Entrevistas

Entrevista a Almudena Hernando

La arqueóloga Almudena Hernando (Madrid, 1959), autora del ensayo "La fantasía de la individualidad", expone en esta amplia entrevista sus ideas acerca de ese "deslumbrante espejismo" al que el ser humano moderno llama individualidad.

«La Ilustración idealizó la razón y despreció la emoción, pero ambas son fundamentales»

Hay libros imposibles de resumir cabalmente, y La fantasía de la individualidad es uno de ellos pese a tener solo 188 páginas. El ensayo firmado por la prehistoriadora y arqueóloga española Almudena Hernando y publicado por la editorial hispanoargentina Katz en 2012 hace verdadero honor al concepto de multidisciplinariedad. Hernando amalgama filosofía, sociología, antropología, psicoanálisis, zoología, historia y arqueología para dar forma a una tesis fascinante: la individualidad, tal y como la entiende el ser humano moderno, no es más que un deslumbrante espejismo. Hernando ha dedicado su vida académica a hacer arqueología de la identidad, concepto que acuñó ella misma y que consiste en rastrear de qué múltiples maneras se ha entendido y explicado el ser humano a sí mismo a lo largo de los dos millones y medio de años transcurridos desde que una afortunada mutación genética, la neotenia, hizo a nuestros ancestros remotos abandonar los dominios de lo simiesco para entrar de lleno en los de lo humano. El subtítulo de La fantasía de la individualidad es Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno, y cuatro conceptos fundamentales —individualidad, identidad relacional, identidad dependiente e identidad independiente— son los pilares de carga de un discurso extraordinariamente sólido y que, pese a que comienza viajando a los albores de la humanidad, no deja de asentar un pie en el más estricto presente. El último capítulo tiene tanto de manifiesto como de texto académico y proclama que «hasta que el discurso racional anti-dominación (sexual, político, social, personal) de los hombres no se acompañe de relaciones igualitarias en su propia vida personal, sus discursos, sus razones, no podrán ser eficaces, porque ellos seguirán cayendo en la contradicción de impedir que suceda aquello por lo que, sin embargo, creen luchar».


Pregunta.- En La fantasía de la individualidad, usted comienza por hacer reivindicación de las virtudes de la arqueología frente a las de la historia. La arqueología, dice, se fija en lo que la gente hace en lugar de en lo que la gente cuenta de sí misma. De cuánta diferencia puede haber entre lo uno y lo otro pone cierto ejemplo relacionado con la basura.

Respuesta.- El proyecto de la basura de William Rathje, sí. Se llevó a cabo a principios de los setenta. Rathje analizaba los cubos de basura de varias familias californianas de clase media y después les preguntaba cuáles eran sus hábitos de consumo. Por ejemplo, les preguntaba: «¿Cuántas cervezas consumen a la semana?». Tal vez le decían que dos o tres, pero él iba al cubo y comprobaba que el número de latas que había era diez o quince. Y llegó a la conclusión de que no le mentían, sino que muchas veces simplemente no somos conscientes de todo lo que hacemos e incluso nos autoengañamos por las razones que sea. Por eso, si se quieren conocer de verdad algunas dinámicas sociales, no hay que fiarse de lo que la gente dice, sino observar lo que realmente hace. Ésta es la diferencia entre la arqueología y la historia. Lo que hace la arqueología es analizar directamente los resultados materiales de la gente, la materialidad de nuestra sociedad, entendiendo que la cultura material arroja luz sobre aspectos fundamentales de la identidad humana que no revela ninguna otra disciplina del estudio del pasado. El discurso de la historia, en cambio, siempre es un discurso interesado: quien escribe las crónicas es siempre alguien que toma partido por una ideología o por una visión del poder. La arqueología, por el contrario, te cuenta la cotidianidad; la realidad simple, pura y desnuda de la vida de la gente en el pasado. En ese sentido, yo creo que la arqueología es una vía inigualable de conocimiento de la sociedad. Además, me interesa porque se remonta al origen de las cosas. Yo ya no puedo pensar en nada sin remontarme al origen, y me parece que no hacerlo así es un error. Normalmente, se toma el presente y se lo analiza sin tener en cuenta cómo se originaron los distintos procesos que se estudian. La prehistoria te enseña eso: que el origen de los procesos explica claves fundamentales de los propios procesos.

