Creación

Posos de café

Un relato de Pablo González.

Posos de café

/un relato de Pablo González/

Eduardo Bustos era hijo de El Uruguayo, un viejo café que pasaba por común en otros tiempos y por rareza en éstos. El local, abierto hacía tanto por los exiguos ahorros de un emigrante retornado, que de ahí su nombre, tenía una larga barra de pulida madera y fresco mármol, unas cuantas mesas acostumbradas a juego y tertulias, vidrios abundantes en número y solera y una ruidosa cafetera que presumía del mejor producto de la redonda. El Uruguayo era, ante todo, una parroquia familiar, donde lo consumido requería digestión lenta y conversación reposada y todos recibían y despedían por el nombre de pila. El periódico se leía en común, con debates casi parlamentarios donde unos comentaban, otros maldecían y muchos lamentaban tantos titulares merecedores de lamentación. Aquel café era la segunda casa de Eduardo Bustos, por días la primera, y había sido su instituto y universidad. Allí aprendió lo que no venía en los libros, y también algo de lo que sí venía, mientras escuchaba compendios y tratados de verbo simple e ideas claras, dictados por sabios cronistas, chiflados para algunos, y muy lejos de poseer oposición a cuerpos docentes. Aprendió, sobre todo, a escuchar, haciendo suya una máxima repetida de cuando en cuando por aquellos lares: para saber decir, aunque fuese un poquito, primero había que saber oír. Y no es mala lección, por cierto, viendo la cantidad de sordos parlanchines que abundan por ahí. El Uruguayo gozaba, además, de una peculiar y casi nunca vista relatividad einsteniana: el tiempo allí andaba distinto, acaso porque pocos miraban el reloj o porque lo contado y sentido instaba a olvidar el minutero, a escapar de la angosta realidad que esperaba puertas afuera. Sí, el viejo café era refugio sanador para Eduardo Bustos y otros pocos; y en esa escasez residía, ciertamente, el problema fundamental. Eran pocos, y cada fin de mes El Uruguayo se enfrentaba a la titánica tarea de cuadrar unas cuentas ingobernables. De hecho, un parroquiano algo huraño al que se tenía por docto contable, dedicado a administrar fincas por el día y a malhumorarse entre licores por la noche, solía confirmar el miedo de todos: un negocio así no era rentable en el mundo de las prisas, los bits y los fuegos de artificio; no innovaba lo requerido, no creaba productos de nombre exótico ni analizaba las tendencias y deseos de un público cada vez más dinámico y exigente. Por lo visto, el mundo avanzaba vertiginosamente y el local era incapaz de abandonar su zona de confort y adaptarse al cambio, o algo así. A decir verdad, muchos de los clientes eran tan viejos como el propio café, la economía andaba regular y las largas tertulias solían arreglarse con un par de cortados y media docena de churros. Los números arrojaban un rojo de vergüenza, reverdecerlos parecía quimera, y entre renovarse o morir, el viejo café decidió morirse. Cosas del libre mercado, supongo, y justo sería recordar que ningún gobierno se presentó con la peregrina idea de subvencionar algún paciente y amable café, siquiera para tenerlo de guardia un par de días a la semana por razones de salud pública.

Habían pasado ya unas cuantas semanas tras el cierre cuando, un tanto huérfano de cobijo y cafeína, Eduardo Bustos se topó con la apertura de un nuevo establecimiento. Cercano a la estación de ferrocarril en la que desembocaba cada mañana de camino al trabajo, que de algo hay que morir, tenía nombre anglo y pinta de flamante coffee shop dispuesto a sustituir lo que ya nadie parecía querer. «Pues allá que entro, a ver si hay para tanto» murmuró, «No se me vaya a acusar de dinosaurio ludita». El nuevo café, espacioso, de luz tenue y relajante hilo musical, presumía de unos cuantos mensajes optimistas caligrafiados por doquier y, para qué negarlo, de elegante decoración digna de agencia de diseño. «Tal vez me acostumbre a esto» musitó Eduardo Bustos, aunque no tardó en torcer levemente el gesto al comprobar la ausencia de barra, ese monolito a la terapia del codo con codo, tan necesaria en tiempos de loqueros a mucho la hora y superventas de autoayuda. En su lugar había un par de mostradores con sendas filas para ordenar comanda, y allí se dispuso diligentemente Eduardo Bustos en tanto que estudiaba un enorme panel que dominaba la estancia y detallaba profusamente una multitud cafetera sin parangón. Acostumbrado a café solo, cortado o con leche, y si acaso en taza grande, observaba con desconcierto la variedad de género y el rápido avance de la fila. Su turno llegó y, lejos de pretender molestar al joven dependiente con cuestiones sobre tal profundidad de catálogo, pidió con fingida decisión un café latte; al fin y al cabo, aquello tenía pinta de café con leche. Los cambios mejor de uno en uno, no se fueran a atragantar. A su solicitud sucedió una larga serie de ofrecimientos y preguntas, cual mayéutica socrática consagrada al mercadeo: «¿Te lo pongo para llevar?», «¿Te apetecería acompañarlo de un muffin?», «¿Me permites recomendarte nuestro nuevo @#!*?», «¿En efectivo o tarjeta?». Eduardo Bustos, abrumado y percibiendo las primeras gotas de sudor en su desnuda frente, balbuceó tímidamente, «No gracias, solo un café con leche… perdón, café latte”, mas el dependiente y su sonrisa postiza seguían en sus trece: «¿Lo quieres personalizado?» «¿Disculpe?». El robot de limpio uniforme dictó la lección aprendida: «Nuestros clientes son lo más importante para nosotros, queremos que os sintáis especiales. Si lo deseas, podemos incluir un lettering personalizado con tu nombre en el café por tan solo cincuenta céntimos». «En El Uruguayo todo el mundo me llamaba por mi nombre gratis» acertó a farfullar para sí el bueno de Eduardo Bustos. «Gracias, solo el café».

Fue a una esquina a hundirse en un sofá y a observar medio perplejo las apresuradas idas y venidas de la fauna local, formada principalmente por repeinados tipos de mediana edad, lectores de salmón digital y traje ajustado y por estudiantes de aerolínea low cost y manzanas mordidas. La estancia era un trajín de café dulzón para llevar, wifi para quedarse, y gentes enfrascadas en cacharros de última generación. Incapaz de encontrar una mirada de complicidad, una sonrisa que diera pie a charla, Eduardo Bustos sacó un ajado libro de poemas, viejo amigo que evocaba tranquilidad cuando todo parecía tambalearse, leyó un poco y pensó más. ¿Habría sitio en los nuevos cafés para el humano anhelo de narrar, de escuchar, de escapar por un instante de la cárcel de carne y hueso? ¿Habría sitio para algún contador de cuentos? ¿Habría llegado, finalmente, la hora del yo exclusivo, impar, ajeno al nosotros? Entonces imaginó, aliviado, a hombres y mujeres de otras eras contando historias, tal vez las primeras, a la lumbre de una hoguera primitiva.

Sí, definitivamente los nuevos cafés eran más aburridos que los viejos.


Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comments on “Posos de café

  1. ¡Magnífico relato! Consigue rememorar el detallismo de antaño… Saludos 🙂

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