/ una reseña de Carlos Alcorta /
El título de un libro no siempre ofrece pistas fiables sobre lo que nos vamos a encontrar en su interior. Además, cuando lo hace, estas pistas suelen ser parciales por su inconcreción y su propósito de ocultamiento. No es el caso de Los daños (Tusquets, 2022), el último libro de poemas de Lorenzo Oliván (Castro Urdiales, 1968). Este título refleja con mucha exactitud lo que los poemas tratan de representar, aunque, como veremos, no todos surgen de la aflicción.
Es cierto que en este libro están más presente que en cualquiera de sus títulos anteriores las heridas y la lucha que el poeta mantiene con ellas, como «criatura de su propio sufrimiento», que diría Edmund Wilson y que, por momentos, la escritura parece practicar una labor terapéutica, pero no es menos cierto que el ejercicio de la escritura en general, aunque no lo haga de forma directa, siempre trata de cauterizar, de cerrar esas heridas que el temblor de la existencia va dejando en todo ser humano. La experiencia del pasado deja cicatrices en la piel de la memoria y estas, quiéralo o no el escritor, se transparentan en su obra, por más que esté envuelta en un halo de oscuridad premeditada. El pasado configura el presente, ese presente en el que se escribe, ese presente en el que se busca la felicidad, tan esquiva.

Damos por sentado que, en poesía, a diferencia de otros géneros ―si exceptuamos el de la autoficción, tan de moda en los últimos tiempos― la biografía del poeta es la espina dorsal que sustenta el armazón del poema y la fidelidad de la escritura a su experiencia vital no se pone en duda. Al parecer, de nada sirven las réplicas que han escrito poetas como Pessoa y que deberían servir para hacer titubear a quienes se aferran a tal convencimiento. La sinceridad no es, en contra de lo que pensaban poetas de la talla de Pedro Salinas, una virtud literaria. Lo que debe interesar al lector no se sustenta en lo verdadero, sino en lo verosímil, palabras que tienen una raíz común, pero que no significan lo mismo: Lo verosímil no tiene por qué ser verdadero, solo aparentarlo, aunque asistamos a una especie de striptease emocional por parte del poeta.
Podemos preguntarnos entonces si la poesía refleja la vida del poeta, si es espejo de su existencia, pero la respuesta está implícita en lo expresado con anterioridad. La ambición del poema no es reflejar la realidad tal cual sino desvelar los misterios que permanecen ocultos. El autor perfora en las capas más superficiales y se adentra en las zonas profundas de su conciencia. Así, con la ayuda inestimable de la imaginación y de su oficio, cumple su propósito de seducir al lector y de hacerlo cómplice de sus angustias y de sus alegrías.
Al leer Los daños comprobamos que Lorenzo Oliván ha sabido exponer sus daños con crudeza, pero no solo lo que ha provocado esos los daños y esas heridas, sino el efecto que han causado en su vida. La intención de exponerlos a la intemperie de la página, de convertirlos en poema, no es, me atrevo a decir, otra que la de restañarlos al darles nombre, al ponerlos rostro. Del dolor y de la incertidumbre, por lo general, se extraen lecciones que ayudan a enfrentarse el presente, a seguir viviendo. Sí, hay autores que reniegan de esto, como Paul Auster ―un autor, por cierto, que Oliván ha leído con fruición―, quien opina que la escritura no sirve para curar heridas, pero, la mayoría de ellos sabe regenerarse a través de ella.
A tenor de lo dicho hasta ahora, algún lector puede llegar a pensar que en Los daños va a encontrar un catálogo de desdichas, una lista de agravios. Nada más lejos de la realidad. A Oliván no le gusta describir. Sus poemas carecen, afortunadamente, de patetismo y somos nosotros, sus lectores, quienes debemos reflexionar sobre lo leído para cuantificar la magnitud del daño sufrido, que queda en un segundo plano, como escondido, a la espera de poder salir a flote. Lo que los poemas de Lorenzo Oliván dicen no es el daño, sino su efecto, aquello que se ha solidificado en su mente, por eso prefiere dar pistas, establecer relaciones íntimas que emocionen al lector. Estos versos del poema «Realidad» nos sirven de ejemplo: «Cómo necesitamos realidad./ Cómo la mendigamos,/ tan pobres como somos,/ pobres incluso de nosotros mismos.// Buscamos lo real/ yendo hacia su sentido,/ esas cosas/ que al fin quieren de irse,/ en el quicio/ o desquicio de ser otras distintas».