P.- Usted reivindica mucho la importancia del objeto, de lo material; que las humanidades, imbuidas de un idealismo mal entendido, tienden a despreciar.

R.- Sí. Descartes y la Ilustración idealizaron la razón y el pensamiento y desvalorizaron paralelamente el cuerpo y las emociones, y todo lo que tiene que ver con la materialidad cayó también dentro de esa desvalorización. Se generó la idea de que la cultura era sólo el lenguaje y lo material un mero subproducto, lo cual se ve bien en muchos trabajos antropológicos en los que lo material se reduce a un breve listado de resultados: tantas cestas, tantas casas, etcétera. Lo que yo digo es que, si uno se mete a analizar realmente los objetos y cómo los seres humanos interactuamos con la cultura material, no tarda en darse cuenta de que la gente construye los objetos tanto como los objetos construyen a la gente. Somos como somos entre otras cosas porque utilizamos determinada cultura material. Yo, en el libro, pongo el ejemplo de cómo nos han transformado subjetivamente los teléfonos móviles. Pensemos también en el uso de los coches: ¿cuánto ha transformado por completo nuestra percepción del espacio y de nuestro mundo?

P.- Otro ejemplo que pone también en el libro es la sustitución, en los aviones, de las pantallas colectivas de entretenimiento por las individuales: hoy el pasajero no sólo puede escoger lo que quiere ver, sino que tiene que hacerlo. Toda esa eclosión de objetos individualizantes —el teléfono móvil personal frente al fijo familiar, el coche frente al autobús, etcétera— no puede dejar de tener alguna consecuencia sobre nuestra propia subjetividad.

R.- Parece evidente que sí, y sin embargo la arqueología tradicional considera que la gente es igual siempre, por más que utilice objetos distintos. Muchas veces, el arqueólogo reconstruye los procesos históricos poco menos que disfrazándose de alguien de la Edad del Bronce o del Neolítico y poniéndose a utilizar los objetos de esas épocas desde su propio sentido común. Consideramos que nuestro sentido común es universal y en consecuencia proyectamos hacia atrás la subjetividad del presente, y yo creo que cometemos un grave error al hacerlo. No se puede pensar en el pasado como si hubiera estado protagonizado por gente como nosotros, porque esa gente utilizaba otros objetos y otras tecnologías, y si la gente utiliza otros objetos también es subjetivamente diferente. Los seres humanos nos construimos como personas a través de aspectos mentales, por supuesto, pero también a través de aspectos materiales. Yo siempre propongo a mis alumnos que vayan a la puerta de distintas facultades —a derecho, a sociología, a historia…— y se fijen en la gente que entra y sale y particularmente en la ropa que lleva y en cómo va peinada. Los de derecho, generalmente, van siempre muy planchados y utilizan camisas. Sin embargo, en sociología no verás una camisa: son todo camisetas y los peinados de las chicas suelen ser bastante alocados. ¿Qué nos dice eso? Pues nos dice que el estudiante de derecho está interesado en la norma social, mientras que el de sociología está en guerra con la norma social. Toda la materialidad de la Facultad de Sociología te transmite una idea de resistencia. Y es inconsciente: uno no sabe realmente por qué le gusta vestir vaqueros o por qué le gusta el color rojo. No lo racionaliza, pero eso no quiere decir que uno no se construya como persona a través de ello. Fíjate, Freud tenía un gran interés en la arqueología. El consultorio de Freud, que está conservado en su Casa Museo de Londres tal cual era, estaba lleno de vitrinas con objetos arqueológicos egipcios, griegos, romanos, orientales, etcétera, y en su propia mesa tenía varios. Él decía que la arqueología tenía la misma función que el psicoanálisis: desenterrar etapas ocultas e inconscientes de nuestro pasado.

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Consultorio de Sigmund Freud en su Casa Museo de Londres

P.- Su especialidad concreta es la arqueología de la identidad, concepto que acuñó usted misma en un libro que tituló así, Arqueología de la identidad, y publicó en 2002 y que es una etiqueta sugerente, pero no autoexplicativa. ¿En qué consiste?

