Breviario de falsedades

Breviario de falsedades (19)

Nuevos microrrelatos y relatos cortos de José Manuel Vilabella, titulados «Reproche», «Pregunta», «Vocación», «Reciclaje», «Colón», «Teléfono», «Búsqueda», «Asesinato», «Gratitud», «Espera», «Timidez», «América», «Tristeza», «Síndrome», «Récord», «Valor», «Desamor», «Jerarquía», «Marginados», «Presentimiento», «Defensor», «Viaje», «Pavor», «Encuentro», «Jubilación», «Realismo», «Amigos», «Gourmet», «Jubilación», «Convención», «Descubrimiento» y «Adiós».

/ por José Manuel Vilabella /

[REPROCHE] Dios le dijo a la muerte con algo de cabreo: «¡Caramba, mujer, tú no puedes sentarte a la puerta de tu casa esperando tan ricamente a que pase el cadáver de tu enemigo!».

[PREGUNTA] ¿Cómo es posible que la poesía, que es una cosa tan seria y sublime, pueda estar en manos de los alocados poetas?, se dijo a sí mismo el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento que presidía los juegos florales.

[VOCACIÓN] Cuando el general de brigada que hacía la primera comunión comprobó el sabor de sus lágrimas al ver que su traje era una birria en comparación con el de su compañero Marceliano, le nació en el alma la vocación de almirante y decidió ser, algún día, ministro de marina. Y sesenta años después cumplió su propósito y cuando dirigía el portaviones hacia la derrota y el deshonor se preguntaba: «¿Qué habrá sido de Marceliano?».

[RECICLAJE] Lo último que hacía cada noche el cura de aquel barrio periférico era tirar a la basura la bolsa de los pecados veniales que había dejado en el confesionario la feligresía y apartar los mortales a un lado, porque los violadores, los torturadores o los asesinos de la parroquia podían necesitarlos algún día.

[COLÓN] Cuando Cristóbal Colón se cruzó con Ulises, que navegaba de regreso a Ítaca después de descubrir América, no quiso contestar al saludo del navegante. El genovés, que era un hombre con arrugas y recovecos en el alma, miró para otro lado, se hizo el desentendido y silbó, para despistar, una tarantela, para no tener que repartir la gloria con un personaje que podía ser de ficción, con un navegante de papel en el que solo creían los poetas, los profesores de instituto y los amantes de la literatura.

[TELÉFONO] En la época negra de la pandemia que asoló al mundo, cuando se produjo la reclusión domiciliaria, don Serafín Desiderio y Pérez del Pulgar, de profesión pedicuro retirado, vivía solo en su enorme piso de 350 metros cuadrados. Don Serafín era, por su carácter huraño y altanero, hombre de pocos amigos y algunos familiares con los que tenía una relación superficial o ningún trato. Era el hombre tacaño para los demás, pero sumamente generoso para sí mismo. Su amante italiano, el milanés Antonino, le dijo antes de abandonarlo: «¡Miserable cerdo inmundo, vete a la mierda!», y se marchó para siempre de España, de Madrid y de su vida dando un portazo. Su teléfono sonaba rara vez, pero alguna vez hay que reconocer que sonaba; eso sí, siempre lejano, perdido en aquel piso inmenso atestado de muebles, tresillos, cómodas, armarios. Lo había extraviado y no lograba localizarlo. Lo buscaba, sí, pero era, como dice el vulgo, más difícil que localizar una aguja en un pajar. Acudía don Serafín presuroso con sus cortas piernecitas de señor bajito cuando el himno de España sonaba, porque el pedicuro era hombre patriótico, franquista confeso y votante de la extrema derecha. El teléfono con su himno siempre enmudecía cuando se acercaba el desdichado recluido. A gritos anunció don Serafín que no sentía el sabor del jamón de Jabugo y que el caviar, el carísimo beluga, no le decía nada a su paladar de gourmet. Se lo llevaron al hospital y allí estuvo el hombre en un pasillo. Su último pensamiento fue para el teléfono extraviado. Al irse al más allá no dijo nada importante, ni se arrepintió de sus muchos pecados, ni recitó una oración pues era un fervoroso católico de misa dominguera. No, no dijo nada. Solo bisbiseó una maldición y un «Coño, ¡dónde habré metido el dichoso teléfono de los cojones!».

[BÚSQUEDA] Llegaron muy ilusionados al centro de acogida con la esperanza de encontrar un niño mejor que el bosnio que tenían sus vecinos. Habían hablado mucho del tema y sabían perfectamente lo que querían: rubio, ojos azules, altito, 2/3 añitos, ágil, sin caries ni dioptrías. Querían un primor, un primor de niño. «Y, sobre todo Federico, que tenga una sonrisa encantadora y aprenda pronto a decir: Qué guapa eres, mami», dijo la mujer, con renovada ilusión, un minuto antes de revolver a conciencia todo el stock disponible de niños perdidos.

[ASESINATO] Cuando asesinaron al último centauro las bestias del bosque y los hijos de Noé no supieron cómo interpretar el ir y venir de los vientos, la arbitrariedad de las tormentas, los caprichos de los tifones. Y con la muerte violenta del caballo y del caballero comenzó el lento recordar del intrincado lenguaje de los huracanes.

[GRATITUD] Cuando vio a su ex marido paseando por la calle con su nueva esposa fue como mirarse en un espejo del pasado, como retroceder treinta años en el tiempo: parecían hermanas gemelas. Y aunque nunca llegaría a reconocerlo, le guardó para siempre una tierna y lejana gratitud porque, aunque le había sido infiel, lo había sido solo a medias. Le había engañado, sí, pero con una mujer que se parecía tanto a su hija que terminaría por ser el vivo retrato de su suegra.

[ESPERA] Llevaba sesenta años sentado a la puerta de su casa esperando que pasase el dichoso cadáver de Jacinto Fernández López, su íntimo enemigo de la infancia, aquel niño infame que le había quitado un pirulí.

[TIMIDEZ] Al Santo Padre no le gustaba que el cardenal africano llamase bwana a Dios Nuestro Señor, pero como era un hombre tímido nunca se atrevió a reprenderlo, ni tampoco supo acallar las risitas irónicas de los italianos.

[AMÉRICA] Sabían que la tierra estaba muy cerca porque unas gaviotas pasaron sobre sus cabezas y unas ramas de fresno chocaron contra la embarcación. «Hay que estar atentos», dijo don Cristóbal y Rodrigo, un tipejo de Triana, se subió como buenamente pudo a un barril de agua y oteó el horizonte. «¡Tierra!», susurró muy excitado y don Cristóbal le hizo un gesto airado y le regañó con la mirada. La playa estaba a media milla y no notaron ninguna actividad sospechosa. Se acercaron a la costa y cuando estaban a cincuenta metros don Cristóbal dijo: «¡Ahora!», y los veinticinco pasajeros se deslizaron por la borda y comprobaron que el agua helada les llegaba al pecho. Acababan de descubrir América, la tierra prometida, el dorado. «¡Suerte!», les deseó el piloto antes de abandonarlos. Nadaron hasta la playa y se dispersaron según lo convenido, pero todos ellos se volvieron a encontrar, tres horas más tarde, en el lóbrego salón de la comisaría del puerto, y nunca llegaron a sospechar que Rodrigo, un canalla de Triana, había advertido a la guardia civil, por dinero, que aquella noche habría moros en la costa.

[TRISTEZA] Ella decía que ojos que no ven corazón que no siente y cuando se operó de las cataratas, después de tantos años de miopía, descubrió las arrugas profundas de su hijo Andrés, el pelo ralo y gris de su hija Margarita y el aire desvalido de Timoteo, su primogénito. Y cuando vio de cerca a sus nietos y percibió la tristeza y el desamparo de la juventud en su mirada, intuyó que el cirujano con su destreza y el óptico con su profesionalidad le habían devuelto la vista, pero le habían quitado la inocencia.

[SÍNDROME] Cuando un psicólogo eminente diga que la maldad es un síndrome, la perversidad una minusvalía y la ira una enfermedad del alma, las cárceles serán sustituidas por los hospitales y habrá, como es natural, enfermos del seguro y clínicas privadas en Marbella que aplaquen la ambición desmedida de los banqueros, mitiguen los sufrimientos de los corruptos y hagan más llevadera la mala conciencia de los delincuentes de guante blanco.

[RÉCORD] El tatarabuelo de Usain Bolt emprendió una carrera en la que puso toda su alma. Quería huir de aquella plantación de Jamaica y conseguir la libertad, pero los perros lo alcanzaron y murió despedazado por los feroces animales. Fue un récord que pasó inadvertido para los escasos espectadores y la primera vez que un ser humano conseguía recorrer cien metros en menos de diez segundos.

[VALOR] La azafata Guillermina Pérez Florencio, de veintitrés años de edad y natural de Venta de Baños, advirtió que iban a realizar un aterrizaje de emergencia en condiciones muy difíciles y que el capitán y la tripulación les rogaban que mantuviesen la calma en todo momento. Suspiró aliviada cuando desconectó el micrófono porque, aunque sabía que iba a morir y no había podido reprimir el miedo que tenía, había, al menos, conseguido evitar el llanto.

[DESAMOR] Se hablaron por primera vez con sinceridad fingida al despedirse para siempre en aquel sórdido bar de estación. Él le dijo que nunca la había querido, lo que era una mentira evidente, y ella sintió cómo su pasión naufragaba sin remedio en la taza con café con leche. Ella quiso herirle y con una sonrisa cínica le dijo sin inmutarse que le había engañado varias veces porque no toleraba su falta de habilidad sexual, lo que era una falsedad absoluta, y él vio cómo su amor se ahogaba para siempre en el vaso de agua mineral marca ‘La condesita’. Ninguno de los dos quiso decir la verdad: que se aburrían juntos mortalmente. Y hasta el último momento estuvieron disimulando pudorosamente los bostezos con las mentiras del desamor, mientras jugueteaban con las servilletas de papel y los palillos de dientes.

