Giulino di Mezzegra

La Victoria de Samotracia en coche de carreras. Fascismo, futurismo y primitivismo (1921-2021)

Pablo Batalla Cueto escribe sobre el desconcierto social ante la revolución tecnológica y las transformaciones radicales de la vida por ella desatadas como una de las causas del fascismo, señalando paralelismos inquietantes entre la eclosión fascista de hace un siglo y la actual.

/ Giulino di Mezzegra / Pablo Batalla Cueto /

No soñábamos con otra cosa más que con la Ilustración y creíamos que la luz de la razón iluminaría el mundo con tanta claridad que ya no se vería por ningún lado ni la ilusión engañosa ni el fanatismo. Pero ahora, cuando vemos desde el otro lado del horizonte, empieza ya a caer la noche con todos sus fantasmas y todos sus demonios. Lo más espantoso es que el mal esté tan vivo y tenga tanta fuerza. La ilusión engañosa y el fanatismo actúan, mientras que todo lo que puede hacer la razón es hablar.

Moses Mendelssohn, en carta a Johann Georg Zimmermann


Léon Bloy detestaba el progreso hasta tal punto que llegó a celebrar el hundimiento del Titanic, «bâtiment diabolique», construcción diabólica, una entre tantas en un tiempo de estrepitosas novolatrías, que derramaba cotidianamente sobre el mundo inventos desconcertantes, fáusticos artilugios que transformaban la vida, que todo lo sólido en el aire desvanecían a ojos vistas. Furibundo, vitriólico, Bloy vomitaba bilis sobre todos los baales dorados de la segunda revolución industrial. Contra el automóvil, en él detectadas «vileza y fealdad, como en todas las cosas modernas», una «máquina odiosa y homicida, que lo mismo destruye inteligencias que cuerpos y que convierte nuestras carreteras en avenidas del infierno». Contra el teléfono, «mecanismo infernal» de «origen tenebroso», causante de una «horrible distorsión de los sonidos humanos», y la máquina de escribir, agente exterminador de la gracilidad de la mano sapiens, ambos un ultraje ignominioso de la belleza seráfica del humano lenguaje.

El mundo se licuaba; sus órganos derretía una suerte de fiebre hemorrágica despiadada. Toda certidumbre vieja se derruía ante los ojos confusos de una sociedad acelerada de cuya alma una angustia sorda se iba adueñando. Prendía por doquier la zozobra de este personaje de una novela de Wenceslao Fernández Flórez:

«De repente, el mundo ha cambiado. Surgen formas de gobierno con las que no contaba y a las que mis profesores no me han dicho si debía amar o aborrecer; la valía de las monedas se achica y el poder del dinero crece; las mujeres nos ofrecen cigarrillos; aparecen danzas que yo no sé bailar; una música incomprensible, una literatura extraña, una pintura indescifrable, me rechazan como a un hombre del cuaternario; súbitamente también, el aire se puebla de aviones, la tierra se cuaja de automóviles; se exige una actividad para la que no estoy apercibido; no he olvidado las últimas diligencias, con su estrépito de ventanillas mal ajustadas, cuando se me invita a volar; me enseñaron a conmoverme con Bécquer para decirme ahora que el amor no es más que una de nuestras necesidades fisiológicas; una juventud sin sombreros, uniformada con gabardinas, innúmera, epidérmica, insolente, brota de cada poro de la tierra, tan desligada de lo anterior, tan lejana del próximo ayer, como si no hubiese tenido padres humanos».

