/ por David Guardado /
«¿Qué eres tú, que usurpas así este momento a la noche y a esa forma justa y guerrera con la que a veces se presentaba la ahora enterrada majestad de Dinamarca? ¡Te lo ordeno por el cielo! ¡Habla!».
Estas semanas estamos leyendo a decenas de columnistas, cronistas y opinadores que nos informan de los peligros terribles de la oficialización de la lengua asturiana y que nos advierten de que el asturiano no existe; o que existía pero ya no existe porque se ha muerto; o que existe, pero en forma de restos deshilachados; o que tiene una vida tan mísera y fragmentada que no merece ser considerada como tal y es mejor que muera en paz; o que, por el contrario (y lo que es lo mismo), vivirá feliz, plural y eternamente en una prístina dimensión paralela en la que las lenguas no precisan estandarizarse y oficializarse para continuar existiendo.
Pero esto no es nuevo: la anunciada muerte del asturiano forma parte de un discurso ideológico relacionado con la estrategia de borrado del asturiano que aparece articulado desde final del siglo XIX precisamente como muro de contención frente a la posibilidad de la revitalización literaria de la lengua y a las propuestas para su estandarización (hablo aquí de borrado —erasure en el original— en el sentido que los lingüistas Irvine y Gal dan al término en 2000 en su artículo «Language ideology and linguistic differentiation» para referirse a la eliminación discursiva de todo lo que no case con la ideología lingüística dominante).
Este relato sobre la defunción del idioma, que se explicaría en parte por la inadecuación del asturiano al proceso de modernización social de su tiempo, y que se produciría, según sus propagandistas, por una combinación de abandono voluntario y de implosión fragmentaria, tomó a principios del siglo XX la forma que conocimos hasta la Transición, de la mano del principal teórico del nacionalismo lingüístico español, Ramón Menéndez Pidal, y de sus seguidores, que dedicaron buena parte del siglo pasado a certificar científicamente la multiplicidad, la inadecuación y la desaparición progresiva, y supuestamente natural, del asturiano, como parte su programa de minorización social de la diversidad lingüística y de defensa de la supremacía del castellano sobre las otras lenguas peninsulares.
Así, fueron creándose dos realidades paralelas: mientras por un lado centenares de miles de personas no pertenecientes a las estructuras de poder simbólico y material seguían usando el asturiano como una lengua de comunicación diaria, en una típica situación diglósica, y tanto en Asturies como en las comunidades de emigrantes existía una demanda y una producción de literatura, música y teatro en asturiano, que se entendía ya como un elemento inseparable de la identidad asturiana, por otro lado, los lingüistas, con la colaboración y la aquiescencia de les élites culturales, políticas y económicas (tres patas del mismo banco) y ayudados por la escuela como institución necesaria para la reproducción social de los discursos del poder y para la supresión de la diversidad, se dedicaban a la identificación, localización y descripción metódica de los supuestos restos del muerto, o moribundo, en forma de isoglosas o de bables.
Y así, llegamos al siglo XXI, cuando, ahora, las evoluciones respectivas de los herederos de esos dos mundos chocan porque el primero reclama el lugar y la dignidad que el segundo lleva negándole cien años.
El asturiano como espectro: amenazas y posibilidades abiertas
Pero ¿qué tiene que ver Jacques Derrida, ese filósofo también conocido en la actualidad por ser la bestia negra de la hinchada antiposmo en esta historia? Pues bien, hablamos de y con Derrida porque es difícil de encontrar un texto con el que podamos explicar mejor el proceso de borrado del asturiano que Espectros de Marx, el libro con el que el francés proponía en 1993 retomar la lectura del filósofo alemán para imaginar alternativas nuevas al mundo existente y al discurso neoliberal del fin de la historia que se imponía entonces de forma hegemónica.
Derrida describe en su obra, que ejemplifica de una forma hermosa con Hamlet, (en el vídeo podemos ver la escena inicial de la obra de Shakesperare, adaptada al cine por Kenneth Branagh), la permanencia del pasado en formas fantasmáticas que siempre ofrecen la posibilidad no solo de reinterpretar lo que pasó, sino de imaginar y articular transformaciones para el porvenir. Por eso mismo, plantea, esas presencias, que desde que aparecen se encuentran en estado de combate, son exorcizadas por quien las ve como amenaza a su estatus y privilegios y por quien desea por todos los medios evitar que encuentren forma de materializarse para ayudarnos a entender el pasado y a ser parte de la vida futura, es decir, por quien no es capaz de dialogar, de hablar con ellas y solo responde con miedo y negación. Nos dice el filósofo francés que quien actúa así está intentando tranquilizarse, asegurándose, «pues nada es menos seguro, que aquello a lo que se desea la muerte esté bien muerto».