[JERARQUÍA] Como ocupaba el último lugar del escalafón y nadie ambicionaba su puesto todos le querían en la oficina. «¡Qué servicial es Isidro!», decían las secretarias, comentaban los escribientes, reconocían con complacencia los cardenales de la curia. Y nadie sospechaba que todos los días del año, y además en horas de oficina, el eficiente ordenanza, después de repartir la correspondencia, pasaba a cuchillo a los obispos, fusilaba a los auxiliares, violaba salvajemente a doña Cándida, sodomizaba a la señora de la limpieza, capaba a los cardenales y estrangulaba al papa y arrastraba su cuerpo sin vida por la Capilla Sixtina. Solo su confesor, un anciano y amedrentado curilla de un barrio periférico de Roma, conocía a fondo las fantasías sangrientas del desdichado, los aires de grandeza del subalterno más humilde del Vaticano y aunque le regañaba por sus pecados en el fondo comprendía las horribles faltas «porque, en el fondo, todo el mundo odia a su jefe y debe de ser muy doloroso ser el último mono de la Cristiandad, la multinacional más poderosa del mundo».

[MARGINADOS] Cuando la llevaban a su plantación de Fénix (Alabama), hacinados con los otros esclavos en la carreta de madera, no podía imaginar que aquella adolescente africana de mirada huidiza llegaría a ser el gran amor de su vida, su esposa legítima y la madre de sus cinco hijos y que él, Samuel Anderson Jones, sería considerado por la población blanca como un traidor a su raza y por la comunidad de color como un extravagante caballero que no supo mantener el decoro de su condición y que, doscientos años después de su muerte, los marginados del mundo, los homosexuales, los verdugos, los vagabundos, los pervertidos, los locos, los travestidos, los pedófilos, los asesinos, los malvados, los torturadores, los crueles, llevarían flores a su tumba porque les consideraban la pareja más solitaria del universo y el último reducto de comprensión y amparo para los que padecen lo irremediable, practican lo irreprimible, realizan lo inconveniente y son rechazados, censurados, perseguidos y castigados ferozmente por ello.

[PRESENTIMIENTO] Siempre había temido que su mujer le engañase con su mejor amigo y cada noche, cuando regresaba a su hogar, buscaba pruebas de la infidelidad que imaginaba. Cuando una tarde que llegó pronto a su casa los descubrió in fraganti, los infieles se quedaron estupefactos; Casimira le miró aterrorizada y se llevó la mano derecha a la boca, Jacinto tuvo la desvergüenza de balbucir: «Nicomedes, esto no es lo que parece». Él, muy digno, se vengó con una sonrisa, abandonó su hogar dando un portazo y cuando estaba en la calle se preguntó: «Y a dónde voy yo ahora con ochenta y siete años y, sobre todo, ¿quién es el padre biológico de mis siete hijos?».

[DEFENSOR] La sala se llenó de monstruos: la mujer barbuda, el enano de dos cabezas, el caballero del ojo en el cogote, el cabezón que vendía lotería, la señora de las tres tetas, el joven del pene posterior. Formaban un colectivo importante; eran más de 3.200 miembros. Discutieron sus singularidades y aunque alguno se rio de sí mismo, demostrando un envidiable sentido del humor, todos se condolieron de la desgracia ajena. Pensaron lo que podían hacer y en asamblea democrática decidieron mandar una petición de ayuda al Cielo, porque no podían aguantar por más tiempo el desamor en que vivían y la pesada carga de soledad que padecían. En el Cielo su petición fue de mesa en mesa y solo cuando el arcángel San Gabriel, que llevaba puestas sus ajadas y desplumadas alas blancas, leyó el documento, encontraron los desdichados un abogado de oficio, un colega en aquel lugar de gentes perfectas a quien dirigir sus plegarias respetuosas primero, pero después llenas de ira, blasfemas, acusatorias. Y aunque siempre leyó sus misivas con interés, no les dijo nunca que él era un mensajero jubilado, obsoleto, sustituido por ángeles más jóvenes y rápidos. Nunca se atrevió a decirles que él era solo un ángel con las alas rotas, incapaz de levantar el vuelo y que no podía hacer nada por ellos porque había dejado de estar a la diestra de Dios padre.

[VIAJE] Juraría que era él, aunque sabía que era imposible. Estaba al otro lado de la barcaza y aunque habían pasado diez años tenía más o menos el mismo aspecto: las sienes blancas, unas arrugas profundas en la frente, vestía con desaliño y llevaba sus pertenencias en un macuto en el que se apoyaba con indolencia. Le hizo señales con la mano pero él tenía la mirada perdida en el horizonte y no prestaba atención a lo que le rodeaba. Como pudo se puso en pie y procuró acercarse al que fuera su amigo en otro tiempo. La gente refunfuñaba, un lugareño se enfrentó con él y el piloto le hizo un gesto de desagrado, pero él siguió impertérrito y cruzó de un lado a otro la embarcación hasta que logró sentarse a su lado. El muerto le sonrió y no trató de fingir que era otro. No dijo: «Usted se confunde», como ocurre siempre en el cine. Por el contrario, le tendió la mano y le preguntó divertido: «Coño y tú ¿qué haces aquí, en el Amazonas?». Él no quiso hablar de sus vacaciones y le gritó de malas formas: «¿Pero tú sabes que Maruja y Andrés están en la cárcel desde hace diez años por haber proyectado y llevado a cabo tu asesinato?». Él sonrió, dijo que sí con la cabeza y después, con parsimonia, le contó cómo habían proyectado su desaparición en la bañera de ácido sulfúrico y cómo pensaban asesinarlo. «Yo lo único que hice fue cambiar varias cosillas, escabullirme a tiempo y fabricar algunas pruebas falsas para que ellos recibieran su merecido, porque, ¿comprendes?, mi mujer y mi socio pensaban deshacerse de mí». Y después le pregunta mirándole a los ojos: «¿No crees que tengo el derecho a la venganza?». El asesinado le dijo que era feliz en Brasil y que había logrado rehacer su vida; tenía incluso mujer e hijos. «Unos mulatitos a los que quiero mucho», puntualizó. La barcaza atracó al otro lado del río y el fantasma se despidió de él con un fuerte apretón de manos. Al alejarse le gritó: «No hables de mí o te tomarán por loco; hace diez años que estoy muerto». Al llegar a Zamora redactó una declaración completa y se la entregó al juez de instrucción, que la leyó con atención, hizo un gesto de incredulidad y ordenó que se archivase el escrito. En Carabanchel un avejentado Andrés apenas prestó atención a lo que le decía y aunque le dio las gracias por su solidaridad le pidió que no moviese el asunto, que quería empezar con los permisos penitenciarios y la publicidad podría perjudicarle. Maruja, en Yeserías, le sonrió, desde el otro lado del cristal y le dio las gracias por lo que ella llamó sus generosas mentiras piadosas. El pasaporte no tenía los sellos de entrada y de salida del Brasil, la agencia de viajes traspapeló su expediente y nunca le pasó el cargo por sus vacaciones en el extranjero y en la empresa donde trabajaba le preguntaron en el mes de noviembre cuándo pensaba disfrutar el permiso anual al que tenía derecho como todos los empleados. Nunca supo si los muertos tienen el privilegio de la venganza y durante toda su vida se lo preguntó mientras miraba el billete del transbordador, el ticket de la barcaza que le había llevado al otro lado del Amazonas, la cartulina aquella que de tanto sobarla se fue descolorando hasta convertirse en un papelito mugriento que le hizo desconfiar de su buen sentido y poner en duda su lucidez y su equilibrio mental.

[PAVOR] Llegó a media tarde agobiado por el calor y se dio una ducha fría; el silencio de la casa le pareció acogedor y se dispuso a pasar una velada solitaria y feliz: un vino blanco frío, una sesión de música de los sesenta, un colacao y unas galletas y mañana será otro día. Oyó un chirrido que le pareció sospechoso y prestó atención; la casa estaba vacía, tenía que estar vacía: su familia llevaba cinco días en Santander. Sonrió con afectación, como un adulto, pero a pesar de todo sintió un miedo irreprimible, un pavor antiguo, de la infancia; el mismo terror irracional que le invadía cuando su tía Asunción le amenazaba con el hombre del saco, el miedo viejo con que le aterrorizaba la asistenta. «¿Hay alguien ahí?», gritó un poco histérico a la negrura del pasillo. «¿Hay alguien ahí?», volvió a preguntar con voz temblorosa. «¿Será el coco?», se dijo al recordar el motivo de aquellos pánicos lejanos. El sonido rítmico y acompasado de unos pasos en el recibidor le anunció, sin lugar a dudas, la llegada, tantas veces esperada, del sacamantecas que venía a por él con treinta años de retraso. Y cuando su amante secreto, Isidro Manuel, entró en el salón, la bala de la pistola le había derribado y yacía en un charco de sangre. Isidro Manuel quería darle una sorpresa y hacer el amor furiosamente en el salón de su domicilio conyugal como tantas veces habían imaginado. Sus miedos de infancia hicieron esbozar una sonrisa irónica al inspector Yáñez cuando le interrogó dos horas después ante el cadáver de su amante. Y él le juró por la memoria de su difunta madre que lo que le acababa de relatar era la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y lo era.