Dios había muerto, atropellado por el metro o por un bólido de Le Mans, o ahogado en un trasatlántico sin botes salvavidas partido por la mitad por un iceberg, o arrojado desde un avión; y, ausente el gato, los ratones bailaban. Dios había muerto y todo estaba permitido; todo era posible y a media humanidad le entusiasmaba, todo era posible y a la otra media le horrorizaba. Y en aquel mareo de luces centellantes y percusiones metálicas, en aquella ebriedad de humo de chimeneas y tubos de escape, una enajenación maligna fue prosperando; una histeria diversa y contradictoria, glotonería fanática, frente al vértigo remolínico del presente, ya de pasado, ya de futuro. Bloy se aferra al pretérito y fantasea con un imposible Medievo resurrecto y un ilímite redivivo de la auctoritas gloriosa de la Iglesia católica: dinamitar los talleres, las fábricas, los túneles, los ferrocarriles de la modernidad demoníaca y restaurar «una época en la que los hombres descuidaron la Cantidad para dirigirse exclusivamente a la Calidad», se maldecía «toda música que no tenga como objeto alabar a Dios» y no era posible el hombre de negocios chicagüense que un día le dijera: «En París tienen ustedes la Venus de Milo, pero en Chicago matamos cien mil cerdos al día». Pero hay la voracidad opuesta de un Marinetti, un futurismo loco, convencido de que «un automóvil de carreras que ruge es […] más bello que la Victoria de Samotracia», partidario —partidario literalmente— de colmatar de hormigón los canales de Venecia y ahogar la luz de la Luna en la de las bombillas de Edison: que «la electricidad logre apagar con sus rayos de yeso deslumbrantes a la antigua reina verde de los amores».

Luditas y mecanólatras, rendir culto a la Máquina o desguazarla, una tesis y su antítesis, diríase que irreconciliables y de las que, sin embargo, una síntesis abracadabrante acabará pergeñándose: la extremosidad pasadista y la futurista unidas, amalgamadas, en la imagen de un jinete genial que embrida al caballo desbocado del progreso y, embridado, vuelve a azuzarlo, pero a azuzarlo con fustas viejas, con órdenes milenarias. La síntesis del fascismo: confluencia, como escribe José-Carlos Mainer, de «modernidad y tradición, conservadurismo y revolución, vértigo y certeza». No destruir el telar, pero ponerlo a tejer banderas arcaicas y sogas para ahorcar a enemigos antediluvianos. Desbocarse hacia atrás, hacia el pasado, reconquistarlo con tanques y bombas atómicas, con crematorios, con quirófanos del doctor Mengele. Aceptar y celebrar la tecnología y sus adelantos, pero consagrar éstos, no a la forja del hombre nuevo, sino a la resurrección del remoto; no a contactar con los marcianos, sino con los germanos de Arminio y los arios de Tule.

Máquinas nuevas para conquistar mundos viejos


La paradoja aparente de una revolución tecnológica instrumentalizada por fuerzas nostálgicas no era en absoluto una novedad bajo el Sol, sino que hacía parte de un fenómeno viejo: la obsesión por el pasado que circunda contraintuitivamente a todos los momentos revolucionarios, científicos o políticos; el fascinante juego doble por el cual la desencadenan tanto como son desencadenados por ella. Toda revolución genera siempre un termidor, todo terror rojo un contraataque de terror blanco, pero la propia revolución nace pretendiendo, no instaurar, sino restaurar; no erigir una jauja, sino reconstruirla. De las dos que inauguran la contemporaneidad, los norteamericanos y los franceses que a través de ellas asaltan los cielos del Antiguo Régimen no lo hacen espoleados por la quimera de un mundo inédito, sino alzando el estandarte de la racionalidad grecorromana frente a la irrazón, el disparate y las arbitrariedades del absolutismo. Como «frenesí trágico de la libertad que sobrecogió un día al viejo mundo trastornado por los recuerdos de la antigüedad clásica, cuya virtud lo embriagó todo cual si hubiera bebido un vino añejo» describía la Revolución francesa nuestro Emilio Castelar. Los revolucionarios se rebautizaban con nombres como Catón, Bruto o Graco; incluso la ciudad de Saint-Marcellin cambia en 1793 su nombre a Termópilas; Saint-Just proclama que «el mundo está vacío desde los romanos; y su memoria lo llena y profetiza más la libertad». «No podían —escribe en 1869 Jacobo Bermúdez de Castro

