/ por Antonio Costa /
(Fragmento de un libro inédito)
1
¿Y qué vamos a hacer ahora que nos quieren meter a todos en rombos? ¿Cómo vamos a respirar ahí dentro? El diseño frío y geométrico nos quiere enjaular a todos. Los pedantes del diseño contemporáneo consideran que eso es lo inteligente, lo valioso, la superación. Oh qué listos somos, se dicen a sí mismos, nos hemos escapado de la profusión de la vida. Estaremos ahí, limpios y asépticos, sin que nos estorben los latidos de la vida, tan vulgares.
Recuerdo un parque en Bucarest que me pareció encantador. Había cientos de bancos para sentarse, no dos o tres como en los parques occidentales modernos. Pero lo bueno es que aquellos bancos servían para sentarse cómodamente. Infinidad de personas, no solo los pijos a la moda, podían estar cómodos, mirar los pequeños lagos, observar como latían otras personas, sentir la brisa entre los árboles. Estaban vivos y sentían la vida. Los bancos eran de madera y se adaptaban al cuerpo. Esa forma curvilínea no solo era hermosa: además dejaba vivir.
Pero en plazas de Madrid me encuentro con bancos de hormigón en forma de rombo. No tienen respaldo, de modo que tienes que estar derecho si no quieres caerte. Y tu culo tiene que aguantar lo rectilíneo implacable del hormigón. Y son estrechos y mezquinos, no vaya a ser que la gente se entusiasme y quiera sentarse en ellos a menudo. Esos bancos están hechos contra la gente, contra la vida. Pero el que los ha diseñado, ese pedante sin sangre, dice: oh qué listo soy, como rompo con la vida, que los zurzan a los que quieren estar cómodos y vivos. Sobra la gente, lo que importa es mi diseño.
El diseño se ha convertido en una tiranía implacable, en un encerrar a la gente. El mundo entero diseñado se hace irrespirable para el hombre. Al menos para un tipo de hombre, el cursi de diseño, o el hípster que paga diez veces más para que no le den nada. No nos damos cuenta de que el diseño está obstaculizando nuestras vidas. Hablamos del cambio climático, del calentamiento global, pero en el mundo artificial se está produciendo un enfriamiento que amenaza con hacernos fríos a todos. Se está creando un espacio para seres artificiales y exangües que exhiben su pedantería y su falta de sinceridad. Tienen que reprimirlo todo en sí mismos, incluso han de respirar con cuidado. Respirar puede ser también un acto de vulgaridad.
No es solo la deshumanización del arte (y de la vida entera) que preconizaba Ortega, al cual lo humano le estorbaba, le parecía algo pringoso, sino una desvitalización del mundo. El diseño, que es el arte en que nos encierran a todos, se desvitaliza continuamente. Elimina todo latido, todo lirismo, toda adaptación a la vida. La vida tiene que sujetarse, contraerse, disimularse a sí misma, o desparecer. Esta nueva tiranía implantada por los poderes que pueden, y por los diseñadores que nos arreglan el mundo donde vivimos, es peor que muchas dictaduras. Y la mayoría de la gente la acepta sin rechistar. Hay protestas por muchas cosas, pero nunca protestas por eso. La gente busca a lo sumo lugares clandestinos donde aún pueda respirar, figones escondidos donde aún pueda comerse una sopa como la que le daba la abuelita.
El problema es que todo influye en nosotros, el hombre dialoga con su entorno continuamente. Las Elegías de Rilke no surgieron en el castillo de Duino por casualidad. Dicen que las drogas condicionan nuestra percepción pero también la condicionan las cualidades de la luz, los ruidos ambientales, los olores que nos llegan. Y en este ambiente cada vez más frío y agresivo, el ser humano se va a contraer y angustiar. Se retorcerá como hacen ciertos seres en ciertos cuadros de Francis Bacon.
2
En su Historia social de la literatura y el arte, Arnold Hauser relaciona el arte abstracto con sociedades autoritarias y jerárquicas, y el arte naturalista con etapas más democráticas y abiertas. Pero yo creo que la clave no es lo abstracto contra lo naturalista, sino lo muerto contra lo vivo. La pintura musical y vibrante de Kandinsky está llena de vida y no sugiere ningún autoritarismo. Ni siquiera predomina en ella el concepto o el intelectualismo, sino lo espiritual, como explica en un ensayo. El arte meditativo de Mark Rothko, con sus fronteras vacilantes y temblorosas, con sus colores de matices inatrapables, significa lo mismo. Incluso Piet Mondrian, que quiso encerrar la vida en una cárcel de cuadrados, acabó siguiendo los ritmos movidos del jazz en su Broadway Boogie Boogie.
Y el arte naturalista no significó casi nunca etapas democráticas o abiertas. El estalinismo implantó un realismo socialista aburrido y agobiante, no hablemos de su arquitectura. El nazismo, no digamos: todas las dictaduras. Qué decir de la masificación propagandística de los cuadros oficiales del maoísmo. No, más bien en ese sentido fueron las vanguardias las liberadoras. Pero las vanguardias se cosifican y se vuelven obligatorias y académicas. Lo fastidioso siempre es que las tendencias se conviertan en aplastantes y obligatorias.
Pero sí: este predominio de las líneas muertas y rígidas indica una sociedad donde mandan unas minorías intelectualistas y pedantes, que se quieren separar del resto de la población que todavía sigue siendo demasiado humana, qué vulgaridad. Para ellos la vitalidad y la vibración son cosa del pasado. Ellos quieren lo limpio y lo aséptico, lo simple y lo que encierra. Casi toda la variedad de la vida, lo impreciso y lo vacilante, han de quedar fuera. Viviremos en casas donde no quedará ni una esquina para la imaginación y el delirio, para los secretos y las confidencias. ¿Quién va a soltar confidencias entre esos ángulos precisos de los rombos que casi nos cortan la espalda?