[ENCUENTRO] La citó en una cafetería conocida del centro, en la terraza, para un asunto privado. «No se preocupe, me reconocerá en cuanto me vea», le dijo la mujer y colgó el teléfono sin despedirse. Estuvo toda la mañana nerviosa y acudió a la cita con media hora de antelación. La vio llegar y naturalmente que la reconoció: era su vivo retrato, ella misma con treinta años menos, la hermana menor que nunca había tenido. Era su hija. Y se lo demostró con documentos que no ofrecían la menor duda: el despiste de la enfermera, el cambio fortuito de dos recién nacidas, la mala conciencia de un testigo casual, el error que se prolonga en el tiempo. Se miraron a los ojos y concretaron una nueva cita. Después de reflexionar juntas decidieron guardar el secreto y dejar las cosas como estaban y se dijeron adiós para siempre con lágrimas en los ojos. Pero no pudieron cumplir su palabra y se vieron a la semana siguiente y a la otra también, y con el paso del tiempo se hicieron uña y carne, amigas íntimas y ante dos humeantes tazas de café se intercambiaron fotografías y confidencias hasta que llegaron a recuperar el tiempo perdido y una tarde se apropiaron también de las palabras prohibidas pero, eso sí, de tapadillo, sin que las oyese el camarero: «Adiós, hija mía». «Hasta mañana, mamá».

[JUBILACIÓN] Como estaba recién jubilado acompañaba de vez en cuando a su mujer, a la que llevaba quince años, en sus quehaceres mañaneros y le pareció que descubría la cara oculta de la Luna. Ella tenía una vida cotidiana que él nunca había llegado a intuir porque su puesto en aquella oficina pública en las afueras le había absorbido todo su tiempo y dedicación. Ella conocía a gentes en el otro lado de la ciudad, tomaba un rioja con berberechos con un grupo de amigos, solo hombres, y se jugaban la consumición a los chinos entre grandes risotadas y enorme confianza; hacía una quiniela a medias con el carnicero, el pescadero le decía: «Hola, mi vida, ¿qué te pongo, Marisita?», y el portero le saludaba con un gesto confianzudo y una sonrisa irónica en los labios. El comisario le preguntó si tenía evidencias de su infidelidad y él contestó que evidencias, lo que se dice evidencias, no, pero que había un no sé qué en su mirada que cuando él la sometió a un interrogatorio en la soledad del salón equivalía por sus risotadas nerviosas a una confesión. El juez de instrucción, que le trató con deferencia, le hizo una serie de preguntas sobre el día de autos y le enseñó una fotografía en la que ella aparecía ensangrentada y el médico le interrogó ampliamente sobre su infancia. En el psiquiátrico los otros internos le llamaban don José y su hijo Anselmo le visitaba puntualmente los primeros viernes de mes, pero su hija Carolina le había llamado «asesino, que eres un celoso y un asesino» y le había retirado la palabra. Nunca demostró arrepentimiento o pesar. Mató a su mujer por coherencia administrativa, por lealtad contable, porque dos y dos son cuatro. Como él le decía siempre a Jovino, su compañero de reclusión: «El cumplimiento del deber es lo primero para un buen burócrata y éste se deberá realizar con rapidez, presteza y según el procedimiento». A pesar de que él nunca se había dejado llevar por la pasión, su delito fue calificado como crimen pasional y archivado por error entre los delitos de amor, donde se almacenan los maltrechos suspiros de la ira, la brutalidad cerril del más fuerte y el aburrimiento de todos los días. Todo esto ocurrió antes de que se empezasen a contabilizar los delitos de género, solo unos pocos años antes de que muriesen asesinadas un centenar de mujeres al año.

[REALISMO] El banquero de mediana edad que había presentido siempre que su mujer le engañaba con su conductor habitual se dirigió, por consejo de su abogado, al domicilio del seductor para sorprenderlos in fraganti. El perverso empleado tenía, al parecer, una modesta vivienda en pleno campo, una casita que estaba situada en un paraje paradisiaco, rodeado de fincas de tabaco y algodón, al borde de un pequeño lago donde abundaban las truchas y las carpas. El banquero llegó al lugar en su importante Mercedes y pulsó el timbre de forma nerviosa y altanera; era un hombre de condición soberbia y de carácter malhumorado y no le gustaba esperar ante una puerta cerrada. Oyó el sonido de unos pasos que se acercaban y una voz femenina que decía: «Abro yo, mamá», y se encontró con su hija menor que se sorprendió un poco al verle allí, pero que le sonrió con simpatía le echó los brazos al cuello, le dio un beso en la mejilla y gritó desde el umbral: «Mamá, es papá, bueno don José, que viene a visitarnos». Sus cinco hijos fueron apareciendo uno a uno, después hizo acto de presencia su esposa y, finalmente, el chófer, que con una sonrisa radiante en el rostro le invitó a pasar al salón y le ofreció una taza de té y unas pastas inglesas. «Siéntese, señor, está usted en su casa», le dijo con todo respeto. El banquero los miró a todos con estupor e incluso quiso fingir una indignación que no sentía. Su mujer fue la que abrió el fuego: «Pepe, tú sabias perfectamente que los niños no podían ser tuyos; no quiero entrar en detalles escabrosos, pero el sexo es imprescindible para este tipo de cosas», dijo con dulzura y le acarició la mano mientras le miraba a los ojos: «Tú eres un hombre muy bueno y tienes que comprenderlo», le dijo en un murmullo. «Todos te queremos papá porque eres muy cariñoso, generoso y bueno con nosotros y nos has procurado una esmerada educación». «Y entendemos que no se puede luchar con las inclinaciones sexuales», remachó el segundo que era un joven tolerante y moderno. «Has sido un modelo en todos los sentidos, te queremos como a un padre y llevamos tus apellidos con orgullo», aseguró la pequeña Lucy, la zalamera de la casa. Y el chófer, aunque era un hombre de pocas palabras, quiso decir lo que opinaba en aquel momento crucial: «Entre los dos, querido don José, y no es por presumir, hemos conseguido una familia magnífica», dijo con legítimo orgullo. El banquero de mediana edad lo pensó bien, lo meditó con la almohada, hizo caso omiso de las habladurías de la gente, de los gritos histéricos de sus hermanas y de los consejos de su asesor jurídico y no tomó ninguna medida legal. Es más, fue realista, aceptó la situación y empezó a frecuentar la casita de campo, que amplió, modernizó y mejoró a sus expensas hasta convertirla en una mansión magnífica. Con el tiempo aquella casa se llenó de niños que le llamaban abuelito y una tarde, ante el alborozo general del numeroso grupo que aceptó la medida con un gran aplauso de alegría, le dijo al chófer: «Raimundo, por favor, cuando estemos en familia apea el tratamiento y háblame de tú». Y los dos abuelos se dieron un fuerte abrazo y miraron con complacencia a su prole, un conjunto de buenos, inteligentes, bellos y alegres mulatos de Alabama.

[AMIGOS] Se habían conocido en la universidad y nunca se habían separado desde entonces; un día, ante el ordenador, con el facsímil de la escritura delante de los ojos y toda la documentación encima de la mesa, descubrieron que sus caminos se habían cruzado doscientos años atrás y eso les hermanó para toda la vida. Richard era el trabajador y Bob el insensato de las buenas ideas, uno el responsable, el tenaz, el laborioso y el otro el brillante; el primero era el serio y el segundo el cabeza loca, pero los dos juntos formaban un equipo formidable. Richard, que era el director, llamaba ‘amo’ a Bob, que era el subordinado y Bob llamaba ‘chico’ a su superior sin ningún recato porque el vínculo que les unía tenía dos siglos y fortalecía su amistad. Los dos se casaron con mujeres buenas y amables y sus hijos se criaron juntos y muy unidos; se trataban como primos pero, en realidad, se consideraban como hermanos. No obstante, un hijo de Bob se enamoró de una hija de Richard y los dos amigos llegaron a tener tres nietos comunes. Richard era natural de Nueva York y Bob de Chicago y sus dos tatarabuelos habían nacido en una plantación de Alabama, aunque como era evidente por el color de la piel y demostraban las escrituras de la Universidad de Nueva York, uno había sido el amo y otro el esclavo. Uno había sido el dueño de la finca donde se cultivaba el algodón y el otro el que trabajaba de sol a sol a golpes de látigo y patadas en el trasero. La historia, que fue un éxito de audiencia, hizo olvidar durante unos días los problemas raciales a las dos comunidades, sobre todo porque el descendiente de esclavos había llegado más lejos en la vida que el blanco y le había ayudado económicamente en más de una ocasión, le pagaba con generosidad y había avalado todos sus créditos. Los sociólogos, cuando se analizó el impacto televisivo unos años más tarde, opinaron que el factor que había producido más impacto en la comunidad de color y el que más vítores provocó en Harlem, fue comprobar que la vivienda de Richard era más lujosa y valiosa que la de Bob y estaba, además, en un barrio más elegante; de hecho el negro vivía en una de las zonas privilegiadas de la ciudad, en un barrio de blancos y el blanco tenía una buena casa en un buen barrio de blancos donde vivía algún negro bien situado social y económicamente. Cuando el presentador de televisión les preguntó si la desigualdad inicial de sus raíces había supuesto algún problema en su relación personal, ambos contestaron que habían tenido problemas de muchas clases, que a lo largo de la vida se habían enfadado varias veces y que en una ocasión estuvieron un mes sin hablarse y que se pasaban la vida discutiendo, peleándose y jugando al golf, porque para eso eran amigos íntimos y además del mismo pueblo. Cuando un miembro del público, en el coloquio, les invitó a que se diesen un abrazo delante de las cámaras ocurrió lo inesperado y, por primera vez en su vida y patrocinados por IBM, se emocionaron los dos amigos al decirse lo mucho que se querían y llegaron hasta el llanto cuando lo que deberían haber hecho era saludar con una amplia sonrisa, como estaba previsto en la escaleta. Pero, qué quieren que les diga, son los problemas del directo y estas cosillas son impredecibles y humanizan los reality show. Al final el programa fue un éxito que todavía está considerado como un hito televisivo y a mí, caramba, me dieron aquel año el Premio Pulitzer.

