Noticias de ningún lugar

El tiempo de las cerezas y los zapateros: lujo comunal, esplendores futuros y República universal en la Comuna de París

Michel Suárez escribe sobre la última Revolución francesa, de la que se cumplen, éste, 150 años, centrándose en el papel crucial del zapatero Napoléon Gaillard, un jefe de barricadas preocupado por conferirles belleza estética además de utilidad militar; en la Federación de Artistas y su propósito de socializar el lujo y el arte de élite.

/ Noticias de ningún lugar / Michel Suárez /

(1): «¡Viva la humanidad!»


La cronología de los acontecimientos es conocida. En marzo de 1871, el pueblo parisino se negó a ser desarmado por el gobierno republicano que acababa de capitular de forma deshonrosa ante los prusianos, y en una clara referencia a la Gran Revolución, proclamó la Comuna autónoma de París. Bajo la atenta mirada del ejército de Bismarck, y mientras la reacción se replegaba a Versalles para preparar el asalto militar de la capital, los comuneros no esperaron que la historia les hiciera un guiño y eligieron por sí mismos el momento de ocuparse de sus propios asuntos. Sin alardes ni retórica vacía, prescindiendo de gobernantes y jerarquías, los ciudadanos organizaron la defensa de la ciudad e introdujeron cambios radicales en la vida cotidiana.

A nadie le pareció descabellado que, tras la huida de aquellos que representaban un obstáculo para la libertad y la igualdad (militares, monárquicos, clero militante, burgueses, republicanos de orden), fuera la propia ciudadanía quien pusiese remedio a sus problemas. Sin embargo, lo que nos deja mudos es la clarividencia para detectar los mecanismos de la opresión y el alcance de las propuestas del pueblo de París. Dado el grave problema de la vivienda popular, y con el propósito de alojar a todos los sin techo, la Comuna se arrogó el derecho de requisa de inmuebles deshabitados; prohibió la expulsión de inquilinos, eximiéndoles, además, del pago de atrasos; combatió el desempleo; abolió la prostitución en tanto que forma de «explotación comercial de criaturas humanas por otras criaturas humanas»; democratizó el trabajo, un olvido frecuente en las democracias actuales; reconoció la unión libre; reforzó el poder de las municipalidades y otorgó amplios márgenes a la autogestión; acordó la revocabilidad de los funcionarios elegidos; equiparó salarialmente a hombres y mujeres: a igual trabajo, igual remuneración; dio cobertura legal a concubinas e hijos no reconocidos; sancionó el derecho al divorcio; decretó la separación del Estado y la Iglesia; estableció una educación laica, gratuita y universal; abrió teatros, bibliotecas y museos; propuso la abolición de la pena de muerte y ordenó la restitución gratuita de los objetos empeñados en el Monte de Piedad municipal.

Proclamación de la Comuna (1871)

A pesar de su carácter embrionario, estas medidas fueron tan radicalmente justas en aquel entonces como lo serían hoy si alguien se atreviese siquiera a imaginarlas. Comparar nuestras libertades cívicas y políticas con el programa de la Comuna es un ejercicio desmoralizador. Ciento cincuenta años después, excitar temores infundados, o mejor dicho, hacer negocio con el temor de los hombres (Melville), elogiar la opresión o avivar el odio al extranjero continúan siendo deportes extraordinariamente populares. Lo que hoy sorprende, si acaso, es la desenvoltura y el tono feroz con que se reivindican cosas odiosas: a la vista está que pregonar abiertamente el racismo, la xenofobia, la desigualdad o el patriotismo ha dejado de ser algo vergonzoso.

En relación a estas lacras, resulta increíble comprobar hasta qué punto la Comuna se mostró radicalmente contraria a la fuerza de las costumbres. Como no había la menor ambigüedad en su «estamos aquí por la humanidad», la cuestión de los derechos de los extranjeros fue resuelta sin demasiados rodeos. En un bando se leía: «Considerando que la bandera de la Comuna es la de la República Universal; considerando que toda ciudad posee el derecho de otorgar el título de ciudadano a todo aquel que la sirva…, la comisión es de la opinión que los extranjeros pueden ser admitidos y propone la admisión del ciudadano Frankel». Acto seguido, otorgada la ciudadanía, el húngaro Leó Frankel fue nombrado miembro de la Comisión de Cambio y trabajo.

En cuanto al patriotismo, el grito de «¡Viva la humanidad!» dejaba poco a las interpretaciones. Un comunero lo expresaba así: «Me importa tanto la libertad de otros pueblos como la de Francia». Este internacionalismo, fundado en la certeza de que el patriotismo era el más poderoso disolvente de la solidaridad entre los seres humanos, tuvo un colosal refrendo en el derribo de la columna erigida a Napoleón en la Place Vendôme con motivo de la victoria en Austerlitz.

Derribo de la estatua de Napoleón en la plaza Vendôme

Es imposible disimular el alcance simbólico de la acción más espectacular de la Comuna. La Place Vendôme no era un lugar sin importancia. «Conservatorio del gusto y refugio de la tradición» de una ciudad cuya belleza «no se parece a la de ninguna otra ciudad», escribió André Maurois,

«la Place Vendôme, construida en tiempos del Gran Rey y dedicada posteriormente a las victorias del Emperador, participa de esta doble grandeza. Ella es […] a la vez el corazón de la ciudad y el símbolo más perfecto de su historia […] ¿De qué está hecho su estilo? De una mezcla inimitable de orden y de fantasía. En ningún lugar del mundo la potencia de los artistas ha sido más constante ni más hábilmente renovada, aunque la nueva invención siempre ha sido sumisa a las reglas de un gusto exquisito y seguro. ¿Cómo sorprenderse? Es natural que, viviendo en un decorado perfecto, herederos de una tradición tan antigua, todos aquí, artesanos, diseñadores, obreros, sean fieles sin esfuerzo a lo que hay de mejor en el genio francés».

El caso es que fue precisamente un artista, Gustave Courbet, a la sazón presidente de la Federación de Artistas de la Comuna, quien sugirió arrimar una grúa al emblema del imperio francés. En el bando de demolición de la columna erigida al tirano corso, en sí mismo una obra maestra de la literatura revolucionaria, la Comuna de París dejó claro «que la columna imperial de la Place Vendôme es un monumento a la barbarie, un símbolo de la fuerza bruta y la falsa gloria, una afirmación del militarismo, una negación del derecho internacional, un permanente insulto de los vencedores a los vencidos, un atentado perpetuo contra uno de los tres grandes principios de la República Francesa: la fraternidad».

