Narrativa

Edmond Rostand: cuando la naturaleza nos da la espalda

Cristóbal Ruitiña reflexiona sobre la relación entre los escritores y la naturaleza a raíz de una visita a su casa museo en Francia.

Edmond Rostand: cuando la naturaleza nos da la espalda

/por Cristóbal Ruitiña/

Cuando el autor de Cyrano de Bergerac al fin estrena otra pieza después de diez años de dedicación sobre todo a su deseada casa de Arnaga, lo que acontece es un sonoro fracaso. Su Chancleter (1910), protagonizada nada menos que por un gallo, desconcierta en París. Y Edmond Rostand, aunque seguirá escribiendo, nunca llegará a recuperarse del todo del golpe. ¿Qué ha pasado a lo largo de esos diez años en Arnaga, la ostentosa villa que se lanzó a construir cerca de la localidad termal de Cambo-les-Bains, en el País Vasco francés? Nadie lo sabe. O al menos nada se dice en los vídeos y paneles que explican su vida allí, y también la inicial de éxitos en París, y que el visitante se puede encontrar por todos los rincones de su majestuoso refugio convertido muchos años después de su muerte en museo.

Fue en julio de 1902 cuando Edmond Rostand, nacido en 1868 en Marsella, adquirió los terrenos en el valle de Arraga, el nombre del riachuelo que por debajo serpenteaba y al que él cambiará una consonante al considerar el sonido original demasiado áspero. Sobre ellos proyectará una gran casa de estilo neovasco rodeada de un gran jardín que, al final, serán dos: uno francés ante la fachada principal, al estilo de los de Versalles y símbolo de su gusto por el lujo y el fasto; y otro, inglés, pensado para la soledad y el recogimiento y que, avanzando desde la parte trasera, mucho después de su muerte derivará en un bosque con treinta especies de árboles que rodeará todo el conjunto y que hoy se puede transitar para, con la guía de un código QR, descubrir el nombre y características de los pájaros que habitan en él. Los plátanos, tilos y robles fueron plantados en pleno crecimiento, desenterrados de su lugar original y trasladados sobre carretas tiradas por bueyes para que fueran trasplantados en los flancos de la colina. Todo ello —contará su hijo Jean más tarde— bajo las estrictas instrucciones del propio Rostand, que, «de su mano, había dibujado cualquier arriate, cualquier macizo, cualquier platabanda, marcado el sitio de cada bosquecillo, de cada zarzal».

Jardín inglés en la casa museo de Edmond Rostand.
Jardín francés desde una de las ventanas de la casa.

Lo que quería Rostand era vivir en plena naturaleza para curarse; para encontrar la inspiración que le llevase a escribir algo al menos de la talla de aquel cada vez más lejano éxito de Cyrano de Bergerac (1897). Pretendía así seguir la estela de un Rousseau que había postulado el retiro a los bosques para encontrar la esencia de uno mismo. Pero algo pasó en Arnaga. Tal vez Rostand, más entregado a su jardín francés que, significativamente, al inglés, no entendió bien lo que planteaba Rousseau. Tal vez el ginebrino no había dicho nada de alzar más que una casa un auténtico palacio, cargado de habitaciones y salones y —aunque hoy admirado por los numerosos visitantes que, desde que en los años sesenta el Ayuntamiento lo convirtiese en museo, recorren admirados sus pasillos— demasiado ostentoso para un escritor que solo buscaba un refugio en el que encontrar de nuevo la inspiración. De hecho, nunca llegará a sentarse al escritorio de la habitación expresamente destinada por él mismo para cuarto de escritura y sobre el que hoy descansa sepulcral su máquina de escribir. Cuando termine la construcción de la casa y compruebe que ese no es su lugar, se lo cederá a su secretario y él se irá a otro cuarto más estrecho y más alejado del núcleo central del edificio a intentar escribir sus obras.

En eso demostrará no ser muy distinto de otros escritores que, como el Rostand harto del ajetreo de su propio tiempo, también buscaron retiros productivos y los encontraron alejándose de su entorno, como es el caso de Wittgenstein, Heidegger o el menos conocido de George Orwell; o como el de aquellos que lo hicieron sin apartarse demasiado, como Virginia Woolf, G. B. Shaw o Mark Twain. Por no hablar de Henry D. Thoreau, que representó un término medio entre ambos grupos porque ir se fue a los bosques, pero a tres quilómetros de la casa de sus padres.