[GOURMET] Aunque era un conocido gastrónomo, experto en la cocina del despojo y del jarrete, perito en casquería y un sibarita a la hora de enjuiciar las recetas de callos e higadillos de pollo, no supo nunca que aquel rabo a la cordobesa que tanto alababa había pertenecido a un toro bragao de 545 kilogramos de peso, de nombre Modosito, a quien Jesulín de Ubrique cortó dos orejas en la plaza de toros de Gijón una tarde desapacible del mes de agosto. El respetable, enardecido, pidió también el rabo, pero el presidente, con criterio gastronómico y una severa interpretación del reglamento, aguantó la bronca sin mover un músculo, le guiñó un ojo a su asesor taurino y el astado se fue al desolladero arrastrado por las mulillas, chorreando sangre y con el rabo en perfecto estado, intacto. Y unas noches más tarde el presidente y sus amigos cenaron opíparamente con los restos mortales del morlaco; se comieron sus criadillas y sus riñones, se repartieron como buenos germanos sus menudillos y entretelas, degustaron el hígado encebollado y solo el novillero local, un botarate de cincuenta años cumplidos, sintió la exaltación caníbal cuando en lugar de la tarta de almendra devoró con buen apetito el corazón del difunto, ante la indignación del gastrónomo que, borracho y tambaleándose, fue hacia el infractor para agredirle, gritando que también en la mesa hay que respetar la pureza de los tercios y de los tiempos, la estricta etiqueta de las viandas, la liturgia de los vinos, el ceremonial de los brindis y conmoverse ante la alegría de los postres caseros, la inocencia de las frutas y la tristeza honda de los aguardientes de caña.

[JUBILACIÓN] Regresó a su casa un poco cansado por las emociones y dejó el reloj de oro chapado metido en el estuche encima de la cómoda. Su mujer, preocupada, le preguntó: «Qué tal resultó la cena, cariño?». «Bien, muy bien», contestó lacónico. «Mañana no tienes que levantarte temprano», dijo ella para animarlo un poco; él se encogió de hombros y sonrió con algo de tristeza en la mirada. Y en apenas diez segundos recordó con toda lucidez el primer día que empezó a trabajar en aquella oficina sórdida, sus abnegados servicios durante cuarenta y tres años, su buena letra, el mimo que había puesto en los libros de contabilidad y lo bien que había cubierto siempre las fichas de almacén. A las dos un ataque agudo de nostalgia se le clavó como una lanza y se despertó llorando de forma compungida; derramaba torrentes de lágrimas, como cuando se murió su prima Marcelina de la que estaba secretamente enamorado. A las cinco comenzó a gritar de forma enloquecida y Maruja tuvo que llamar a sus tres hijos que llegaron a la media hora. Los vecinos acudieron y Leandro, tan servicial y educado como siempre, le decía al recién jubilado: «Señor Pérez, repórtese y analicemos el asunto con algo de serenidad y distanciamiento», y después, de forma un tanto erudita pero repipi, matizó: «Piense usted que la jubilación viene de júbilo; alégrese usted mi buen amigo». No obstante, el bueno de Pérez, que le miraba con odio, masculló un grosero: «¡Majadero, váyase a tomar por culo!» y volvió a lo suyo repitiendo: «¡Quiero volver al cuchitril!». Cuando los enfermeros se lo llevaban en volandas el desquiciado enfermo preguntaba, eso sí, de forma retórica: «¿Dónde está mi ventanilla?». Y lo que más le fastidiaba de aquel enojoso asunto, les decía unos días después a los facultativos y unos minutos antes de volver a su domicilio, era que había dejado de odiar al despertador y que, bien pensado, se encontraba tan ricamente sin tener que madrugar hasta la resurrección de la carne y de aguantar a don Marcelino, su jefe, un señor muy antipático que cuando comía fabada atufaba al personal con sus ventosidades.

[CONVENCIÓN]

—¿Por qué no llamarle Congreso Informático? —le pregunté al señor Doo, que en aquel momento se entretenía tamborileando con los dedos la mesa de su despacho.

—No, no. Sería demasiado explícito. Incluso, peligroso. Hay que darle un título más aséptico, menos comprometido. La gente, querido Brox, es excesivamente puntillosa con respecto a las denominaciones. ¿Qué le parece Congreso de la Economía Evolucionada y de la Cibernética Activa?

Aunque el título me pareció largo y pretencioso fingí, como siempre, que la idea del señor Doo era genial y simulé un entusiasmo que posiblemente mi jefe encontró desmesurado.

—¡Magnífico! ¡Genial! Es perfecto porque no dice nada. Es hermoso pero hueco. Música de fanfarria. Permítame que le felicite por su idea, señor Doo.

Y tres meses después el congreso se había convertido en una realidad. Habíamos trabajado duro pero allí estaban los resultados. No faltaba ni un solo portavoz. Pulcros, aseados, brillantes, con sus mejores galas y sus ideas más juveniles habían acudido a la llamada del Sistema y se paseaban por la sala con una copa de jerez en la mano y una sonrisa petulante en el rostro. Todos deseaban agradar y cada uno luchaba para sobrevivir como buenamente podía.

—¿Cómo está, señor Brox? —me preguntó el anciano Óscar Metal. «¡Dios mío, qué viejo está!», me dije al contemplar al portavoz de los Décadas, que me sonreía efusivo al tenderme la mano. Le habían hecho una labor estética que resultaba grotesca: un maquillaje de fondo casi blanco, las ojeras se las habían suprimido con brochazos verdes y el peluquín no era de su talla. Y además algún cabrón de guardarropía le había colocado un pendiente de plástico en la oreja derecha.

—¡Hola, Oscar, no pasan los años por usted! Su aspecto es magnífico.

—Estoy como nunca, señor Brox y los Décadas siguen cumpliendo como el primer día. ¿Sabía usted que tenemos a nuestro cargo las estadísticas 128 y que la información no se ha degradado en ningún momento? Tengo entendido que el Sistema consultó un dato de los listados del mes pasado y que, incluso, lo citó como referencia bibliográfica en una reunión social de las alturas —dijo el pobre hombre con aire petulante.

—Sí, eso he oído —dejé caer

Y entonces, como siempre, utilizó la artillería pesada contra sus enemigos ancestrales.

—Es muy duro para mí tener que decir esto, señor Brox, pero creo que toda la familia Pensilvania-PS está enferma, y muy grave además. Los Décadas no podemos soportar impasibles cómo se retrasa el ritmo por una verificación incorrecta. En el Nivel 2 tendrían que hacer algo al respecto.

Un camarero me entregó un whisky y durante unos instantes más oí sin escuchar los razonamientos estratégicos de Oscar Metal que quería, el tío, cargarse a medio mundo y conectarse con el Nivel 4 mediante un controlador de base. Atacó sin misericordia a los Pensilvanias y a los Mascarones y, como no podía dejar de ocurrir, les acusó del pecado nefando.

—¡Han engordado! Se ponen fajas tubulares y al viejo Mascarón le tuvieron que hacer en guardarropía una liposucción de urgencia. ¡Parecen cerdos!

—No sé si será posible conectarse al Nivel 4, pero lo que sí puedo asegurarle es que estudiaremos su propuesta. Los Décadas han trabajado duro y el Sistema lo sabe. Siguen siendo competitivos —la palabra clave, ya lo sabe usted, es competitividad, que se pronuncia muy mal pero que todos sabemos lo que significa—. Creo que cuentan ustedes con un porvenir claro y seguro.

—Me alegra oírle decir eso, señor Brox, porque nuestra familia está dispuesta a defender al…

En aquel momento Braulio Santurce me rescató, librándome definitivamente de las aspiraciones políticas de Oscar Metal y de su reconcentrada maldad de viejo chocho.

—Oiga, jefe —dijo con agresividad— es preciso que comentemos las líneas maestras de la próxima campaña de relación y comunicación entre sectores —y después, al darse cuenta de que había sido excesivamente brusco, se puso blanco como la pared y se disculpó como pudo—. Perdone la violencia de mi carácter, señor Brox, pero no lo puedo remediar.

—No se disculpe Braulio, por favor. Usted no me molesta nunca. Además, se lo agradezco porque el pobre Oscar Metal trataba de convencerme de algo que no es posible y no he querido decirle que está seco, caput. Le escuché por pura caridad.

—¿Le retirarán pronto? —preguntó Braulio con una sonrisa maligna en los labios.

—Mucho peor todavía. Todo el sector desaparece. Y cuando digo todo el sector me refiero a los Décadas, a los Pensilvanias y a los Mascarones. El Sistema ha decidido prescindir de las estadísticas 128. La escena dicen que fue patética: Pidió un informe prioritario y le llevaron también las 128. Las ojeó por encima y se puso rojo: ¡Coño, esto es una mierda! dijo con esa gracia suya tan espontánea. Y las tiró a la trituradora. O sea que muerto el perro se acabó la rabia.

Braulio lanzó una carcajada. Le divertía la situación.

—Me alegro, me alegro mucho. Nos lentificaba el Nivel 6. Ya no tienen cintura, a Oscar le han crecido las orejas y el pelo que le sale de la nariz es prácticamente imposible depilárselo; en guardarropía dicen que los pelos hirsutos son la antesala de la jubilación anticipada.

Braulio Santurce es un Nivel 3. Competente, agresivo, duro, despiadado. Es así. No lo puede remediar.

—¿Qué dudas tiene sobre la campaña de relación intersectorial? —le pregunté a bocajarro.

—El estilo —contestó sin pensárselo dos veces— ¿Le parece que le demos un ligero matiz técnico? algo así como una vuelta a las esencias, a las raíces.

