Cuaderno de espiral

La calle

«Si la calle fue la Vía Láctea de las peripecias que salvaron mi niñez, es hoy la nube engendradora que todo lo empapa y nunca se desentiende. Soy calle como soy infancia. Y estoy muy agradecido». Una nueva entrega del 'Cuaderno de espiral' de Pablo Luque Pinilla.

/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /

Todo cuanto me define, cuanto ha labrado y edifica mi andadura, adopta en algún momento la forma de una calle; o de un descampado, o de un solar abandonado. Demorarse sobre este asunto es trazar en el lienzo parte de los enigmas que comprende el rompecabezas de mi vida, explorar coordenadas sumergidas en un pozo de asombro y sombras en iguales partes. Entender la costumbre de aferrarme a cuanto para mí hay digno de consideración y apego en el mundo. Porque la calle es la casa de mi infancia, el enclave de los primeros descubrimientos ―iniciáticos, que dirían los cursis―, el hueco por el que me adentré en la existencia apoyado en la curiosidad salvaje y pura del niño. La que me condujo por el vericueto de correrías imposibles entre enclaves interurbanos a medio construir. Por el mapa de candorosos y admirables proyectos de futuro que nuestros progenitores urdirían, y que me proporcionaron, antes que nada, ay, un hogar a la intemperie. Un lugar para las primeras amistades con quienes vagabundear en pandilla ―ese concepto mucho más atávico y significativo que la mera agrupación de chiquillos―, con quienes lograr el enraizarse de las más íntimas e indelebles vivencias. Porque la calle fue el espacio de los encuentros y la lucha, del juego y la disputa, del silencio en compañía y el grito en soledad. El desahogo de mañanas y tardes de polvo, sudor y suciedad durante jornadas interminables, acompañadas de una dicha inefable, donde divertirse y aburrirse eran el haz y el envés de una hoja ampliamente desgastada. También la magia que las aceras llevaban hasta las manos enlazadas con esa novia o algo que se tuvo ―igualmente callejera―, que desencadenaba un redoble de angustia enamorada en la boca del estómago. (¿Dónde habitarán ahora los segundos de aquel reloj que le di y que luego marcó el momento de su adiós?) Ya lo dijo Bataille ―y lo usó Savater para su libro―, la escritura es la infancia recuperada ―o recobrada, como gustaba a Jaime Gil de Biedma―. Y la mía es un argumento sobre el asfalto de una calle a cualquier hora, como un caudal del que extraer una energía pocas veces sospechada, que se traslada inevitablemente a la obra. Una potencia avivada, asimismo, con cada descubrimiento que se hacía, con cada bicho perseguido, con cada lagartija, con cada grillo o saltamontes escapándose de entre los dedos. Porque no ha habido mayor sensibilización ecológica en mi formación que tener entre las manos el plumón caliente y tembloroso de esos pájaros que cogíamos vivos para verlos de cerca, incluso hasta para medirlos, fantaseando que éramos naturalistas, y luego soltábamos felices, estremecidos por el don de tanta vida evaporada desde nuestras propias manos.

Pienso en mis hijos y creo que no lo he conseguido. Traté de inculcarles esta pasión por la calle ―que es pasión por las afueras del alma―, por las promesas de fósforo a destiempo que en ella siempre te aguardaban, por el sobresalto detrás de cada nuevo rostro que de repente acababa apareciendo en el declinar de cualquier día.

―Son otros tiempos ―nos decimos.

«Son otras las hechuras», me digo. Porque para muchos de mi generación la autoestima se acrecentaba en parte con la experiencia de la calle y el calor que los amigos nos procurábamos. En ella aprendíamos a cuidarnos o a pelearnos, ya se ha dicho, sin que nadie resultara realmente dañado ―conocíamos los límites del juego/juego―, y sin dejar de estar contentos. Porque sobre todo aprendíamos a querernos, sin saberlo, a buscar ser uno siendo todos, sin pretenderlo, incluso en los errores. Y, si no siempre lo lográbamos, se nos brindaba la oportunidad del aprendizaje que nos haría reflexionar y corregirnos de adultos. No en vano, me pregunto si no habremos sobreprotegido a nuestros hijos. Y no lo sé. Esta cuestión crucial no debe quedar a la improvisación, pues las grandes carencias de afecto en la edad temprana tienen consecuencias desastrosas en el camino de cualquier persona, pero sin la calle algo se extravía en el embrollo educativo. La lección que procura de lo inesperado, a través de la sorpresa y la aventura, te regala enseñanzas impagables.

La calle es ahora un punto de partida que escojo, un sitio cálido en mi memoria, una compañía para el hombre en el que vivo. A ella recurro para resolver enigmas y conflictos, y para mejorar defectos. Porque ser calle, en mi caso, es lo más parecido a ser niño. Lo que resta son los márgenes de una página que ya fue escrita y, lo queramos o no, la existencia es una nota al lado, o al pie. Lo fundamental es extraer el motivo de los párrafos centrales. Miro a mi alrededor y a menudo veo adultos desesperados por ser calle, por correr sin rumbo prefijado, por disfrutar, por un momento, de una tempestad de fugacidades en el aire, donde la pérdida es ganancia y el tiempo que se va es tiempo que se queda ―a ratos yo también soy uno de ellos―. Por eso entiendo que si la calle fue la Vía Láctea de las peripecias que salvaron mi niñez, es hoy la nube engendradora que todo lo empapa y nunca se desentiende. Soy calle como soy infancia. Y estoy muy agradecido.

[EN PORTADA: Infancia, de Olga Prin]


Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.

3 comments on “La calle

  1. Excelente!. Me encantó. Me despertó recuerdos y nostalgias.

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