La demolición de la columna, convertida en fiesta popular, ahondó el resentimiento de los enemigos de la Comuna. El dramaturgo, Catulle Mendès, quien escribió «Madame París, asesinada por la Comuna», supo ver el valor de esta irreverencia:

«No os basta, en una palabra, con haber destruido el presente y puesto en peligro el futuro, ¡queréis aniquilar también el pasado! ¡Chiquillada funesta! Pero la columna Vendôme es Francia, la Francia de otro tiempo […]. Se trata aquí de nuestros padres victoriosos, magníficos, ¡atravesando el mundo para plantar la bandera tricolor cuya asta está fabricada con una rama del árbol de la libertad! Echad abajo la columna Vendôme. No penséis que esto es sólo derribar una columna de bronce culminada con la estatua de un emperador; es desenterrar a vuestros padres para abofetear las mejillas sin carne de sus esqueletos y decirles: ¡os equivocasteis al ser valientes, al ser orgullosos, al ser grandes! Os equivocasteis al conquistar ciudades, al ganar batallas. Os equivocasteis al hacer que el mundo se maravillase ante la visión y una Francia deslumbrante».

Obviamente, los ciudadanos que se dieron cita en la Place Vendôme a las cinco y media de la tarde del dieciséis de mayo de 1871 no tenían a aquellos antepasados por valientes, orgullosos o grandes, ni creían que conquistar ciudades o erigir imperios fuese algo de lo que enorgullecerse. La deslumbrante Francia de Mèndes no era la suya, como tampoco la Francia del Terror.

Con anterioridad al repudio del Imperio, en uno de sus bandos públicos (no confundir con el BOE), la Comuna ya había puesto sus cartas sobre la mesa:

«Ciudadanos: Nos han informado de la construcción de un nuevo tipo de guillotina encargada por el odioso gobierno, una que es más rápida y más fácil de transportar. El subComité del distrito undécimo ha ordenado el decomiso de estos instrumentos serviles de la dominación monárquica y ha votado que la destruyan para siempre jamás. Por lo tanto, será quemada a las diez en punto del 6 de abril de 1871 en la Plaza de la Mairies, para la purificación del distrito y la consagración de nuestra nueva libertad».

El día previsto, el seis de abril, la guillotina instalada en la prisión de París se trasladó hasta la estatua de Voltaire, donde fue desmontada y reducida a cenizas ante el entusiasmo popular. El Journal de la Commune conmemoró el suceso: «El jueves a las nueve de la mañana, el 137º batallón perteneciente al undécimo distrito se presentó en la rue Folie-Mericourt; requisó y tomó la guillotina, se hizo trizas la horrorosa máquina y fue quemada ante el aplauso de una inmensa multitud». El mensaje era inequívoco: no se lograría una sociedad más justa «masacrando a la gente», incluidos sus enemigos. Para los comuneros, la guillotina simbolizaba la violencia legal y monopolística del Estado y el furor revanchista de los revolucionarios jacobinos, que habían acomodado en su base más cuellos de pobres y disidentes que de aristócratas. Paradojas del progreso, el dato es abrumador, el Estado francés dejó de engrasar la guillotina en 1977, en pleno apogeo de las proezas supersónicas del Concorde.

«La guilloitina arde a los pies de la estatua de Voltaire»

La Comuna fue una insurrección minuciosa. Además de abordar cuestiones de calado, incluyó entre sus quehaceres asuntos aparentemente intrascendentes, como la prohibición del servicio de préstamo de la Biblioteca Nacional. Esta suspensión venía motivada por la práctica habitual de sustraer ejemplares para engrosar espléndidas bibliotecas particulares. ¿Una menudencia? Basta con preguntarles a las bibliotecarias universitarias por la morosidad para comprobar la actualidad de la medida. A buen seguro, más de un profesor se vería en serios apuros si tuviera que poner al día su carné.

En el terreno pedagógico los comuneros fueron aún más puntillosos. El proyecto de guarderías elaborado por la Sociedad de Amigos de la Educación recomendaba a los cuidadores evitar la ropa negra y los colores pesimistas debido a su impacto negativo en el ánimo de los niños.

La Comuna estuvo muy atenta a cuestiones enormes que aún poseen plena vigencia. Sin pérdida de tiempo, legisló sobre desigualdad social, mendicidad, xenofobia, machismo, desempleo y vivienda digna. A pesar de albergar diversas concepciones del poder, separadas en ocasiones por un abismo, el principio de fraternidad orientó en todo momento sus resoluciones: «Los comités de vigilancia de Montmartre no dejaban a nadie sin asilo, a nadie sin pan», escribió Louise Michel. Y todo esto, recordémoslo, en apenas setenta y dos días.

Habida cuenta de las dicrepancias internas y la ausencia de un programa común, ¿cómo es posible que se tomasen decisiones de tal envergadura en un periodo tan breve? Creo que la respuesta a esta cuestión está en que el peso de la jerarquía cedió ante el empuje de la autogestión, lo que impidió que los profesionales de la política tuviesen la última palabra. La Comuna escuchó las demandas que procedían directamente de la calle, de los trabajadores, de las mujeres. En lugar de languidecer en las agendas de los representantes políticos o atascarse en los laberintos de las burocracias partidistas, estas reivindicaciones fueron atendidas sin dilación por los mismos interesados. De este modo, los comuneros evitaron que, en virtud de la aritmética electoral, cualquier zoquete se hiciese con el derecho a gobernar.

Es absurdo pensar que las medidas de la Comuna despertarían la menor simpatía en Versalles. ¿Tenían los comuneros el derecho a esperar clemencia? Por supuesto que no. Avisados por la experiencia, sabían que cuando las gentes de orden tomasen conocimiento de lo que habían hecho en su ausencia, aumentarían sus temores y con ellos la posibilidad de una respuesta histérica. Con todo, la crueldad de la represión impresiona. Decididos a cortar por lo sano, a «purificar por medio de un sacrificio expiatorio» (Tácito), los militares elevaron su furia a cotas de violencia extralegal verdaderamente chocantes. ¡Qué sacrificio tan colosal! En una semana se contabilizaron alrededor de veinte mil ejecutados, más que en la guerra franco prusiana o durante el Terror. Además del rosario de deportados y represaliados, se calcula en decenas de miles el número de ciudadanos detenidos y condenados.