«[…] inspirarse de las sagradas páginas esos revolucionarios franceses, ateos en general y materialistas; pero, acosados por un fanatismo clásico y un pedantismo excusable cuando más en colegiales, estaban prontos á remedar á los Griegos y Romanos, cuyos nombres imponían á sus hijos, en vez de los consignados en el calendario. Así, objetos eran de su entusiasmo los homicidas Harmodio y Aristogiton, Timoleon el fratricida, Bruto y Manlio, verdugos de sus propios hijos, la madre feroz de Pausánias, en una palabra, cuantos crímenes rechaza la conciencia humana, con tal que estos crímenes fuesen narrados en griego ó en latín».

Del vestimiento de lo nuevo con los ropajes de lo viejo no habla menos el momento revolucionario que había inaugurado la edad anterior: la Reforma protestante, prédica, no de un credo nuevo, sino del desbrozamiento del viejo; del rescate de los dogmas sencillos del cristianismo primitivo del fondo de la maraña de añadidos desvirtuadores posteriores, perpetrados por curias avaras y corruptas. En un mundo que acababa de inventar la imprenta, de confirmarse esférico y de descubrirse más extenso de lo que se creía, y del que sus habitantes también sentían que cambiaba vertiginosamente, los choques de la época eran colisiones entre concepciones distintas de la reverencia al pasado en la que todos creían; formas divergentes de misoneísmo, de rechazo de la novedad que se acusaba a los adversarios de representar. Los protestantes —escribe Jean Delumeau

«no tenían en modo alguno el deseo de innovar. Su objetivo era volver a la pureza de la primitiva Iglesia y desembarazar la Palabra divina de todos los disfraces que la traicionaban. Había que evacuar, aunque fuera por la fuerza, tantos añadidos idólatras y supersticiosos que los hombres, engañados por Satán habían «introducido», «inventado», «forjado» en el curso de los siglos a expensas del mensaje de salvación. […] Pero las poblaciones estaban habituadas a las imágenes, a las ceremonias, a los siete sacramentos, a la jerarquía, a la organización católica. Por eso los protestantes parecieron en muchos casos audaces innovadores y debido a esto se les juzgó peligrosos; suprimían la misa, las vigilias, la cuaresma, ya no reconocían al Papa; repudiaban en bloque el sistema eclesiástico que estaba asentado desde hacía siglos y la institución monástica; devaluaban el culto de la Virgen y de los santos. La verdad es que introducían en el corazón mismo de lo cotidiano cambios verdaderamente inauditos. […]

»Los conflictos confesionales del siglo XVI pueden, por tanto, considerarse como un choque dramático entre dos rechazos de las novedades. Los unos querían desterrar las escandalosas adiciones papistas bajo cuya acumulación la Iglesia romana había sepultado progresivamente la Biblia. Los otros se aferraban al culto tal como lo habían conocido en su infancia y tal como lo habían practicado sus antepasados. Todos miraban hacia el pasado. Ninguno habría querido ser un innovador. El cambio constituía para los hombres de antaño una perturbación del orden; lo inhabitual era vivido como un peligro […]».

Ni siquiera Nicolás Copérnico se sentía heraldo de una novedad cuando desalojaba a la Tierra del centro del Universo, sino redentor de una verdad más antigua, y por lo tanto más cierta, que el geocentrismo de Ptolomeo: un heliocentrismo que atribuía a Pitágoras. El giro copernicano era darse la vuelta y mirar hacia atrás. Pero todo esto —la Reforma de la Iglesia, la del cosmos mismísimo—, hambre como era de un pasado dorado a recuperar, lo debía todo a un invento novísimo; a un fuego de Prometeo sólo recientemente arrebatado a los dioses: la imprenta, por nadie aprovechadas sus posibilidades mejor que por los protestantes, que estampaban con tipos móviles en libelos antipapistas copiados industrialmente aquel anhelo restaurador; el mismo que, más tarde, transportaría a sectas puritanas y rigoristas a reconstruir el Edén en los espacios vírgenes de América. Quienes allá, después, llegarían a rechazar toda innovación tecnológica como pecaminosa arribaban al Nuevo Mundo en filibote: una nave larga y liviana inventada por los holandeses en los últimos años del siglo XVI, más barata de construir que naves anteriores y que, requiriendo un número menor de tripulantes, ofrecía tarifas de flete hasta un cincuenta por ciento más económicas que las de otros cargueros.

