Buzón de cumbre

Tras los pasos de Martinón

Pablo Batalla Cueto dedica su 'Buzón de cumbre' a la asombrosa historia de Martinón Llamazales, de la que persiguió el rastro en una excursión por los montes y las aldeas abandonadas de Ponga, en Asturias.

Buzón de cumbre

Tras los pasos de Martinón

/por Pablo Batalla Cueto/

Caminábamos hacia Tolivia seducidos, más bien hipnotizados, por la historia de Martinón. A mí me la había contado Javi Cayado; a él, Pablo Rodríguez Medina; y ahora, los tres nos dirigíamos, con Alba también, y con Ula, hacia aquella aldea remota y bellísima, imposiblemente colgada de las montañas ponguetas, recorriendo senderos fragosos cincelados en mareantes empinaduras y hayales y carvalledas más antiguos que el cosmos. Había sido en Tolivia donde, en 1893, Martinón Llamazales había consumado su homérica hazaña. De Llue había salido: aldea aún más remota, más edénica aún  —encapsulada, cual un Shangri-Lá asturiano, en un soto fertilísimo pero de difícil acceso—, de la que Martinón había sido el único habitante, y donde la gesta se había iniciado; y a Llue habíamos pretendido ir en primer lugar, pero un guardabosques nos había advertido, a la entrada del bosque de Peloño, de que una nueva ordenanza vetaba completamente el excursionismo al lugar, que el Gobierno del Principado de Asturias había decidido entregar a la calmosa adefagia de la naturaleza, cuyo buche de brozas y zarzales devoraba ya la cabaña de nuestro héroe.

Pablo nos fue contando de nuevo la historia, que había llegado a obsesionarle, y de la que conocía hasta los menores detalles. Ésta es. Martín Llamazales debía su apodo a que era un hombre corpulento y de enorme fuerza, y sobre ello se contaba —pero no es ésta la hazaña que nos maravillaba— que en una ocasión, durante una cacería nobiliaria en la zona, había rescatado el cuerpo de un oso que, tras ser abatido, se había despeñado ladera abajo hasta el fondo de una angosta garganta, parecía que inaccesible. No lo fue para Martinón, que descendió pesadamente hasta allá, cargó a hombros los más de cien kilos de la fiera y se destrozó, se contaba, las madreñas remontando de nuevo la pendiente.

Por aquel entonces, Martinón vivía solo en Llue; pero un día, en una de las ocasiones en que se allegaba a Puente Vidosa o a San Xuan de Beleñu a fin de proveerse del tabaco, el café o el azúcar que no podía producir por sí mismo, conoció a una mujer. Se enamoraron, se casaron, y el edén llueín (¿era éste su gentilicio?) pasó a tener, como el Edén primigenio, dos residentes felices.

No duró mucho tiempo, empero, aquella ventura. Aquel invierno se presentó durísimo y la joven esposa, de constitución frágil, enfermó gravemente. Martinón se desvivió en tratarla con los remedios a la mano, pero éstos se revelaban insuficientes y un temporal atroz impedía moverse para obtenerlos más eficaces en los pueblos cercanos. La joven fue agonizando; nada pudo hacerse, y una tarde, finalmente, expiró.

Martinón, primero por la derecha, delante su cabaña de Llue.

Era inmensa la pena de Martinón, de nuevo involuntario eremita al que un genio maligno parecía empeñado en hurtar la dicha del matrimonio. Y a ella, hombre de fe, agregaba un desasosiego extra. Las leyes de Dios, que no tenía la menor intención de transgredir, dictaban que la esposa fallecida debía ser enterrada en sagrado, mas eso sólo era posible en Tolivia, donde se encontraban la iglesia y el camposanto más cercanos. Pero la nieve copiosa y dura impedía el ascenso por la cuesta que conducía al collado de Lleces, de paso obligado. Martinón, entonces, agarró una pala y, bajo el fresno que se erguía al lado de su cabaña, excavó un hoyo en el que colocó el cadáver, que seguidamente cubrió con un montón de nieve. Conservaría —pensó— así el cuerpo hasta que le fuera posible trasladarlo a Tolivia.

Cayó poco después el telón de la noche sobre el teatro del mundo, y Martinón se fue a dormir. Pero unas horas después lo despertó un aullido. Supo instantáneamente de qué se trataba. Agarró su escopeta, salió de la cabaña y disparó al aire para espantar a los cuatro lobos que husmeaban en la sepultura provisional de su esposa. Seguidamente, desenterró el cadáver, lo envolvió en mantas y se lo llevó a casa. Tolivia —concluyó— no podía esperar. Y en cuanto alboreó, se echó a hombros el cuerpo como había hecho con el del oso y, abriéndose penoso camino entre océanos de nieve, enfiló la senda de Lleces. Cuando, extenuado, alcanzó la collada, gritó para pedir ayuda a los mozos de Tolivia, que se acercaron rápidamente a auxiliarlo. Y el viudo disipó entonces su inquietud inhumando a su efímera consorte en el rigor de las Escrituras.