El libro comienza con un poema, «Distancias», que guarda relación con su anterior libro, Para una teoría de las distancias (Tusquets, 2018). La idea de lejanía, de los límites que, a modo de frontera, señalan el itinerario vital es algo que siempre ha preocupado a Oliván, al igual que la idea de movimiento, no sólo físico, sino semántico que le emparenta directamente con las vanguardias de las primeras décadas del siglo pasado, en concreto con el futurismo italiano. Este movimiento («Igual en el poema que en el mundo/ el movimiento abre/ los sentidos») se palpa en los cambios de significado que han sufrido palabras como distancia («echémonos un pulso de distancia.// Gana el que más se aleje.// Y ya no vuelva», escribe en «El juego»), como casa, como soledad, como silencio («El silencio en la luz/ no es el silencio a oscuras») a raíz de la pandemia, porque «Algunas frases cambian de raíz/ la esencia del carácter/ de quienes las pronuncia». Por esa razón es tan «difícil ser/ atendiendo al lenguaje». Se pone de manifiesto aquí otra de las cuestiones que frecuentan los poemas de Lorenzo: me estoy refiriendo al conflicto con la propia identidad: «Los genes son un ancla/ a un invisible fondo en movimiento», escribe, pero en ese movimiento participa también la mirada del otro. Por eso se pregunta: «¿En qué hirientes pupilas/ se deshilacha el yo?// ¿Quiénes podemos ser ―hasta negarnos― en la visión del otro?».
Para alguien acostumbrado a escrutarse por dentro para conocerse, para reflexionar sobre sus debilidades, la mirada ajena es quizá un elemento arbitrario, pero esencial a la hora de configurar el propio yo, un yo que va tomando forma gracias a las palabras y a los silencios, dos realidades opuestas, porque «Hay algunas palabras que, al decirse,/ expresan,/ sin nombrarlo,/ en un instante/ lo que tras ellas/ ya no se dirá». La reflexión sobre el poema dentro del propio poema es algo que, desde que Mallarmé lo puso en práctica en Coup de Dés, distintos poetas de diferentes estéticas no han cesado de experimentar. El acto creador se constituye en objeto del poema y las palabras son el instrumento gracias al cual se intenta desentrañar el misterio de la creación, aunque «A veces las palabras son como cáscaras/ de cangrejos que ambos/ dejamos en la mesa», es decir, a veces las palabras expresan tanto, o tan poco, como los silencios porque están vacías de contenido.
Con frecuencia, en el lenguaje de Oliván se combinan emociones y sensaciones con términos e ideas abstractas: «Es como si las cosas se mostrasen en esquema por fuera, y en su complejidad irresoluble y en su más intrincada confusión por dentro. Nada más que por dentro», escribe en el poema «Casi todo es abstracto». La vecindad de esta idea está muy cerca de algunas teorías científicas en las que no vamos a profundizar aquí. Si conviene decir que poner en un mismo plano abstracción y emoción no es algo fácil y, sin embargo, Oliván lo consigue con frecuencia y, suponemos, es también gracias a esas imágenes que provienen de un campo técnico, como logra evitar el patetismo al que nos referimos más arriba. Por eso poemas como «Los rostros» o «El gran desprendimiento» son tan conmovedores, por eso poemas como «El falso hijo» erizan la piel, son tan estremecedores.
Escribir no implica casi nunca buscar consuelo, sino asumir de lleno los conflictos y las debilidades el ser, asumir que vivimos en el reino de la incertidumbre y que «Vivir consiste en aprender la pérdida». Sobre estas premisas Lorenzo Oliván ha escrito Los daños, su libro más visceral, más doloroso y auténtico.
Selección de poemas
Movimiento y sentido
Sin el viento que está embistiendo al árbol,
todas aquellas miles
de hojas que se mueven
y que telegrafían un temblor
no se pondrían a significar.
Sin las olas que llegan a la orilla
y rompen con un plano
fijo de lo real
el mar agotaría sus metáforas.
Igual en el poema que en el mundo,
el movimiento abre
los sentidos.
Las palabras en sí no valen nada.
Lo que importa, en el fondo, es qué las mueve;
lo que importa, en el fondo, es que se muevan.
El único lugar
Escucho el cruce de respiraciones,
de roces, de fluidos y de huesos:
la síntesis extrema de la tierra,
el agua, el fuego, el aire,
creándose
a la vez que destruyéndose.
Me enredo —no sé bien
si para saber más
o no saber ya nada en absoluto—
en el deseo,
el gran bosque de símbolos:
el único lugar
donde la luz no puede ser más luz,
y es un fundido en negro.
Indefensión (Una poética)
Suprimo el horizonte
sólo con arrojarme de cabeza
al mar.
