Quesos asturianos: los 43 dialectos lácteos de Dios

Aproximaciones y vericuetos en torno a los quesos asturianos.

Se cuenta de Charles de Gaulle que en una ocasión, advertido sobre la posibilidad de un golpe de Estado comunista en Francia, se encogió de hombros y replicó: «¿Cómo esperan que funcione un sistema de partido único en un país con más de doscientas cuarenta y seis clases diferentes de queso?». En Asturias, cincuenta veces más pequeña que Francia y setenta veces menos poblada, hay nada menos que cuarenta y dos variedades, la mitad de todas las que se producen en España. Y que el siglo XX asturiano sea esencialmente una sucesión incansable de insurrecciones fallidas, un revolucionario querer y no poder,  parece demostrar que De Gaulle no erraba el tiro. A más queso, menos triunfantes las revoluciones; y a menos, más. En Rusia, la producción de queso sólo se inició en tiempos soviéticos y se sustanció en un atentado gastronómico llamado Korall, un queso rosáceo blando y especiado y con sabor a gambas. Nunca terminó de despegar. Por lo demás, el Kremlin prohibía con extraña obcecación la importación de quesos europeos…

Nada que ver con Asturias, los contornos inefables de cuyo Volksgeist podrían perimetrarse con el número pi de esta infinitud quesera aunante de todas las texturas gustativas del Universo. Excepción hecha de extravagancias como el casu marzu de Cerdeña, infestado por larvas vivas de moscas que es de rigor comer tal cual, no hay queso que no sea posible en Asturias. No hay gourmet turófilo (tal es el helenismo que designa a los amantes del queso) para el que no haya algún valle asturiano en el cual, como en una suerte de Shangri-Lá, facturen desde tiempo inmemorial el queso de sus sueños. En nada se manifiesta la pluralidad proverbial de Asturias —tal vez el único lugar singular del mundo que se designa con nombre propio plural— más acabadamente que en este cosmos innúmero de eventualidades queseras. El filósofo Gustavo Bueno decía que el hombre era esencialmente un mono que come pan, pero en Asturias, rincón del mundo que Bueno quizá nunca acabó de entender ni, por tanto, de amar, el hombre es más que nada un mono que come queso y que lo fabrica, y que al fabricarlo renueva su dominio intelectual de la naturaleza. Habrá quien sostenga, y tenga mucha razón, que no hay obra humana más excelsa que las sondas espaciales, pero no es cierto. Nada compendia mejor la teoría de la evolución que un buen queso, expresión concentrada de milenarios saberes ganaderos, agrícolas, geológicos, meteorológicos, industriales… Hay mucha sofisticación, aunque parezca lo contrario, en aprender que el cuarto estómago de algunos rumiantes lactantes (como los corderos, los cabritos o los terneros) contiene enzimas que coagulan la leche si se diluye en ella una pequeña medida, el cuayu, del propio buche desecadoO que el mismo mejunje coagulante puede extraerse de las flores de cardo y de las higueras. Tanta sofisticación como en descubrir posteriormente el cuayu químico, fabricado por síntesis en laboratorio, que se emplea hoy en la elaboración de queso.

También de saberes filosóficos es un dechado el queso. Un queso es un tratado de epicureísmo, una cartilla de urbanidad y una torre de Babel terminada aunque pequeña en tamaño, porque el cielo no es una altura, sino un estado de ánimo. Se llega a Dios y se le habla (y se le habla en asturiano, invalidando así la falacia neoliberal de que la llingua cierra puertas) cuando se come cabrales a la sidra una tarde soleada de agosto en una terraza de Camarmeña, una aldea preciosa colgada de los riscos kársticos de los Picos de Europa y desde la cual se obtiene una de las mejores vistas del pico que los locales llaman Urriellu y los alpinistas, Naranjo de Bulnes (por más que no sea naranja ni esté en Bulnes). Quizás los lugares con profusión de quesos sean inmunes a la revolución porque ya la han hecho; porque sea revolucionaria una sociedad en la que pueda disfrutar el placer de degustar un buen queso lo mismo el ricohombre que el menestral. El gamonéu del puertu pasa por ser uno de los quesos más caros del mundo, pero viene alcanzando, como mucho, los treinta y ocho euros por kilo, y eso sólo en momentos puntuales en que los ataques del lobo y otras inclemencias obligan a inflar el precio, que no deja de ser, de todas maneras, un lujo alcanzable hasta a los bolsillos más probetayos. Cualquier botella de la mesocracia del vino cuesta más; y las más exclusivas alcanzan los tres dígitos, y hasta los cuatro. En Asturias, se come barato comiendo bien. Una cuña de cuarto del cabrales Cueva del Molín (ganador en 2014 y subcampeón en 2017 del premio al mejor queso azul del mundo en unos World Cheese Awards londinenses a los que concurren más de tres mil participantes) se paga a menos de catorce euros.

