Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (8)

Tomás Sánchez Santiago escribe sobre un perro que gemía con desconsolación insoportable en el piso en que lo encerraban; los horrores del gran incendio que ha sacudido Australia; la caída cansada de la nieve; conversaciones sobre la luz en la tienda del barrio o su olvidada tierra zamorana, «pobre, desasistida y a merced del oleaje de la inadvertencia».

Los cuadernos pálidos (8)

/por Tomás Sánchez Santiago; fotografías de Encarna Mozas/

Demasiado tiempo la ropa tendida al oreo. Más de la cuenta. Se me olvidó retirarla y ha dado tiempo a inundarse el patio de olores de comidas que han entrado en ella. Recojo las prendas una por una, las voy olfateando. Una mezcla asilvestrada de olores difíciles de discriminar: sopa de pescado, salsa verde con vino blanco, caldo de cocido… Todo flotando duradero entre mangas frías, cresterías de ropa íntima y un surtido de calcetines impares. Me lo llevo conmigo todo adentro. Y así queda la ropa, investida de rastros que después entrarán por los poros al cuerpo de otro modo.  Quién iba a decir que el último destino de esas comidas iba a ser ese: aguantar más allá de las digestiones; llegar en forma de tufo a las últimas rendijas corporales.

Se sienta siempre en el mismo rincón del bar del barrio. Allí sumergido lo contempla todo en silencio, sin intervenir jamás. Cada vez que entro, él está allí. Nos levantamos una mano blanda a modo de saludo, como la comprobación de un reconocimiento (en los hombres silenciosos, los gestos adquieren otro espesor; son las únicas señales que emiten). Una vez me dejó sentarme a su lado en la misma mesa. Entonces le invité al café y eso le perturbó sobremanera; me buscó durante tiempo para devolverme la invitación. No paró hasta que lo consiguió. Eso nos unió un poco más. También me une a él el hecho de que sé su nombre; pero él no sabe el mío. Eso me pone en ventaja cuando miro su cara atormentada, excavada por algo parecido a una desesperación minuciosamente cultivada. Siempre está a punto de fumar o acaba de hacerlo. Hace dos años se le veía con una mujer joven y algunas veces se abrazaban de pie con calma delante de todos. Ya no es así. No sé nada más de él.

El despilfarro brillante de una helada sobre los techos de los coches a la intemperie. Resistió varias horas esa virtud de ensabanarlo así todo. Cuando luego llegó el sol, empezó por lamer la parte baja de los troncos de los árboles. Es muy agradable verlos así mientras voy atravesando el parque: una faja de luz en cada base basta para creer en su voluntad de seguir viviendo mientras lo demás se muestra aún sin alma. Sin la euforia silenciosa de las primeras renovaciones.

En la tienda del barrio, una conversación sobre la luz. En el corazón del invierno siempre sale ese tema como para convencernos de que una vez más la vida va seguir su precipitación. «Ya se van conociendo los días», dice una mujer con voz alegre. Y otra ratifica todo con las inapelables sentencias del santoral: «Por San Antón, media hora pon». Estas conversaciones recurrentes, esa necesidad de espantar el miedo ante la oscuridad que anualmente baja hasta nosotros… Hay algo atávico en ello. Son palabras de ánimo para seguir creyendo en la vida.

 

En la larga acera —una recta de unos 250 metros— alguien ha dejado plantada una botella vacía. La gente la sortea al pasar, se orilla y luego recupera su camino. Coches de paseo con niños, sillas de ruedas, mujeres con carros de comprar… Nadie la retira. Ni yo tampoco. Paso ante ella con prevención y allí la dejo sola. Como si su presencia fuese necesaria; como si debiese ser obligado poner pensamiento en los pasos y un extraño temor en la relación con ese cuerpo fuera de lugar. He visto hacer lo mismo con los pájaros muertos y los mendigos con pequeños caballetes de cartón («Español. Necesito ayuda») que invaden nuestras calles.

 

La caída cansada de la nieve, que va deletreando algo sobre los pavimentos. Coágulo general. Todos los seres saben menos cuando se mueven con dificultad sobre este territorio jabonoso. Pisadas y neumáticos la van convirtiendo en una baratija.

