‘La imaginación conservadora’, de Gregorio Luri

Pablo Batalla Cueto reseña el último libro del filósofo navarro, una vindicación culta, compleja y elegante de la tradición política conservadora de la que la izquierda puede obtener, dice, no pocas enseñanzas útiles en lo que respecta a relacionarse con su propia tradición.

La imaginación conservadora, de Gregorio Luri

/una reseña de Pablo Batalla Cueto/

¿Es el conservadurismo simplemente la ideología de los jubilados? ¿Se trata de una actitud temerosa de todo cambio, que quisiera embalsamar la realidad presente para que no nos mareen sus vaivenes, o incluso regresar imposiblemente a alguna pretendida Arcadia pretérita? Probablemente todos los progresistas tendamos a creerlo así; probablemente todos veamos en el conservadurismo nada más que un lastre de cobardía y cerrilidad a nuestros luminosos proyectos de transformación social. Y es bueno que brillantísimos pensadores conservadores como Gregorio Luri nos saquen del error, por más que no nos convenzan de afiliarnos a la parroquia conservatriz. De ello —de sacarnos del error— va La imaginación conservadora, ensayo de reciente publicación en la editorial Ariel y que se presenta como «una defensa apasionada de las ideas que han hecho del mundo un lugar mejor». Y confesémoslo: lo habíamos visto ya en el cajón de las novedades de nuestra librería habitual, pero nos había espantado ese subtítulo. Pensábamos como Clarín que no hace falta ver al burro detrás de la tapia para saber que está ahí, sino que basta con escuchar el rebuzno. Y fue sólo más tarde, leído el hermoso epílogo de Luri a El tiempo regalado de Andrea Köhler, habiendo pasado a sernos familiar su nombre, que decidimos darle una oportunidad a este ensayo cuando volvimos a topárnoslo, convencidos ahora de no poder hallarnos ante un vulgar panfleto. Bendita oportunidad: cuando muera el año corriente, habremos leído, de lo publicado en él, poco que nos haya resultado tan interesante; tan enriquecedor.

Lo que el conservadurismo es y no es

Son varias las virtudes sabrosas que adornan, también para el lector de izquierda, La imaginación conservadora; y en primer lugar, su juicioso razonar, frente a nuestras caricaturas y tergiversaciones, lo que el conservadurismo es y no es; útil enseñanza ésta aunque sólo sea por proporcionarnos un conocimiento más certero del adversario y porque no se replica bien lo que bien no se conoce. Lo que es: «un árbol de hoja perenne, que no es el que no pierde las hojas, sino el que nunca se queda sin follaje»; «la confianza intergeneracional que hace posible la transmisión y nos permite creer que nuestros padres eran, al menos, tan inteligentes como nosotros cuando aprobaron los marcos legales en los que nos movemos»; el propósito de «darle consistencia y densidad al presente para que el sentido de lo real no acabe fagocitado por el sentido de lo posible»; la seguridad de que «no es honesto humillar al presente enfrentándolo a un pasado o a un futuro idealizado»; la convicción de que «habitamos mundos de segunda mano» y «las politeias, a diferencia de las constituciones, no pueden ser escritas a priori porque no puede ser escrito a priori ni el deseo ni la necesidad de vivir juntos». Nos presenta Luri el conservadurismo como una ideología que

cree en la existencia de una naturaleza humana y, por lo tanto, en las permanencias antropológicas. Siente aversión por los intentos de rehacer de arriba abajo las cosas humanas. Desconfía de las grandes abstracciones que se ven a sí mismas como la semilla de un mundo nuevo y deducen, como de un axioma interior, los teoremas de la vida. Entiende que las líneas de las cosas humanas no siguen trayectorias ideales. Tiene como modelo constitucional al británico, que no ha sido ideado por ninguna mente clarividente, sino que es el resultado de un proceso histórico. No teme el cambio, pero sí el desarraigo. Sabe que es muy fácil destruir una catedral (puede bastar un niño con una cerilla), pero su construcción es obra de siglos.