R.- La verdad es que escribí aquel libro sin pensar que estaba acuñando una etiqueta. Todo mi trabajo ha ido surgiendo así: de forma no intencionada ni planificada. La primera vez que me puse a estudiar cosas de identidad fue de manera completamente improvisada. Me había ido con una ONG a Guatemala y me habían mandado con un grupo indígena concreto: los q’eqchí de Alta Verapaz. Aquello fue una revelación para mí, me encantó, y entonces pedí un proyecto a la Universidad para ver si podía volver. El proyecto consistía en estudiar el ritmo de desplazamiento por el territorio de un grupo de agricultura de roza que no intensifica la producción, lo cual yo iba a utilizar después para hacer analogías con el Neolítico. Cuando llegué, me di cuenta de que el proyecto era completamente infundado; de que las premisas de las que yo partía eran completamente erróneas.

P.- ¿Por qué?

R.- Porque yo asumía que el territorio, el espacio, es una dimensión universal y objetiva; que el espacio es lo que hay ahí fuera y que eso es igual para todo el mundo. Cuando entré en contacto con los q’eqchí me di cuenta de que no era así, porque los q’eqchí tienen una percepción del espacio completamente distinta de la nuestra. Entonces empecé a estudiar qué es el espacio, y no tardé en reparar en que no se puede entender lo que es el espacio sin entender también qué es el tiempo. Y cuando ya estaba entendiendo cómo la gente puede construir el espacio y el tiempo me di cuenta de que eso estaba indisolublemente vinculado a la idea que la gente se construye de sí misma. Me di cuenta de que lo que estaba estudiando era la identidad. La idea que cada uno de nosotros se hace de quién es no se puede separar de la idea que nos hacemos de cómo es el mundo en el que vivimos. Dependiendo de la idea que uno tiene de sí mismo, se hace una determinada idea del mundo; y dependiendo de la idea del mundo que uno tenga, se hace una determinada idea de sí mismo.

P.- La idea que nos hacemos de quiénes somos es esencialmente la idea que tenemos de cuál es nuestro lugar en el mundo.

R.- Claro, claro. Pues bueno, yo empecé a investigar sobre todo eso, y lo hice entendiendo que a lo largo de la historia los seres humanos hemos tenido distintas maneras de entendernos como personas y de entender el mundo y que había que ir destapando capas al modo de Foucault. Yo creo que no podemos entender la identidad humana actual si no entendemos cómo arrancó la identidad en los primeros cazadores-recolectores. La arqueología de la identidad es eso, y también unas pautas de interpretación para cuando uno está excavando un yacimiento y se encuentra una determinada complejidad sociocultural. Se trata de poder interpretar los yacimientos arqueológicos teniendo en cuenta aspectos estructurales de las personas que los protagonizaron.

P.- Más tarde le preguntaré por sus fascinantes tesis sobre la historia de la identidad humana y sus componentes de género. Antes, me gustaría que abordáramos un marco más general. En el libro, usted sostiene que la aparición del género Homo no fue el resultado de una evolución gradual del tamaño del cerebro de los primates, sino el de una transformación brusca y radical: la neotenia. ¿A qué hace referencia ese término?

R.- La neotenia es la prolongación de los tiempos de desarrollo de la descendencia, es decir, los tiempos que tarda una determinada especie en cumplir su vida fetal, su vida infantil y su vida juvenil. Hasta hace dos millones y medio de años, los homínidos ya eran bípedos —lo somos desde hace siete millones de años, y ése es otro de los grandes pasos evolutivos del ser humano—, pero tenían una inteligencia y períodos de crecimiento temporales muy semejantes a los de los chimpancés. La neotenia transformó eso. Fue un cambio genético efectivamente radical y que no estuvo provocado por cambios medioambientales, sino que se trató de un cambio aleatorio.

P.- Una mutación.

R.- Una mutación, eso es. De hecho, si uno compara los tiempos de desarrollo de los chimpancés y los nuestros, se da cuenta de que hay un cambio grande: nosotros somos niños durante mucho más tiempo, y también tardamos más en llegar a adultos.