Íbamos hablándolo: algo tiene esta historia que se le adhiere a uno a las meninges tal como las semillas enganchadizas de algunas plantas se pegan a la ropa del caminante o al pelo de los animales. Y fuimos adivinando el secreto de esa fuerza como un anudamiento asombroso de paradojas. Era aquél un relato de estructura muy simple, reductible casi a una obra de teatro minimalista montada a partir de un puñado de elementos (Martinón, la esposa, los lobos, la nieve, el cementerio, los mozos), que sin embargo, como los romances medievales —y la historia de Martinón bien podría haber sido uno— era a concentrar, especie de Big Bang humanístico inverso, todas las dimensiones perennes de lo humano: el trabajo, el amor, la fe, la obstinación, la vida, la muerte, la oposición entre cultura y naturaleza. Los concentraba, además, en versión sublimada y ausencia prodigiosa de matices del gris: del trabajo más duro hablaba, del amor más intenso, la obstinación más insobornable, la más inquebrantable de las fes. Y sin embargo, aquella blanconegrura que normalmente vuelve inverosímil una historia, a ésta no le impedía ser creída. Algo palpitaba en ella que hacía descender a quien la escuchaba a las honduras de sí; devenir batiscafo de su propio abismo y visitarse, transido de una mezcla de miedo y de gozo, los anaqueles más escondidos de la biblioteca del alma. Revisarse y enumerarse las ocasiones en que uno fue Martinón y, al tiempo, entregarse a la melancolía (pero la melancolía es el placer de estar triste) de lo imposible del empeño de serlo cada día y cada minuto.

Iglesia y cementerio de Tolivia, hoy.
Interior de una de las casas en ruinas de Tolivia.
Hórreo beyusco recién restaurado.

Tolivia se nos mostró en toda la belleza desgarrada de su abandono; de los tabiques tozudos que no sostienen ya las colapsadas techumbres, sino solamente a sí mismos; de los ladrillos y tejas de lo que un día fueron hogares enmarañados ahora en la escombrera que cada casa se ha vuelto con esquirlas locuaces de la vida que aquí se vivió un día. También un brote verde germinando en la chueca: una casa grande y un coqueto hórreo beyusco rehabitados recientemente, a uno de cuyos resurrectores conoceremos más tarde cuando, descendiendo ya por la senda que baja de Tolivia a Puente Vaguardo, nos lo topemos ascendiendo a su vez hacia la aldea, cargando una mochila voluminosa y una triente.

El sol de junio tornasolaba en la distancia, extrayéndole resplandores esmeraldinos, el verde esponjoso de los bosques primarios que ciñen como un manto de armiño las laderas del Niajo y el Pozalón, las dos montañas esbeltas que se yerguen, como una pareja de vigías, enfrente de aquélla en que se asienta Tolivia, con el curso breve pero excelso de la riega de las Cruces, afluente menor del muy cercano Sella, naciendo y corriendo abajo, también ella guarnecida por la floresta; apenas distinguible entre la espesura el prístino azul de sus aguas prepúberes. Aquel paisaje parecía no haber cambiado en milenios, y quizás no lo hubiera hecho. Sentíamos visitar no un espacio, sino un tiempo.

Paisaje desde Tolivia.

Visitamos, claro, las ruinas de la iglesia, todavía reconocible como tal por la espadaña pequeña y entrañable, con el vano vacío revestido de una hiedra extraña, mitad seca, mitad recién granada, en lo que apreciamos una alegoría de la propia Tolivia y su inopinada resurrección en curso. También, claro, el cementerio, anexo a ella: una delimitación cuadrangular de muros bajos de piedra seca con una descompuesta portilla de listones secos y quebradizos. Dentro, promiscuas hierbas altas, flores silvestres y una sola lápida horizontal, entrevelada por la maleza: la de Esperanza Rivero, fallecida en 1946 a los 94 años y a quien reconocimos como la segunda esposa de Martinón, de quien sabíamos que había vuelto a casarse tiempo después de la muerte de la primera. De la sepultura de ésta, que fue seguramente una sencilla cruz de madera, no quedaba ya el rastro. Tampoco de Martinón, del cual suponíamos que había sido enterrado aquí con idéntica sencillez. Pero no nos desilusionó que así fuera: encontrábamos mucho más hermoso que ambas yacijas hubieran acabado desliéndose en la tierra, abonándola y fructificando en esta feracidad humilde de margaritas, de tréboles, de ortigas benevolentes y maliciosas, de hierbas espigadas y redondas, de perejil silvestre, de matas de san Roberto y la Trinidad.

Tumba de Esperanza Rivero, única sepultura que se distingue hoy en el camposanto de Tolivia.

Cuando llegamos a Puente Vaguardo, donde habíamos aparcado, el teléfono móvil reclamó mi atención emitiendo uno de sus latosos pitidos. Se trataba de una sugerencia de la aplicación TripAdvisor. «Valora Ponga del 1 al 10», me proponía. Me apeteció tirarlo al Sella.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.clLa Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’. Está próximo a publicarse el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

2 comments on “Tras los pasos de Martinón

  1. Ana Isabel Ruiz Gutierrez

    El apellido es Llamazales. En el texto aparece de las dos formas. Hay que cambiar una, la que está mal

  2. juan jose diaz fernandez

    Escrito con buen verbo.
    La collada de salida de Llué se llama -Reces ,por error de transcripción se lee Lleces.
    Personage apasionánte.
    Muchas grácias ! y un saludo!.

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