Tacho la raya con un simple gesto.
Y, dentro, la visión ya no es tan nítida,
ondea en otro plano,
vuelta ritmo.
Todo el ruido exterior
se apaga en un silencio
que dobla un eco mudo
a punto de decirse.
No encuentro norte, sur, este ni oeste.
Me hallo en un laberinto circular
que, a la vez que ancla el yo, lo hace ligero.
He aquí el lugar de la indefinición
y el de la indefensión.
El interior del mar:
la más extraña forma de lo abierto.
Rozar casi el sentido
Estar atento a cosas como ésta:
a cómo en el momento de dormirnos
el alma en ocasiones siente vértigo
y pierde pie un instante
y somos puro impulso de salvarnos.
Hacer saltar la liebre
sólo por ver correr
y ser más galgos frente a su carrera.
Plantar semillas de velocidad,
como estrellas fugaces el espacio.
Intuir la ola buena en la siguiente.
Dejarse ir en el ritmo que nos piensa.
Rozar casi el sentido de la vida
en la más alta representación
de la vida viviéndose a sí misma.
Un perro muerto
¿Cuántos árboles, plantas arrancados
de raíz son precisos?
¿Cuántas curvas
en las que entrar de frente
desde una ineludible línea recta?
¿Cuántos rayos cegados
por su aparato eléctrico?
¿Cuántos desbordamientos
de los cauces y cursos racionales?
¿Qué cantidad de sol desperdiciado
del que se emplea en revivir las cosas?
¿Cuántos lentos procesos
de sedimentación
del dolor —en mí, en todo— hacen falta
para encontrarme ahora,
justo en mitad del mundo,
un perro muerto?
Cementerio marino
Son demasiado rectas estas calles
que, como un río, bajan hacia el mar.
Se bloquea la idea
de tiempo en su transcurso
y el símil muere justo cuando nace.
La lluvia vuelve aquí casi rabioso
el gris de cada piedra:
ese pétreo silencio
que el color fija más.
Este es el reino de lo eterno mudo,
frente al mar, reino de lo vivo eterno.
Hay un panteón en obras, con un gato,
entre tablones y cemento y cal,
que resalta en las sombras como un ídolo antiguo.
Tú fijas bien sus ojos en los tuyos
y juegas a leer en su hermetismo
su ardiente criptograma:
«perdura la visión», dice mirándote.
Hoy no traías flores a tu padre,
porque las flores hoy son bien común.
Y aquí, en el cementerio marino, ante su tumba,
le susurras tan sólo como ofrenda:
«Perdura la visión.
Perdura la visión,
y estás en ella, padre».
Al fondo de la noche
Eres como un vigía.
Aquí trazas un mar
por el que cruzan tus devastaciones.
La habitación, inmóvil,
da a una sima en que cae
su gran silencio.
Se vacía el vacío
y te asomas en él
como desnudo escollo de ti mismo.
Mientras tú te destrozas,
aún alcanzas a ver justo a tu lado
—tan deseado algunas horas antes—
un cuerpo roto,
restos de su luz
devorada,
fragmentos
sobre los que al final te precipitas
al fondo de la noche.
Distancias
CLAVA el ojo
en el ojo
su visión
con un alfiler negro.
La realidad se encierra
en su distancia intrínseca:
la noche sujetada por los astros
en lo alto de la noche;
piedra que cae
al fondo
de ser piedra;
árboles embebidos
en su asombrosa verticalidad;
mar absorbido por el horizonte;
vaso pensando, al sol, su transparencia.
Pues lo real se encierra
en su distancia intrínseca
El gran desprendimiento
EN un hijo
uno queda disuelto de algún modo
de manera indeleble.
Donar identidad rebaja el yo,
que en ello aprende una actitud de entrega
solo atenta al instinto.
Si existe la llamada de la sangre,
el que la da la escucha
con un mayor poder de persuasión
que aquel que la recibe.
¿La sangre que cedimos,
no nos asoma acaso
al gran desprendimiento?
¿Esa forma de dar lo que es más nuestro
no nos deja ya al borde
de poder darlo todo?
La rama desgajada
ALGUNAS frases cambian de raíz
la esencia del carácter
de quienes las pronuncian.
Y la visión del otro,
sedimentada en meses, quizá en años,
de pronto es arrancada de la mente,
lo mismo que la rama
del árbol se desgaja en la tormenta.
Qué difícil es ser
atendiendo al lenguaje.
Qué difícil es ser,
ser de verdad, un poco más allá
de un puñado de signos
que malvendemos todos.

Lorenzo Oliván
Tusquets, 2022
176 páginas
16 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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