Institucionalizada la venganza, la represión no presentó ningún dilema moral. Como es habitual en estos casos, se apeló a la condición patológica y criminal de los insurgentes. Victor Desplats, médico de convicciones republicanas y testigo involuntario de los sucesos, no veía más que «sinvergüenzas de figura siniestra, cabezas de canallas que van y vienen como sombras sepulcrales». París estaba

«en poder de cincuenta mil bandidos que viven como parásitos, del mismo modo que miles de seres inmundos nacen y viven como un cadáver en putrefacción. ¡No, y mil veces no! No es posible excusar a esos sinverguenzas que saquean, se apoderan de los bienes de los demás, quieren destruir todos los monumentos históricos y empujan al combate a los hombres prometiéndoles todo lo que otros han ganado con su trabajo e inteligencia. ¡Esto es la Comuna! Esto es desde el punto de vista moral».

La muerte era «un castigo demasiado dulce para semejantes ataques»: «¡Qué criminales! ¡Que salvajes! ¡Qué monstruos! ¡Cuantas riquezas perdidas! ¡Cuánta sangre vertida por los miserables asesinos incendiarios!».

Por ello, proseguía Desplats, «es necesario que el Gobierno actue y no dialogue, es necesario que los cuarenta mil hombres de Versalles marchen con decisión sobre París. Solamente a este precio la lucha será justa y se pondrá fin a los disturbios» (Lettres d’un homme à femme qu’il aime pendant le siège de Paris et la Commune).

L’apothéose de la canaille, de Louis Maurice Boutet de Monvel (1885)

Con el fin de restituir los bastiones del orden burgués, el republicano Adolphe Thiers se empleó a fondo. Tenía razones personales: acusado de mentir e incitar a la traición, el Comité de Salud Pública de la Comuna había ordenado desmontar piedra a piedra su casa de París. Pero esa fue una motivación menor en relación a la principal: el cuestionamiento popular de un concepto de sociedad fundada sobre un autoritarismo que consideraba imperdonable el recurso a la rebeldía.

Por su parte, la Iglesia católica, lejos de darse prisa en poner freno a la matanza, la alentó en nombre de la fe y la propiedad, e invitó a todos los hombres de buena voluntad a jalear el atronador sonido de los fusilamientos. El clero no fue el único que cubrió de elogios a los represores. En un ensayo dolorosamente esclarecedor, Paul Lidsky analizó el sentir general de los escritores sobre la Comuna. Pocos se privaron de recurrir a los más repugnantes sofismas zooloógicos, y menos aún fueron los que se libraron de la vergüenza de aplaudir los crímenes de los versalleses. Eso era, como diría Diderot, a lo que llamaban gente de bien.

James Tissot: La ejecución de los comuneros por las fuerzas del gobierno francés en las fortificaciones del Bois de Boulogne. 29 de mayo de 1871 (1871)

La premura de tiempo, las destrucciones materiales que le atribuyó la maquinaria de embustes de Versalles y un desenlace expeditivo contribuyeron a difuminar posteriormente la memoria de la Comuna de París. A pesar de todo, nunca se pudo ocultar del todo su carácter seminal e iconoclasta. Pero, además de un hito en la historia de las insurrecciones populares y piedra de toque de los procesos de emancipación y autogobierno, la Comuna ha dado pie a una lectura nada evidente que ha enriquecido de forma extraordinaria su legado. Apoyándose en la afirmación de que la Comuna había sido una revolución de zapateros (Frank Jellinek), Kristin Ross ha analizado en un bello y admirable libro (Lujo comunal: el imaginario político de la Comuna de París, Madrid: Akal, 2016) la figura de un maestro zapatero y su asombroso papel en las barricadas.


(2) Citoyen Gaillard


El treinta de abril de 1871, un zapatero llamado Napoléon Gaillard es nombrado jefe de barricadas de la Comuna de París. De inmediato, se pone manos a la obra con la colaboración ciudadana: «Esta mañana —relata Victor Desplats— han hecho una barricada en la Place Vendôme y cada persona que desee pasar debe colocar un adoquín». Los parapetos de Gaillard son la comidilla de los viandantes por su espectacularidad y fastuosidad. Observador de excepción, Albert Robida admira en la Rue Castiglione una barricada «de tierra muy hermosa, con bonitas troneras rectilíneas de la que Vauban se habría sentido satisfecho». ¿Vauban? La comparación es llamativa. No se trata de un diletante, sino de Sébastien Le Preste, marqués de Vauban, mariscal de Francia, ingeniero real y comisario general de fortificaciones de Luis XIV.

Entre la rue de Rivoli y la rue Saint-Florentin, el ciudadano Gaillard erige su obra maestra: una barricada de dos pisos de altura, con tejado a dos aguas y pabellones laterales. El imponente aspecto del Château Gaillard despertó tanto asombro como resquemor, no del todo injustificado, si tenemos en cuenta que su coste se elevó a dos millones de francos. «No es necesario que estas barricadas estén perfectamente construidas; pueden muy bien hacerse con carruajes volcados, puertas arrancadas de sus goznes, muebles arrojados desde las ventanas, adoquines cuando los hay, vigas, barriles, etc.», le reprocharon al zapatero. Cuestionado por el uso de sacos rellenos de telas en lugar de escombros, Gaillard se encogió de hombros.

Barrucada en la rue Castiglione

Un testigo de la época observó que

«Gaillard padre, el jefe de la construcción de la barricada, parecía tan orgulloso de su creación que en la mañana del veinte de mayo lo vimos con el uniforme completo de comandante, cuatro galones de oro en la manga y gorra, solapas rojas en la túnica, grandes botas de montar, pelo largo y suelto, una mirada firme. Mientras los guardias nacionales impedían al público caminar por un lado de la plaza, el constructor de la barricada posaba orgullosamente a unos veinte pies delante de su creación, haciéndose fotografiar con una mano en la cadera».

