Mirar al retrovisor

El Imperio medio, Confucio y el Imperio americano

Joan Santacana escribe sobre el 'Imperio del Medio' chino y sus rasgos y constancias eternos.

Mirar al retrovisor

El Imperio medio, Confucio y el Imperio americano

/por Joan Santacana Mestre/

El ascenso de China a la indiscutible categoría de potencia planetaria es quizás uno de los hechos más relevantes de este siglo XXI. China es uno de esos países tan extensos que parecen haber existido siempre, desde la eternidad. Su historia parece no tener comienzo, ya que cuando el mítico Emperador Amarillo, su héroe fundacional, apareció en la historia, simplemente restauró el Imperio. Su escritura se remonta a varios milenios, mucho antes de que Grecia y Roma existieran, y hoy, los ciudadanos chinos pueden seguir leyendo a Confucio con los mismos caracteres. Es cierto que la historia china presenta muchos periodos de desmoronamiento del Imperio, pero siempre renace y se recompone.

También por sus dimensiones supera a cualquier otro Estado europeo a excepción de Rusia. Era tan enorme China que sus emperadores no necesitaron anexionarse territorios vecinos. No les interesó nunca tener colonias y se desinteresaron siempre por los territorios de ultramar. Cuando, entre 1405 y 1433 —medio siglo antes de la expedición colombina a América—, el almirante Zheng He emprendió el famoso viaje que lo llevó a Java, al estrecho de Ormuz o al Cuerno de África, volvió sin hacer otra cosa que proclamar la grandeza del Imperio Ming. No pidió tributos a nadie, no ocupó tierras ni estableció colonias, actitud que hubiera parecido insólita para un monarca europeo. Después del periplo, el imperio destruyó la flota, la más grande que había en el mundo de entonces, y jamás volvieron a interesarse por Ultramar. Todas las sociedades que ellos conocían y todas las que más allá de los mares pudieran existir, para los dirigentes chinos eran simplemente la periferia. China era el centro del mundo, el Reino del Medio, y esta idea llegó hasta muy avanzada la época moderna. El emperador se dirigía a los territorios vecinos e incluso a los lejanos con la frase: «Habiendo recibido del cielo el mandato de gobernar el Universo, yo…», etcétera. Nunca se relacionó China con ningún país creyendo que eran iguales; ellos siempre se consideraron superiores, precisamente por este mandato celestial. Por ello, los países muy lejanos importaban poco, ya que no tenían cosas mejores que ellos ni era útil influirles en nada. En todo caso, era mejor aliarse con aquellos extraños y lejanos países que nunca les podrían atacar que con los bárbaros vecinos. Ellos, por su parte, no iban a invadir a nadie, ya que China era el auténtico centro del mundo y era difícil que una invasión exterior acabara con el Imperio. ¿Qué país podría haberlos ocupado militarmente? Por esta razón, el Imperio no tuvo nunca algo parecido a un Ministerio de Asuntos Exteriores: ¿para qué? La construcción de su famosa muralla, tan importante en el imaginario occidental, era un reflejo de un periodo muy inestable, ya que la mayoría de las veces confiaban en la diplomacia. A los pueblos vecinos había que dividirlos, ofrecerles regalos, enfrentarlos entre ellos: de esta forma, jamás les invadirían con éxito. Lo importante era evitar la formación de coaliciones en sus fronteras y saber enfrentar entre sí y apaciguar a los bárbaros, es decir, a nosotros.

China sólo conoció el poder de los bárbaros cuando estos se unieron para despedazar y repartirse su territorio, primero durante las guerras del opio y después con la agresión japonesa durante la segunda guerra mundial. Se inició así una larga época de decadencia, entre mitad del siglo XIX y mitad del siglo XX. Pero incluso en aquellos trágicos años, los chinos comerciaban con extranjeros, pero difícilmente podían concebir que los demás países tuvieran la solidez y la fuerza de su Imperio. Los valores predominantes de la sociedad china procedían de un antiguo filosofo, Confucio (Kong-Fu-zi). Para la doctrina del filósofo, era muy importante el aprendizaje: «el amor al conocimiento, sin amor al aprendizaje, resulta inútil», decía. Ciertamente los dirigentes chinos aprendieron que era necesario aprender.

La nueva dinastía que tomó el poder en 1949, cuando se proclamó la República Popular China, fue obra de Mao Zedong, poeta, guerrero, reformador inflexible y emperador laico. Su obra fue tan sólida y la estructura política que creó tan robusta que ha sido capaz de sobrevivir el hundimiento del comunismo.

Cuando desde 1971 se iniciaron las negociaciones entre el presidente norteamericano Nixon y su secretario de Estado Kissinger y Mao y su hombre de confianza Zhou Enlai, nadie podía imaginar que dos potencias enfrentadas a lo largo de medio siglo, no sólo verbalmente y con amenazas reciprocas de destrucción, sino con dos guerras directas, la de Corea y la de Vietnam, y cuestiones tan tensas como Taiwán y un sinfín de agravios mutuos, llegarían a entenderse.

¿Cómo fue posible el acuerdo? ¿Cómo se llegó a negociar temas tan difíciles sin que se rompiera la baraja? En realidad, Mao utilizó la teoría secular del Imperio del Medio que consistía en dividir a los bárbaros. Los bárbaros eran los yanquis y todo el mundo occidental, incluida la Unión Soviética. Cierto que había unos bárbaros, los occidentales, a los que se consideraba «unos podridos capitalistas» y unos bárbaros soviéticos a los que se apodaba «los camaradas comunistas», pero la Unión Soviética tenía enormes fronteras con China; se trataba del bárbaro en la puerta de casa, mientras el norteamericano era un bárbaro lejano. No había litigios con los americanos; por el contrario, las refriegas con los soviéticos por cuestiones de frontera y vecindades eran continuas. Por ello, el acuerdo era mucho más fácil de lo que se podían imaginar los ideólogos de la Guerra Fría. Por su parte, Nixon y Occidente ganaban con el pacto, ya que conseguían romper el bloque comunista en dos. Sin duda, un trato astuto entre viejos zorros.

Hoy, transcurrido otro medio siglo desde aquellas negociaciones, China, gracias a aquellos acuerdos, vuelve a ser el Imperio del Medio, que sabe que hay que seguir dividiendo a los bárbaros. Desde Pekín, Europa Occidental, los Estados Unidos de América y Rusia no son más que barbaros efímeros pululando por sus fronteras eternas. Si Trump fuera la mitad de astuto e inteligente que Henry Kissinger, sabría esto.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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