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Los cuadernos pálidos (41)

textos de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Cada día un quemador odorífero trae consuelo a la casa entre las fibras rojas del atardecer. La vasija es pequeña y de loza esmaltada, como macerada por la insistencia amorosa de la mano. Bajo la sentina de agua perfumada por la piña de eucalipto, un cabo de vela permanece encendido. Me recuerda aquellas palmatorias de tiempo atrás; cuando la luz se iba, nos movíamos con ellas a oscuras por la casa vieja como en busca de algo donde apoyar la vida por un rato. También así este quemador. Su luz de candela pobre, su olor fragante, la agachada quietud de sus formas… todo parece hecho para tomarlo en las manos y dejarse guiar hasta la puerta de los sueños, ahora que el mundo real nos acuchilla tanto con sus sombras.

Solo en la juventud la presencia es lo bastante. Y ese es su crédito: comparecer sin más. El mundo entonces se ilumina un poco mejor. Esta muchacha, por ejemplo, que se atormenta el cabello una y otra vez con las dos manos abiertas mientras espera ahí sentada. Pone mucho filo en la mirada —como si esperase ver algo más allá de lo que los demás vemos— y alza su estatura contra el desorden estridente de la calle, llena de bocinas y ademanes veloces. Ella ofrece simplemente lo que tiene a mano: su permanencia, desafiándolo todo con una majestad ignorada. Nada podrá oscurecer el exceso de gracia que la desborda.

La materia desechada hace sombras. Siluetas que parecen admitir presencias y advenimientos inesperados. Es su última función: tirotear el orden de lo visible desde la inutilidad.


Toda pregunta es un acto de violencia. La inocencia o la obviedad tampoco las excluyen de esta afirmación porque en la pregunta anda siempre el viento menudo e impalpable de una pequeña consternación que nos obliga a revelar algo. Los males del mundo se amasan con preguntas: encuestas, entrevistas, cuestionarios, interrogatorios…, maneras de trastocar el alma, de reventar con palabras la encogida soberanía de lo que hasta entonces pertenecía al silencio.

(relato del otro)

En la visita a la exposición de fotografías, a él no le pasó inadvertido que aquel desconocido se fuera deteniendo justo detrás ante cada imagen. Parecía que era él precisamente quien marcaba el ritmo de la contemplación. Ni le adelantaba ni reculaba. Una distancia exacta que procuraba sostener. Le entró más inquietud cuando comprobó que ambos salían de la sala casi a la par. Deambulaba ya por las calles y, de vez en cuando, volvía la cabeza y allí seguía estando el otro, a debida distancia. Al cruzar el parque, quiso descansar en un banco solo por el gusto de dejarse adelantar, pero como si hubiese adivinado la intención, el otro ya se había sentado por su cuenta un poco más allá. Andando cada vez más deprisa, llegó ante su casa y trató de abrir cuanto antes pero no daba con la llave. Con andares más confianzudos el otro lo alcanzó, esperó en silencio detrás de él y, tras escuchar la respiración desaguisada emborronando el corazón ya aterrado, se abrió paso suavemente y dijo: «No te apures, ya abro yo», y encajó de una vez la llave, la única que había para abrir esa puerta.


En el espesor de los calendarios hay fechas maniatadas, cargadas con el aliento oscuro de los aniversarios ineludibles. Catorce de octubre.


Le hacen saber que podrían reconocer un texto como suyo nada más empezar a leerlo. «Ya tienes tu marca de la casa», le dicen de buena fe para que lo tome como un halago; pero bien sabe él lo que eso le provoca: pone bajo sospecha su propia escritura porque ser fiel a un estilo es someterse a él, ser súbdito de uno mismo, buscarse a sí —y no a lo otro— en el cobijo del lenguaje, renunciar irremediablemente a la alegría de lo imprevisto, a la aventura a tientas de la espontaneidad. En toda escritura no debería exhibirse la denominación de origen sino dejar siempre una tronera abierta hacia lo temerario; si al menos no se intenta así, todo acaba por convertirse en un mero regodeo en torno a la propiedad de las palabras. El escritor puede buscarse a sí mismo en ellas, pero siempre con la intención de encontrarse no del todo. «Nunca dominaré mi mano», dejó escrito Rimbaud.


La pequeña empalizada del ajo, su valentía llena de fuego oscuro. Ese manto de púrpura eclesiástica que deja ver una delicada carpintería interior. Y la ceremonia geológica de sus excrecencias como estratos escapados del exceso de las añadiduras. Última belleza antes de que el descascarillamiento lo derrumbe todo.


Ah, claro, mi vida: una pequeña astilla ciega en el hervidero. Apenas provista de tamaño y duración ya va entrando del todo en las fauces de la invisibilidad.


Aquellos amigos de canciones remotas, de vida juvenil canalla. Reencuentro feliz. Cuarenta y ocho años sin vernos, dijo alguno de ellos. Y nos mostró la fotografía mítica que nos hicimos aquella vez junto al pozo ciego; ninguno llegábamos entonces a los veinte años y ya hemos atravesado casi toda la vida. Jornada empapelada de palabras, recuerdos cómplices, conversaciones cruzadas con muchos nombres: hijos, trabajos, enfermedades, ciudades, viajes… Inevitables fotografías de lo propio: algo parecido a la felicidad de los niños que muestran orgullosos sus juguetes al aire. Abrazos de compañía firme que saltaron por encima de tantos años. Yayo, Ángel, Ángel-Luis, Manolo. Nombraros ese día fue creer de nuevo en el resplandor diferido de la amistad.


La mujer se cerciora de que el buzón público se ha tragado su carta. Levanta la lengüeta, barre un instante con la mano la oscuridad postal y se va tranquila. Deja su letra ardiendo ahí adentro, pendiente de otras manos que la conducirán a su destino. Los buzones. Quedan todavía en las calles estas figuras hinchadas y amarillas como grandes hongos urbanos. Y qué bien. Algún día desaparecerán como han desaparecido las cabinas de teléfono porque la voz y la caligrafía se han rendido ya a otras maneras de estar cerca de los otros. Como dice Avelino Fierro,  las conexiones han terminado con las relaciones. Y así es.


Y cae de pronto de los árboles este plumaje de hojas perdidas, esta danza sin destino fijo que se pone a flotar, como un sueño que triunfa sobre toda prohibición, en el territorio de los charcos sumisos del otoño.


Esta cuchufleta, ya asumida por todos, de los «Días Internacionales de…». Cada día uno. Nunca lo he soportado. Ayer tocaba el Día Internacional de la Erradicación de la Pobreza —las mayúsculas son para impresionar más—. Como si la pobreza pudiera erradicarse en un solo día. O como si se nos invitase solapadamente a un gesto que orease por un rato la conciencia solidaria. Me recuerda aquella campaña hipócrita del franquismo, promovida bajo el aviso «Siente un pobre a su mesa», que Berlanga y Azcona aprovecharon para hacer Plácido, esa historia que retrata como ninguna otra del cine los interiores nauseabundos de una sociedad que, ya vemos, sigue entre nosotros con estos gestos internacionales y lamentables.


El poeta es el que se va del mundo para estar con los demás. ¿Y adónde va? Al territorio del poema. Allí le espera la sopa fría de las palabras. Un poco de paciencia, un poco de confianza en las fibras de la vida y algo va surgiendo, se va segregando a sí mismo como una secreción del todo orgánica. Y ahí, contra el colapso del idioma gregario, se acaba alzando —no siempre— la invitación, llena de acogimiento y verdad bastante, del poema que crece «con palabras enloquecidas por las alcobas del corazón», como dejó dicho Max Blecher.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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