Mil millones de animales muertos. Seis millones de hectáreas abrasadas. Cientos de miles de personas evacuadas huyendo despavoridas hacia las playas por carreteras tomadas por el humo. Arde el continente australiano. Lo que más inquieta en las imágenes de la televisión es que nos reconozcamos tan próximos a las víctimas, a sus viviendas dejadas atrás, a sus enseres. Sus ropas son las nuestras, sus casas se asemejan a los chalets de nuestras mismas urbanizaciones, reconocemos los perros que llevan en brazos mientras escapan a todo correr con grandes fardeles o salvando lo que puede caber en un carrito de supermercado. Ya no son aldeas de Haití ni poblados indonesios de construcciones precarias. La furia de la naturaleza puede con todo. ¿Lo habíamos olvidado? El aviso está en los umbrales de lo que creíamos inexpugnable. Pero los políticos no se atreven a detener la voracidad del sistema económico: producción a toda costa, excitación del consumo, pingües negocios entre corporaciones de signo internacional y gobiernos. Mientras tanto, el planeta se desmanda. Y todo irá a más. Pero ya estarán previstas razones para dejarlo que siga muriendo. Vendrá luego otro orden para el mundo. Y se revolverán las fichas para empezar la misma partida. Siempre es así.

Mi olvidada tierra. Pobre, desasistida y a merced del oleaje de la inadvertencia. Ahora quieren que cambie de amo. Para seguir desapareciendo pero de otro modo. Nadie contará nunca con ella: su destino es el retroceso; su defensa, el ensimismamiento. Como escribió una vez Ignacio Sanz: «los de los pueblos, al menos en esta tierra, somos como la sábana de abajo: siempre estamos en el peor sitio». Zamora.

 

Por el patio de vecinos sube el grito lastimero de esa madre anciana, ganada poco a poco por la demencia. Una y otra vez pronuncia a voces el nombre del hijo, que ha tenido que dejarla sola —cada día es así— para ir a trabajar. «¡Juan Luis, Juan Luis!». Las sílabas sollozantes ocupan el aire detenido de la mañana del domingo, que de pronto se hace incómoda para sustentar sobre ella los hábitos extraordinarios de los días festivos.

 

No puedo olvidar a aquel perro que gemía con desconsolación insoportable y arañaba la puerta con uñas desesperadas cuando los vecinos lo dejaban solo por las mañanas en el piso («Crece en los pisos/ el aullar de animales intranquilos», decía en aquel poema Esther Zarraluki). Hay algo aún pendiente de explicar en este nuevo culto exacerbado a los animales en la vida urbana. Se piensa que hay que hacerlos parecidos a nosotros para lograr que sean respetables o más felices. Y entonces se les ponen nuestros mismos nombres, se les viste de gala en las ocasiones, se les pasea abrigados en cochecitos de bebé, se les ponen gorros para la lluvia, se les lleva a peluqueros y psicólogos, se exige que nos acompañen allá donde debemos ir: comercios, cafés, playas… Se ha acomodado a los animales a nuestros hábitos —para no tener que desprendernos de ninguno de ellos— y no al revés. Se les encierra en pisos sin más función que la de la compañía. Se les saca al aire a soltar sus excesos (las manchas y los olores no convienen en el interior de los domicilios asépticos). Se les castra para que no den problemas. Se les llama mascotas: han perdido la dignidad de su naturaleza de seres vivos. Cuando mueren, se pide a los niños que oculten la noticia al abuelo el día que toque ir a verlo a la residencia.

 

Descubro en los anaqueles de la droguería un champú a base de pectina de fruta y aceite de pistacho. Tiene el color del pippermint aquel que bebíamos de jóvenes mezclado con granadina y Licor 43 (se llamaba semáforo a aquel bebedizo empalagoso). De acuerdo. Me aplicaré ese champú en recuerdo de aquellas exageraciones de la primera juventud en que bebíamos eso nada más que por razones cromáticas. Dulzor que luego nos provocaba efectos horrorosos. Confío en que este champú no acarree una resaca capilar.

 

No prospera la planta del salón. De pronto las hojas empiezan a contraerse, sin ilusión por la luz. Hay que reemplazar el tiesto por otro mayor. Lo hacemos así. Nuevo tiesto y nueva tierra. Y la planta de nuevo a su sitio, junto al reloj de pesas. Estos primeros días la miramos largamente como se mira a los convalecientes, con el disimulo de quien busca con denuedo signos de salud en la aridez de su aspecto.

 

AVES DE INVIERNO

I

Fiesta alta y fría.
Aletazos y gárgaras.
Pronto, estampida.

II

Adversa luz,
chanchullos en las ramas
y vuelo al Sur.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comments on “Los cuadernos pálidos (8)

  1. Álvaro Valverde

    Excelente, como siempre. Así se puede empezar bien el día.

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