—No, no. Imposible. Creo que es más conveniente seguir por la misma línea semántica. Es prematuro un retroceso de fondo; no son épocas de nacionalismos. Juegue con los conceptos básicos siguientes: Hombre, persona, mortal, criatura, semejante, prójimo, ente, humanidad, sociedad, raza, ser, nacido. Intercale en toda la información alguno de estos términos. Humanidad. ¿Me comprende? Huya de tecnicismos, olvide el argot y el falso inglés. Hay que hablar como en la calle. Incluso con faltas de ortografía —ironicé, pero mi colaborador lo tomó como una orden y se despidió enfurruñado.

Fui de grupo en grupo charlando con los congresistas. Di palmaditas en la espalda a todos los asistentes y de acuerdo con las instrucciones concretas del señor Doo me tomé una copa con el portavoz de cada familia.

—Señor Brox ¿conoce el chiste del anciano chino que no podía rascarse porque estaba programado en Pascal? —me preguntó riendo J.V. Menzor, del grupo Criterion. Y después, sin dejarme contestar y con la cara demudada por la angustia me dijo, más bien me susurró: No hemos recibido los nuevos formularios para listar los archivos históricos. ¿Cómo debo interpretar ese mensaje, señor Brox?

—No se preocupe y diviértase, Menzor. El Sistema cuenta con ustedes. El Criterion es estupendo…

Jacobo Vincet se acercó a trompicones, apartando a la gente sin ninguna consideración.

—¿Puedo hablarle? He localizado términos para el Tratado de Ética y me gustaría verificarlos con usted.

—Naturalmente, querido amigo. Dígame…

—Preste atención: fuerza, vigor, pujanza, potencia, ánimo, resistencia, energía, aliento, fibra, nervio, vitalidad, reciedumbre, qué bonita palabra: ¡reciedumbre!, poder, robustez, brío, firmeza, fortaleza, dureza, ímpetu, dinamismo, vivacidad, corpulencia.

Había hecho un buen trabajo. Era, exactamente, lo que yo quería, aunque tal vez sería conveniente darle un aire ligeramente frívolo que entroncase con la relación intersectorial que proyectaba Braulio Santurce. Formaríamos la trilogía ética de humanidad, fortaleza y alegría que tanto satisfacía al señor Doo.

—Me parece excelente, aunque hay que añadir: alegre, jovial, divertido, contento, alborozado, jocoso, jaranero, animado, gracioso, bromista, risueño, festivo, chistoso, radiante.

Vincet se defendió. No le gustaban los consejos. Siempre, equivocadamente, había confundido las órdenes con las censuras.

—Pero esos términos desvirtúan los principios éticos que queremos imponer en los bajos niveles. A mí me parece que debilitan nuestra filosofía.

—Efectivamente, pero es una debilidad programada, consciente. Se trata de entroncar la humanidad, que siempre tiene un matiz de debilidad, con la fortaleza, sin cambios bruscos de nivel. Alegría, ésa es la clave, Jacobo. Puede sentirse satisfecho; entre usted y Braulio Santurce están realizando un excelente trabajo.

Jacobo Vincet no se inmutó. Incluso me pareció que el elogio le había molestado.

—Señor Brox, ya sabe usted que no suelo hablar mal de los compañeros; no es ése mi estilo, pero como la seguridad del Sistema está por encima de todo sentimiento personal, creo que es mi deber denunciar el proceder de Braulio y pedir su inmediata sustitución. Es negativo, personalista, vanidoso; incapaz de trabajar en equipo. Si usted lo desea puedo hacerme cargo de todo el programa.

—Lo comprendo, Jacobo; y en cierto modo opino como usted. En el Nivel 2 e, incluso, en el Nivel 1, ya se ha discutido el asunto. Su labor no pasa inadvertida porque nada se escapa a la mirada atenta del señor Doo, y sabemos que podemos contar con su entusiasmo.

La convención estaba en su punto de máxima animación. Los asistentes bebían y charlaban y algunos, incluso, simulaban que estaban borrachos y caminaban dando traspiés.

—¿Es verdad lo que se comenta, señor Brox? —preguntó B.G. Pena, portavoz de los Cénturis— ¿es cierto que jubilan al viejo Oscar Metal y a todos sus compinches?

—Me temo que sí, B.G. Los Pensilvanias, los Décadas y los Mascarones ya son historia. La estadística 128 ha sido suprimida del proceso.

—¡Magnífico, señor Brox! El Sistema peligraba con esa gentuza, porque incluso en labores auxiliares son peligrosos. No son dignos de confianza como los Cénturis. A propósito, hemos ganado varios nanosegundos en la obtención de ratios, en los trabajos de este mes. ¿Lo sabía?

—Naturalmente, B.G. Leo los reports todos los días.

La convención en pleno comentaba la última noticia. Había estallado como una bomba. Los congresistas bebían y charlaban con excitación y señalaban a las víctimas. El drama de unos cuantos provocaba la euforia de los demás. Los Pensilvanias, los Décadas y los Mascarones se unieron formando un corrillo protector; habían sido enemigos irreconciliables pero ahora se trataban como parientes. Estaban aislados, eran como apestados. Nadie les dijo nada, pero ellos lo comprendieron inmediatamente. Aparecían con los rostros crispados, llevaban la jubilación marcada a fuego en la jeta.

—Ahora ocurrirá la escena abyecta —me dije a mí mismo—. Siempre es así.

Oscar Metal cruzó lentamente el salón y me abordó decidido. Estaba más ridículo que nunca con sus ojeras verdes, los pelos hirsutos de la nariz y el pendiente de plástico.

—Señor Brox, quiero hablarle.

—Le escucho.

—Sé que nuestro sector está condenado. Han hecho el vacío debajo de nuestros pies y hemos caído. Soy demasiado viejo para implorar caridad, pero, en cambio, tengo mucha experiencia. Sabe más el diablo por viejo que por diablo. ¿Se acuerda usted de lo que fue necesario reprogramar cuando se jubiló precipitadamente al grupo Cátaro? El Sistema nos necesita como suplentes, podemos suplir su memoria en caso de necesidad. En pocas palabras: me ofrezco como respaldo. Creo que es muy conveniente conservar un individuo vivo. Uno solamente y ese puedo ser yo. La estadística 128 es fundamental y desde el punto de vista histórico…

Estaba hundido. Decidí darle esperanzas, porque la esperanza —lo dice muy claro el manual— es el sentimiento más humano y hermoso del hombre.

—Acepto su ofrecimiento y le prometo que lo defenderé con calor en el Nivel 1. Ha tenido usted una brillante idea.

—Gracias, señor Brox; confío en usted. Colaboraré con el Sistema hasta el final. Hablaré con mis compañeros y les prometeré lo necesario para que no se produzca ninguna alteración del orden. Los llevaré al matadero como corderitos porque yo soy una persona agradecida.

Oscar Metal se integró nuevamente en el corrillo de los Décadas. Yo fui de grupo en grupo para charlar y dar instrucciones, para propalar rumores y sembrar inquietudes.

—Señor Brox, le espera el señor Doo en el Nivel 1 —me dijo un ordenanza.

Abandoné la sala y acudí con toda la celeridad que me fue posible a la llamada de mi superior jerárquico. Recorrí a todo correr los pasillos de la planta noble y durante unos minutos hice antesala en el saloncito de los espejos. Como siempre las maderas de cedro me impresionaron hasta hacerme temblar. El cedro y la caoba me empequeñecen, me disminuyen.

—¡Adelante, Brox! —gritó el señor Doo con su característica vitalidad—. Pase y póngase cómodo. ¿Qué quiere tomar? ¿Un whisky?

Nos sentamos en el gran sofá y seguimos por los monitores el desarrollo de la convención.

—El resultado se puede calificar como muy satisfactorio. La convención ha sido un éxito, Brox, y todo el mérito es suyo. El Sistema está admirado de su valía.

—Hemos trabajado duro pero creo que mereció la pena. Las relaciones humanas son vitales. Propongo que las intensifiquemos en el futuro.

—Sí, ha sido una útil experiencia.

El señor Doo cambió de tono. Las palabras que siguieron participaban tanto de la inquietud como de la esperanza.

—Se acercan cambios profundos, amigo mío. Modificaciones fundamentales en el sistema de vida. Me temo que estamos ante una nueva era.

Una extraña sensación de temor me recorrió todo el cuerpo. El pavor a lo desconocido me agarrotó y aunque sonreía como un estúpido el sudor empezó a brotar de todos mis poros y el impecable maquillaje que me habían hecho en guardarropía empezó a desmoronarse y mi cara se llenó de churretes.

El señor Doo observaba todo el proceso divertido, con la misma crueldad con que yo veía cómo mis subordinados se venían abajo. Era la ley de la jungla, la norma sagrada de la cibernética.

—Vamos, vamos, amigo Brox; repórtese hombre de Dios.

—Estoy deseando conocer las novedades, señor Doo. Me tiene usted en ascuas.

—Puedo adelantarle algo, pero con carácter extraoficial. No me han enviado ni informes ni datos. El Sistema no se comunica. Hace un mes que no se manifiesta. Ignoro si las evidencias que poseo son debidas a una fisura en la seguridad o por el contrario se trata de una postura premeditada. Una especie de avanzadilla para estudiar nuestras reacciones.

El temor se fue concretando en un dolor de estómago. «¡Dios mio, qué miedo tengo!», pensé.

—Usted sabe que mi gran pasión es el coleccionismo de componentes. Es algo más que una curiosidad científica porque los ordeno con rigor biológico. Soy un hombre de ciencia y no creo que peque de vanidoso si le aseguro que mi colección es única. Desde los primeros transistores a los circuitos interactivos, pasando por los diodos, lámparas, circuitos impresos, circuitos monolíticos integrados y chips de todas clases, tengo en mis vitrinas miles de testimonios que constituyen la historia de los sistemas expertos. Mi casa es un museo.

—Lo sé, señor Doo.