P.- ¿Cuáles son las cifras concretas?

Los chimpancés tienen una vida infantil que dura hasta los cuatro años y una vida juvenil que finaliza a los once o doce, mientras que nosotros somos infantiles hasta los diez o doce años y jóvenes hasta los dieciocho o veinte. Cuando uno de los tres tiempos de desarrollo se prolonga, se prolongan también los otros dos: no se puede prolongar la vida juvenil pero no la infantil ni la fetal. Bien, ¿qué es la vida fetal? La vida fetal es el tiempo que tarda una especie en que el cerebro de sus crías alcance la mitad del tamaño que va a tener en fase adulta. Ese momento suele coincidir con el nacimiento. Un chimpancé nace con unos doscientos centímetros cúbicos de capacidad craneal, que es casi la mitad de los cuatrocientos cincuenta que alcanzará en la fase adulta.

P.- ¿Y un ser humano?

R.- Los seres humanos tenemos una capacidad craneal de unos mil trescientos cincuenta centímetros cúbicos, por lo que culminamos nuestra vida fetal cuando alcanzamos los setecientos. Eso es una cabeza muy grande, y generó un problema en aquellos homínidos que ya eran bípedos.

P.- La estrechez del canal del parto.

R.- Eso es. Tú no puedes tener un canal del parto muy grande si eres bípedo, y setecientos centímetros cúbicos de capacidad craneal son los que tiene un bebé nuestro cuando cumple un año. Esa cabeza no puede atravesar un canal del parto. Si, como todas las demás especies, los Homo sapiens cubriéramos toda nuestra vida fetal en el seno materno, sencillamente no podríamos nacer, porque no podríamos atravesar la abertura del canal pélvico de nuestras hembras. Con esta capacidad craneal, hay que elegir entre atravesar el canal del parto o ser bípedo, pero no se pueden tener las dos cosas. Un feto no puede atravesar el canal del parto con ese cabezón. La solución de la naturaleza a ese problema se produjo hace dos millones y medio de años y consistió en que las crías de los Homo habilis y los Homo ergaster, que todavía no tenían la capacidad tan grande que tendríamos los Homo sapiens pero sí una mucho mayor que la de los anteriores homínidos, nacieran prematuramente y desarrollaran parte de su vida fetal fuera del útero materno. Los miembros del género Homo no nacen cuando acaba su período de vida fetal, sino antes. Nuestras crías nacen con unos trescientos ochenta centímetros cúbicos de capacidad craneal y concluyen su vida fetal a los veintiún meses. Nueve de ellos los pasan dentro del útero materno y los siguientes doce meses, fuera. Durante este tiempo, el organismo se dedica casi exclusivamente a que el cerebro alcance la mitad del tamaño que va a tener en fase adulta, por lo que es tremendamente pasivo y completamente dependiente de los cuidados paternos y de la comunidad para sobrevivir. El género Homo tiene las crías más inteligentes de toda la naturaleza, pero también las más frágiles y dependientes. Su vida fuera del útero en los primeros meses no es muy diferente de la que tienen dentro, lo cual contrasta vivamente con lo que vemos en otras especies. Los hipopótamos, las jirafas, los caballos, etcétera, y también los primates, ya están poniéndose de pie en cuanto nacen.

P.- Esa fragilidad de las crías Homo obligó a abordar cambios sociales profundos. Había que ayudarse unos a otros para cuidar a esas crías desvalidas.

R.- Claro, hubo que modificar todos los sistemas y dinámicas de relación, de cooperación y de comunicación internos del grupo, porque con los hábitos anteriores las crías no hubieran sobrevivido. Hubo que aprovechar el aumento del cerebro para estrechar los vínculos y agilizar el flujo de información dentro del grupo. El resultado fue un cambio cualitativo que se evidencia en la aparición de los primeros yacimientos arqueológicos: empiezan a aparecer piedras talladas y acumulaciones de huesos y piedras. Aquellos primeros Homos no consumían como los chimpancés, que encuentran la comida y se la comen, sino que llevaban lo que encontraban a un punto determinado y ahí lo compartían. Había lo que se llama consumo pospuesto y reciprocidad en el alimento. Y también había fabricación de instrumentos. Los chimpancés pueden utilizar un palo para sacar termitas de un termitero o hacer una especie de esponja con hojas para sacar agua de sitios a los que no pueden llegar con la boca, pero no tallan. Los Homo sí, y eso es resultado de la neotenia.