El valor, no tanto de la tradición como de la transmisión: tal es la espina dorsal de la argumentación de Luri. El conservador admira el modelo británico y también el judío si es que hay tal, pues los judíos

no se caracterizan […] por compartir unas convicciones inmutables, sino por sentirse partícipes de una tradición en permanente reconstrucción. […] El judaísmo, si no se quieren falsear los datos, sólo se puede mostrar en un relato histórico, no en una definición atemporal […] El pueblo judío es el ejemplo más claro que nos ha proporcionado la historia de que la fidelidad a la transmisión no tiene por qué estar reñida con el fomento de la innovación.

En cuanto a lo que el conservadurismo no es, Luri nos explica que no consiste en «una resistencia numantina a lo nuevo, sino [en la convicción sobre] «la conveniencia de no rendirse incondicionalmente a los primeros emisarios que el futuro nos envía cada día». No se niega el conservador —explica— «a ser moderno, sino a ser sólo moderno», y su pretensión es «mantener al presente en la posición que le corresponde, que es la de un entrambos fértil». Ama lo suyo, «su patria chica, sus paisajes, sus gentes, sus costumbres y sus leyes» y rechaza la posibilidad de una teoría general del conservadurismo, «pues de llegar a existir, debería hacer abstracción de las tradiciones de los diferentes países. El significado del conservadurismo depende de lo que aquí y ahora consideramos digno de ser conservado». Es conservacionista: «¿No son nuestros paisajes y nuestros recursos naturales lo que más claramente compartimos con los muertos y con los aún no nacidos?». Y no ignora, escribe Luri,

los peligros de absolutizar la ortodoxia pública y convertirla en tiranía, degradando el baile colectivo en desfile uniformado o en procesión. Le gustaría que las fronteras de su politeia fuesen porosas, capaces de integrar todo el pluralismo que pudiera soportar. Pero no más. Piensa que una sociedad porosa es moralmente superior tanto a una sociedad abierta de par en par a lo ajeno, como a la que se cierra a cal y canto a todo lo extraño.

Así, a juicio del filósofo navarro, «el crecimiento de la complejidad ha de ser compensado con el correspondiente incremento de las estrategias de cohesión. Si la comunidad política sigue un proceso arborescente en su desarrollo, o se fortalecen el tronco y las ramas principales, o el árbol acabará por sucumbir a su propia dehiscencia». El conservador ama los límites, los cauces:

El hombre puede jugar con la imaginación de lo ilimitado e indefinido, pero su capacidad para soportar la presencia real de lo ilimitado no es ilimitada. Necesita vivir dentro de horizontes de sentido que evolucionen a un ritmo que le permita seguirlos al paso. Sin formas asentadas de estabilidad, ni tan siquiera sería comprensible el cambio. Quien vive en un flujo permanente, carece de puntos de referencia.

Precisamente porque el hombre sueña con lo ilimitado y porque el mismo concepto de ilimitado es una de las figuras permanentes de su imaginación, necesita de espacios de estabilidad, seguridad y certeza en los que poder someterse al poder terapéutico de la norma y compensar así el vértigo inherente a las desmesuras de la ilimitación.

Y también ama la mentira; una cierta mentira, como Luri defiende con audacia. «Una comunidad sólo se mantiene firme si posee convicciones compartidas a las que podemos dar el nombre, si se quiere, de nobles mentiras»; ninguna ciudad «puede soportar el cinismo de los deconstruccionistas empeñados en mostrar en las plazas públicas que toda costumbre es convencional y arbitraria. La sociedad política necesita proteger su fe en sí misma, que es lo mismo que decir sus ilusiones sobre sí misma», escribe, y cita al Raymond Aron que argumentaba a su vez que «explicar un régimen político o analizarlo —añade— es despojarlo de su aureola poética; hay una gran sabiduría en los regímenes que prohíben que se les cuestione».

