estatuas.

Pero gran parte de la biblioteca davinciana está lógicamente cubierta con Aristóteles, Euclides, Plinio, Tito Livio, Ovidio, Prisciano o Elio Donato. Es el reencuentro con el mundo clásico, a lo que se suman textos instrumentales sobre vocabulario o las Reglas latinas de Francesco de Urbino y se combinan con textos cristianos, desde la Biblia, la Flor de Virtud o La Pasión de Cristo a las biografías de san Bernardino de Siena, santa Margarita o san Ambrosio.

La recuperación del mundo clásico, antes una reconstrucción del significado conferido en este nuevo tiempo que una recuperación (la Edad Media no había perdido el contacto con la Antigüedad clásica) tiene, además de la causa de legitimidad política precapitalista de la que ya hemos dado cuenta, una relación íntima con el traslado del eje de interés de la epistemología renacentista, del teocentrismo tomista al antropocentrismo agustiniano. Esta necesidad de mirar al individuo (triunfante fuera del locus idoneous feudal de Nicolás de Oresme) ampara el interés por la historiografía, los hechos memorables de los individuos notables, de ahí que Tito Livio o las biografías de filósofos ilustres tengan interés por sí mismas, lo que se amplía a las de los santos cristianos. Que Da Vinci poseyera este tipo de textos (un tratado sobre la vida de los filósofos, las tres Décadas conservadas del texto de Tito Livio y varias biografías de santos) habla del interés por el individuo tanto como el desarrollo en la escultura del desnudo humano en imitación del desnudo griego; el cuerpo ya no como cárcel del alma paulina sino como expresión de una individualidad triunfante. Es muy probable también que pueda ponerse en relación esto con algún tratado sobre la elegancia que también figura entre las posesiones de Leonardo, probablemente como pequeña concesión a la vanidad del personaje, pero también como expresión de la individuación que proyecta el nuevo tiempo. La literatura latina es parte de esa expresión también. El tránsito de la concepción teológica del hombre (atemporal) a su redimensionalización histórica (temporal) es al tiempo causa y consecuencia del contacto con un universo naturalista y un ideal de vida laico.

Pero si en alguna expresión cultural se refleja este modelo es en el nuevo panorama lingüístico y educativo. El siglo XV parece traer consigo la pérdida del monopolio del estatus social de la lengua latina que ya estaba transformándose durante la Baja Edad Media con el desarrollo y estabilización de las lenguas romances en Europa. El modelo de lengua vulgar como vehículo de expresión cultural tuvo su valedor en el De vulgari elocuentia de Dante, curiosamente escrito en latín y de base aristotélica. Sin embargo, la necesidad de un instrumento comunicativo transnacional provee de nueva vida al latín, en este caso como restauración de una lengua universal (en términos antiguos) que se hallaba fragmentada en multitud de formas de latín medieval en tránsito a los distintos romances por la necesidad de los altos cargos de la administración civil y eclesiástica de la Italia del siglo XIV y comienzos del XV de una lingua franca que permitiera las actividades políticas, diplomáticas y también comerciales entre las diferentes comunidades lingüísticas. Esto obliga a rechazar las diferentes variantes del latín medieval y su sustitución por una lengua latina común que, además, tuviera como modelo el latín clásico que admiraban los lectores humanistas en la literatura romana. Este latín se recupera bajo la idea humanista de la restauratio linguae latinae como parte fundamental de la educación de príncipes y humanistas, quienes manifestaban una actitud profundamente antiescolástica (el sistema descriptivo de la gramática medieval) que mantenía el modelo fragmentado de las variantes: de ahí la necesidad de la reconstrucción renacentista de los estudios latinos y su reestructuración en el sistema educativo.

La primera consecuencia de esto fue la deposición del dominio de la dialéctica en las universidades y la preeminencia a partir de ese momento de la gramática y la retórica. La lógica dialéctica pasa a ser un modelo simple del arte de razonar (ars bene dissere), mientras que la retórica, mantenida en la escolástica en una posición inferior en la relevancia de los saberes del Trivium, es ahora ensalzada como el arte de decir bien (ars bene dicendi) y la gramática, que había sido contemplada sólo como ciencia especulativa antes, recupera el valor práctico del ars bene loquendi (el arte de hablar bien). El enfoque pues pasa a ser práctico, y el estudio de la literatura romana deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en un recurso didáctico. La pretensión de cualquier hombre culto del siglo XV es la de hablar latín como Cicerón, de acuerdo con la norma del latín áureo.