—Ayer, sin embargo, recibí un obsequio que en principio me sorprendió y después me hizo palidecer de temor. Me lo enviaron por correo; de una forma misteriosa y anónima, pero ¿quién lo hizo?, ¿el Sistema? Eso es lo lógico porque procedía del Nivel 0, pero como todo el mundo rumorea, en el 0 no solo habita el Sistema, también hay muchos de los nuestros que hacen cientos de labores: peluqueras, secretarias, prostitutas, bailarinas, conductores, jardineros, perros, soldados, asesinos. ¿Quién me envió el regalo para mi colección? Y, sobre todo, ¿qué quiere decirme?

El Jefe se levantó y del cajón de un mueblo próximo extrajo un cofre diminuto.

—Examine esto, por favor —y me tendió un componente para mí desconocido, que se parecía ligeramente a los circuitos Mos que se habían utilizado en el pasado.

—Parece una pieza arqueológica. ¿Es acaso un retroceso técnico?

—No. El Sistema no retrocede jamás. Es el último componente, la última novedad. Por favor, acérqueselo al oído.

Obedecí la orden y me quedé paralizado por el estupor. Latía. El componente latía, tenía vida propia. Era un pequeño ser vivo, una célula.

—¿Qué significa esto? —pregunté procurando dar a mis palabras una indiferencia que estaba muy lejos de sentir.

—Es un cambio de era. Todos los logros cibernéticos conseguidos hasta ahora se han quedado obsoletos. Es lo que los economistas de antaño llamaban con aquella ingenuidad suya, angelical, el envejecimiento económico. ¿Se imagina usted unos sistemas informáticos basados en unidades vivas? ¡Vivas! Máquinas que no necesiten fuentes de poder. Se acabó el derroche, el despilfarro. El circuito definitivo, la célula técnica, lo que el Sistema, lo que el Hombre, ha perseguido desde siempre para igualarse a Dios.

—¡Es extraordinario, señor Doo!

—Extraordinario y terrible. Mire —dijo y en los monitores aparecieron los asistentes a la convención— todos esos seres están muertos. ¡Son chatarra! Mañana ni sufrirán ni simularán que viven. Estarán desenchufados, desconectados, parados. Muertos.

Las palabras del señor Doo me hicieron sonreír y sentí una íntima y profunda satisfacción al observar a las pobres máquinas que luchaban para sobrevivir. Allí estaban: hablaban, bebían, prometían, soñaban. Estaban programadas para soñar.

—Señor Doo, ¿qué será de nosotros?

El Jefe se quedó serio, pensativo; durante unos instantes meditó la respuesta.

—Nosotros estamos salvados. El Sistema, el Hombre, nos necesita demasiado. Mañana, con la nueva tecnología, desconectarán todos los terminales; las computadoras se quedarán silenciosas y vendrán otras a sustituirlas, pero entre una y otra era será preciso un largo período de solapamiento. Necesitarán convertidores y recuerdos. Ni siquiera ellos pueden vivir sin recuerdos. Nos necesitarán a nosotros. El Sistema, el Hombre, sabe que somos fieles. «Se puede confiar en los robots, en los humanoides», comentan entre ellos cuando se quedan solos. «Los robots son muy sensibles, no los ofendas», dicen los padres a los hijos para que los niños nos traten con cariño. «El robot es el mejor amigo del Hombre», reza el artículo primero del reglamento de la Sociedad Protectora de Robots, Animales y Plantas.

Observamos atentamente los monitores. El congreso continuaba. Había sido un éxito. Los asistentes bebían, charlaban, se movían sin cesar.

—¿Quiere usted una copa, amigo Brox?

—Encantado, señor Doo. Es un placer beber en su compañía.

Seguimos observando la convención. Eran equipos inteligentes, listos y serviciales como los ratoncillos colorados y se movían sin cesar como las hormigas para que nadie pudiese acusarlos de estar inactivos. Yo los miraba con curiosidad desde mi observatorio; no tenía fuerzas para apartarme de allí. Era un juego fascinante y cruel, demencial. No dejaban de moverse en círculos que se hacían, se deshacían y nuevamente se volvían a reunir. Reían, se mesaban los cabellos, simulaban que estaban muy preocupados, se enamoraban y se creían que podían agonizar, que ellos, también, como él, como el hombre, se podían morir. Era el terrible y enigmático ir y venir de los cobayas.

[DESCUBRIMIENTO] En la cara del anciano y sobre todo en el fondo de los ojos reconocí, remotamente, a mi inseparable compañero de juegos. Había desaparecido el flequillo rebelde y la vivacidad dormitaba, acaso para siempre, entre los pliegues de su túnica. Ya no quedaba nada de inocencia en su cara y la ingenuidad había dejado paso a la astucia, a la habilidad aprendida a fuerza de ocultarla, a la diplomacia sutil de un profesional de la política que negocia para un Estado sin Estado, para una nación que se desparrama por los caminos del mundo. La infancia retornó durante unos momentos por el calor del abrazo. Fue solo un instante fugaz lo que duró el afecto. Mentí, claro; mentí, como era natural, cuando le dije con un cinismo absoluto.

—No has cambiado, Lucas; sigues siendo el mismo.

Habló al fin, antes me estuvo observando durante unos segundos que me parecieron eternos. Su voz se había acomodado a las grandes estancias. Era armoniosa, con eco, algo meliflua y con muchas horas de escenario, forjada en las ceremonias solemnes, porque al final de la vida, ay, cada uno tiene la voz que se merece.

—Somos viejos… —dice con algo de coquetería, pero rectifica sobre la marcha— o por lo menos relativamente viejos; eso que ahora se llama hombres maduros.

Ríe y hay en sus carcajadas algo de femenino.

—Tú sí que te conservas perfectamente; mi imagino que será el sol y el viento, la vida al aire libre. Tú sí que no has cambiado; te reconocería entre una multitud y lo haría, no cabe duda, por tus ojos.

Nos abrazamos de nuevo como dos viejos camaradas y Lucas toma mis manos y con parsimonia de obispo tridentino me conduce a unos sillones cercanos.

—Nos sentaremos aquí, porque quiero que me hables en principio de ti; deseo saberlo todo: tus experiencias, lo que has hecho con tus talentos, qué esperas del futuro y si eres lo suficientemente grande —yo creo que sí lo eres— como para renunciar a la vanidad en aras de un interés superior. A muy pocos seres humanos les ha sido posible desenterrar la Historia, descubrir el pasado y poder invertir la vida en algo tan digno y provechoso. Me imagino que habrás sido un hombre feliz.

Era obvio que Lucas no tenía ninguna prisa y que contábamos con varias horas por delante. Los asuntos urgentes se habrían quedado olvidados en la carpeta del día siguiente y sus más íntimos colaboradores se preguntarían extrañados: «¿Quién será ese extraño visitante?». La Iglesia está aliada con la eternidad y con la nada. Son los conceptos que mejor manejan: el cero y el infinito, el instante fugaz y el perpetuo gotear de las horas. «La precipitación conduce al caos, es el caos, y el caos tiene siempre algo de revolución, de gesto subversivo», me dije a mí mismo admirado al comprobar cómo Lucas sabía jugar con el tiempo y hacía de la calma una herramienta de trabajo.

—Creo que sí; me parece que, inexplicablemente, he sido un hombre feliz. Invertí mi tiempo en buscar algo que no sabía exactamente en qué podía consistir, y al final me enteré de lo que era cuando lo encontré. Desde que salí de la universidad hasta hace unos años lo único que hice en la vida fue agujerear montañas. Terminé dos carreras y varios masters para trabajar como un peón de albañil. Empecé a excavar cuando era un jovenzuelo y un buen día me miré al espejo y me di cuenta de que me había convertido en un anciano. La vida había pasado y yo solamente la había visto de refilón, como en un espejo.

Lucas se ríe con ganas; creo que ahora sus carcajadas son de verdad. Toca una campanilla y un camarero aparece a los pocos instantes.

—¿Qué quieres tomar? ¿Té, café, una copa de licor, un whisky? Yo tomaré un whisky porque el médico me lo recetó como una medicina. Ya sabes: el endurecimiento de las arterias, los vasos dilatadores. Todas esas aclaraciones que los religiosos tenemos que hacer para poder tomar una copa sin escandalizar a los feligreses.

La barrera se había roto definitivamente y los dos nos reíamos sin protocolo, ruidosamente, como entonces.

—Bueno, si insistes tomaré un whisky. Beberemos juntos como viejos camaradas de frente.

Me miró con ternura y sin afectación. Juraría que ahora estaba pasando un rato agradable con mi compañía; sin duda pensaba en nuestra infancia; los dos teníamos algo de sobrevivientes de una pobreza remota, que se había quedado en el pueblo con la roña, el hambre, la necesidad, la incultura, el pasado.

—¿Cómo vive un arqueólogo famoso? ¿En qué consiste exactamente tu trabajo?

La verdad es que su pregunta no tenía nada de original. Todas las semanas me la formulaba algún reportero y siempre les contestaba de una forma distinta. Era como un ejercicio de ingenio. Pero a él tenía que decirle la verdad.

—Mi vida ha sido absurda. Todo en este oficio es absurdo. En la universidad te enseñan las técnicas y los procedimientos, pero el éxito o el fracaso depende de la suerte y solo en algunos casos de la intuición o de la inspiración. Los grandes hallazgos arqueológicos se consiguen por casualidad. Debajo de nosotros está el pasado y la forma de llegar a él es excavando, pero ¿dónde? He trabajado como un peón de sol a sol con la esperanza de encontrar a la hermana de la Venus de Milo. Cada golpe de piqueta trae aparejada la esperanza y la desilusión. La arqueología es cruel. No te decepciona del todo; siempre te miente con promesas que se cumplen a medias: No encuentras a Venus pero sí desentierras una villa romana, unos baños griegos, una tumba egipcia de poca importancia. No consigues el premio gordo, pero te toca el reintegro de vez en cuando.