El propósito de Thoreau, sin embargo, era distinto al de todos ellos porque él, en principio, no pretendía escribir, sino «vivir deliberadamente». Lo que pasa es que acabó escribiendo y dejando así uno de los textos fundacionales, si no el fundamental, de la ahora llamada escritura de naturaleza. Antes que él, otros habían hecho algo parecido, no solo en su misma América (ahí está el ejemplo recientemente rescatado en castellano de su conciudadana Susan Fenimore Cooper [Pepitas de Calabaza, 2018]) sino en la propia Europa por donde Rousseau empezó a pasear y después a escribir sobre ello. Nos lo recuerda Eduardo Martínez de Pisón en su referencial La montaña y el arte (Fórcola, 2017), entre cuyas páginas sobresalen estos nombres: Scheuchzer, De Saussure, Reclus o, mucho antes que ellos, un Conrad Gessner que, en el siglo XVI, escribe  De montium admiratione. Sin embargo, esta corriente pronto acabará languideciendo en Europa, mientras en América sucede todo lo contrario: John Muir tomará pronto el relevo de Thoreau, y a Muir se lo dará Aldo Leopold y a todos ellos, más modernamente, desde Sue Hubbell a Annie Dillard pasando por el imprescindible John Haines; y a todos ellos les acompañará en la lejanía una pléyade de autores vinculados también a eso que se ha dado en llamar la literatura de la frontera, prima hermana de la escritura de naturaleza, como muestra la deslumbrante La frontera salvaje (Errata Naturae, 2018) de Washsington Irving.

¿Qué había pasado en Europa? ¿Acaso que la naturaleza aquí se había domesticado antes, como apuntan algunos autores? ¿Es eso mismo lo que pasa para que en España —y a pesar del intento fundacional de Jovellanos en 1781 desde la sierra del Guadarrama— no haya enraizado verdaderamente el género? Tal vez Rostand nos dé una pista sobre ello, esa férrea voluntad suya de diseñar un jardín —y de ello dan testimonio los numerosos y detallados planos que se pueden consultar en su casa museo—, un bosque, y, en el fondo, la naturaleza toda en la que, sin éxito, busca refugio. Resulta que, cuando, a principios del siglo XX un autor europeo se va al encuentro de la naturaleza, lo que hace es construirse una a medida. Y fracasa, intelectualmente fracasa. Es lo que repugna a John Fowles, otro autor europeo, en su maravilloso ensayo El árbol (Impedimenta, 2016): esa vocación de domesticar lo natural que también está muy presente, aunque en este caso por el enfoque literario, empapado de una religiosidad que siempre domestica, en los textos de Jean Giono. Hay algunas excepciones, por supuesto, a esta fallida vía europea. Tenemos a Gavin Maxwell y a Nan Shephard en el norte y a Mario Rigoni Stern en el sur, todos ellos ahora resucitados para deleite del lector actual.

Pero no es lo mismo la escritura de un Maxwell que marcha a las Hébridas escocesas (Hoja de Lata, 2015) y después nos lo cuenta que una Shephard pateadora de sus natales montes Cairngorns (Errata Naturae, 2019) durante una década que un Rigoni Stern que, después de todo, de lo que nos habla es de su vida cotidiana en su pueblo alpino, de sus partidas de caza y del paulatino, silencioso, éxodo de sus paisanos (Volcano, 2019). Ninguno de ellos marcha a la naturaleza con el propósito expreso de escribir. O ya están allí o acuden por motivos desconocidos o, como le sucede al matrimonio Zuckmayer (Impedimenta, 2018) en Nueva Inglaterra cuando escapan de la persecución nazi, la naturaleza simplemente se la encuentran, en toda su crudeza y después nos la cuentan, desabrida, áspera, siempre incómoda. Pocos de ellos acuden con un propósito verdaderamente intelectual, al modo de Thoreau, Wittgensttein o más recientemente, el Paolo Cognetti de El muchacho silvestre (Minúscula, 2017).

Edmond Rostand sí. Levanta Arnaga para sanar, físicamente —descubrió la zona catando sus cercanos baños termales— pero también mentalmente. Aunque no lo consigue. Qué le pasó en Arnaga para que lo único que surgiese de su ansiada inmersión en la naturaleza fuesen las aventuras de un gallo que se acabaría estrellando en París. Dado que en su obra apenas ha quedado rastro, muy al contrario que en el caso de todos los autores citados, tal vez sus hijos comprendieran cuál fue la relación real de su padre con esa naturaleza que mandó levantar aunque sin duda la respuesta se la habrán llevado a la tumba. Los dos fueron escritores y, además, uno de ellos, Jean, ingresó como biólogo en la Academia francesa mediado el siglo XX. Tal vez fuera justamente él quien tuviera la clave. Tal vez fuera justamente él la obra de naturaleza de su padre.


Cristobal Ruitiña (Cangas del Narcea, 1977) trabaja como periodista de televisión, imparte clases de radio en la Universidad Carlos III de Madrid y ha escrito la novela El Batallón Galicia (Impronta, 2015) y los libros Historia de la televisión asturiana (1964-2006)Asturias Semanal: el nacimiento de un periodismo democrático. En la revista ovetense Clarín entrevista de vez en cuando a autores a los que diversas vicisitudes han empujado a orillar durante años una temprana vocación literaria. Su dirección de Twitter es @ruitinna.

1 comments on “Edmond Rostand: cuando la naturaleza nos da la espalda

  1. Gracias por su excelente artículo, que me introduce en un género al que no había prestado la debida atención.

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