Tradición y prudencia

Pero el valor de La imaginación conservadora no se agota sólo, en lo que a un lector de izquierda concierne, de conocer al rival. No estará de acuerdo, por supuesto, con Luri en muchos aspectos; pero pueden no ser pocas las lecciones útiles que extraiga de la lectura del libro en lo que respecta, por ejemplo, a relacionarse con su propia tradición; con el pasado de la lucha por la justicia social, también él maltratado con triste frecuencia por osados adanistas (recuérdense a este respecto, por ejemplo, los desprecios crueles del primer Podemos a la vieja Izquierda Unida y su mochila) a los que podría espetarse esto que el insigne y muy olvidado pensador conservador español Jaime Balmes escribía en abril de 1843 en un artículo titulado «La fuerza del poder y la monarquía», y Luri cita:

Hombres que tan inconsiderablemente condenáis todo lo antiguo, que creéis haber iluminado el mundo, que os figuráis a la humanidad envuelta en gruesas tinieblas hasta que vosotros las disipasteis con los vivos resplandores de la filosofía, no reprochamos, no, vuestra conducta […], pero sí tenemos derecho a exigiros que meditéis algo más sobre vuestros principios, que no achaquéis tan livianamente a fanatismo y apocamiento lo que anduviera guiado por profunda sabiduría, que no os imaginéis que la humanidad marchaba a la decadencia y envilecimiento si vosotros no hubieseis venido a torcer su carrera.

Jaime Balmes (1810-1848)

Suscribe también el conservador del propio Balmes, nos dice Luri, su convicción —escrita en una carta al conde de Montemolín, el Carlos VI carlista— de que «el mejor medio de evitar la repetición de las revoluciones no es empeñarse en destruir cuanto ellas han levantado ni en levantar cuanto ellas han destruido» y de lo que se trata es de una «justicia sin violencias, reparación sin reacciones, prudente y equitativa transacción entre todos los intereses, aprovechando lo mucho bueno que nos legaron nuestros mayores, sin contrarrestar el espíritu de la época en lo que encierra de saludable». Y ello no es inaplicable a la izquierda. Existe una tradición de la izquierda y es más: existe, en la izquierda, una tradición de la defensa de la tradición que puede ejemplificar bien la ocasión en que Karl Marx escribiera, aludiendo a la Comuna de París, que los revolucionarios posteriores a aquella fracasada revolución parisiense no eran sino enanos a hombros de gigantes. No haríamos mal en tomar nota de las atinadas críticas que Luri también hace de lo que llama novolatría explicando que «el progreso se ha metamorfoseado en innovacionismo y el revolucionario en tecnólogo» y los progresistas «poseían —aunque borrosa— una meta idealizada que les servía de orientación, mientras que el innovacionismo es un progreso sin meta que a menudo va acompañado de los negros presagios de la distopía». Lo moderno —nos dice Luri— «ya no significa una mera situación cronológica en la línea del tiempo. Se ha convertido en un valor en sí mismo e incluso en un deber».

Tampoco es inaplicable a una parte de la izquierda, paralizantemente nostálgica de glorias pasadas (dependiendo de la cofradía, la Unión Soviética, los treinte glorieuses socialdemócratas o cualesquiera otras), el rechazo juicioso que Luri hace de la reacción, de cuya añoranza acrítica del pasado considera al conservadurismo tan necesariamente distante como de la revolución:

El conservadurismo es un compromiso con las diferentes dimensiones del tiempo. Por esto el conservador no es —objetivamente hablando— un reaccionario. El reaccionario vive tan asomado al pasado como el revolucionario vive asomado al futuro. Uno idealiza el ayer y otro el mañana, pero ambos ven el presente como lo que no debería poder ser. Es un «ya no» (las ruinas de lo que fue) o un «aún no» (la promesa de lo que será). El reaccionario vive de nostalgias inalcanzables y el revolucionario de esperanzas ciegas. […]

Una sociedad alimentada con un monorrégimen de pasado es una sociedad de digestiones lentas, dispéptica, condenada a sucumbir bajo el peso de sus recuerdos; pero una sociedad alimentada con un monorrégimen de futuro […] está permanentemente hambrienta, condenada a devorar innovaciones, sin nutrirse de ninguna.