Lingüísticamente esto no fue así, y el latín renacentista no es confluyente con la norma latina, si bien esta pasión nueva por la reconstrucción del latín clásico y su valor educativo y su prestigio intelectual (además de su valor práctico transaccional) explica sin mayor problema el interés de Leonardo por la lengua latina y la presencia de diferentes autores y textos sobre el tema en el Codex Madrid II. Es llamativa la cantidad de gramáticas, reglas y vocabularios que Leonardo poseía, tanto antiguas, como la de Prisciano o los tres asientos que aparecen de la Gramática de Elio Donato (uno de ellos en el arca, de modo que no podemos saber si es una mención reiterativa), y que en una de las entradas Leonardo consigna que lo posee en lengua vulgar y latín, como contemporáneas: las Reglas de Perotto, el Libro de las Reglas latinas de Francesco da Urbino, un texto reseñado sólo con el nombre del autor: Stefano Flisco da Soncino, y que quizás se corresponda con su De prosynonymis o Synonyma sententiarum, o bien con sus Regulae summaticae (o grammaticae)  y, por supuesto, Lorenzo Valla, de quien sólo nos dice que posee un libro de él, pero sin especificar (y que muy probablemente fuera su De elegantia linguae latinae). Además de estos autores, encontramos reseñadas unas Reglas gramaticales encuadernadas en Tabla, una Retórica nueva (desconocemos a cuál se refiere) y tres libros sobre vocabulario: un vocabulario en pergamino y, en el arca, un Libro de mis vocablos y un Vocabulario pequeño.

Leonardo era un hombre de su tiempo y compartió con el resto de humanistas que habitaban las cortes de Florencia, Venecia, Milán o Turín y la corte papal de Roma (y luego, finalmente, la de Francia) lecturas y quizás en muchos casos conversaciones. Ya hemos dicho que en la relación de sus posesiones librescas aparece Stefano Flisco da Soncino. Flisco es uno de los primeros humanistas (la generación anterior a Leonardo), gramático divulgador neolatino de cierta fama en la época del artista, pero junto a él aparece curiosamente también la obra, que también hemos citado ya, de uno de los enemigos de Cosme de Médici, las Epístolas de Fancesco Filelfo, que no están reseñadas en el Códice de Madrid II, además de Dos reglas de Domenico Maccaneo, esto es, Domenico della Bella, dicho il Maccaneo, humanista lombardo muy activo en el Turín de comienzos del siglo XVI y autor de un comentario al De viris illustribus en el que ofrece documentación epigráfica de Augusta Taurinorum (Turín) escrita bajo la tutela del cardenal Domenico della Rovere di Vinovo.

Sin embargo, quizás es en el gusto lector, en la literatura que el de Vinci aprecia, donde se concita el resumen de la cultura renacentista del artista y también su temperamento.

Esopo es el autor con mayor número de volúmenes en su particular biblioteca literaria, y desde luego Ovidio, cuyas Metamorfosis son una revelación para la cultura renacentista como hemos dicho. Pero junto a los clásicos aparecen textos que ligan a Leonardo con la tradición literaria tardomedieval y renacentista italiana al incluir entre sus posesiones a Masuccio (Il Novelino), de la generación anterior a Leonardo. Il Novelino es una colección de cincuenta novelle (novelas cortas o cuentos) en gran medida satíricas y algunas incluso grotescas, en la tradición de Bocaccio, que se publicó póstumamente en 1476. Quizás su declarada postura anticlerical fue lo que gustó a Da Vinci, no lo sabemos. El hecho es que a Masuccio lo incluyó la Inquisicón en el Index librorum prohibitorum en 1557 (el mundo ya estaba cambiando otra vez entonces). Como anécdota podemos decir que una de las novelas de Il Novelino, la trigesimotercera, es la de Mariotto y Giannozza, que luego Luigi da Porto adaptó en 1524 y dedicó a su mentor, Pietro Bembo, cambiando los nombres de los personajes por los de Romeo y Julieta y trasladando la acción a Verona, publicándola como la Historia novellamente ritrovata di due nobili amanti, aunque la más conocida de las versiones del texto sea en la época la de Mateo Bandello, que sirvió de base para nuestro Lope de Vega (Castelvines y Monteses) y, a través de la traducción que hiciera del texto William Painter (The Palace of Pleausure, de 1556) a partir de la traducción francesa de Bouistau y Belleforest, a Shakespeare (también Shakespeare se inspiró en Bandello para otras obras como Mucho ruido y pocas nueces o Noche de Reyes).