Los objetos tenían en otras épocas los sueños y los deseos de millones de personas, ayudaban a vivir, nos escondíamos en ellos, nos apoyaban contra la dureza de la existencia. Incluso cada uno estaba hecho a mano, y tenía una parte de alma, antes de la era industrial. Uno se volcaba en ellos. Pero ahora nos tiraniza el diseño. Un tipo delante de un ordenador, desconectado de todo, solo con su intelecto en el aire, te dice caprichosamente dónde tienes que vivir. Te ordena dónde tienes que vivir. Y no te deja escapatoria. Con toda su intención se separa de lo vivo para acomodarse a la moda, para que le digan que lo suyo es diseño, que no está próximo a la vida ni surge de la vida, qué vulgaridad. Cuanto más se separa de la vida más listo se siente.
El diseñador impone su intelectualismo abstracto y desconectado a la variedad de la vida. Y así se parece en todas partes. El mundo entero se hace hecho una fotocopia siempre repetida. Antes había personalidades culturales, variantes, imaginación, sorpresa. Ahora la misma tendencia se globaliza y te atrapa. No tienes escapatoria. Por eso no hay verdadero viaje. Ni estás en tu casa ni estás en la de otro. ¿Quién puede considerar realmente su casa esa trampa para conejos que son los diseños geométricos? Tenemos la dictadura de los diseñadores pedantes. Y si no te pliegas a ellos te quedas en las tinieblas exteriores, en lo informe e indiferenciado. Y tu casa nunca saldrá en una revista.
3
Tomemos el ejemplo de los cines. En un principio las salas de cine imitaban a los teatros: eran lugares para soñar y vivir intensamente; para escapar de la tiranía de lo real y de la rutina. Nos daban el espacio de la pasión contra el espacio de lo razonable y lo ordinario, lo sujeto al orden de los que mandan. Entrar en una sala de cine, superada la etapa inicial de las cabinas de feria, era en sí mismo algo espléndido. Luego, en la era de los palacios del cine, con los cines atmosféricos y otras tendencias, con los grandes arquitectos de cines, vino un esplendor extraordinario. Hasta llegar a las locuras creativas de Komisarjevsky y sus cines Granada. Quedan tantos de esos locales, por desgracia muchos dedicados a otros usos, que hay una organización mundial dedicada a cuidarlos, Cinema Treasures.
Pero luego vinieron las multisalas y su simplificación del diseño. Colores agresivos, paredes lisas, asientos a los que tenías que adaptarte en lugar de adaptarse ellos a ti. Lo principal del diseño moderno es que él manda, y no tú. Es decir, los diseñadores mandan, hacen contigo lo que quieren. No les importas un pimiento, no les importa la vida real, solo lo que está en su cabeza. Su cabeza se ha disociado totalmente del mundo y la vida. Además, se hicieron todas las salas similares porque se creaban en serie y resultaban más baratas. Lo que contó sobre todo fue la rentabilidad, como en todo el mundo moderno se instauró la ley de la cantidad.
Después todavía hubo un paso más en la abstracción y la cuantificación, los cines formaron parte de los centros comerciales. Ya no fueron una obra de arte, una comunicación contigo, un rescatarte durante hora y media; fueron un producto más, intercambiable con otros. Se consumen películas como se consumen electrodomésticos o condones. Todo acaba perdiendo su personalidad, todo se vuelve número en el reino de la cantidad. Igual que todas las personas se vuelven números en el reino de las masas. Se instala en todo lo masivo.
Y en el centro comercial tú no eres nadie, eres solo un comprador, un número para las estadísticas. Las tiendas no van a hablar contigo, solo te dejan pasar sin mirarte para que dejes dinero en caja. Todo se convierte en dinero, en pura abstracción. Y claro: entras y todas las salas son similares en todas partes, nadie las ha creado, todas tienen la misma voluntad de encerrarte en un diseño, de que te portes bien durante unos minutos y luego te vayas, de que no des el coñazo. Funcionan como esas tiendas a las que vas y casi no te miran: si te atienden, es como haciéndote un favor, «qué pesado está el público», decía una dependienta en una película.
Pero al final todos los diseñadores son un mismo diseñador que se siente separado de la vida y está muy contento con eso; que nota la aprobación de todos los otros diseñadores que son él mismo; el seguimiento e todos los papanatas que son el mismo papanatas. Oh qué intelectualista soy, como lo encierro todo en triángulos o en curvas imposibles. Porque a veces los asientos de los cines modernos tienen curvas, pero son curvas extrañas y dictatoriales: tienes que adaptar tu cuerpo y obedecer, no vayas a creerte que eres alguien porque respiras. Los respaldos son altísimos porque el asiento manda y no tú. La misma sala a veces está inclinada hacia arriba en lugar de estarlo hacia abajo, aunque así las caras de adelante te impidan ver, para que sientas quién manda.
Hablamos tanto de democracia, tenemos tanta santurronería de no ofender a nadie, propagamos la cursilería de palabra, pero en la realidad los diseñadores juegan con la gente como les da la gana.
Antonio Costa Gómez, nacido en Barcelona en 1956, afincado actualmente en Salamanca, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió filología hispánica e historia del arte y hoy es profesor de literatura en enseñanza media. Ha publicado libros en todos los géneros literarios: Revelación, El tamarindo, Las campanas, La reina secreta, La seda y la niebla, etcétera, con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de Amantes de Teruel en 1985. Con Las campanas llegó a la última votación del Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.
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