Asiente y mueve la cabeza como afirmando con un poco de melancolía; tal vez a su oficio le ocurra algo parecido porque todos los trabajos tienen un lado de miserable, una parte oculta a los ojos de la gente que termina por helarte el corazón.

Y musitó algo así como: «La rutina de la liturgia» o «la fe es un doloroso ejercicio». Hizo los comentarios a media voz, para sí mismo; se trataba de esas reflexiones íntimas que salen al exterior porque el subconsciente nos traiciona.

—Pero al fin apareció. La ciudad estaba allí y tú tenías que encontrarla.

—Sí. Hace años, cuando era un joven radical, pensaba que el azar juega a favor del que tenga el mejor sistema de búsqueda, que la suerte no existe; pero ahora, acaso porque soy un viejo descreído, empiezo a pensar en la providencia; en la Providencia con mayúscula como dicen los católicos.

—¿Cómo sucedió exactamente?

—Fue un día agobiante. Conoces la zona y sabes perfectamente que las tres de la tarde es la peor hora. Dormitaba en mi tienda cuando uno de los ayudantes llegó gritando la noticia de que se habían desenterrado unas extrañas ruinas. Traía un cántaro en la mano y voceaba como un loco. Y allí estaban los sueños de cincuenta años de trabajo. Una casa primero; después otra. ¿Se trata de una villa? No. ¡Es una ciudad! ¿Comprendes? Una ciudad entera, intacta, sin que hubiese pasado por ella la historia puliendo las aristas. El descubrimiento se hace noticia de primera página y el éxito llega de repente. Me convierto de la noche a la mañana en un profesor ilustre, en un sabio doctor honoris causa de una docena de universidades. Y en la actualidad soy una gloria nacional, un pequeño déspota malhumorado que da órdenes a profesores y a reputados especialistas.

Lucas sigue mi monólogo con interés. Ha aprendido a escuchar; me estudia minuciosamente. Para él más importantes que las palabras es cómo se pronuncian; la música de la conversación: el tono, el matiz, el último significado, el silencio, las sombras, las insinuaciones. Me deja hablar y yo lo hago sin pudor, abiertamente. ¿Me estoy confesando? No lo sé, tal vez sí. Le hablo, aunque sea con ironía dolorosa, de mis vanidades, de mis éxitos.

—¿Cómo es Meliria? —pregunta y su voz se quiebra.

—Es una ciudad parecida a Pompeya. Calles estrechas y empedradas; frescos en las paredes de algunas casas; fuentes que ahora están secas. Y soledad.

—Creo que su final fue espantoso…

Hay en el tono de su voz un sentimiento de lástima que me asombra. Esos matices son los que nos diferencian. A mí solo me afectan los dramas de las personas que me rodean; a él le pueden conmover las tragedias de hace dos mil años: Los niños muertos de Meliria y el dolor del crucificado de Galilea.

—El final fue espantoso y repentino; como el de Pompeya y Herculano; como el de todas las ciudades que han sido devoradas por un volcán. Una erupción inesperada y la ciudad desaparece. Una estupenda tragedia con la que soñamos todos los arqueólogos, porque nosotros ¿sabes? tenemos algo de carroñeros. La vida cotidiana es el principal enemigo de la historia porque es la historia misma; las ciudades cambian sin darse cuenta de un día para otro y al cabo de los siglos son irreconocibles, pero ¡oh maravilla! la tragedia repentina paraliza la vida, interrumpe todos los relojes y la inmovilidad de la muerte nos permite más tarde hacer deducciones y obtener conclusiones al captar el gesto, el tic, el ademán. No hay nada más histórico que lo cotidiano; con el paso del tiempo lo vulgar se hace sublime, lo corriente se convierte en extraordinario. Para nosotros Meliria fue una bendición de los dioses porque los científicos nos nutrimos del dolor ajeno. Miles de vidas se extinguieron por la ceniza y la lava hasta que, dos mil años más tarde, la varita mágica del arqueólogo hizo el milagro y renació la vida otra vez. Desenterramos niños que habían muerto mientras jugaban, soldados que se negaron a abandonar el puesto de guardia, perros que prefirieron morir junto a sus amos. Todas las ciudades se parecen un poco, pero las ciudades muertas mucho más. Son como hermanas gemelas; son las víctimas de la Historia.

Nos estábamos acercando demasiado e intuí que la curiosidad de Lucas empezaba a convertirse en terror, en un miedo controlado que quería evitar a toda costa. El silencio se hizo opresivo e incómodo; le temblaba ligeramente la mano, una gota de sudor apareció en su frente y su cara que tornó lívida cuando formuló la pregunta que habíamos querido evitar desde el comienzo de la entrevista:

—¿Cómo y cuándo aparecieron las tablillas?

A partir de ese momento solo tuve que repetir lo imaginado. La escena, las preguntas de Lucas, su curiosidad, la emoción del momento, sus dudas, habían sido previamente imaginadas por mí. Llevaba dos semanas ensayando mentalmente las respuestas. Para mí aquello era, sobre todo, una liberación.

—Fue en una casa modesta, en un suburbio humilde. Uno de mis colaboradores me dijo. «Es extraño, pero ha aparecido una tablilla escrita en caracteres cuneiformes. Parece una tomadura de pelo de la historia. Es algo anacrónico».

—¿Por qué motivo la situación resultaba anacrónica?

—Porque las épocas no se correspondían. Era tan absurdo como utilizar ahora paneles de bronce o chapas de oro para dejar un mensaje; como si un hombre actual quisiera dejar constancia de su paso por la vida esculpiendo en piedra sus pensamientos en lugar de plasmarlos en papel. Lo anacrónico era el soporte. Hace dos mil años, para escribir, se utilizaba el pergamino y a los pergaminos se los llevó el viento; los pudrió el paso del tiempo. Poco, casi nada, sabemos de la cultura hebraica por medio de documentos originales. Creo que los manuscritos del Antiguo Testamento más vetustos son, si exceptuamos los descubiertos en 1948 en el Mar Muerto, los llamados Codex Cairensis, que datan del siglo IX después de Cristo. Los documentos originales han desaparecido hace cientos de años; solo se dispone de copias que a su vez proceden de otras copias. Por el contrario y, aunque parezca paradójico, de civilizaciones anteriores, como por ejemplo los persas, los babilonios y los arcadios, se poseen miles de testimonios directos, porque el soporte que utilizaron para plasmar sus pensamientos resistió el paso del tiempo. Las tablillas de arcilla con escritura cuneiforme son los documentos originales, no son transcripciones. Son tan auténticos y tan vivos como los folios y cuartillas de tu escritorio.

—¿No te llamó la atención encontrar tablillas al excavar las ruinas de un período histórico en que ya no se utilizaban?

—¡Por supuesto!, pero esa circunstancia, aunque singular, era posible desde el punto de vista científico. Imagínate que entras en una casa en donde viven personas cultas, gente con formación universitaria, escritores, intelectuales; ¿no es frecuente encontrar libros escritos en latín o en griego clásico? Eso mismo ocurre, con relativa frecuencia, en los descubrimientos arqueológicos. Encuentras testimonios de la época que excavas y de un pasado más o menos remoto. Son objetos que están allí como curiosidades exóticas. Por eso aquel descubrimiento nos sorprendió y divirtió al mismo tiempo. La sorpresa vino cuando se desenterraron todas ellas; hasta 134 en total y el estupor de lo que narraban. Lo que me dijeron los expertos de Berlín que las traducían. Entonces lo dejé todo y me fui a Alemania para poder vivir el descubrimiento paso a paso.

No quiere pronunciar su nombre; no se atreve a hablar de Él directamente. Primero quiere conocer los detalles técnicos del descubrimiento; el estudio detallado de mis reacciones.

—¿Qué sentiste? —preguntó en un susurro.

—Estupor, extrañeza y una inmensa alegría a medida que los expertos las traducían. Hay miles de tablillas. Se amontonan en los museos, se almacenan en las fundaciones. Han aparecido bibliotecas completas y a ningún profesional le impresiona su descubrimiento. Encuentras unos pergaminos hebreos mil años más modernos que las tablillas y el mundo de los arqueólogos se conmociona, pero desentierras 137 y es una noticia de tercera página. Si hubiesen aparecido en un palacio o en un templo no tendría nada de particular, pero se trataba de una casa modesta, de una vivienda de suburbio. ¿No te llamaría la atención encontrar un incunable en la casa de un fontanero? Sospeché del lugar no de las tablillas. El anacronismo era lo singular.

Afrontamos directamente el problema sin más rodeos. Las ambigüedades se habían terminado entre nosotros.

—Hasta que descubrimos que el autor estaba hablando de Jesús. Entonces comprendimos su importancia y se convirtió en un secreto que contadísimas personas conocen. Hicimos un pacto de silencio y como todos sabían de nuestra antigua amistad tu nombre apareció inmediatamente. Dos de ellos son católicos y los otros tres somos agnósticos o ateos. Pero, para todos, el impacto emocional fue fortísimo. Allí estaban los protagonistas de los Evangelios: Jesús, los apóstoles, la Magdalena, el pueblo de Israel, Pilatos, Barrabás. Las tablillas aquellas eran el testimonio directo y personal de un espectador de excepción. El manuscrito de un testigo de la vida de Jesús, de un contemporáneo del Hijo de Dios.

Lucas suda copiosamente. Ya no es un ser hierático; es solo un anciano rebasado por los acontecimientos. En apenas unos minutos le ha salido una arruga profunda que le cruza la frente. Dos mil años de tradiciones corren el riesgo de desmoronarse ante sus ojos. El peso es excesivo para sus hombros cansados.

—¿Qué se sabe de la personalidad del autor? ¿Quién era?

