Estudios literarios

Los flatulentos

Antonio Costa se despacha contra los escritores Michel Houellebecq y Tom Wolfe, autores, dice, de libros fastidiosos y vacíos.

/ por Antonio Costa /

Vivimos la religión de la Fama. Si te haces famoso, ya lo tienes todo hecho: te conviertes en un ser santo para los que no tienen criterio, o sea, casi todos. Los medios de comunicación y las fábricas de lectura fabrican a un Triunfador que les resulta muy rentable aprovechando sus tics. Si hablas contra él cometes un sacrilegio, o es que quieres destacar, o es que le tienes envidia. Eres un blasfemo o un outsider, cometes el crimen de juzgar por ti mismo. Y luego te vienen con que hay que ser muy frío, hay que razonar nada más, hay que soltar datos y fórmulas como las máquinas o los seres académicos. No puedes escribir con la vida, con tu ser, con la lucidez que te da el conjunto de tu ser, mucho más lúcido que todas las fórmulas y los diagramas muertos. Te dicen: para hacer crítica, olvida los sentimientos.

Primero: ¿quién eres tú para darme órdenes, para decirme que olvide los sentimientos? Los sentimientos profundos son más lúcidos que las razones formularias y mecánicas. Y la pasión en sentido profundo (intuición, sensibilidad, ver intensamente sin cortinas) es mucho más lúcida y abierta que las cuatro fórmulas de la lógica y los datos muertos. Al comentar un libro no importan nada los datos ni los esquemas muertos, ni las supuestas técnicas, ni decir «fulanito ha armado un artefacto perfecto» como si fabricara un coche: importa la atmósfera, importa que captes el alma del libro y del escritor, el tufillo que suelta, y si no tienes olfato te jodes. Ya lo sé; los técnicos, por encima de todo, no creen en el alma, no creen en la atmósfera, pero ésa es la base de toda creación, y si no hay atmósfera no hay nada, si no tiene vida un libro está muerto, por muchos diagramas y geometrías que le apliquemos. Segundo: yo no escribo críticas académicas, me la sudan las críticas académicas, yo escribo comentarios vivos llenos de vida.

Para escribir este texto vivo (y nada frío, y nada mecánico, y nada lleno de fórmulas frías) pensé en tres individuos. El primero es el inefable César Aira, que lo mata todo, pero de él ya escribí recientemente. Los demás son el fascista vacuo Houellebecq y el triunfador grasiento y dispéptico Tom Wolfe (que no el grandísimo y muy vivo Thomas Wolfe de la generación perdida, el Wolfe de verdad, ojalá la gente no fuera tan pasmona y lo leyera más a él con su vitalidad incontenible). Que me castiguen los dioses de la fama chirriante y de las superventas. Vade retro por la blasfemia contra los Famosos Sacrosantos.

De Houellebeq me centraré en Las partículas elementales, esa inanidad a la que dieron tanta importancia. Una amiga me lo regaló y después de leerlo se lo devolví: no quería tener ese libro en mi casa. Tu biblioteca dice lo que tú eres, pensé, y no quiero que se equivoquen tanto conmigo. Me hablaban de ese libro como si fuera algo sensacional, se creó un papanatismo a partir de unos titulares de periódico, y todos se dejaron arrastrar como borregos.

Ese libro es la nulidad y la gilipollez pura; no solo es un libro estúpido, sino fastidioso y vacío. Un tipo se pone a acumular tonterías porque le pegan una paliza a su hermano en el instituto. Dice que eso es una consecuencia de la contracultura de los años sesenta, como una ursulina habla de la descomposición moral de los sesenta, y lo confunde todo; mezcla a los hippies espiritualistas que no matarían ni una mosca con el criminalismo de Charles Manson.