P.- La aparición de la neotenia —también lo cuenta en el libro— coincidió además con un cambio climático en África, consistente en un fuerte resecamiento de la sabana que complicó considerablemente la búsqueda de alimento. Y ello fue un nuevo apremio a reforzar los lazos comunitarios.

R.- Exacto. Eso hizo que la neotenia resultara tremendamente adaptativa.

P.- Lo que se aprecia en conjunto es una especie de tormenta perfecta de mutaciones y cambios medioambientales que convirtió a los seres humanos en animales forzosamente sociales.

R.- Exacto, exacto, eso es. Es un proceso casi milagroso, y todavía hay más factores que juegan un papel. La tormenta perfecta es una tormenta muy, muy perfecta. Por ejemplo, mira: nuestro cerebro consume la quinta parte de la energía total del organismo. Es un órgano muy complejo, pero muy delicado y al que no le puede faltar riego sanguíneo. Hay que estar alimentándolo constantemente, y eso supone una mayor exigencia de ingestión de proteínas. El problema es que, cuando un órgano empieza a demandar más energía, para dársela hay que quitársela a otro. ¿A qué otro órgano le quitó el cerebro humano esa energía? Parece que al intestino. El intestino Homo es más corto que el de los chimpancés. Si te fijas, nuestra caja torácica es cilíndrica, mientras que la de los chimpancés es cónica a fin de albergar ese tracto intestinal más largo. Ellos son herbívoros, mientras que nosotros somos omnívoros, porque si tú tienes un intestino más corto, la proteína que consumas también tiene que estar muy concentrada. Y eso sólo lo da la carne. Pero claro, para comer carne tienes que matar animales. Y para matar animales necesitas coordinación y fabricar instrumentos, lo cual fue posible porque aquellos homínidos eran inteligentes. Hay una discusión grande sobre si aquellos homínidos consumían carne de carroñeo o de caza, pero parece que hacían las dos cosas.

P.- A tenor de esto que cuenta sobre esas formas primigenias de cooperación, la vieja teoría marxista, ¿tiene razón cuando habla del comunismo primitivo como primero de los modos de producción de la historia humana?

R.- Sí y no. El problema de la teoría marxista es que, cuando habla del comunismo primitivo, lo que está haciendo es una proyección de las categorías del presente, y en ese sentido yo no puedo estar de acuerdo con ella. La teoría comunista no tuvo en cuenta la identidad. Las sociedades comunistas actuales están integradas por gente individualizada, y en el pasado, en el origen, no había individualidades. Todas las sociedades cazadoras-recolectoras rechazan las diferencias entre sus miembros. No hay diferencias de poder, no hay jefes y en muchas no hay ni chamanes. Los hombres hacen unas cosas y las mujeres otras, pero más allá de eso todos tienen una apariencia común: todos se visten igual o se ponen la misma cosa en los labios, las orejas, etcétera.

P.- No hay individuos que comparten y de hecho no existe el concepto de compartir, porque para compartir hay que partir y aquí no hay particiones, sino una unidad indivisible, que es el grupo.

R.- Exacto. La unidad mínima de identidad es el grupo, no la persona. Tú no eres una unidad en ti misma que comparte con otras unidades, sino una parte de la unidad mínima.

P.- Ya hemos adelantado algo de la tesis central del libro: el paso de la identidad relacional a la individual. Pero antes de meternos de lleno en ella, quisiera abordar otra parte muy interesante de la obra: aquélla en la que usted expone hasta qué punto la ciencia no es neutral, sino que puede estar, y de hecho siempre está, impregnada de ideología. Pone al respecto un ejemplo muy esclarecedor: el de cómo, dependiendo de la ideología del investigador, se escogerá al chimpancé común o al bonobo como la especie más parecida al ser humano.

