El marcapáginas

Filmar la memoria

Ramón LLuis Bande ha sido incluido en la Sección Oficial de Cortos del FICX con "Aún me quedan balas para dibujar" .

Vio la luz allá por 2001 un librito que, con el título Filmar la mirada, proponía un repaso por la trayectoria y la poética de Ramón Lluís Bande (Gijón, 1972). Con todo lo que ha llovido desde entonces, cabe pensar que se trataba de un ensayo prematuro, dado que el objeto del mismo apenas llevaba dirigidos hasta entonces tres videoclips, un corto y un largometraje, pero esa precipitación se justificaba con lo insólito de su propuesta, encaminada a utilizar la imagen como una herramienta para la reflexión en vez de tomarla como un simple objeto de consumo. No se puede negar que ese afán por colocar la mirada en el eje del discurso se haya desvanecido, pero sí que en las dos décadas transcurridas desde el estreno de Caer rodar se ha hecho fuerte en el cine de Bande otro elemento que ha pasado a adquirir un rango definitorio, la memoria, cuyas vertientes ha explorado desde distintos ángulos éticos y estéticos, alcanzando en cada avance nuevos hallazgos que hacen de su filmografía una rara avis tan compleja y árida, para los ojos no iniciados en su concepción de la pantalla, como estimulantes.

Desde que entre 2003 y 2005 alumbrara lo que él mismo llamó Tríptico de la Memoria, compuesto por Estratexa, De la Fuente y El Paisano: un retratu colectivu, Ramón Lluís Bande ha indagado en las huellas que la derrota republicana y la represión franquista dejaron en Asturias con una obstinación que le ha llevado a descubrir territorios ignotos, en el sentido literal y en el metafórico, y a plantear su propia forma de entender y materializar el compromiso. Esa entrega a una causa cristalizó en 2014 en la que muchos consideran su mejor película, Equí y n’otru tiempu. Quiso esa producción ser, además de un largometraje, una especie de altar laico en el que se venerase a los muertos de la guerrilla, ese fenómeno que España llama el maquis y Asturias conoce como los fugaos, mediante la exposición de los parajes donde fueron asesinados. El contraste entre la belleza o la quietud de unos parajes casi vírgenes, cuando no directamente agrestes, contrastaba con el eco silencioso de la infamia que se había concretado en ellos, y era esa dialéctica, violenta y sutil a partes iguales, la que hacía brotar la fuerza de un estremecimiento que convertía sus fotogramas en algo más que un mero recordatorio. El esfuerzo fue tan ímprobo que Bande quiso dotar a Equí y n’otru tiempu de una suerte de «cara B», otra película que se tituló El nome de los árboles y donde narraba, cámara en mano y con un estilo más relajado y flexible de lo que en él era habitual, el proceso que lo llevó a buscar esos enclaves, hurgando en fuentes documentales y entrevistando a lugareños, recorriendo parroquias rurales y montes hasta dar con los lugares exactos donde la vileza había hallado acomodo. En mi opinión, no debe orillarse el diálogo establecido entre ambos filmes para explicar el discurso que se plantea en su último largometraje. Escoréu, 24 d’avientu de 1937 registra la excavación, realizada la pasada primavera, de la fosa de La Canalona, en Pravia. Yacían allí los cuerpos de dos hermanos, republicanos, que fueron asesinados en plena Nochebuena el año en que Asturias cayó en manos de los franquistas. En cierto modo, la película casi constituye un resumen de los distintos aprovechamientos que Bande le ha sacado al lenguaje cinematográfico a lo largo de su filmografía. Los planos largos de encuadres inamovibles se alternan con los primeros planos o planos medios de las entrevistas, y tanto en unos como en otros se cuelan interpelaciones del propio director, cuya voz rompe la cuarta pared para advertirnos de que, por mucho que nos encontremos en el lado cómodo de la pantalla, la realidad y el oprobio están siempre ahí afuera. Es, como Equí y n’otru tiempu, un homenaje a los caídos por una causa legítima. Es, como El nome de los árboles, el retrato de una búsqueda en el que la implicación de sus artífices repercute en la identificación del espectador. El bellísimo travelling —algo nada habitual en la filmografía del gijonés— en el que el hijo de uno de los fallecidos recorre la carretera que conduce desde el pueblo de Escoréu hasta el lugar donde yacen en el anonimato los restos de su padre y su tío constituye un buen resumen de todos los extremos: la grandeza de un paisaje impasible, la memoria de lo que en él ocurrió, la frustración o el sentimiento de derrota de quienes vieron cómo se escapaban, uno tras otro, sus intentos de hacer justicia.

También eso se observa en Aún me quedan balas para dibujar, un cortometraje recientísimo que resulta tan delicado como conmovedor y que aparentemente se limita a dejar constancia documental de un vestigio de aquellos tiempos inhóspitos: las pintadas e inscripciones que las víctimas de la represión franquista en Cangas del Narcea dejaron en los calabozos del juzgado, antes de ser fusilados. Era un empeño arriesgado, al no contar con más elementos que esas paredes y esos dibujos, pero a partir de esos mimbres tan frágiles Bande consigue levantar una película emocionante, llena de verdad, en la que se arriesga con soluciones prácticamente inéditas en su carrera —montajes de imágenes de archivo sobre tomas actuales, recurso a filmaciones ajenas e incluso a montajes animados— sin que en absoluto se resienta su vocación de recuperar las voces de quienes fueron acallados en aquellas celdas lóbregas, a través de lo que ellos mismos pudieron dejar en las paredes —tras algunos dibujos se aprecia la mano de auténticos virtuosos—, a modo de certificado su paso por el mundo. Si Escoréu y Aún me quedan balas para dibujar buscan hacer justicia, lo consiguen desde ópticas bien distintas. La primera plantea una épica de doble dirección: la de quienes cayeron de una manera tan arbitraria como injusta y la de quienes, ochenta años después, reivindican su memoria. La segunda, por el contrario, plantea un hermoso manifiesto lírico sobre la dignidad en la derrota, encarnada en esos dibujos que el Gobierno del Principado de Asturias incorporó al inventario de su patrimonio cultural en 2014 y que han sobrevivido a las humedades y el escarnio como reflejo y símbolo del poder redentor de la belleza.


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