Crónica

Los niños bailaban en Kosovo

Antonio Costa evoca un viaje a la antigua Yugoslavia preñado de visitas literarias a escenarios de los libros de Ivo Andrić, Juan Goytisolo o Ivan Meštrović.

/ por Antonio Costa /

En Prístina (Kosovo), las fuerzas de la OTAN indicaban por todas partes el protectorado norteamericano. Los niños bailaban sobre los surtidores de colores, jugaban entre las letras enormes que formaban el nombre de Kosovo. En los cafés nos recibían dibujos de Tintín. Cerca de allí, el edificio más feo del mundo, la Biblioteca Universitaria, parecía una malla cubierta de huevos podridos.

Quisieron desasirse de Serbia y la cambiaron por Estados Unidos: a ver cómo los echan si algún día se cansan de los americanos. Las iglesias serbias servían de urinarios: las protegía la policía para que no las dañaran más. Los nacionalismos sectarios y meones acabaron con Yugoslavia, donde convivían todos. A las potencias de este mundo les convenía acabar con Yugoslavia; balcanizar los Balcanes.

En Mostar la gente vibraba de noche en torno al puente mágico que restauraron los españoles. En otro puente más escondido en la espesura, en rincones secretos, Consuelo y yo nos asomábamos con magia al al río Neretva. En Mostar había tres comunidades, croatas, musulmanes y serbios, y pelearon todas con todas, hasta que los croatas se aliaron con los musulmanes contra los serbios. Y los serbios, los malos malísimos de la película dominante, cargaron con la culpa de todas las destrucciones.

En Sarajevo recordé el que fue un día el sueño multicultural que expresó Ivo Andrić en Café Titanic. Tomabas cerveza en el barrio cristiano croata o tomabas té en el barrio musulmán en torno a la fuente Sebjili, ibas entre cúpulas ortodoxas místicas o caminabas entre iglesias barrocas católicas. Pero ese sueño lo amenazaron tanto los serbios nacionalistas como los islamistas de Izetbegović, que defendían un Imperio islámico desde Marruecos hasta la India. La gente habla de los francotiradores serbios, nos metieron la imagen en la cabeza, pero también había francotiradores bosnios que disparaban sobre los barrios serbios: lo cuenta la novela El violoncelista de Sarajevo, del canadiense Steven Galloway.

Nos hablan de los fanáticos serbios. Ellos defendían la parte sur de la ciudad, al otro lado del río Miljacka, donde estuvieron durante siglos. El imán de la mezquita, en Cuaderno de Sarajevo, de Juan Goytisolo, lleno de santa indignación pedía ayuda a las democracias europeas contra la barbarie. Pero al mismo tiempo les decía que ellos no creían en la democracia occidental: creían en el islamismo.

Por suerte, cuando yo fui, en Sarajevo otra vez se podían tomar cervezas grandísimas en unas calles, mientras en otras calles te daban té con menta. Aún vi monumentos de todas las religiones, aún las palomas flotaban sobre la plaza Sebili sin declarar a qué religión pertenecían, y tampoco lo decían aquellos niños al sur del río Miljacka que daban vueltas y vueltas en un tiovivo, y te miraban con caras alucinadas, y cabalgaban con vértigo más allá de todas las identidades, como cabalgaba el cónsul en Cuernavaca en la novela Bajo el volcán. En Belgrado, en el Club de los Trotamundos, en la Skadarska adoquinada como Montmartre, había mucho más que feroces nacionalistas serbios, y el Danubio desde la fortaleza no parecía muy nacionalista fanático.

En Visegrad, en la parte serbia de Bosnia, vimos donde estaba el hotel de la tía Lotte, al lado del puente, aquella mujer de la que hablaba Andrić en El puente sobre el Drina. Esa mujer judía vino de Cracovia y sostuvo a todos con su coraje y su fuerza interior, hasta que se derrumbó en la melancolía. Yo creí que su fantasma vencido vagaba por el puente sobre el Drina. Aún después de muerta nos animaba a todos. En el puente aquella noche sonaban guitarras, las chicas jóvenes reían con sus ocurrencias, los poderes de la piedra se aligeraban en el agua. Yo recordé que, en la novela, la hija de un jefe musulmán no quiere casarse con quien su padre impone y una noche siente un día la libertad de su cuerpo en la ventana delante de las estrellas. Y otra noche se tira al Drina desde el puente para escapar con su cuerpo a todas las sujeciones. Al carajo las religiones y las culturas, las identidades cerradas y las culturas exclusivas: su cuerpo se libera en el agua. Como escapaban aquellos niños encantados y vertiginosos que bailaban sobre el agua en la capital de Kosovo.

Visité Travnik, en las montañas del centro de Bosnia. Fui a la casa natal de Andrić, el hombre que soñó con una Yugoslavia donde todo se mezclaba como un sueño, por encima del comunismo y el capitalismo. Donde se confundían las culturas, los pueblos, los serbios, los croatas, los musulmanes, los judíos, los gitanos. Donde los pueblos de las montañas viajaban en trenes de película al Adriático, donde los croatas o montenegrinos de la costa se acercaban al lago Ohrid mágico a través de los bosques y los cañones del Piva.

En Travnik miré el castillo en un precipicio los manantiales del Agua Azul donde los mercaderes turcos de Crónicas de Travnik de Andrić creían que todo pasaba, pero el Imperio otomano era eterno. Y no hay nada eterno en ese sentido: para bien o para mal, la vida fluye loca como los niños que bailaban sobre el agua en Kosovo. Vi la casa natal de Andrić, el que soñó Yugoslavia, como la soñó Ivan Meštrović con el abrazo de los cuerpos verdes desnudos en la fuente de Zagreb. Vi el Café Cónsul de Crónicas de Travnik, vi el jardín donde el joven musulmán bosnio Salko espiaba a la jovencita austriaca católica Ágata. Para ellos no había fronteras, un cuerpo y otro cuerpo se estremecían como sus ojos alucinados. En el bar Tito”en Sarajevo la gente aún soñaba con Tito y Yugoslavia. Igual que los niños que bailaban sobre el agua en Kosovo.

Fotografía de portada de Consuelo del Arco


Antonio Costa Gómez, nacido en Barcelona en 1956, afincado actualmente en Salamanca, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió filología hispánica e historia del arte y hoy es profesor de literatura en enseñanza media. Ha publicado libros en todos los géneros literarios: Revelación, El tamarindo, Las campanas, La reina secreta, La seda y la niebla, etcétera, con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de Amantes de Teruel en 1985. Con Las campanas llegó a la última votación del Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.

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