R.- Sí. Es un ejemplo que tomo de un libro de Donna Haraway, una filósofa de la ciencia muy interesante de la Universidad de Santa Cruz. El libro se llama Visiones primates (Primate visions), y en él ella demuestra que el estudio de los chimpancés es un estudio completamente interesado. La importancia de los chimpancés y de la visión que se tenga de los chimpancés estriba en que el chimpancé es la especie genéticamente más cercana a los seres humanos, y por lo tanto lo que se dice sobre ellos sirve para naturalizar el punto de partida de lo humano. Haraway expone, por ejemplo, cómo en la época de la guerra de Vietnam, dependiendo de si el investigador estaba a favor de la guerra o la rechazaba, el chimpancé era presentado como un ser violento o como un ser pacífico. La investigación se orientaba de forma inconsciente hacia aquellos elementos que permitían legitimar o cuestionar el orden social. Por otro lado, hasta prácticamente los años noventa sólo se conocía una especie de chimpancé: el Pan troglodytes o chimpancé común, que es una especie muy territorial, de machos dominantes y en la que las hembras, cuando llegan a la pubertad, salen de su grupo, se trasladan a otro territorio y pasan a ser objeto de la atención de los machos dominantes del nuevo grupo. Son sociedades muy violentas y en las que llega a haber incluso guerras. Esto lo estudió Jane Goodall en Gombe, en Tanzania: en esas guerras, los chimpancés llegan a arrancarse la piel. Son muy violentos. Bien, ¿qué sucede a principios de los años noventa? Pues que se descubre claramente una nueva especie de chimpancé.

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Un joven bonobo entre colegas en el zoo de San Diego, California

P.- El bonobo.

R.- Sí, el Pan paniscus, a la que también se llama bonobo, chimpancé pigmeo o chimpancé enano aunque no sean más pequeños que los chimpancés comunes. De esa nueva especie, se comprueba que tiene unas características completamente diferentes. Las sociedades de Pan paniscus también son territoriales, pero las hembras, cuando salen de su territorio de origen y pasan a otro, en lugar de ser objeto de la dominación de los machos se hacen amigas de las hembras de nuevo grupo. Y se hacen amigas, entre otras cosas, a través del principal mecanismo de relación social que tienen los bonobos, que es el sexo. El bonobo es la única especie que a diferencia del chimpancé común, pero igual que el ser humano, no tiene período de celo: los bonobos y los seres humanos podemos tener relaciones sexuales a lo largo de todo el año. Ellos tienen relaciones sexuales a todas horas y por cualquier razón: porque se levantan, porque se van a acostar, porque están nerviosos, porque están relajados… Cualquier excusa les sirve, y esas relaciones sexuales que ellos tienen son heterosexuales, pero también homosexuales, e incluyen sexo oral, masturbación, etcétera. Y como las hembras hacen alianzas fuertes entre ellas, quienes dirigen los grupos son indistintamente los machos o las hembras. En cautividad, es más frecuente que sea una hembra la que encarne el individuo alfa, pero también puede ser un macho.

P.- También son sociedades mucho más pacíficas, ¿no?

R.- Sí. Nunca se ha visto una guerra entre bonobos. En los reportajes y documentales que hay sobre los bonobos se suele decir que los bonobos son una sociedad que hace el amor y no la guerra. Es más: las hembras dejan a los machos que acarreen las crías y los propios machos, cosa que jamás sucede con los chimpancés comunes, quieren acarrear a las crías. Bien, ¿qué pasó con esta especie? Pues que echó por tierra muchas de las naturalizaciones de lo humano que se habían construido en torno al chimpancé común, y en particular las patriarcales. No es verdad que sean los machos los que dirijan las sociedades desde la noche de los tiempos, y tampoco lo es que seamos heterosexuales por naturaleza. Si en la naturaleza la especie más cercana a nosotros, que no tiene período de celo, no tiene esa norma de relación sexual, quizás nosotros tampoco tengamos por qué tenerla. De hecho, yo creo que la norma heterosexual que ha regido nuestras sociedades tiene que ver con la complementariedad de funciones y con el patriarcado y que no es casual en el momento en que esa complementariedad de funciones y el patriarcado han empezado a desmontarse —como sucede en la sociedad actual, donde ya no son los hombres los únicos que trabajan ni las mujeres se dedican sólo a ser madres y esposas, sino que tienen trabajos especializados—, hayamos pasado a vivir una liberación total de las orientaciones sexuales.