Quesos Cueva del Molín.

De este feudalismo quesero asturiano, el rey es el cabrales: una trinidad de leches que reúne a la de vaca, la de cabra y la de oveja y las pone a dialogar de dos a cuatro meses en las cuevas del concejo de Cabrales y del de Peñamellera Alta. De ese cónclave cavernario  emerge, ya cardenillado —es decir, con las vetas verdosas que le son características— el que Julio Camba consideraba «el más logrado de los quesos españoles» y Manuel de Foronda «émulo digno y victorioso del Roquefort», y que de hecho maravilló tanto a Clemenceau que ordenó incorporarlo a la carta de quesos del palacio de Matignon, residencia oficial del primer ministro de Francia, durante los años en que desempeñó el cargo. Pero es de todas formas el cabrales un rey honorífico; un primus inter pares que impera por acuerdo y con permiso de otros aristócratas que podrían opositar al ejercicio de la soberanía con no menores méritos. Delanteros centros del dream team de los quesos asturianos podrían serlo, con idéntica solvencia, el afuega’l pitu, el casín, el de Pría, el de La Peral o el ya mentado gamonéu, un manjar ahumado y levemente picante cuyas tonalidades rojizas, verdosas y azuladas lo hacen remedar una aurora boreal solidificada, y que se trabaja en majadas de los concejos de Onís y Cangas de Onís con nombres tan sugerentes como Orandi, Teón, Gumartini, Tolleyu o Camplengo.

Del cielo nos dijeron los Padres de la Iglesia que era inodoro, pero ha de oler por fuerza a lo que huele una cueva de cualquiera de estos quesos, porque el olor a queso, que es olor a fermentación, que es olor a microorganismos alimentándose del producto de un macroorganismo que lo secretó para alimentar a sus crías, es el olor de la vida y, por lo tanto, el de la Creación. No en vano, el moho del género Penicillium que hace posible el queso está emparentado con aquél del que se extrae la penicilina, que es un salvavidas infinitesimal. «Si la penicilina puede curar a los enfermos, el queso puede resucitar a los muertos», cuentan que decía Fleming. Bueno, no: en realidad lo dijo del vino, pero podría haberlo dicho del queso. Un compatriota suyo, Chesterton, lamentaba que, salvo Virgilio y algún otro bardo de poco trapío, «los poetas han guardado un misterioso silencio sobre la cuestión del queso», pero no conocía a Celso Amieva, un poeta llanisco que glosó con este soneto las excelencias del cabrales:

¡Salud, queso picón, el más rico del mundo,
orgullo de Cabrales y del país astur;
por el sabor, divino; por el olor, jocundo,
alabado en el Norte y ensalzado en el Sur!

Si en argénteos pañales ha bautizado Francia
su picañón anémico de nombre Roquefort,
yo por cuatro gusanos hijos de tu sustancia
y en una berza envueltos, doy lo francés mejor.

Pueden mucho los jugos de los Picos de Europa;
del romano o del moro, cuando extranjera tropa
llegó ante el Monte Vindio tuvo que recular.

Los hombres de la Peña, de libertad henchidos
por la Peña nutricia, llegan a estar fundidos
con su peña libre que nadie podrá hollar.