Nos habla Luri del valor del pasado; de cómo «toda persona con una cierta formación cultural cuando abre un gran libro teme más defraudar a su autor que ser defraudado» y conviene no confundir «la política con la ingeniería» ni «creer que se puede edificar una ciudad humana sobre los preceptos de un libro de filosofía política» y es asimismo bueno

ser extraordinariamente prudente a la hora de declarar caducadas las costumbres e instituciones heredadas, puesto que si han ido tomando cuerpo gracias al ensayo y el error a través de generaciones, pudieran ser la expresión de un depósito de experiencia acumulada que no debiera ser echada en saco roto sin evaluar la posibilidad de que sea más racional de lo que supone el revolucionario.

Bien podemos suscribirlo nosotros; como bien podemos suscribir que

Si nos tomamos en serio a los grandes pensadores de nuestra tradición, sin descartar que pueden tener importantes lecciones que enseñarnos sobre nosotros mismos, pronto descubrimos que los más grandes nos han comprendido incluso mejor de lo que nos comprendemos nosotros mismos. Y si no nos comprendemos, ¿cómo sabemos dónde estamos? Hay veces en que, como advertía Valera, «el prurito de progresar pone estorbo al progreso».

De la prudencia habla también Luri; de cómo, «regla y medida de las virtudes» como la creía Saavedra Fajardo, «consta esencialmente de memoria de lo pasado, inteligencia de lo presente y providencia de lo futuro» y hace al conservador asumir «la responsabilidad de defender a la sociedad contra los que tienen prisa por hacerla perfecta». El futuro no es planificable:

Colón no tenía ni idea de lo que estaba poniendo en marcha cuando embarcó en Palos de la Frontera el 3 de agosto de 1492 y la Castilla de 1480 era incapaz de prever lo que sería la Castilla de 1520. Weber defendió en La ética protestante y el espíritu del capitalismo que el protestantismo, siguiendo una lógica acorde con sus postulados religiosos, dio lugar al capitalismo y que éste, siguiendo a su vez una lógica acorde con sus postulados comerciales, dio lugar a un mundo en el que la religión ya no parece necesaria y, por lo tanto, en el que el residuo cristiano de los valores protestantes resulta superfluo.

Nos advierte por lo demás Luri, y en esto también nos advierte a todos sin excepción, contra el instinto. Nuestros instintos —nos dice— «están muy lejos de sentir una vocación de servicio. Tienden espontáneamente a utilizar el imperativo para expresarse, mientras que la cultura es el arte político que pretende enseñarles el uso del subjuntivo y del condicional». Nos advierte asimismo sobre cómo «el pueblo indignado acostumbra a sentirse fascinado por el advenimiento de su propio poder y sospecha que cualquiera que pretenda enfriar esta fascinación está poniendo palos en la rueda de la democracia». Y nos convence asimismo sobre los peligros de una razón victimológica consistente en que baste «presentarse como víctima para tener razón» y no en

la razón filantrópica que nos empuja a ser solidarios con el que sufre, sino [en] el emotivismo moral que nos lleva a afirmar, primero, que, si alguien sufre, tiene razón y es moralmente bueno y, segundo, que la mejor manera de presentar públicamente nuestra causa es victimizándola. […] Un ciudadano así —dice Sennett— no quiere iguales, sino o espectadores o terapeutas [… Y] la ironía de las ironías de esta situación la resumía Freud con la historia de un joven que había matado a su padre y a su madre y que se dirigió al juez cuando éste se retiraba para dictar sentencia diciéndole: «Señor juez, no olvide usted que soy un pobre huérfano».