P.- Usted sostiene en el libro que esa sexualidad recreativa y no sólo procreativa contribuyó también a cohesionar las comunidades Homo. «La sexualidad humana no está orientada sólo a la reproducción, porque si así fuera la naturaleza no habría renunciado al mucho más eficaz sistema (heterosexual) de la llamada del celo. Si lo hizo, debilitando la fuerza de esa llamada, debió de ser porque lo que se ganaba compensaba el cambio», explica.

R.- Claro, claro. Nosotros tenemos una lógica sexual que no está limitada a la procreación. Si nuestra sexualidad estuviera enfocada sólo a la reproducción tendríamos período de celo, que es mucho más garantista de la reproducción que lo que tenemos nosotros. Una mujer humana puede incluso elegir entre ser madre y no serlo. Nuestra biología no garantiza la reproducción, mientras que el celo sí lo hace. Y en efecto, si la naturaleza renunció a esa garantía tan potente y prefirió dotarnos de una sexualidad que también se pudiera desarrollar en las fases en las que las mujeres no somos fértiles, algo importante debió de ganarse. Lo que se ganó fue la comunicación, lo cual tiene que ver con la neotenia. La sexualidad, en aquel contexto, era un instrumento de comunicación tan importante como el lenguaje, que también aparece entonces.

P.- Todos estos descubrimientos sobre los bonobos deberían haber arruinado por completo esas viejas naturalizaciones basadas en el chimpancé. Sin embargo, siguen muy vivas. ¿Por qué?

R.- Pues porque no interesa. La ciencia no es objetiva, sino que está marcada por mecanismos inconscientes —yo creo que son inconscientes en gran parte— de selección ideológica. Estamos regidos por un determinado orden que nos construye subjetivamente y determina lo que nos interesa contar y los que no. A los bonobos, concretamente, se los oculta y no se les da ninguna importancia. La mayor parte de la gente ni los conoce, y cuando salen a la luz se dice: «Bueno, sí, no tienen período de celo, pero en realidad sí lo tienen, porque sólo son fértiles en determinados momentos del año». Oiga, sí, pero también nosotros, y en todo caso ellos, fértiles o no, tienen relaciones sexuales a lo largo de todo el año, igual que nosotros.

P.- Otra muestra de parcialidad ideológica por parte de la ciencia a la que usted alude en el libro es la terminología linneana.

R.- El caso de Linneo es muy interesante, sí. Linneo era creacionista, creía en Dios y lo que quería era demostrar la enorme sabiduría y magnanimidad de Dios arrojando luz sobre la complejidad del plan divino de creación de las especies; pero hizo un sistema de clasificación en géneros y especies enormemente eficaz y operativo: tanto que los evolucionistas, a partir de Darwin, no tuvieron inconveniente en tomarlo y seguir utilizándolo.  Representa el paso del mito a la ciencia, pero su sistema, siendo tan bueno, contribuyó sin embargo de forma inconsciente a reafirmar el orden patriarcal. La décima edición de su Systema naturæ, que es la que se considera el punto de partida de la nomenclatura zoológica, es de 1758, y en 1758 uno no podía no ser patriarcal, porque aquélla era una sociedad en la que los hombres detentaban todo el poder. No se trata de criticar a Linneo, porque no tendría ningún sentido, pero no por ello hay que dejar de señalar que su sistema está lastrado por ese sesgo ideológico. Linneo idea un sistema de clasificación de los seres vivos en los que a unos, los anfibios, los agrupa en base a su sistema de respiración; a otros, los reptiles, en base a su forma de locomoción, etcétera; es decir, a rasgos que comparten por igual los machos y las hembras de esas clases. Sin embargo, ¿qué hace con el ser humano? Por un lado, pone como nombre de nuestra especie, es decir, como aquello que nos diferencia de otras especies, el del hombre: Homo. Somos el Homo sapiens, el hombre que sabe, el hombre que piensa, el hombre que desarrolla la razón. Estamos en el siglo XVIII, que es el de la Ilustración, cuando se considera que la razón, completamente idealizada, sólo la encarnan los hombres, porque a las mujeres se les prohíbe leer y escribir. Si quieren leer y escribir, sólo pueden hacerlo en los conventos; tienen que apartarse de la sociedad para hacerlo. Las mujeres sólo pueden ser madres y esposas, y para confirmar categorialmente esta función normativa de las mujeres Linneo elige el término mamíferos cuando lo que toca no es distinguir a nuestra especie, sino ponerla en relación con otras. Es decir, elige un rasgo que caracterizaba a los hombres, la razón, para distinguirnos de las demás especies y uno que caracteriza a las mujeres, las mamas, para ponernos en relación con los perros, los gatos, las vacas, los cerdos, etcétera.