Quiere mano dura y moralismo al canto. Y está de enhorabuena ,porque a partir de los años setenta se ha producido una reacción conservadora imparable, de la mano de la tecnocracia triunfante que denunciaba la contracultura. El tipo llega a decir que está bien lo que muestra Aldous Huxley en Un mundo feliz. En ese mundo se controla totalmente la vida de los individuos dándoles unas pastillas, programándoles el comportamiento. Y este sucedáneo de escritor dice que eso es bueno. Dice que las críticas son una hipocresía y que está bien manipular la conducta de la gente con pastillas, para que nadie se desmadre.

Pero no solo eso: el tipo dice que la raza humana se está acabando y vendrá una raza superior diseñada científicamente, y todo lo que define al hombre y se retrata en la literatura desde Shakespeare a Dostoyevski, ya está obsoleto. Los seres solo son un producto, algo fabricado. Es el nazismo en cueros vivos. ¿Qué nos aportan esas Partículas más que un mecanicismo miserable de revista dominical?

¿Y su estilo? ¿Pero acaso tiene un estilo? ¿Tal vez esa aspereza, ese tono directo del que nos dice que no es políticamente correcto? Pero eso no es nada; es solo una santurronería al revés, buscar la publicidad por el sensacionalismo.

De Tom Wolfe me centraré en el reportaje Ponche de ácido lisérgico. Ese tipo que es puro gas, con ese aspecto grasiento, con esa sonrisa flatulenta de triunfador norteamericano, de simplón capitalista que solo cree en ganadores y perdedores.

Hubo en los años treinta un Thomas Wolfe que sí que era un gran escritor, el autor de El tiempo y el río, El ángel que nos mira: ése era el verdadero Wolfe. Su escritura torrencial se adelantó a los beat y nos llenó de entusiasmo y vitalidad. Pero la gente solo lee dócilmente lo que le dicen los grandes periódicos, y ese Tom Wolfe dicen que inventó el nuevo periodismo. Pero si el nuevo periodismo consiste en periodismo vivo y literario ya lo inventó mucho antes Mark Twain. Y lo hizo mucho mejor Truman Capote.

Parece mentira que precisamente este Wolfe hinchado y gaseoso escribiera Ponche de ácido lisérgico, un libro sobre esa caravana de escritores y borrachos que cruzó Estados Unidos mirando alucinada el país y rompiendo con los gregarismos. Pero el simplón de Wolfe, admirador del capitalismo como religión del triunfo, iba con ellos y no se enteraba de nada, no comprendía el impulso que los movía.

Él admiraba todos esos complejos de edificios vulgares que plagaron Estados Unidos y que llenaron los bolsillos de los especuladores, él admiraba el dinero y el triunfo. Y no tenía nada de literario, no tenía vida ni sangre. Viajaba entre un montón de alucinaciones, pero él solo pensaba en la cuenta corriente y el desarrollismo consumista, admiraba ese consumismo como algo máximo.

Wolfe me parece el más vulgar y grasiento de los americanos. Sus libros se venden como hamburguesas flatulentas que hacen hincharse los carrillos a los devotos yanquis del triunfo y sus acólitos europeos. En La hoguera de las vanidades exalta el éxito capitalista a cualquier precio, para él es un gilipollas todo aquel que no aprovecha las posibilidades del sueño americano de rentabilidades.

Wolfe pone en las portadas de los libros esa sonrisa gaseosa y repugnante. Me gustaría enfrentarlo con Bukowski , ponerlos a los dos en un garito perdido de Arizona y que Bukowski le pegase unos cuantos cortes a su retórica triunfalista y flatulenta. Me gustaría que Bukowski cogiendo una cerveza con la mano le diera un par de lecciones de contundencia y de vino. O le plantara unos cuantos sopapos intelectuales.

[EN PORTADA: Michel Houellebecq imparte una conferencia en Porto Alegre (Brasil), en 2016]


Antonio Costa Gómez, nacido en Barcelona en 1956, afincado actualmente en Salamanca, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió filología hispánica e historia del arte y hoy es profesor de literatura en enseñanza media. Ha publicado libros en todos los géneros literarios: Revelación, El tamarindo, Las campanas, La reina secreta, La seda y la niebla, etcétera, con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de Amantes de Teruel en 1985. Con Las campanas llegó a la última votación del Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.

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