Las mismas revoluciones norteamericana y francesa no se explican completamente sin las previas revoluciones técnicas de su siglo, de la máquina de vapor al perfeccionamiento de los relojes mecánicos y el sentamiento de bases para la unificación mundial de la medida del tiempo, pasando, claro, por otro artefacto al que los franceses llegarán a llamar la Máquina, con la inicial mayúscula de los dioses: la guillotina. Los cambios tecnológicos corrían paralelos a, y de algún modo generaban, alimentaban, cambios mentales y a la postre políticos. «La tecnología —escribe Otto Mayr— es tanto una causa como una consecuencia de los valores de la sociedad en que se desarrolla. La tecnología es tanto una fuerza como un producto social». La máquina de vapor y su suministro constante, estable, de energía había independizado al ser humano de los ritmos veleidosos de la naturaleza; del caudal variable de los ríos, la fuerza tornadiza del viento, el hambre y el descanso de los caballos: ¿no podía sujetarse la polis a una Constitución también ella estable, fija, desprendida del capricho del monarca absoluto? Los relojes mecánicos daban la buena hora por sí mismos, sin consultársela a los astros: ¿no podía la ley regular la vida y efectuar sus indicaciones sin consultárselas al Rey Sol?

La retórica de la época se llenaba de metáforas mecánicas no menos que de referencias al clasicismo: Dios pasaba a ser el Gran Relojero del Universo; el hombre, una máquina él mismo, la más perfecta entre todas. «¿No retrocede tu cuerpo aterrado cuando se topa con un precipicio inesperado? ¿No se te cierran los párpados automáticamente ante la amenaza de un golpe? ¿No funcionan tus pulmones automáticamente como fuelles?», escribía un amigo en 1740 al ingeniero Vaucanson, creador del primer robot y del primer telar completamente automatizado. Y en aquel tiempo nacía también una ideología antimecanicista, característica, sobre todo, del mundo anglosajón, y no sólo de los trabajadores precarizados por el telar, devotos del Rey Ludd, sino también de intelectuales como los Milton, Lord Halifax, John Locke, David Hume, Adam Smith o William Penn, quienes al republicanismo francés oponían un liberalismo defensor de la autorregulación, pero este concepto, metaforizando en el reloj cuanto detestaba, no dejaba de echar mano de su propia alegoría mecánica: la balanza. Las máquinas, lo mecánico, su ruido de engranajes y pistones, percutían las meninges de todos.

Reaccionarios en red


A una nueva revolución tecnológica asisten nuestros días, y un terremoto nuevo desata en todos los órdenes que trastoca la economía, la política, las costumbres, la vida misma, y abre grietas en el sarcófago que el año cuarenta y cinco tendió encima del Chernóbil de las esvásticas. Siniestros anticuarismos, futurismos perturbados, vuelven a aullar su aullido en la noche del Antropoceno. El siglo XXI tiene bloys: trovadores adoloridos de la nación moribunda, la fe abandonada, la familia tradicional, el obrero fabril, los Tercios de Flandes, las procesiones de Semana Santa, el hombre masculino, la mujer-mujer. Tiene también marinettis: dataístas, transhumanistas, tecnócratas, muyahidines del Alá del algoritmo omnisciente, afrancesados de un Bonaparte californiano. Un abismo entre ambos y un puente sin embargo: todos odian la democracia realmente existente y ambos suspiran por un cirujano, ya de hierro, ya de silicio, que la abra en canal. Aunque principalmente de los primeros, de ambos es, y también de los segundos, una semblanza involuntaria e inquietante esto que Rüdiger Safranski escribe, en su biografía de Heidegger, sobre cierta clase de criaturas funestas que fueron características de la República de Weimar:

