/ por Antonio Costa /
¿Por qué no leen libros de historia?
No quieren literatura. Hay obras muy literarias y muy intensas inspiradas en asuntos históricos, pero no es eso lo que más vende. Las novelas de Walter Scott se inspiraban en la historia, pero eran ante todo literatura con sus brujas, sus vagabundos solitarios, sus seres que parecen otra cosas, sus secretos escondidos durante generaciones, sus castillos en ruinas, sus lazos misteriosos. Memorias de Adriano de Yourcenar tendrá mucha documentación histórica, pero es ante todo literatura; la búsqueda de una serenidad imposible; un yo que habla continuamente desde la nostalgia, que se busca a través de las memorias y de los años. Y otras son aún más rabiosamente literatura. Literatura, es decir, intensidad, subjetividad, pasión, expresividad, magia de las palabras, estilo. Como La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, que llega al delirio total en la búsqueda del sentido de la creación y del absoluto. Como Heliogábalo o el anarquista coronado de Antonin Artaud, en que el loco de Rodez puso en el emperador romano sus propios anhelos anarquistas. Y cuando Shakespeare hace literatura sobre Julio César, sobre Hamlet, sobre Enrique V. Nadie le pide que exhiba documentación: le piden que ponga profundidad, que explore en unos temas candentes, que investigue en las entrañas del ser humano, que le encuentre todos los rincones al lenguaje. Se inspira en asuntos históricos, pero hace ante todo literatura, expresión, sueño, subjetividad. Se expresa a sí mismo a través de esos asuntos históricos, indaga en la humanidad inspirándose en ellos. Esos temas históricos están muertos si él no les insufla vida, hondura, literatura. Pero la gente no quiere literatura, no es eso lo que vende. Las obras literarias de verdad, se inspiren en rincones de la historia o en cosas que nos cuenta nuestra tía, rara vez se convierten en best sellers, en obras de consumo. Nunca serán como latas de conserva, como botellas de cocacola. La literatura de verdad llega a cada persona una por una, nunca llega industrialmente a las masas.
Pero tampoco quieren historia de verdad. No quieren leer a los grandes autores históricos, de distintas tendencias. He tenido que leer tantos porque soy licenciado en historia. Tuve que leer los libros del Kovaliov estalinista que lo explicaba todo por la lucha de clases y veía a Stalin incluso en la antigua Grecia. Leí las síntesis de Arnold Toynbee, atrevidas pero llenas de sugerencias. Leí a Sánchez-Albornoz, que dice que España ya es España desde hace milenios, y a Américo Castro, que dice que España es un mejunje de judíos, moros y cristianos. Leí en noches maravillosas, hasta las cinco de la mañana, una historia de España a la antigua usanza, que desarrollaba con detalle la historia de cada rey godo, y qué fascinante resultaba. Era la historia que se basaba en reyes y batallas, pero también y sobre todo en hechos, en cosas que sucedían, y la humanidad parecía el personaje asombroso de una novela. Cuántas cosas han ocurrido, se decía uno, qué extraña es la humanidad. Pero no era literatura: era historia. Y leí las Historias de amor de la historia de Francia, y la Historia de la vida cotidiana, y la Historia de las mujeres, y varias historias del pensamiento. Y una biografía monumental de san Bernardo que era una visión de Europa entera en el siglo XII. Y las historias de la Edad Media de Gustave Cohen, que mostraban toda la grandeza cultural de esa época en contra de tantos tópicos. Y leí historias de América, y cronistas de Indias, e historias de Extremo Oriente, aunque la historia académica de Europa solo se basaba en Europa. Y leí la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo, y fragmentos de las historias de Herodoto. Y leí las explicaciones claras pero apasionantes de la historia de España de García de Cortázar, o las visiones de la España hecha de guerras de Gerald Brennan. Es tan fascinante la historia de verdad, la Historia con mayúsculas. La historia de los que estudian la historia, y se interesan a fondo por ella, y no quieren mermeladas. La historia hecha de trabajos sin fin y de romperse los ojos en legajos o interpretaciones, que también son necesarias.
Pero la gente no quiere literatura ni historia: quiere que le mastiquen la historia, que le den una papilla fácil de tragar. Quiere novela histórica del montón, que se trague como un caramelo, que se tenga en la boca como un chicle. Quiere consumir libros de historia confitada como quien consume gominolas. No se atreven a leer manuales de historia, no quieren leer una biografía de Isabel la Católica, y hay tantas. No, quieren cotilleos fáciles y amenos sobre Isabel la Católica, quieren algo fácil de leer y que no les plantee complicaciones, ni grandes inquietudes. Y eliminan la historia de los planes de estudio pero la gente se contenta con leer esas mermeladas históricas. No quieren el jamón de la historia, lo nutritivo, lo sólido, lo que fue la historia de verdad, quieren esa mermelada que no necesita dientes ni comprensión, que se lee de corrido, que se consume con facilidad. Quieren la amenidad de la historia. Y así aparecen millones de novelas históricas, y los autores pontifican sobre historia, y el lector les pregunta ante todo si se han documentado. No se pregunta si están bien escritas, si les producen vértigo, si tienen hondura, si excavan en el ser humano. Solo si es cierto que la reina estornudó a las tres o que su hijo perdió la virginidad a los catorce. Quieren la historia como diversión, como pasar el rato sin esfuerzo, porque ahora nada tiene que costar esfuerzo, todo tiene que ser como escribir un tuit, igual que se aprende inglés en tres horas con tal fórmula. No quieren alimento histórico, quieren mermelada histórica. Y cada media hora sale una novela histórica que se convierte en un best seller, que no es novela porque no tiene ningún valor literario, que no es historia porque solo es cotilleo barato y no visión profunda. Y consumen novelas históricas como consumen pastillas para la tos o hamburguesas, y las editoriales se hacen ricas con esos productos, que son ante todo productos, que no son creaciones. Y las cifras funcionan, y se mueven las máquinas cobradoras, y se aumentan los balances. Y la maquinaria industrial funciona.
Antonio Costa Gómez, nacido en Barcelona en 1956, afincado actualmente en Salamanca, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió filología hispánica e historia del arte y hoy es profesor de literatura en enseñanza media. Ha publicado libros en todos los géneros literarios: Revelación, El tamarindo, Las campanas, La reina secreta, La seda y la niebla, etcétera, con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de Amantes de Teruel en 1985. Con Las campanas llegó a la última votación del Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.
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