Va una reflexión apresurada: los calvinistas creían que todas las almas estaban condenadas inexorablemente, ya desde antes de nacer, al cielo o al infierno, independientemente de que acometieran acciones buenas o malas en su vida; y que un indicio de si el veredicto divino era positivo era el éxito en los negocios. Sobre esa idea se edificó el capitalismo moderno, pero, ¿hay algún indicio de la condenación al infierno, que no al cielo? Tal vez lo sea la intolerancia a la lactosa, que según algunos estudios abarca en sus distintos grados —e incluyendo los más leves y los casi imperceptibles— al setenta y cinco por ciento de la población. Aunque, si resultan acertadas ciertas fabulaciones, según las cuales, de las cien mil millones de almas que en la historia han existido o existirán, el treinta por ciento de ellas son las que han ido o irán al infierno, la cosa viene a indicar que en las marmitas bullentes del Averno serán los fromagistes los estofados por Satanás después de haber disfrutado de este cielo en vida que es el queso. Y al cielo, sin embargo, irán a parar quienes ahora atraviesan el valle de lágrimas consistente en que no les sea dado saborear en su plenitud quesos como el de Tres Oscos, el de Los Beyos o el de Vidiago, ni solazarse en certámenes como el que en La Foz de Morcín se organiza cada año desde hace más de treinta (se inauguró en 1981) en torno al afuega’l pitu, un queso extraño y peculiar que se elabora en el Occidente asturiano y se presenta en dos formas (atroncáu y trapu) y que el juez y literato catalán Joan Perucho describía en 1968 como «endiablado por lo fuerte». El afuega’l pitu toma su nombre —dicen— de la antigua práctica de detectar si estaba maduro dándoselo a probar a los pollos (pitos) y esperando la buena señal de que se afogaran. En el siglo XVIII se puso de moda en León y lo llamaban esgañapitos: «ahogapollos». Pero ello no le impide constituir una delicia cremosa y seca, con pinceladas de avellanas tostadas, flores silvestres y mantequillas y, en su variedad roxa, el toque picantín del pimentón.

Quesos afuega’l pitu en el certamen de La Foz de Morcín.

Cuatro son actualmente los quesos asturianos honrados con el toisón de oro de lo gastro que es la etiqueta de denominación de origen: cabrales, afuega’l pitu, gamonéu y casín. Este último es, según consigna el gastrónomo Eduardo Méndez Riestra, «el más antiguo de entre todos los asturianos, o al menos el más antiguamente documentado, ya que hay fuentes del siglo XIV que hablan del mismo». Se elabora con leche de vaca entera y cruda en el entorno del Parque Natural de Redes, un pequeño edén de bosques caducifolios compartido por los concejos de Caso y Sobrescobio. Sus amantes tienen marcado en el calendario el último sábado de agosto, momento en que se celebra un certamen especializado reconocido como Fiesta de Interés Turístico Regional. Tiene lugar en la collada de Arniciu, una vega sita entre los concejos de Caso y Piloña, y en ella se concentran en esa fecha más de veinte productores cuyos stands maridan, igual que lo hace el propio queso, con los de miel producida por los apicultores de la zona, que pasa por ser la mejor de España gracias a la enorme variedad floral de Redes. En Tanes (Caso) hay un pequeño pero interesante Museo de la Apicultura.

La vertiente más aventurera de la turofilia también encuentra en Asturias espléndido acomodo en la Ruta’l Quesu y la Sidra de Asiegu. Asiegu es otra aldea montañosa cabraliega de paisajes sobrecogedores que piden a gritos un Ansel Adams que los fotografíe. La propuesta, iniciada por los hermanos Manuel y Javier Niembro, dueños de la sidrería asieguina Casa Niembro, consiste en un itinerario etnográfico de aproximadamente dos horas de duración que empieza en la quesería de José Antonio Bueno, donde se explica a los participantes los secretos de la elaboración del cabrales. La visita discurre después por diversos lugares del pueblo y su entorno que permiten exponer cómo era la vida cotidiana en las antiguas quintanas, los pormenores de la gestión colectiva de las tierras de labor, cómo se manejaban los rebaños mixtos de cabras, vacas y ovejas y cómo era la vida en los puertos de la sierra del Cuera y Picos de Europa. Pasa también por la cueva quesera de los Sotámbanos y recala en una pumarada en la que los guías imparten una clase magistral de cultura sidrera. De ahí se pasa a un llagar, el de la Casería de Pamirandi, en el que se hace una demostración del método de elaboración artesanal de la sidra. La ruta encuentra entonces inmejorable conclusión en forma de pantagruélica espicha: quesos de Cabrales y Caxigón, miel, tortos de maíz, ensalada de lechuga, huevos cocidos, picadillo, fabes con bacalao, lacón guisado a la sidra, boronu y postre casero, todo ello regado con sidra de la casa.