«Es sabido que los mandarines, acuñados por una tradición apolítica o antidemocrática, sólo en contados casos entablaron amistad con la democracia de Weimar. Ellos despreciaban lo que pertenecía a la democracia: los partidos políticos, la multiplicidad de opiniones y estilos de vida, la relativación alternante de las llamadas verdades, el término medio y la normalidad sin heroísmo. En estos círculos, el Estado, el pueblo, la nación, se consideraban como valores en los que pervivía una substancia metafísica en decadencia. Desde ese punto de vista, el Estado está por encima de los partidos y opera como idea moral que purifica el cuerpo del pueblo; y las personalidades directoras, los carismáticos, dan expresión al espíritu del pueblo. En el año en que apareció Ser y tiempo tronaba el rector de la Universidad de Múnich, Karl Vossler, contra el resentimiento antidemocrático de sus colegas: «Siempre bajo nuevas transformaciones la antigua sinrazón: un politizar metafísico, especulativo, romántico, fanático, abstracto y místico… Se pueden oír sollozos acerca de lo sucios e incurablemente mancillados que son todos los negocios políticos, sobre lo falsos que son la prensa y los gobiernos, sobre lo malos que son los parlamentos, etcétera. Los que así gimen, presumen con tono de importancia de ser demasiado elevados y espirituales para la política»».

El futurismo de nuestros futuristas es por cierto equívoco, como lo era en realidad el de Marinetti, un fanático de la modernidad que lo que quería de ésta y de sus adelantos era que diesen a luz una suerte de neopaleolítico; una era guerrera, visceral, brutal, tiránica de la ley del más fuerte, desenfrenadamente violenta. Aquel enemigo de las góndolas de Venecia y la luz de la Luna también lo era de los cubiertos: una humanidad sana, viril auténticamente, debía comer, decía, con los dedos. La barbarie era para Marinetti la civilización verdadera; y hay una genealogía tortuosa, pero la hay, entre él y las mentes maravillosas del Valle del Silicio que en este siglo, mientras inventan Google y el iPod, se entregan a paleodietas, a terapias alternativas, a estafas herbolarias, se hacen budistas o devotos de la Pachamama y se mueren, como Steve Jobs, de tratar con homeopatía un cáncer de páncreas.

De que los dos caudales del antipresentismo y sus direcciones opuestas, pasadista la una, futurista la otra, autoritaria aquélla, sedicente libertaria ésta, pueden confluir en un torrente único, y éste abatir su masacre frenética contra los parlamentos aborrecidos, el año que corre se estrenó ofreciéndonos —por si no nos acordáramos de los tecnócratas del franquismo y Augusto Pinochet— una espluznante prueba literal: un asalto al Capitolio estadounidense entre cuyas fuerzas las había de los dos tipos, mezclando sus enseñas en un despliegue multicolor de contradictoria pancartería. Banderas unionistas y confederadas, de Gadsden y fascistas, loas ondeadas o vestidas a los campos de exterminio nazis y el Estado de Israel. Asaltantes con armas de ultimísima generación y un caudillo con cuernos de bisonte que, en la cárcel, se negará a comer alimentos no ecológicos. No hay tantas diferencias entre la derecha autoritaria y la libertaria —¡dennos cursivas más inclinadas!—, como apunta Elliot Gulliver-Needham en un artículo certerísimo en el que reflexiona sobre «Por qué los libertarios viran hacia la extrema derecha». Señala por ejemplo Needham que «lo mismo en la derecha libertaria que en la autoritaria, se aprecian fuertemente las ideas de fortaleza. Las personas desempleadas se caracterizan por ser estúpidas, perezosas o débiles. Si alguien es explotado por su empleador, debe lidiar con ello y continuar trabajando sesenta horas a la semana. Si uno sufre el racismo institucional, debe simplemente ignorarlo». Ha habido libertarios rigoristas como Murray Rothbard que han defendido el derecho inalienable de un propietario a discriminar a los negros o los judíos en su negocio, y hasta de un padre a dejar morir de hambre a sus hijos; y los hay —y es una corriente que crece, como muestran algunos éxitos editoriales recientes, así el Contra la democracia de Jason Brennan— que rechazan el sufragio universal como un intolerable mecanismo de igualación de lo desigual, defendiendo, en cambio, una sociedad estratificada, gobernada por una casta meritocrática, aupada por un libremercado completamente desembridado.