Una interpretación apresurada de estas extravagancias nos llevaría a concluir que el artesano también tiene sus vanidades. Pero, vista con detenimiento, la actuación del jefe de barricadas de la Comuna encierra grandes sorpresas. Sin duda, Gaillard pensaba que contemplar la barricada como una simple construcción defensiva era abrazar una imagen falsa, no sólo de la propia barricada, sino también del constructor. Su propósito, observa Kristin Ross, era ser reconocido como artista, como alguien que firma su creación; eso tenía en mente «cuando se hizo fotografiar en pie delante de la barricada que había diseñado para la Plaza de la Concordia, firmando así de hecho su creación, apropiándose de la condición de autor o artista».

Pero detengámonos un momento en el personaje; ¿quién era esta figura inaudita y un poco delirante? Nacido en Nîmes en 1815, Napoléon Gaillard aprendió el oficio con su padre, quien también le enseñó a leer y escribir, y desde muy jóven desarrolló un gran interés por el arte y sus relaciones con la artesanía. Fruto de estas preocupaciones fueron dos tratados sobre el calzado que, junto a la creación de un tipo de zapato de goma y madera, los chanclos, le granjearían una reputación de maestro consumado. A raíz de sus reflexiones, Gaillard tomó conciencia de su condición de artifex, esa peculiar fusión de artesano y artista pulverizada por el sistema industrial. En una carta se definía como «un trabajador, un artista del calzado, y aunque haga zapatos, tengo derecho a tanto respeto como los que se creen a sí mismos trabajadores por blandir una pluma». Su arte era el arte del zapato, que «se diga lo que se diga, es la más difícil de todas las artes, la más útil y, sobre todo, la menos comprendida», anotó en uno de sus tratados.

En su afán de superar el papel de artesano, de constructor de zapatos, Gaillard se adentró en los dominios de la belleza, insistiendo una y otra vez en la hermosura de los pies «bien proporcionados». El público, afirmaba, tenía que exigir un calzado hecho, «no para los pies como son, sino como deberían ser». En Philémon, vieux de la Vieille, el escritor Lucien Descaves vio en Gaillard a un

«zapatero experto, conservador y clásico en su métier, o más bien artista-zapatero, como quería ser llamado; consideraba, con razón, que había devuelto a su noble oficio los principios anatómicos y las normas de higiene de las que se había alejado. Quería que el zapato fuera racional, es decir, hecho para el pie, oponiéndose a la moda bárbara de ajustar el pie al zapato».

Barricada en la rue Royal. A la derecha, de pie, Gaillard, probablemente

Pero sus inquietudes no eran solo de orden estético. Paralelamente a sus cavilaciones sobre el papel del artesano en la sociedad, el maestro Gaillard fue un asiduo de los clubes políticos de su tiempo, lugares de encuentro y discusión que, como bien señala Kristin Ross, resultaron decisivos en el desarrollo de la Comuna. Orador volcánico y ferviente defensor de la tradición republicana radical (dos bustos de Marat y Danton flanqueaban su cama), Gaillard se encaramaba cada noche en el escenario con un gorro frigio para dirigirse a un público que le escuchaba divertido.

Napoléon Gaillard

Tras la derrota, Gaillard consiguió escapar de la escabechina y encontró refugio en Ginebra, donde regentó, junto a su hijo, también zapatero, un bar y una zapatería. Según parece, sus zapatos gozaron de gran estima entre su acaudalada clientela. Eso sí, el tozudo Napoléon Gaillard no aceptaba sugerencias de los compradores: el maestro era él, y sus creaciones no se discutían.

Sus convicciones políticas permanecieron inalterables hasta el final de su vida. En 1875, «Thiers tuvo el descaro de venir a dar un paseo por Ginebra con su familia para burlarse de nosotros —comenta un communard exilado—; el père Gaillard fue el único en manifestarse, colocando la bandera negra en su tienda. Se la quitaron de inmediato». Gaillard falleció en París en 1900, el mismo año que Ruskin y Oscar Wilde, con quienes se habría entendido de maravilla.

A la luz de la desconcertante figura de Gaillard y su papel en la Comuna se acumulan las preguntas: ¿cuáles eran sus credenciales para asumir el cargo de jefe de barricadas? ¿Qué estimulaba su extravagante virtuosismo barricadista? Y lo más importante: ¿qué clase de insurrección otorga responsabilidades públicas a un chiflado? ¿Por qué en lugar de un arquitecto o un ingeniero, la Comuna designó como responsable de barricadas a un maestro zapatero?

Las respuestas a estas preguntas, que nos desvelan una lado insólito de la Comuna de París, debemos procurárnoslas en el manifiesto de la Federación de Artistas.

Napoléon Gaillard, un compagnon cordonnier révolutionnaire (1815-1900) -  Seconde partie et fin
Caricatura de Napoléon Gaillard

(3) Que cada uno sea artista a su manera


El trece de abril de 1871, el pintor Gustave Courbet convocó una reunión en el Anfiteatro de la Facultad de Medicina a la que acudieron cuatrocientos artistas. Allí, tras una discusión sobre  las bellas artes y su papel en la sociedad, se acordó la constitución de la Federación de Artistas de la Comuna de París, presidida por el propio Courbet. Talentos de primer orden como Jules Dalou, Pilotell, Auguste Ottin, Manet o Daumier participaron directamente en la Federación o mostraron su simpatía. Otros (fue el caso de Corot o Millet, refugiados en provincias) también hicieron llegar su solidaridad.

La intervención social de los artistas en tiempos revolucionarios no era una novedad. En 1790, Jacques-Louis David había fundado, junto a Resoult, una Comuna de Artistas, y en 1848, una Asamblea General de Artistas, presidida por Delacroix y François Rude, tomó su relevo. Poco antes de la Comuna, durante el cerco prusiano, el cuatro de septiembre de 1970, se había creado una comisión artística encabezada, a instancias del ministerio de Educación, por Gustave Courbet, cuya misión era preservar los museos de la ciudad.

Como sus antecesoras, la Federación de Artistas de la Comuna alimentó grandes esperanzas para el futuro de las artes. Las medidas se sucedieron sin demora; la Biblioteca Nacional, bajo la dirección de Élisée Reclus, retomó su actividad el veinticuatro de abril de 1871, y la Biblioteca Mazarine, con Gastineau al frente, lo haría el ocho de mayo. En cuanto a los museos, el del Luxemburgo abrió el quince de mayo, seis días después de que se reanudaran los cursos del Museo de Historia Natural.