—Un testigo, un espectador, un hombre que miraba. Algo así como un reportero; posiblemente un comerciante de paso por Jerusalén que quiso dejar constancia de un viaje y de unas gentes que le parecieron singulares. Era, simplemente, el quinto evangelista.

Creo que fue en aquel momento cuando Lucas empezó a llorar. No trató de disimularlo; las lágrimas manaban de sus ojos sin cesar mojándole las manos; eran lágrimas saltarinas que brincaban como insectos y corrían como hilillos vivos por las arrugas de su rostro. Lloraba como si su llanto no fuese a tener fin, con pasión, con desesperación, con rabia contenida. Sus gemidos había momentos en que parecían gritos sin sentido, la petición de ayuda de un torturado; cerraba los puños con fuerza y lloraba como una bestia herida; pero al otro lado del llanto había más llanto todavía y las lágrimas anunciaban la llegada de otras lágrimas nuevas. Era el suyo un llanto espantoso, no era de este mundo. Poco a poco se fue apaciguando y otra vez la dignidad y la compostura le protegieron y unos minutos después volvió a ser el mismo, tal vez algo quebrantado, posiblemente un poco más viejo.

—¿Qué dicen las tablillas? —preguntó con dulzura.

Yo estaba afectado por lo que acababa de contemplar y tardé unos segundos en reponerme. Mi postura cínica sobre la fe se resquebrajó. Lucas creía, creía de verdad, no era una farsa.

—Se trata de una visión esquemática, casi periodística de los conflictos de la época. No es en sentido estricto una relación de hechos de la vida de Jesús. El autor no es un exégeta, es un cronista. En el relato se hacen consideraciones políticas y sociológicas; se describe a personajes conocidos y se dan nombres de gentes que influyeron en la vida de Cristo pero que los cristianos no conocen. Se habla de opresión y de nacionalismo, de independencia, de luchas, de hambres, de injusticias, de represión. Jesús entra y sale de la crónica, aparece y desaparece en el discurso. Es un personaje político importante y sus enemigos se cuentan por cientos. Es perseguido pero también es perseguidor. Y pierde la guerra y al final muere en la cruz. El autor lo vio personalmente. Lo conoció, lo vio morir, lloró por él y no estuvo de acuerdo con sus teorías. No eran adversarios políticos, pero tampoco compartían las mismas ideas; el evangelista era un discrepante que discutía violentamente con Jesús. Era un ser misterioso que dominaba una técnica de escritura que en aquel tiempo nadie conocía. A mí, más que lo que cuenta el cronista me interesa la figura del quinto evangelista. Su visión es aséptica y quiere que su testimonio perdure. Jesús era la vanguardia más extrema, quererle era difícil por su intolerancia. Jesús tenía largos los cabellos y complicadas las ideas.

—¿El autor cree que Jesús era el Hijo de Dios?

—No, no, ni se lo pregunta. Jesús no dijo eso. El Jesús de este evangelio es de carne y hueso; es un vagabundo, un guerrillero urbano, un luchador incansable. Es militante y despreocupado. Va siempre al fondo de las cosas; las formas le interesan poco. Lucha contra Roma porque es el sistema, el enemigo común, el imperio.

—¿Qué es lo más sorprendente del relato? ¿Hay alguna revelación que contradiga lo que dicen los otros… los otros evangelistas?

No sentí nada. Lucas sabe que soy ateo, que no tengo que fe, que nunca, ni de niño, la he tenido. Pero él, en aquel instante, me dio pena. Creí, antes de visitarle, que era uno de esos clérigos que, como ellos dicen «conocen el misterio», saben que Dios no existe. Sabía del cinismo de los purpurados y me sorprendió que mi amigo no fuese uno de ellos. Y quiso saber, conocer detalles. Le fui desgranando toda la crónica y a pesar de que le dejé fotografías de las tablillas y la traducción de todas ellas insistió en que le adelantase los detalles. Le sorprendió la lealtad de Judas y su muerte trágica.

—El autor de las tablillas asegura que murió en los calabozos de Pilatos; fue torturado porque no quiso traicionar a su amigo. Era un hombre con un gran encanto y murió por la causa de Jesús. Su cuerpo apareció destrozado, mutilado días después de la muerte de su amigo. Le habían descoyuntado los brazos y las piernas, le habían arrancado los ojos y roto la columna vertebral.

—Judas, leal… —musitó Lucas.

—Sí, no cabe la menor duda. El testimonio del quinto evangelista es concluyente. Jesús murió por cuestiones políticas. El testigo se pregunta en varias ocasiones. «¿Existió una confabulación?». «¿Quién traicionó a Jesús?». «¿Quién estaba detrás de todo aquello?».

—¿Existe, por lo tanto, un traidor que no ha sido descubierto?

—Posiblemente. Un traidor que ha permanecido oculto durante dos mil años; un hombre hábil, peligroso, que estaba en el círculo cercano de Jesús. Posiblemente un espía infiltrado. El testigo insinúa, da ciertos nombres, sugiere veladamente lo que se comentaba en los cenáculos políticos judíos; lo que opinaban los romanos de calidad con los que pudo establecer contacto. Hay partes del relato en que el quinto evangelista escribe en clave; emplea metáforas, criptogramas, acrósticos. Da, conscientemente, falsas pistas y lleva al lector por un complicado laberinto que termina en el absurdo: Jesús se desdobla, se hace hermano de sí mismo, Judas es su gemelo, tienen un tronco común que comparten a veces, son como siameses del alma. Para proteger la verdad que palpita en el relato, el testigo se convierte en maestro del disimulo, en malabarista que hace juegos de manos con las palabras, que confunde conceptos y engaña al más astuto de los lectores. Pero la verdad está ahí, escondida, camuflada. Cualquiera de los doce apóstoles salvo Judas pudo ser culpable. Todos tenían motivos para traicionar a Jesús; unos por vanidad, otros por celos, algunos por intereses económicos y casi todos por ambición, pero solo uno de ellos lo traicionó; solo uno se atrevió a levantar la mano contra su jefe. ¿Quién fue el traidor?

Después de escucharme Lucas lo intentó a sabiendas de que yo no podía ni debía ocultarlo.

—Me imagino que querrás publicar tu descubrimiento. Que sería inútil que te rogase que no lo hicieras.

No le contesté, solo sonreí.

La suya era, nuevamente, la voz de las grandes basílicas, la apropiada para dirigirse a los hombres en quince idiomas; una voz que siempre tenía acento extranjero, que a fuerza de ser del mundo entero ya no era de su pueblo ni del mío. Un destello de orgullo brilló en sus ojos un instante. Sospecho que pensó que las tablillas le pertenecen y que la responsabilidad de publicarlas o de ocultarlas es su responsabilidad. No me lo dijo peo lo leí en su mirada. Lucas vuelve a ser Pedro. Él es el que guía, el pastor de almas. En su cabeza, ahora torturada por mi descubrimiento, revolotea, hace dos mil años, la paloma blanca del Espíritu Santo.

—No dudes que aparecerá el culpable. Lo descubriremos y el mundo conocerá su nombre. Acaso la investigación dure siglos, porque los inquisidores son desconfiados y se mueven lentamente. El testimonio que me entregas será analizado desde todos los puntos de vista que el saber humano permita. Si es necesario inventaremos nuevas ciencias para aplicarlas como herramientas auxiliares. Estudiaremos las conductas de todos los personajes bíblicos, buceáremos en su pasado, analizaremos cada palabra, cada gesto, cada mirada y se lo diremos a la feligresía que nos sigue. Mis sucesores y yo nos hacemos responsables, a partir de este momento, de la mentira, del fraude y de la estafa del pasado. Lloraremos todos los días por nuestro pecado y encontraremos una explicación, nos adaptaremos. Los notarios de la vida de Jesús fueron los cuatro evangelistas y este recién llegado es solo un testigo, un espectador. Tú, amigo mío, lo ves desde un punto de vista diametralmente distinto al mío.

La audiencia había terminado. Un sacerdote de mirada sumisa se acercó a nosotros.

—Santidad…

Lucas toma mis manos y las aprieta con fuerza.

—Gracias, viejo amigo… —e inicia el camino hacia sus habitaciones privadas; se detiene a los pocos pasos y me pregunta:

—¿Cómo fue su muerte? ¿Qué dijo en los últimos momentos?

—El hombre escribió en las tablillas: «Expiró dando un gran grito».

El Papa se alejó definitivamente. Esta vez no volvió la cabeza.

—Señor … —susurró a mi lado un sacerdote y me indicó con la mano la puerta de salida; una salida de servicio, la salida reservada para las personas no gratas.

Roma es una ciudad fría, tiene una leyenda que no se corresponde con la realidad. Todos los arqueólogos de provincias sueñan con excavar algún día en Roma, pero a mí siempre me atrajo el dorado desierto de Galilea, porque en sus arenas calcinadas se sigue escondiendo, todavía, lo que buscamos los arqueólogos. Allí, sí, está el misterio.

[ADIÓS] No era un filósofo, pero lo parecía cuando hablaba de los encuentros y de las nostalgias de las despedidas, de lo mucho que reconforta un determinado tipo de tristeza y del tedio que produce visitar dos veces la misma ciudad. Nos pasamos media vida despidiéndonos de la vida y la monotonía del adiós nos arropa y protege desde la primera infancia. ¿Qué sería de nosotros sin el nunca jamás o la última vez que monté en un barco fluvial, la última vez que escuché Yesterday, la última vez, hace ya tanto tiempo, que hice el amor? Y el hombre, que no era un filósofo pero lo parecía, se preguntaba, ¿sabré cuando mire asombrado la Luna llena que es la última vez que la veo, allí plantada en el cielo, enorme, bella, amenazadora, lejana? La muerte —le dijo al portero de su domicilio que le miró sorprendido porque don Gonzalo era un hombre adusto y poco comunicativo— es perder por unos segundos el último tranvía. Adiós.


José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Recientemente ha publicado Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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