Del asalto al Capitolio, nada se explica sin el rol crucial de una nueva invención revolucionaria, Internet, invento convulsivo entre los inventos, que en un solo seísmo formidable amalgama todos los previos: la imprenta que industrializara la producción de tratados, pero también de libelos; el tren, el automóvil, el avión que amenguaran las distancias del mundo, posibilitando el traslado rápido de un confín al otro del orbe; el teléfono que nos permitió conversar con los distantes; los relojes que nuestras vidas acompasaron. Internet y sus foros caldean e irradian teorías de la conspiración, diseñan nuevas banderas; en Internet se conocen y amigan los sitiadores; en Internet abominan del mundo moderno; trazan sus planes, reclutan prosélitos, programan sus revueltas en Internet. Y ellos mismos se parecen a Internet: se organizan en red, son superficiales, hablan el lenguaje de las imágenes más que el de las palabras, son variopintos como las pestañas dispares abiertas en un navegador, son la diversidad carnavalesca de la que abjuran, una diversidad reaccionaria, espejo tenebroso de la progresista, un desfile del Día del Orgullo Derechista, serio y jolgorioso al mismo tiempo, ordenado y desordenado, un ejército golpista sin militares cuyo paso de la oca consiste en que cada uno camine como le venga en gana, pero todos en la misma dirección, sin coordinación pero sin obstaculizarse, componiendo una caricatura siniestra del «sé tú mismo» neoliberal: mientras uno de los asaltantes es él mismo sacándose selfis en el atril del Congreso o poniendo los pies en la mesa de un congresista, otro lo es, a su lado, disparando y matando a un guardia.

«España necesita un capitán», dice una criminóloga falangista en un vídeo que se ha hecho viral mientras estas líneas se escriben, y un déjà écouté nos acomete. Lo dejó advertido Primo Levi: «Ocurrió. Por ende, puede volver a ocurrir». Bertolt Brecht era más prosaico: «Señores, no estén tan contentos con la derrota [de Hitler], porque aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al bastardo, la puta que lo parió está caliente de nuevo». Tenía razón el genial dramaturgo, pero esa calor de parto es la de un servidor informático. Hoy la lucecita de El Pardo que la propaganda decía que Francisco Franco mantenía prendida para leer informes hasta altas horas de la madrugada sería la del ordenador en el que consultase los sondeos de Metroscopia. Las leyes de Núremberg se publicarían en un hilo de Twitter con muchos emoticonos. Y el Holocausto se pagaría a través de un crowdfunding en Kickstarter. Todo ha cambiado, sí. Pero todo sigue igual.

[EN PORTADA: Síntesis fascista, de Alessandro Bruschetti (1935)]


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).

4 comments on “La Victoria de Samotracia en coche de carreras. Fascismo, futurismo y primitivismo (1921-2021)

  1. Brillante artículo. Me han recordado algunas de las intersecciones entre vanguardia y fascismo, aquí apuntadas, a las aproximaciones al asunto en «La responsabilidad del artista» de Jane Clair.