La Federación fomentó «la construcción de amplios salones para la educación superior, conferencias sobre estética, historia y filosofía del arte» y organizó un nuevo tipo de salones artísticos en los que únicamente se admitían obras firmadas por sus autores, rechazando «rotundamente cualquier exposición mercantil que tienda a sustituir el nombre del verdadero creador por el del editor o el fabricante». Además, se dejó claro que en estos salones no se otorgaría «ningún premio».

Sin embargo, a pesar de la relevancia de estas medidas, la excepcionalidad de la Federación de Artistas de la Comuna residía en su propósito de reconstruir la sociedad sobre las bases de un sentido estético de la existencia, un deseo expresado de forma soberbia en su manifiesto de abril de 1871. El manifiesto estaba firmado por Eugène Pottier, poeta, escritor (autor de la letra de La Internacional) y artesano polivalente (fue decorador, tapicero, diseñador de tejidos, encajes y cerámicas), que antes de la Comuna había dirigido un taller en el que se hacía «todo tipo de producciones artísticas». En su Manifiesto, Pottier escribió: «Vamos a cooperar esforzándonos por nuestra regeneración, el nacimiento del lujo comunal, esplendores futuros y la República Universal». Estas dos líneas, que no descuidan absolutamente nada, resultan tan insólitas como fulgurantes. Por un lado, invitando a elevarse por encima del espíritu del tiempo, el lujo comunal proponía el reencuentro del placer y el trabajo, dos amigos enfrentados en otro tiempo inseparables. Esta reconciliación era crucial, ya que daba pie a un debate sobre la clase de trabajos que resultan individualmente gratificantes y socialmente necesarios.

Por otro lado, restituía a las artes decorativas una dignidad olvidada, aupándolas al cielo de las bellas artes mayores. De este modo, la cerámica, el vestido, los útiles de cocina, los productos de ebanistería, orfebrería y carpintería abandonaban su vitola de artes subisdiarias en relación a la pintura o la escultura. Como resume Kristin Ross, el concepto de lujo comunal proponía «un tipo de mundo claramente diferente, en el que todos, y no sólo unos pocos, compartirían lo mejor». Apelaba, en palabras de Jean Nayrolles, a «un arte de élite para todos».

Esta propuesta constituía la radicalización de una corriente heterogénea del arte social que atravesó de cabo a rabo el siglo XIX. Ya en 1834, en nombre de un pálido reformismo, Théophile Thoré había propuesto «descender al corazón de la época y otorgar a las bellas artes su carácter social» (El arte social y progresivo, 1834). Aquel mismo año, el periodista y dramaturgo republicano Étienne Arago (La República y los artistas, 1834) abogaba por una «teogonía brillante» del arte; basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad. Esta teogonía defendía las virtudes del trabajo, devoción, resignación y paciencia, como armas contra la ambición, el interés material y la indiferencia propias de un lujo al alcance de unos pocos. «¿Quién se parece más al artista que el trabajador?», se preguntaba el periodista Pierre Vinçard en Los artistas y el pueblo (1850); y siguiendo los pasos de Fourier, críticos como Eugène d’Izalguier (Ley de la correlación de la forma social y la forma estética, 1836) o Auguste de Gasperini  (Del arte y sus relaciones con el medio social, 1850), entre otros, denunciaron la influencia corruptora del dinero en el arte y entablaron una fecunda discusión sobre la importancia de la forma en la vida cotidiana.

Esta crítica tuvo en John Ruskin y William Morris sus máximos exponentes. En el trabajo de todo hombre, escribió Morris, siempre debe haber «algo de esperanza y de placer»; pero la civilización moderna, «en su prisa por obtener una prosperidad material desigualmente repartida», había suprimido por completo «el arte popular», impidiendo a la mayoría participar del arte. Para Morris, reintegrar la esfera artísitica en el magma social no consistía en estetizar la política o politizar la estética, sino en sumergir el arte en la vida cotidiana. La idea de que la experiencia estética debía iluminar todos los ámbitos de actividad de los individuos chocaba frontalmente con la gestión cultural, los ministerios de Cultura o la existencia de un público. Su objetivo era transformar las bases estéticas y sociales del capitalismo.

Al cuestionar el fondo de la organización social, al encerrar tantas y tan profundas implicaciones políticas y económicas, esta propuesta no podía abrirse paso sin enfrentar, antes o después, el escollo del Estado. El manifiesto de la Federación, que no templaba gaitas ni caía en convencionalismos, se apresuró a proclamar «la libre expresión del arte, libre de toda tutela gubernamental y de todo privilegio». Utópico desvarío para unos, desesperada ridiculez para otros, lo que este simpático párrafo ponía de manifiesto es que los artistas no hallaban motivos para sentirse verdaderos creadores más que liberados del control estatal. Y del mismo modo que se negaba al Estado la inciativa en el terreno del arte, se desposeía a las academias nacionales de Bellas Artes de su potestad para sancionar el gusto oficial. También aquí se oye el rumor de la Gran Revolución, cuando, a instancias de David, la Comuna de Artistas abolió la Academia en 1791.

Al rechazar por igual las subvenciones y el mecenazgo, el lujo comunal se desmarcaba tanto del patrocinio estatal como de la filantropía. Traducido a la pegajosa nomenclatura actual, no era liberal ni socialdemócrata. Su objetivo era que cada ser humano, si así lo deseaba, dispusiese de la facultad de dar rienda suelta a su imaginación. «El arte es enteramente individual y no es para cada artista más que el talento resultante de su propia inspiración y sus propios estudios sobre la tradición», hacía constar Gustave Courbet en 1860. «El verdadero impulso artístico sólo puede proceder de la gente», de la base social, aseguraba Francisco Salvador-Daniel, hijo de un carlista español y responsable del Conservatorio de París.

En definitiva, el manifiesto de Eugène Pottier decretaba la independencia absoluta del artista en relación al poder, invalidaba el gusto oficial impuesto por las academias nacionales e invocaba un arte por y para todos. Pero este llamamiento a que cada uno fuera artista a su manera llevaba de inmediato a colocar el foco sobre la producción. ¿De dónde sacarían un obrero fabril o un albañil el tiempo para emprender ese viaje a «las regiones profundas de sí mismos, donde comienza la verdadera vida del espíritu» (Proust)? ¿Cómo conciliar la obligacion de vender la fuerza de trabajo en el mercado laboral con la abundancia de ocio?