Queso casín.

Cuarenta y tres variedades, decíamos, y sólo se han nombrado hasta ahora nueve. En Asturias hay casi tantos quesos como escaños tiene su Junta (45), pero este parlamento no es bipartidista, ni tetrapartidista siquiera. También es votar útil y con cabeza hacerlo a delicias relativamente desconocidas, como el queso de Xenestoso, de la zona de Cangas del Narcea; el de Urbiés, de producción muy escasa, blando y untuoso (se presenta en unas tarrinas de barro llamadas tarreñes) y elaborado en el concejo de Mieres, o el de El Carbayo, de Taramundi: el único queso español que contiene frutos secos (avellanas o nueces).

Por seguir con la analogía parlamentaria, el queso, en general, pide alianzas, maridajes y tripartitos: ensaladas, postres, salsas para carne o la ambrosía anfibia de rellenar de queso y sidra el carro de los centollos. No hay reino nutricio ni sección de un menú que el queso no engrandezca o que no recuerde aquellas palabras de Alejandro Lerroux: «La semilla más menuda prende en la grieta del granito, echa raíces, hiende la peña, derrumba el castillo secular… triunfa». El queso también triunfa en todos los castillos, pero lo hace no derrumbándolos, sino fortaleciéndolos. Rellena cachopos y patatas asadas, nuclea croquetas, zambulle escalopines y pastas, abriga en delicioso gratén cualquier pescado al horno y sostiene la excelsitud de todos los postres conceptuables. No es fácil encontrar, allende el puerto de Pajares, mejores tartas de queso que la de Casa Eutimio, en Lastres; la helada con frambuesa de la ovetense Taberna del Zurdo; la deconstruida de El Tomate Bistró, en Gijón, o la más tradicional del bar Camacho, en Anieves (Oviedo). Difícil aunar sencillez, suculencia y saludabilidad mejor que la ensalada primaveral de quesos asturianos, que aconceya en un único plato al gamonéu, el afuega’l pitu rojo, el de cabra de La Collada, el ahumado de Pría, avellanas, nueces, cecina, lechuga variada, tomates y cebolla roja, regado todo ello con aceite de oliva virgen extra. Imposible encontrar, siquiera en Suiza, fondue más original que la que reparten a la sidra, servida en cazuelas de barro con unas tostadas de panes de maíz con pipas y de trigo con pasas y nueces, cada noviembre los hosteleros de la calle Gascona de Oviedo con motivo de la Feria de Quesos Artesanos Quiero Ques-arte.

Queso, queso, queso, queso, más queso, por favor. El queso más antiguo encontrado hasta la fecha se descubrió en una necrópolis del desierto de Taklamakán. Databa del 1615 antes de Cristo y era parte del ajuar de un enterramiento, por lo que se teoriza que era un tentempié para el viaje hacia la vida ultraterrena: algo así como el dracma con que los griegos inhumaban a sus muertos para que pudieran pagar al barquero Caronte el cruce de la laguna Estigia. Vuelve a dársenos pie a la identificación queso/cielo, aunque en Asturias nunca se han encontrado rastros de tal cosa, lo que tal vez se pueda conectar con ciertos refranes, no exactamente anticlericales, pero sí principios de descreimiento, que forman parte del acervo popular: por ejemplo, «Dios y el cuchu pueden munchu, pero puede más el cuchu». Quizás en Asturias a nadie se la haya ocurrido jamás renunciar a un buen queso para cumplimentar disquisición teológica alguna. La teología, los asturianos, ya se ha dicho que hijos de Epicuro, siempre la han puesto al servicio del placer y no al revés. Otro refrán dice: «Lo primero al llevantase, almorzar y dir a misa; si l’almorzar corre prisa, primero que dir a misa».


 

1 comments on “Quesos asturianos: los 43 dialectos lácteos de Dios

  1. Fantástico artículo. He disfrutado mucho leyéndolo.

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