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La banalización del hecho poético

La banalización del hecho poético

/por Pedro Luis Menéndez/

Tenía que ocurrir. Se trataba sólo de que confluyeran las circunstancias oportunas. Y ha ocurrido. No es una cuestión de cambio de modelos culturales —que también—, ni un asunto menor de cruce generacional —que algo hay de eso—, ni del ocaso intencionado de las humanidades —latente como una amenaza detrás del telón—, es todo más sencillo: mercadotecnia. No lo han decidido los escritores ni los lectores ni las librerías: ha sido sin más una jugada firme de los técnicos de mercado, que suelen apostar a caballo ganador. No siempre aciertan. Esta vez sí, aunque vaya a durar muy poco. Funcionará mientras sea rentable, después adiós y a lo que venga.

Estamos en los últimos meses (casi años) asistiendo al cruce de opiniones, más o menos bien intencionadas, sobre la calidad literaria de la poesía emergente en las redes sociales y trasladada luego al papel con un excepcional éxito de ventas —o eso nos dicen—, y lo hacemos como si se tratara de un asunto que afecta sobre todo a los listones, cajas, taxonomías, criterios y demás elucubraciones con las que solemos juzgar algo que conocemos con el nombre de poesía (en sus múltiples variedades). Sin embargo, pienso que todo esto es sólo el final (y todo final conlleva un principio subsiguiente) de un largo camino que conduce sin remedio al gobierno absoluto del mercado, como ocurre con los tomates, las manzanas o las patatas de bolsa. No estilística ni hermenéutica, puro mercado.

Para ello hemos necesitado —eso sí— la confluencia de factores coadyuvantes al propio proceso: educativos, políticos, económicos y sociales. Pero vamos por partes. Porque tratar un fenómeno editorial como si se tratara de un fenómeno literario me parece un error que nos empuja a conclusiones cuando menos desafortunadas.

En el principio era el verbo. O algo parecido. Hace más de dos décadas que la educación literaria en España ha desaparecido prácticamente de los planes de estudios, y no de un día para otro sino de manera gradual, simplificando progresivamente el acercamiento a un canon literario más o menos establecido. Un ejemplo actual: en la comunidad autónoma de Asturias, para las pruebas de acceso a los estudios universitarios, un alumno debe preparar veinte poemas, dos de cada uno de los diez autores y autoras seleccionados. Podría ocurrir que ese alumnado, a lo largo de toda su trayectoria académica, hubiera leído únicamente esos veinte poemas. Si parece que exagero, tal vez resultaría adecuado responder a esta pregunta: ¿cuántos docentes de Primaria y Secundaria (con licenciatura o grado en filología) leen poesía en sus prácticas lectoras habituales? O, más claro aún, ¿cuántos lectores de poesía hay entre docentes de literatura o de cualquier otra cosa?

Así que nos encontramos con una generación absolutamente ignorante con respecto al hecho poético, sin hábitos lectores, a la que nadie ha educado en el gusto por la palabra y menos aún por el pensamiento transformador que acompaña al hecho poético. Una generación hija de otra que, como mucho, leyó por obligación en sus años escolares y abandonó después de forma masiva semejante práctica. Si añadimos que al menos una parte del profesorado tampoco está muy por la labor y se conforma con cubrir las apariencias, ya tenemos el primer elemento del huracán, o del remolino, o del ventilador que lo está arrastrando todo.

A esto ayuda —¿cómo no iba a hacerlo?— la formación cero en filosofía, en música, en cine o en cualquier disciplina artística en general, con las escasísimas excepciones de quienes en el futuro intenten dedicarse a algo relacionado con todo esto: los tristes y solitarios alumnos de los conservatorios, los letrasados (es su argot) o el alumnado casi inexistente de los pomposos bachilleratos artísticos (con los que cubrimos la cuota de rareza adjudicada por el sistema escolar). Hay pocas cosas más desoladoras que pasear por esos campus universitarios de humanidades en los que el número de docentes casi supera al de alumnos. Tampoco exagero: las cifras son accesibles a cualquiera.

Ya tenemos así la paradoja de dos generaciones altamente escolarizadas y sin embargo casi ágrafas, que consumen de modo compulsivo productos bio, terapias reiki, movimientos antivacunas (eso se lo dejo a otros, pero el conocimiento científico no sale mucho mejor parado) o ropa deportiva. Y datos, datos, muchos datos que suben, que comparten, que airean en un torbellino permanente.

La simplificación del lenguaje en todas las disciplinas derivadas de lo artístico es algo que cualquier especialista puede corroborar. No deja de ser aquello de las abuelas: los tomates antes tenían sabor y ahora no saben a nada. Tampoco la música, ni el cine (consulte el discurso de Scorsese en los recientes premios Princesa de Asturias), ni las artes plásticas reconvertidas en diseño o en imagen de marca.

De modo que disponemos de un campo amplio y abonado sólo con semillas de consumidor. De lo que sea. Es la tierra perfecta para los técnicos de mercado que, en su rastreo permanente de tendencias y modas, descubren aquellos cuadernos adolescentes llenos de efusiones líricas que no pasaban de ser compartidos con el novio o la novia a quien se pretendía impresionar, y que hoy pueblan canales de vídeo o redes en las que nuestros ¿niños? permanecen horas y horas cada día.

Ahí están todos los términos de la ecuación soñados por el mercado: escritores que no leen y consumidores de productos muy bien etiquetados. Los unimos y se produce el milagro: la compra abundante de libros de poesía. «Los jóvenes compran poesía». Por eso en el principio era el verbo, tal cual, en el verbo está la clave: comprar.

Y los medios ayudan y los accionistas aplauden. ¿Quién dijo que los jóvenes no leen poesía? Mire usted las colas para la firma de ejemplares en las Ferias del Libro y en los grandes almacenes. Mire, mire a esos jóvenes con su libro en la mano, con esos hermosos, limpios, claros poemas de amor (o de cualquier tema que defiendan una u otra tendencia social de moda).

Si el resultado final es la banalización del hecho poético, parece un poco hipócrita que nos escandalicemos por ello, o nos sorprendamos, o tan siquiera nos llame la atención a estas alturas de la película: como afirmé ya hace unos párrafos, nada diferente a lo que ocurre con los tomates, las manzanas o las patatas de bolsa. Puro mercado.


Pedro Luis Menéndez (Gijón, Asturias, 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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