Los efectos del lujo comunal afectaban de lleno al sentido colectivo de la existencia y, por ende, a la organización económica. La Federación de Artistas reconoció «el derecho de cada uno a su parte de vida intelectual», porque el ser humano «no vive de pan solamente». No obstante, «es necesario que haya ese pan», constataba Walter Crane, un aventajado discípulo de Morris, en Le socialisme et les artistes (1893).

Procurar tiempo de ocio para todos obligaba a reorientar los objetivos de la civilización de la máquina. El productivismo y el desarrollo ilimitado de la tecnología (el progreso, en una palabra) era la apoteosis del «mecanismo, es decir, lo contrario del arte» (Ruskin). Sin embargo, combatir los dictados del productivismo no significaba condenarse a la penuria, a la escasez: era preciso dar con una organización social tal que permitiese a cada individuo dedicarse a una actividad placentera y variada tras haber cumplido con un trabajo socialmente necesario, previamente consensuado. «El sentido artístico, el amor por lo bello, el espíritu de invención, el crecimiento de todas nuestras facultades, liberadas del ganapán, del trabajo forzado», demandaban una vida «unida por la solidaridad» (Crane).

Estas consideraciones, esbozadas aquí con cierto aire utópico, y que a buen seguro suscitarán sarcasmos entre los doctrinarios, no eran ninguna quimera. Kristin Ross apunta que la Comuna fue el primer movimiento revolucionario que se desmarcó de la ortodoxia económica que afirmaba la superioridad del trabajo intelectual sobre el trabajo manual; una superioridad que hacía derivar del mismo orden natural que reservaba para unos pocos las disciplinas del espíritu y condenaba a la mayoría a tareas físicas, rutinarias y con frecuencia vejatorias.

La Comuna, insurrección contra el mecanismo, apostó por una existencia basada en la imaginación que permitiese a hombres y mujeres la posibilidad de explorar talentos insospechados. Sólo la abundancia de tiempo, y no la mejora salarial, por importante que fuera, permitiría imaginar una nueva relación con la vida. Inspirada por el mismo deseo de «cambiar la vida» (Rimbaud) que animaba al lujo comunal, la Comuna, redujo la jornada laboral y abolió el trabajo nocturno de los panaderos. El secreto para cambiar la vida era librarse del trabajo asalariado.


(4) Un zapatero fuera de lugar


A la luz de lo expuesto anteriormente, volvamos ahora a nuestro zapatero para tratar de entender la esencia de su grandeza. ¿Qué nos dice su forma, en apariencia insensata, de acometer la construcción de barricadas en medio de una situación de emergencia? Al aplicar un esmero de artesano a la erección de barricadas Gaillard reivindicó su orgullo de hacedor; al ensalzar la forma se reclamó artista. Se tratase de unos zapatos o de una barricada en la rue de Rivoli, para él la belleza era un requisito ineludible. Incluso un artefacto como la barricada debía resultar agradable a la vista.

Demasiado estrambótico como para no levantar un murmullo burlón entre los pragmáticos, bajo ese mimo por la forma de Gaillard es fácil adivinar un desafio. ¿Desafío a qué? Al orden social, naturalmente. Abandonando momentaneamente su oficio para construir barricadas de autor, Gaillard renunció a su rol de artesano y cuestionó el mito del trabajador responsable. Porque, ¿qué sucede cuando los individuos no siguen el guión que el orden capitalista ha escrito para ellos? «¿Qué le ocurre a un Estado, se pregunta Ross, si zapateros y artistas no ocupan el lugar que les corresponde? ¿Cómo vamos a reconocerlos?» (Kristin Ross: El surgimiento del espacio social: Rimbaud y la Comuna de París, Madrid: Akal, 2018).

Al abandonar temporalmente su oficio, al pasar de una cosa a otra y hacer acto de presencia donde no se le espera, Gaillard se revela como un genio del desplazamiento social. El maestro zapatero lanza un órdago a la separación entre artesanía y arte. Su gesto constituye una trangresión a la identidad. No se somete al prototipo del buen trabajador, tan querido por la izquierda, sino que se sitúa, junto a vagos, bandidos y enemigos del trabajo asalariado, en los intersticios del statu quo.

Maximilien Luce: El zapatero. Ático en la Glacière (1883)

Tal y como están las cosas, pensaba Goethe, la humanidad «seguirá oscilando de un extremo a otro y una de sus partes sufrirá mientras a la otra todo le irá bien, el egoísmo y la violencia seguirán campando a sus anchas como demonios malignos y la lucha de los partidos no tendrá fin. Lo más razonable es que cada uno cumpla con su oficio, con aquello para lo que ha nacido y para lo que haya estudiado, y que no impida a los demás que hagan lo suyo». Así pues, sugería Goethe, «el zapatero a sus zapatos, el labrador a su arado, y que el soberano sepa gobernar, pues éste también es un oficio que exige aprendizaje y que no debería ejercer nadie que no esté preparado para ello».

Elogio del oficio artesano, la versión del zapatero a tus zapatos de Goethe es, sobre todo, un apelo al orden político. Para el genio alemán, gobernar es un saber; un conocimiento empírico que compete únicamente a especialistas, a individuos nacidos para llevar las riendas de un Estado. Siguiendo este razonamiento, en su Histoire de la Commune de Paris en 1871 (1876), el abate Auguste Vidieu no se anduvo con rodeos: «La historia despertó a esta turba de gente holgazana que, aunque decidida a permanecer inactiva toda la vida, también reclama su parte de fama y riqueza. En 1871 partieron del principio de que, para obtener algo de un hombre basta con decirle que se encuentra por encima de su situación». Para llevar adelante su cometido criminal, el populacho, «que apenas representa al conjunto de convictos del presente y del futuro», comenzó

«a explotar las atrevidas energías que son prerrogativa de todos los bandidos que no tienen nada que perder. Así que, muy perezosos e indefensos, hasta entonces privados de la facilidad y notoriedad que conlleva el trabajo, descubrieron una manera de vencer simplemente diciendo que amaban a la gente y la gente les creía. Fueron miembros de un ministerio, ministros, incluso soberanos, ya que cada uno en su esfera era un déspota irresponsable».