En el fondo, más que la ideología conservadora, lo que defiende el pensador navarro es una actitud conservadora cuyo nido principal es lógicamente aquélla, pero a la que no es imposible un despliegue transversal que la haga capaz de permear igualmente los idearios no conservadores, e incluso los revolucionarios. También la revolución puede ser prudente (prudente de la prudencia de no prender su mecha hasta haber conquistado, à la Gramsci, pacientemente el sentido común de su época) y paradójicamente antiadanista, enana sobre anteriores gigantes como ya se ha citado que Marx la creía. También nosotros somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos; aprendices de antecesores que antes y mejor que nosotros transformaron su mundo. No fue un conservador, sino el socialista e internacionalista Jean Jaurès, quien dijo y vindicó que tradición no es preservar las cenizas, sino mantener encendida la llama.

Europa, Europa

No son de menor interés las páginas que Luri dedica a España, a Europa y a Occidente; a la defensa conservadora de una España en que siempre se han exagerado, dice, como «defectos específicamente españoles […] lo que no eran (y son) sino defectos humanos», y de todo un linaje de pensadores conservadores patrios a quienes la derecha española no se atreve hoy a reivindicar, del ya citado Balmes a Maura, pasando por Donoso Cortés, Menéndez Pelayo o Vázquez de Mella. También de una Europa en la que ha prendido una actitud autoavergonzada y debilitante a la que Steiner dio el nombre de «histeria penitencial». Europa —escribe Luri—

no se atreve a decir dónde acaba y, en consecuencia, le cuesta saber quién es, y si no sabemos quiénes somos, mal podremos cerrarle las puertas a ninguna nación que crea sentirse europea. […] Europa ha dedicado más esfuerzos a la desnacionalización de los países que la integran que a la renacionalización de todos ellos en una unidad común […] Los europeos no hemos dado visibilidad a las fronteras mentales exteriores de la Unión Europea y por eso seguimos sin poder prescindir de las fronteras mentales interiores.

Basta con ver —escribe Luri— «nuestras monedas para sentir un vacío. Nos muestran bien intencionados puentes, pero no las figuras históricas que pudieran cohesionarnos en una admiración común. ¿Cuántos europeos saben que la Oda a la alegría es su himno?». Y el conservador —escribe también—

sabe que Europa está en deuda con la fiebre insurgente de los […] grandes viajeros; con quienes se arriesgan a ir más allá de la tradición; con el curioso que persigue el rastro de una intuición romántica… tenga o no tenga éxito […] Pero Europa tampoco sería lo que es si todos sus grandes hombres anduvieran por los caminos como peregrinos de algún sueño. La historia europea no estaría completa si olvidásemos que sin Penélopes no hay patrias y que sin cimientos no hay ni catedrales, ni faros para los navegantes. Ganivet, gran admirador de don Quijote, nos advirtió que «los únicos fallos judiciales moderados, prudentes y equilibrados que en el Quijote se contienen son los que Sancho dictó durante el gobierno de su ínsula».

Quizás Europa debiera representarse como una imagen bifronte. En una cara, Ulises señalaría el horizonte; en la otra, Penélope le mostraría a Telémaco el patrimonio que debe esforzarse por conservar.

Bueno es, en fin, que la intelligentsia conservadora española vaya saliendo del cierto armario en que parece recluida, renuente como parece ser —a diferencia de la liberal o de las distintas izquierdas poscomunistas y verdes, pero no, por cierto, de la socialdemocracia, aquejada de idéntico pudor— a vindicar positivamente una tradición ideológica que con más frecuencia se justifica a sí misma, cuando se ve obligada a hacerlo, apofáticamente, esto es, proclamando aquello en lo que no cree más que aquello en lo que sí. Se esté más o menos de acuerdo con lo que vengan a proponernos, a eruditos preclaros como Luri sólo puede agradecérseles la valentía de, en el ágora contemporánea, cumplir con el deber ateniense de la parresía: la libertad de expresión entendida no sólo como derecho sino como obligación; la de hablar con la verdad para el bien común.


La imaginación conservadora
Gregorio Luri
Ariel, 2018
344 páginas
17,90€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ y actualmente está a punto de publicar el segundo, La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

2 comments on “‘La imaginación conservadora’, de Gregorio Luri

  1. Muy interesante análisis. Gracias por ello.

  2. Pingback: Una defensa atea de la Navidad en general y los belenes en particular – El Cuaderno

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo