Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (10)

Tomás Sánchez Santiago escribe sobre acacias podadas, toscos grafitis, el misterio de una silla vacía o el chasco de una sociedad que se creía antibiótica.

/ texto de Tomás Sánchez Santiago / fotografias de Encarna Mozas /

A lo largo de la calle se extienden, como una pelambrera tonta, los ramajes sobrantes que los operarios han podado de las acacias. Quietos así, en enormes manojos separados, dan esa visión material estremecida de lo que ha de eliminarse para que vuelva de nuevo a los árboles la canción de las renovaciones. Y mientras nadie se encargue de recogerlas siguen ahí día y noche esas enormes madejas leñosas, entre los automóviles aparcados y junto a los troncos pelados de donde salieron, como una amputación que no puede desentenderse del todo del miembro abandonado.

«Pronto será tarde». Leo este grafiti tiznado con churretones toscos (y eso lo hace todo más urgente, más creíble). Es una llamada a la vida, procedente directamente de aquel carpe diem que ha ido atravesando bajo distintas versiones el arco de los siglos. Ahora un vecino del barrio de Pinilla (adivino una mano joven y nocturna) lo ha dejado plasmado así en un puente de mi ciudad. Pronto será tarde, sí. Antonio Machado se hizo cargo, también entre adverbios, de ese mismo aviso; pero él lo convierte en una suave invitación amistosa: «Hoy es siempre todavía».

Imágenes sangrantes las que llegan de Lesbos. Turquía ha azuzado con engañifas a los inmigrantes retenidos en su territorio, con suculenta propina europea de por medio, y se les ve así, hostigados primero por la guardia turca; luego por la policía griega; después por los guardacostas; por fin, por los grupos ultraderechistas… Pateras tiroteadas, motores reventados en las embarcaciones para dejarlas a la deriva, mujeres humilladas, niños sufriendo los efectos de los gases lacrimógenos. ¿Y Europa? ¿Qué hace otra vez Europa? Admite estos sobreexcesos de los griegos con tal de recordar a los turcos que se les paga para que sean la guardería que debe contener a quienes no pueden pisar la parte noble del continente. Porque esos no son de los nuestros, no nos conciernen. «El ser humano se compone de alma, cuerpo y pasaporte», decía Stefan Zweig.

Pedagogía en la calle. Para aprender las vocales hoy solo hay que leer tanto letrero público como nos sale al paso:

«GANGA. CASA BARATA»

«SE VENDE»

«SÍ WI-FI»

«COMPRO ORO»

… ¡Uuuuffff!

Arman jaleo los escolares entre las tumbas. El joven profesor, sentado con indolencia a la puerta de la capilla del cementerio, les ha encomendado una serie de ejercicios necrológicos, luego los ha soltado a su aire y la chiquillería se desgañita correteando alegre por esos espacios en busca de Jorge Guillén, de Gerald Brenan, de la tumba de la pequeña Violette, muerta con un año de edad (su epitafio tan conmovedor: «…ce qui vivent les violettes»). A mí, que voy de visitante, no me molesta su jolgorio; es un jolgorio parecido al de los pájaros y propaga en el lugar algo semejante al aliento de la vida. Incluso ayudamos a algunos jóvenes detectives en su rastreo. Ante la tumba de Brenan («Escritor inglés. Amigo de España», se lee en la lápida), una mujer inglesa dejó en silencio unas flores recogidas espontáneamente por allí cerca. Hay humedad antigua —la oscura humedad del olvido— en las enramadas y entre las zarzas. Soldados, marineros, diplomáticos reposan aquí. Al lado unos de otros. Esta fraternidad de huesos invita a cuestionar intransigencias de todo tipo. Es el lugar también elegido por los poetas que desearon seguir, más allá de la vida, sin pertenecer a ningún ordenamiento del mundo. Málaga. Cementerio Inglés.

Qué mueble tan misterioso es una silla vacía. Frente a los otros muebles, la silla es el que más intimidad guarda con el cuerpo. Lo sabe todo de él. Lo hemos acomodado a su arquitectura; se han plegado a ella músculos y tendones; nos hemos frotado contra su respaldo erizado. Nada como una silla conoce el ruido de nuestra sangre. Cuando se vuelve a quedar vacía, dura en ella la memoria del cuerpo que la ocupó. Hay algo todavía inconcluso en una silla vacía, algo que no ha terminado del todo. El cuerpo que ahí estuvo. Se ha ido pero lo estamos viendo. Nos concierne.