Aquí se muestran sin disimulo los auténticos temores de los hombres de orden. Para Vidieu, nada incita tanto al desorden como la posibilidad de que esos hombres que se encuentran «por encima de su situación» participen en la toma de decisiones. El republicano Victor Desplats no se refería a otra cosa cuando lamentaba el «horrible espectáculo de desorden y desorganización». Quienes no cumplen «con su oficio, con aquello para lo que han nacido y para lo que han estudiado» resultan peligrosos. Corren el riesgo de que se les metan en la cabeza ideas nocivas sobre la organización social y los privilegios. Como mucho, de la plebe se puede esperar que se ilustre en su tiempo de descanso, que se entregue a pasatiempos anodinos o se muestre moderada en los vicios; su deber es cumplir en el trabajo y resignarse a ocupar su lugar en la jerarquía social. Bajo ningún pretexto puede atribuirse un papel en la dirección de los asuntos de la ciudad.

En  poco más de un mes, la Comuna dio al traste con estas convenciones. El treinta de abril de 1871, día en que Gaillard es nombrado jefe de barricadas, Gustave Courbet escribe a sus padres:

«¡París es un verdadero paraíso! Sin policía, sin tonterías, sin exacciones de ningún tipo, sin discusiones. París va por su cuenta como un reloj. Habría que permanecer siempre así. En resumen, es una auténtica delicia. Todos los organismos estatales se han constituido en federación y se pertenecen entre sí […]. Los sacerdotes también están en su propio lugar, como los demás, como los trabajadores, etc., etc., los notarios y los alguaciles pertenecen a la Comuna, y son pagados por ella como registradores de la propiedad».

 Como se desprende de esta carta, la Comuna repartió nuevas cartas en el juego social. No sólo los zapateros encontraron un nuevo acomodo en el campo de la creación artística; la reestructuración comunal del parque de viviendas y los inmuebles reubicó a notarios y alguaciles, y los curas pasaron a ocupar «su propio lugar»: «Si desean predicar aquí en París, aunque nosotros no queremos, les alquilaremos iglesias», anota Courbet.

Quien escribía esto no era uno de esos «bandidos que no tienen nada que perder» a los que se refería Vidieu: «No tuve suerte, confesaba, sin lamentaciones, Courbet. Perdí todo lo que me había costado tanto conseguir, es decir, mis dos talleres, el de Orleans a manos de los prusianos, y el edificio de mis exposiciones en el Puente de l’Alma que había hecho transportar a la Villette y fue utilizado como barricada contra los prusianos».

Para la República francesa de mayoría orleanista y legitimista, poner en su sitio a los comuneros era una cuestion espacial, pero fundamentalmente política. Durante setenta y dos días, todos aquellos a los que Haussmann había arrastrado a la periferia volvieron a ocupar el centro de la ciudad. No eran sólo zapateros como Gaillard. También había músicos. Francisco Salvador-Daniel, el saintsimoniano amigo de Élisée Reclus a quien Courbet había encargado la dirección del Conservatorio, fue uno de los promotores de los multitudinarios conciertos a cielo abierto, donde, a cambio del óbolo de la entrada, los asistentes recibían una escarapela roja. El veintiuno de mayo, Salvador-Daniel organizó en los jardines de las Tullerías un espectáculo en beneficio de viudas y huérfanos en el que participaron más de mil músicos. Ese mismo día, las tropas de Thiers entraron en París. Tras la dispersión general, Salvador-Daniel reapareció días después combatiendo en la barricada de la rue Jacob. Acorralado, halló refugio en un inmueble próximo, pero fue denunciado por los vecinos. Su movilidad espacial y su capacidad de deslizamiento social (federación, conservatorio, calle, barricada) constituía una transgresión imperdonable a ojos de los represores. Arrastrado hasta su barricada, Francisco Salvador-Daniel fue fusilado de inmediato y enterrado en una fosa común.

«Aquí estoy, por el pueblo de París, metido hasta el cuello en los asuntos políticos», les contaba Courbet a sus padres.

«Presidente de la Federación de Artistas, miembro de la Comuna, delegado en el Ayuntamiento, delegado en la Instrucción Pública: cuatro de los cargos más importantes de París. Me levanto, desayuno, ocupo mi escaño y presido doce horas al día. Empiezo a tener la cabeza como una manzana asada. A pesar de todo este tormento de cabeza y de comprensión de asuntos a los que no estaba acostumbrado, estoy encantado».

Los versalleses no desaprovecharon la oportunidad para mostrarse implacables y restaurar el orden, es decir, devolver a la chusma a su lugar. No cabía imaginar otra respuesta del poder  cuando un zapatero levantaba barricadas (Gaillard), un músico convertía los jardines en salas de concierto (Salvador-Daniel), un orfebre húngaro (Leó Frankel) dirigía la economía y un reconocido pintor se metía «hasta el cuello» en política (Courbet).


(5) Esplendores futuros


Aplastada la Comuna, el brillo del «lujo comunal, los esplendores futuros y la República Universal» se apagó rápidamente. Con todo, la estela de ese brillo aún sería visible en las décadas posteriores. Impregnada del ideario anarquista y al margen de los canales oficiales y la Academia, una potente interpretación del arte social ejercería una cierta influencia durante el fin de siècle. Partiendo de las tesis del arte social de la primera mitad del siglo XIX y del rechazo del arte por el arte alentado por Proudhon en Del principio del arte y su destino social (1865), un texto, por cierto, decepcionante y teñido de utilitarismo moralista en el que las mujeres no salían bien paradas, un grupo de artistas, pintores en su gran mayoría, trató de recuperar el impulso artístico popular que había animado el programa de la Comuna.

El arte por todos y para todos se convirtó en la divisa de artistas como Camille Pissarro, que descubriría el anarquismo en 1880 gracias a su amigo Paul Signac, Seurat, Maximilien Luce y Félix Valloton, todos ellos libertarios. Al igual que Gaillard, los neoimpresionistas, como los bautizaría otro anarquista, el extraordinario Félix Fénéon, negaron la cesura entre bellas artes y artes decorativas: «En el momento en que platos, cucharas, sillas, camas adopten formas ingeniosas y colores fabulosos el artista dejará de mirar con desprecio al trabajador», afirmó Fénéon, quien mantuvo vivo el legado de la Comuna desde su puesto de editor jefe de la Revue Blanche.

Entrado el siglo XX, los communards más veteranos transmitieron la memoria de aquellos días a las generaciones posteriores. En la primavera de 1905, una mujer llamada Jeanine Champol acudió al ayuntamiento del distrito XVIII de París en calidad de madrina de un niño llamado Jean Vigo, Nono, de quien se haría cargo en sus primeros años de vida. Gran amiga de su padre, Miguel Almereyda, un anarquista muy influyente en la prensa de combate de la época y hombre de acción, Janine rememoraba con frecuencia sus recuerdos infantiles de la Comuna.

