Crónica

Las luces de Varosha

Varosha, destino turístico en la costa oeste de Chipre, es una ciudad fantasmal desde la invasión turca en julio de 1974.

Hacia el final de la calle John Fitzgerald Kennedy de Varosha, un glamuroso destino vacacional de la costa oriental de Chipre, se alzaba en 1974 el hotel Argo. Sus balcones, colgados sobre una hermosa y alargada playa de arena fina y blanca, ofrecían al cliente un mirador privilegiado sobre el inmenso azul de la bahía de Famagusta. La propia ciudad de Famagusta, shakespeariano solar de la torre de Otelo, se erguía, erizada de grúas de astilleros, no lejos de allí. Abajo, en la playa, los niños jugaban al fútbol y los primeros bikinis hacían juego con los colores caprichosos de las sombrillas. Decenas de veleros punteaban la bahía. Enamorados del paisaje, del Sol omnipresente y de la cierta reconditez de aquella esquina del mar Mediterráneo, Liz Taylor y Richard Burton trasladaban su amor tormentoso cada verano al lugar. Raquel Welch prefería el Florida. Brigitte Bardot hacía top-less en la terraza del Asterias. Gente menos famosa pero no menos rica abarrotaba los restaurantes, las discotecas, las tiendas libres de impuestos, las heladerías y los concesionarios de automóviles de la avenida Leónidas. La vida florecía en general y varias grúas poblaban el cielo de Varosha, construyendo nuevos hoteles y centros comerciales al ritmo infatigable del boom del turismo.

Una mañana todo estaba ardiendo.

Los acontecimientos se desencadenaron con una rapidez vertiginosa. La gota que colmó el vaso secular de desencuentros y enfrentamientos entre las dos comunidades, grecochipriota y turcochipriota, habitantes de la isla, y la excusa esgrimida por el ejército turco para invadirla (Operación Atila, llamaron al asunto) el 15 de julio de 1974 fue el golpe de Estado orquestado por los coroneles de la dictadura militar griega contra el gobierno chipriota del obispo Makarios III. La guerra civil duró el mes que los turcos tardaron en imponer su dominio sobre el tercio norte del territorio de Chipre. Desde entonces y hasta hoy, una sinuosa frontera atraviesa la isla separando la zona turca —independiente de facto, pero sólo reconocida por Turquía, como República Turca del Norte de Chipre— de la zona grecochipriota, independiente a todos los efectos y miembro de la Unión Europea como República de Chipre. La linde no es una línea, sino una franja vallada a cal y canto de unos pocos kilómetros de anchura, diseñada por la ONU y patrullada por sus cascos azules para evitar conflictos. Varios pueblos y ciudades quedaron atrapados dentro de ella, abandonados tras ser desalojados apresuradamente y convertidos, con los años, en una especie de grandes decorados postapocalípticos. Varosha es uno de ellos.

La tosca reja fronteriza parte hoy en dos la playa. Amplias señales rojas se disponen aquí y allá con un contundente mensaje grabado en cuatro idiomas bajo el dibujo de un hombre que agarra un fusil: Yasak bölge girilmez. Forbidden zone. Zone interdite. Verboten zone. En otra, toscas letras azules dicen No man’s land, Stop y Don’t take photographs. Tras la reja se columbra la imagen fantasmal de lo que fue el paseo marítimo. En los altos edificios, mellados y descoloridos, los negros balcones parecen las cuencas vacías de un cráneo humano; los toldos ajados y rotos que aún tremolan adheridos a lo alto de algunos de ellos, retazos de piel incorrupta adheridos al hueso. Sin jardineros que se ocupen de segarla, la vegetación se ha abierto camino a través de las junturas de baldosas y ladrillos. Bastas enredaderas arañan los muros. Sólo el sonido del mar, que sigue lamiendo la arena ajeno a todo, rompe un silencio irreal. Palmeras despeinadas se mecen al viento. La playa está sembrada de esqueletos retorcidos y oxidados de tumbonas: la lluvia fue pudriendo la tela que los cubría, del mismo modo que fue pudriendo la ropa que en 1977, según el testimonio de un periodista sueco, colgaba todavía de algunos tendederos.

Por el puñado de privilegiados que en los últimos cuarenta años, armados con permisos especiales, han tenido la oportunidad de penetrar en la ciudad fantasma, conocemos interioridades inaccesibles a la vista desde el lado visitable de la reja. Cápsulas del tiempo, como el garaje polvoriento de un concesionario de Toyota entre cuyos pilares, dispuesta en fila, aguarda todavía una partida de Corollas amarillos. Dormitorios revueltos en el fragor de la huida, con camas deshechas que sostienen las revistas, las viejas fotografías y la ropa que no cupo en las maletas cerradas a toda prisa. Mesas con platos a medio comer: los turcos aparecieron a la hora del almuerzo. Calles alfombradas de tejas, de cascotes, de contraventanas de madera aún pintadas de un verde desvaído, de cristales…, caídos de las alturas a lo largo de los años. Un semáforo apagado.

A unos pocos kilómetros de allí, en Deryneia, un pueblecito grecochipriota —éste vivo— pegado a la frontera, Panayiotis Georgiou, propietario de una casa de tres pisos ubicada en lo alto de una suave elevación, ha montado en ella un museo sui generis de la Turkish invasion. Truculentas estampas de torturas y violaciones llenan las paredes de los dos primeros pisos; en la azotea del tercero, tres o cuatro telescopios permiten al visitante escudriñar Varosha. Los turistas concuerdan en reconocer como lo más impresionante las grúas que en 1974 construían los nuevos hoteles, y que, oxidadas pero estoicas, soportan el embate del tiempo, emitiendo tan solo un chirrido quejumbroso que el ruido del mar ahoga.

Panayiotis asegura que, de noche, hay luz todavía en unas pocas ventanas de Varosha. La explicación no requiere rodeos paranormales: en 1974 no existía aún la obsolescencia programada.

 

Historiador de formación y periodista de profesión. Colabora con 'La Voz de Asturias', 'Atlántica XXII' y 'La Soga' y acaba de publicar su primer libro, 'Si cantara el gallo rojo', una biografía social del dirigente comunista Jesús Montes Estrada, 'Churruca'.

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