«Ahí viene la plaga», decía la vieja canción de Enrique Guzmán. Ahora nadie quiere hablar de plaga o de calamidad para referirse a este emponzoñamiento ubicuo que nos ha atenazado la vida. Se prefiere hablar de crisis, vocablo menos definido, más moderno, sin aquella resonancia bíblica que parecía aludir a un castigo merecido. La crisis del coronavirus. Eso se lee y se oye en los medios para hablar del monstruo invisible y tentacular que ha ocupado nuestro espacio y nos ha metido a todos en casa. Quizás se quiere hacer creer que se parece a otras crisis que hemos padecido. Por ejemplo, al comportamiento sibilino y artero de los bancos o a los gobiernos de conductas más o menos putrefactas. Esta vez la mortalidad sería su consecuencia, comparable a los despidos o a la angustia social por los desahucios o las hipotecas. Cuando se la vio de lejos, no se quiso avisar de que venía. En el fondo, hay siempre resistencia a abandonar la normalidad, a aceptar que se está entrando en un territorio desconocido, salvaje y sin reglas. Por eso todos los países de Europa han tardado en dictaminar medidas contundentes. El Estado del bienestar se iba a resquebrajar demasiado. Ya lo ha hecho. Y cuando nos han querido explicar qué ocurría era ya tarde y lo estábamos viendo de cerca: fue como trazar el mapa a la misma vez que nos íbamos adentrando todos en el espesor del bosque. Nuestra sociedad antibiótica, que nos había hecho creer que éramos invulnerables, se ha llevado un buen chasco. Y estamos desconcertados. Esta agresión no se arregla por vía diplomática ni con enjuagues económicos. Y así seguimos todos, en esta estabulación general domiciliaria. Asomando la cabeza por el portillo de vez en cuando. Inventando un orden de vida en unos metros cuadrados. Pasando bajo los espejos para no encontrarnos demasiado con nosotros mismos.

NUEVE ESTAMPAS DE NUEVE DÍAS

16 de marzo. Fandango en lo alto: en las calles céntricas, tan vacías, se oyen solo los pájaros de marzo encaramados en las farolas y en las ramas peladas de los árboles. Enseñoreados de todo, pían con alegría en este escenario sin bocinas ni sirenas. Hacen ellos el único sonido en la película muda que de pronto es la vida.

17 de marzo. Por fin el orden se ha trastocado: son ya los perros los que salen cada día a pasear a sus amos.

18 de marzo. Pronto vendrá el desfile de gurús a manosearlo todo con sus explicaciones. El orden será este: primero los psicólogos (preferentemente infantiles) a explicar las reacciones provocadas por un encierro tan largo; luego llegarán los abogados matrimonialistas ofreciendo sus servicios; por fin, cuando todo haya pasado aparecerán los sociólogos a hacer carne picada con las estadísticas. Los pensadores y los poetas, tan solicitados ahora, habrán regresado a su lugar natural, a la penumbra desatendida.

19 de marzo. Sin nada que ofrecer. A cal y canto. Mejor que nunca, el bar del barrio exhibe precisamente ahora ese rótulo premonitorio e insistente que inquieta mucho. Café El Olvido.

20 de marzo. Los escasos viandantes vamos atravesando calles con lentitud pacífica en busca de tiendas abiertas. Al cruzarnos nos miramos con cierta hostilidad, como aquellos transeúntes de los cuadros de George Grosz en la Alemania anterior a los años treinta.

21 de marzo. El escaparate de una sucursal bancaria aparece todavía empanelado por un anuncio estrepitoso para solicitar créditos. VIVE LA VIDA, se lee una y otra vez. Ese es el argumento. Y luego palabras sobresaltadas: BIENESTAR, VIAJES. En la soledad de esta mañana, parecen muecas burlonas que ya no van dirigidas a nadie.

22 de marzo. Ambulancias de cuyas fauces salen camillas, rondas lentas de patrullas de policía, motos de abrumadoras incandescencias, furgones. Es la hora de los uniformes que administran el miedo. Sí, pero ¿quién cuida del mundo?

23 de marzo. La obsesión por leer novelas y ver películas alusivas al tema de la pandemia, ¿no podría responder al interés ilusorio por creer que esto que estamos viviendo es también otra ficción?

24 de marzo. Por cortesía conyugal, acepto hacer media hora de gimnasia casera cada mañana. Son ejercicios para principiantes, naturalmente, pero si los hubiera habido para neonatos me hubiera apuntado a ese nivel. Voy obedeciendo al animoso instructor. De pronto, mientras a duras penas yo sigo echando el bofe, él proclama: «¡Quiero ver esas sonrisas!». Y a renglón seguido nos habla de las suculencias de Nutrilite, el producto que patrocina el programa y que «te da la solución». Me detengo en seco. Hasta ahí podíamos llegar. Ni en estas circunstancias dejan de acosarnos por cualquier rendija para seguir excitando el consumo.

CANCIÓN DE ÁNIMO

No te vengas abajo, corazón.
Tú nada has de saber de esos pozos
nocturnos que llenan de trallazos
el alma de las cosas.

                            Ánimo, ánimo,
sigue, mi pequeño cordero atormentado,
sigue adelante, álzate ahora y busca
pasto aunque sea entre las flores últimas
del día

y no hagas caso nunca
de ese sabor a lágrimas,
a pescados oscuros
que arrastra el aire hasta los callejones
donde hombres abandonados tiran sus ropas
a la cal, llenas de pesadumbre
y aún con restos hirvientes del amor.

Ahora tú
alza la cara, alza
la voz
y canta sin crujidos,
corazón mío,
suelta tus huevas blancas otra vez
y aguanta el oído contra el mundo

aunque oigas solo
ahí
el jadeo asustado
que a todos nos retiene
en la espesura atroz de nuestros domicilios.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

1 comments on “Los cuadernos pálidos (10)

  1. Muchísimas gracias por tan bellas palabras, que nos hacen poner el foco, con nostalgia pero con esperanza, en las cosas importantes de la vida.

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