  2. Mitificar es mitificar contra alguien

    Mucho virtuosismo retórico ¿para decir que todos somos conservadores? Acaso no vindican los defensores de la mujer-con-pito la mítica tolerancia de las tribus neolíticas (hace poco aparecía en alguna de las excesivas redes sociales un trans que defendía que su etnia, no recuerdo que nación americana prehispánica, los transexuales eran considerados gente bendecida por los dioses). ¿Acaso los futuristas no eran más que neocreyentes en una religión en la que los dioses y la magia estaban hipostasiadas en la técnica?

    Tal vez sea así, el hecho de que el autor sea historiador y montañista ya es ciertamente significativo.
    Quizá sea verdad aquello del nihil novum sub sole, quizá está ya «to inventao» y nos creemos más listos de lo que somos, y sobre todo, más listos que los antiguos, porque hemos estudiado y tenemos móviles con Internet, pero los antiguos, quizá precisamente por no tener todas estas distracciones y este exceso de socialización, eran menos banales y hacían menos estupideces que no merecerán ningún interés de los historiadores futuros.
    La música contemporánea puede que sea incomprensible por compleja, sí, y a la vez un compositor modernista como Alberto Posadas no tiene más que halagos para Tomás Luis de Victoria, que sólo alababa a Dios, como el artículo cita; Picasso decía que tras Altamira todo era decadencia, y Pierre Boulez decía que en las cantatas de Bach estaba el modelo a seguir. Y mientras, las autoridades cada vez desoyen más la cultura «sofisticada» y subvencionan la comercial. Rothko se moriría de hambre mientras los ayuntamientos se dan de leches por conseguir a C. Tangana para los festejos populares, si es que algún día vuelve a haber, claro.
    Y ahora, qué? ¿Hasta el arte de vanguardia de este siglo XXI es en realidad reaccionario, que sólo envuelve ideas arcaizantes en formas sofisticadas y de «espíritu hiperdesarrollado», o algo así, dice Mann en su Dr. Fausto? ¿Al final tenía razón Stalin? Pero el Realismo Socialista se basaba también en un mito, el Paraíso Socialista, refrito de la sociedad arcadiana perfecta.

    El mito es un concepto arcaizante, los mitos edénicos del Bloy este como los de una Nueva Arcadia servida por los robots, la inteligencia artificial, las telecomunicaciones, la ingeniería genética y sus promesas de inmortalidad de la que cada vez más biólogos no si se logrará sino cuándo. ¿Hay que despojarse de toda querencia mitificante so riesgo de ser conservadores? Pero si ya lo somos, no? Además es imposible, toda cultura necesita de mitos para funcionar, o dejará de creer en sí misma y de funcionar a pleno rendimiento porque asumirá los mitos de otros y sólo será un mal remedo de esos otros, siempre a su rebufo, como ha pasado en España tras siglos de derribar mitos patrios y ensalzar ajenos: al final no somos ni gringos ni alemanes ni franceses ni, en breve, chinos sino el pez rémora de todos ellos.
    ¿Y qué decir de la democracia realmente existente o cualquier otra? ¿Acaso no es otro mito? Acaso es mentira que no todas las opiniones valen lo mismo? Se dejaría usted tratar un cáncer con homeopatía o querría al mejor oncólogo al que pudiese visitar?

    Al final, lo único claro que tengo yo, es (pensamiento nada original, por otra parte, de nuevo los antiguos demuestran que no eran tan tontos, aunque no supieran hablar inglés, la gran mayoría) que todos los mitos, tienen algo de verdad: que el mamarracho de cuernos de bisonte defiende una idea mítica de Angloamérica que contiene alguna que otra verdad, seguramente no muchas, también cierto; que el que ansiaba un «gtranitazo» en Venecia también estaba un poco en lo cierto ante el hartazgo de la adoración del mito de la Europa sublime que ya no existía; y el tecnófobo Bloy, que aunque fuera torpemente intuía que el desarrollo técnico no hacía la felicidad, otro mito, esto de la felicidad, seguramente.

    En fin, amena lectura, sr. Batalla, aunque deprimente, la verdad.

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