El espíritu burlón y satírico pareciera perseguir el gusto literario de Leonardo, y este tipo de textos vuelve a aparecer de nuevo en su listado, incluyendo entre sus pertenencias los sonetos de Domenico Giovanni Burchiello, otro de los enemigos de los Médici que luego fue modelo para algunos de los poemas satíricos de nuestro Quevedo.

Interesante es también a nuestro juicio la presencia en el inventario del Ciriffo Calvaneo, de Luca Pulci, y de su obra más conocida (esta no reseñada en el Codex matritense II), el Morgante, del que ya dimos cuenta antes, por la particular relación de Luca con Lorenzo de Médici, y a quien posiblemente Leonardo conociera en el Giardino de Florencia. El sobrenombre de Salai que el maestro puso a su alumno, Gian Giacomo Caprotti da Oreno, procede precisamente de la obra de Pulci, lo que parece indicar la impresión que debió causar su lectura en Leonardo.

No falta tampoco un Amadis de Gaula (anotado como Libro de Amadio en el Codex), y sería extrañísimo que no apareciera una de las mejores novelas de caballería de la historia. Probablemente Leonardo leyó alguna de las versiones anteriores a la publicación definitiva más antigua del texto (la de Zaragoza de 1508), aunque desconocemos cuál.

En la relación de libros que no se documentan en el Códice de Madrid II aparecen también el inevitable Petrarca y un texto de enorme difusión en la época, mencionado sólo como Giovan da Mandiavilla, que no puede ser sino John Mandeville (realmente Jan de Outremousse) y del que también hemos dado antes algún apunte. Sus famosos Viajes al Reino del preste Juan que, a pesar de ser un compendio de toda la tradición literaria sobre el Este lejano, desde Plinio el Viejo a Solino, desde Megástenes a Ctesias de Cnido, pasando por la Leyenda Áurea de Jacopo de la Voragine, la Historiae Orientis de Hetoum y diversos Doctrinales, y sobre todo por el Speculum historiale de Vincent de Beauvais, alcanza también, desde la espuria famosa Carta del Preste Juan a los relatos de viajes más reales de Giovanni del Piano Carpino o los de Odorico de Porderone. Lo cierto es que el texto, a pesar de su exceso insoportable de fantasía, fue usado como guía de viajes a Oriente hasta la primera mitad del siglo XVIII, y debió excitar la imaginación portentosa de Leonardo.

Un texto más: La nave de los locos, que se nutre de las tradiciones literarias del Flandes del siglo XV y fuera publicado en 1414 en Basilea. El Narrenschiff, escrito por Sebastian Brant, es uno de los mejores ejemplos de la literatura satírica alemana de la Baja Edad Media; una nave en la que se embarcan todas las debilidades y vicios humanos, y que con casi toda probabilidad El Bosco utilizó como inspiración para su recreación pictórica, algo que seguramente no le pasó por alto al de Vinci; pareciera que la sátira y la contestación de los modelos tradicionales de la moral social fueran los preferidos del genio.

Somos conscientes de los límites de este pequeño examen, aunque esperamos que pueda servir para poner en contexto la figura de Leonardo y la ortodoxia, nada conspiranoica, de su formación libresca, intereses y gustos literarios como ejemplo de la cultura de un humanista práctico, de un pintor, ingeniero, arquitecto e inventor que nació en un tiempo convulso, como todos los tiempos históricos, y fue tan hijo de él como cualquier otro, pero que supo leer para pensar, y pensar para pintar, lo que hoy, en los tiempos que corren, ya es mucho pedir.


José Manuel Querol (Madrid, 1963) es doctor en filología hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales e internacionales y monografías diversas, entre las que pueden destacarse Cruzadas y literatura: el Caballero del Cisne y la leyenda genealógica de Godofredo de Bouillon (Madrid: UAM, 2000), La mirada del Otro (Madrid: La Muralla, 2008) y La imagen de la Antigüedad en tiempos de la Revolución francesa (Gijón: Trea, 2017). Ha editado además diferentes textos medievales. Entre sus intereses destacan la teoría de la literatura y la literatura comparada. El ámbito de aplicación de sus estudios se centra fundamentalmente en la Edad Media y el Romanticismo, si bien también ha dedicado su trabajo a la literatura colonial y poscolonial, con especial interés científico en el ámbito cultural oriental islámico y las relaciones entre Oriente y Occidente.

4 comments on “La formación libresca de Leonardo

  1. dario ruiz

    Saludos. Darío

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  3. Pingback: El pangolín y el murciélago, dos virus coronados – El Cuaderno

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