Derrida menciona también en este libro un término usado por Marx, eskamotage, una clase de robo por la que a través de un juego de manos, el ilusionista hace desaparecer un cuerpo haciéndolo imperceptible y creando apariciones nuevas que forman parte del truco con el que intenta despistar al espectador; un proceso que forma parte de ese borrado del que hablábamos y que desarrolló en Asturies la ideología lingüística hegemónica, que metió en la chistera el bable o asturiano de final del XIX como una variedad lingüística en disputa por la autonomía y sacó «el antiguo dialecto leonés» a principio del XX como un elemento dependiente y supuestamente constitutivo del español, que se presentó al público y se reinterpretó desde las estructuras del poder como los restos del dialecto de un desaparecido reino medieval, múltiple en su forma e incapacitado para ser un vehículo de comunicación completo y funcional.
En este marco ideológico podemos entender también la obsesión de la filología española mayoritaria en el XX por el estudio meticuloso de esos supuestos restos lingüísticos, lo que hemos de ver como un proceso de tipo forense a través del cual el autor quiere saber, nos dice Derrida, «de quién es propiamente el cuerpo y cuál es su lugar, ya que debe permanecer en su lugar» y pretende tener la seguridad de que «en lo que queda de él, él queda ahí. ¡Que se quede ahí y ya no se mueva!».
Lógicamente los hablantes de asturiano, o la gente partidaria de su revitalización y de la oficialidad, reciben ahora las afirmaciones sobre la muerte del idioma con incredulidad e indignación, pero ya Derrida nos advierte también de que este formulismo machacón «que consiste en repetir, a modo de encantamiento, que el muerto está bien muerto» no es otra cosa que una expresión de dogmatismo autoritario que forma parte de un intento casi mágico de exorcizar una presencia que, efectivamente, se quiere muerta.
Así, el exorcismo que se manifiesta en la letanía de repeticiones de que el asturiano no existe y/o en la enunciación de su muerte que vemos estos días en la prensa es realmente el hecho que pretende asegurar esa misma defunción, porque quien lo hace, «como haría un médico forense, declara la muerte, pero, en este caso, para provocarla».
Si estos forenses de la pluma, trasuntos del doctor muerte o de la enfermera asesina, brotan en este tiempo, es porque la estrategia de quien se opone a la oficialidad se modifica y se enroca a la vez que el proceso de negociación de un posible reconocimiento de los derechos lingüísticos se acelera y el fantasma encuentra un cuerpo en el que habitar: en realidad, llegados a este punto, la única forma coherente de oponerse a que a la lengua asturiana se le aplique el artículo 3.2 de la Constitución es ya dando un paso atrás y, a través de otro proceso de prestidigitación, de eskamotage, defender que… en realidad no existe la lengua asturiana.
Pero que lo absurdo del argumento no nos confunda; debemos conocer sus razones, cuáles son las batallas importantes y cómo y cuándo darlas. Porque cuando estos notarios de la hecatombe constatan de manera irrefutable que el asturiano ha muerto, y nos dicen que no es viable socialmente la revitalización de un cuerpo inerte y desmembrado, solo intentan exorcizar ese fantasma que recorre Asturies y, volviendo a Derrida, el supuesto certificado de defunción que emiten no es otra cosa que un deseo: el enunciado «performativo de una declaración de guerra o la gesticulación impotente, el agitado sueño de dar muerte».
Este artículo es la traducción de «Búscase vivu o muertu: falando con Derrida del asturianu», publicado originalmente en asturiano en Asturies.com

David Guardado (Gijón, 1970) es licenciado en filología inglesa y especialista en tecnología de la información aplicada. Tras una experiencia desde 1996 en diversos proyectos relacionados con medios online en asturiano, como la puesta en marcha de Asturies.com en 1997, desde 2001 ha desarrollado su vida laboral en el grupo Prensa Ibérica, donde ha sido sucesivamente responsable del equipo que puso en marcha el proyecto de La Nueva España digital, director de la Zona Norte en Prensa Ibérica Digital y responsable del área Comunidad y Usuarios. En la actualidad gestiona diversos proyectos de transformación digital orientados al cambio en la cultura redaccional y a la adaptación del conjunto de las estructuras, la tecnología y los flujos de trabajo en los medios de Prensa Ibérica. Comprometido con la reivindicación lingüística en torno al asturiano y uno de los grandes expertos en la historia del idioma, es autor de Llingua estándar y normalización llingüística: la revitalización de les llingües subordinaes (2008) y responsable de la cuenta de Twitter «el asturiano: lengua histórica» (@lenguaasturiana).
La prueba de que’l asturianu ta mui vivu ye que quien ñega la so existencia, darréu cai na contradicción: “no se había… /… Se habla en los pueblos… /… Sólo lo hablan los viejos….. /…. Sólo lo hablan los de nula cultura…”