Permanentemente en pie de guerra contra el Estado y los grupos ultradechistas, Almereyda, buen orador, declaró ante un juez: «Hay una Francia que detestamos en el pasado y en el presente, la Francia del despotismo real y clerical, la Francia de los emigrados y los chouans, la Francia imperial, la Francia capitalista», en otras palabras, la «deslumbrante» Francia de Mendès. Sin embargo, proseguia el bello Miguel, «hay también una Francia a favor de las Jacques, la Francia de los hugonotes contra el despotismo de los reyes y los curas, la Francia de los enciclopedistas, la Francia de los que demolieron la Bastilla, la Francia de los librepensadores, la Francia de los insurgentes que vertieron su sangre en las barricadas de 1830, 1831, 1834, 1848 y 1871». Esa Francia, confesaba, «la amamos, ¿cómo podríamos no amarla».

Los esplendores futuros que profetizó la Comuna asomaron de forma intermitente aquí y allá, y tuvieron su punto culminante en el mayo parisino del 68. En otro ensayo magnífico (Mayo del 68 y sus vidas posteriores: ensayo contra la despolitización de la memoria, Acuarela & Antonio Machado libros, 2008), Kristin Ross recoge el testimonio de Gérard Fromanger, miembro del Atelier Populaire des Beaux-Arts creado por los estudiantes de bellas artes, donde se imprimieron los carteles que forraron los muros de la capital francesa: «El arte —afirmaba Fromanger— es lo que hace que la vida sea más interesante que el arte». Guiados por esa convicción,

«los artistas ya no estaban en sus talleres, ya no trabajaban, ya no podían trabajar, porque lo real era mucho más poderoso que sus creaciones. Naturalmente, se convertían en militantes, yo entre ellos. Creamos el Atelier Populaire des Beaux-Arts y hacíamos carteles. Hacíamos carteles día y noche. Todo el país estaba en huelga y nunca habíamos trabajado tanto en nuestras vidas. Al fin éramos necesarios»,

recuerda un miembro del Atelier.

No es casualidad que Mayo del 68 devorase los libros sobre la Comuna. «La cultura burguesa», reza el texto que acompañaba la fundación del Atelier Populaire, «separa y aísla a los artistas del resto de los obreros otorgándoles una condición privilegiada. Este privilegio encierra al artista en una prisión invisible. Hemos decidido transformar nuestro papel en esta sociedad».

El zapatero Gaillard habría sido el primero en aplaudir este manifiesto. ¿No era precisamente eso lo que él había pretendido con sus majestuosas barricadas? Tanto la Comuna como Mayo del 68 impulsaron la idea de que cada uno fuese artista a su manera, que constituyese «gustos, pensamentos, actitudes estéticas» que lo liberasen de la jaula en la que la cultura de clase lo había encerrado; la emancipación se basaba en el principio de que «quien trabaja con las manos puede transformarse en esteta» (Rancière).

Medio siglo después de la primavera parisina, queda poco de aquellos esplendores futuros imaginados por Pottier. En relación a los días de la Comuna, resulta asombroso lo mucho que hemos retrocedido a fuerza de progresar. Cuando se comprueba el grosor moral del programa educactivo de la Comuna, cuesta entender cómo hemos sido capaces de desviarnos tanto: «Enseñar a los niños a amar y respetar a los demás, suscitando en ellos el amor a la justicia; enseñarles también que su instrucción va en interés de todos: esos son los principios morales sobre los que descansará de ahora en adelante la educación comunal». ¿Amar y respetar a los demás? ¿Interés de todos? ¿Principios morales? ¿Qué ha agregado nuestra esplendorosa cultura del dinero, el despilfarro y la marrullería a estos fines?

En relación a la República Universal hay poco que decir. Tras la derrota de la Comuna, Napoléon regresó a la Place Vendôme y en el lugar donde todo comenzó, la explanada de Montmartre, los vencedores, también ellos expertos en el manejo de los símbolos, erigieron la horripilante basílica de Sacré Coeur a modo de expiación por los crímenes del pueblo de París contra Dios y la propiedad. Hoy la fraternidad es pasto de hienas patrióticas y lo único que se ha universalizado es la voracidad del capital, la truculencia y la servidumbre digital.

«Siempre amaré el tiempo de las cerezas, ese momento que guardo en el corazón», se decía en El tiempo de las cerezas, la popular cancioncilla escrita por Jean Baptiste Clément que se canturreaba en las barricadas del París insurgente. Su autor se la dedicó a la valiente jóven que el veintiocho de mayo de 1871, en los estertores de la Comuna, decidió compartir la suerte de los comuneros que resistían sin esperanza en las inmediaciones de los Jardines del Luxemburgo. «Sólo sabíamos que se llamaba Louise y que era trabajadora, escribió Clément. Por supuesto, tenía que estar con los rebeldes y los cansados».

«El tiempo de las cerezas fue breve», pero su recuerdo perdurará en quienes sepan reconocer el valor de su ejemplo. «De aquel tiempo guardo en el corazón/ una herida abierta…». A nosotros sólo nos queda respirar por esa herida mientras esperamos un nuevo tiempo de las cerezas y los zapateros. Tal vez, un día, entre tanta basura, surja un Gaillard que nos hable del poder redentor de la belleza y la bondad. Nunca hubo un zapatero como él. ¡Salud, citoyen Gaillard! ¡Viva la Comuna de París!


Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.

2 comments on “El tiempo de las cerezas y los zapateros: lujo comunal, esplendores futuros y República universal en la Comuna de París

  1. Gregorio

    Magnífico y bello artículo. Digno ejercicio reflexivo para la memoria y legado de la Comuna de París. Viva la Comuna!
    Gracias y enhorabuena al autor de este artículo.

  2. Un un bello y vibrante escrito Michel Suárez nos muestra con su erudición habitual los datos de una historia y unas personas que, a pesar de su olvido, defendieron unas nobles ideas, y por más que la ignorancia y el egoísmo actual quieran ignorarlas dejaron sembradas unas semillas que algún día germinarán.

    Vergüenza debería dar a los mal llamados representantes actuales no seguir el ejemplo de aquellos héroes.

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