P.- Lo femenino es lo animal y lo masculino lo espiritual y divino.

R.- Eso es. El hombre es la razón y la mujer la reproducción; el hombre es el que ejerce el poder y la mujer la que sigue conectada con la naturaleza. Eso es ideología pura y dura por más que sea completamente inconsciente. De hecho, tú esto lo explicas hoy y la gente no entiende dónde está el problema. El problema está en que de ninguna especie Linneo toma un rasgo exclusivamente de machos para distinguirla y uno de hembras para agruparla con otras: sólo lo hace con la nuestra.

P.- Usted comienza su libro explicando que no debemos fiarnos de las apariencias. ¿Tampoco de la apariencia de objetividad de la ciencia?

R.- Tampoco, tampoco. Yo en el texto cito bastante a Mary Midgley, que es una filósofa inglesa que tiene un libro muy interesante que se titula The myths we live by, «Los mitos por los que vivimos». No está traducido al español. En él, ella desarrolla la idea de que nosotros creemos en la ciencia con el valor de la creencia del mito; que idealizamos la ciencia; que nos relacionamos con ella de la misma forma con que otras sociedades se relacionan con la religión; que ponemos a la ciencia en el lugar que antes ocupaba el mito.

P.- Creemos en la ciencia.

R.- Eso es. Creemos en esa pretensión de objetividad que la ciencia tiene, y eso nos impide ver esos sesgos ideológicos de los que hablábamos antes. Yo, en particular, soy muy crítica con la obsesión que la ciencia positivista ha tenido históricamente de excluir del análisis de las sociedades todo lo que tiene que ver con subjetividad y emocionalidad. La ciencia sólo tiene en cuenta los aspectos que se pueden computar, que se pueden reproducir, que se pueden medir, y eso que tiene sentido en las ciencias puras y naturales, que estudian objetos de conocimiento no humanos, es muy pernicioso en las ciencias que estudian a los humanos. El ser humano tiene una parte de desorden evidente, que son las emociones, pero eso la ciencia lo obvia, y lo obvia porque el orden ideológico neoliberal en el que estamos necesita considerar al ser humano un sujeto de consumo y de producción controlable y medible. La complejidad del ser humano no le interesa, y lo que hace complejo e incontrolable al ser humano se saca del estudio. Existe incluso la absurda creencia, que comparte la mayoría de los arqueólogos y de los científicos sociales, de que si tú estudias la subjetividad humana tu estudio será inevitablemente subjetivo. Mary Midgley dice que esto es igual de disparatado que pretender que si tú estudias la locura, tu estudio será un estudio loco; o que eres malo si estudias la maldad.

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Mary Midgley (Londres, 1919)

P.- Pasemos ya de lleno a la tesis central de La fantasía de la individualidad. En él son clave dos conceptos que usted ya había manejado en Arqueología de la identidad, pero que ahora pasa a matizar y a enriquecer: identidad individualizada e identidad relacional. ¿En qué consisten ambos tipos de identidad?

R.- La identidad relacional es aquélla en la que uno sabe quién es sólo en tanto que forma parte de una unidad mayor, que es el grupo, la comunidad. Es una identidad que conecta al individuo con un grupo humano a través de mecanismos inconscientes y no reflexivos, siendo fundamentales los vínculos que lo atraviesan: uno es el padre de sus hijos, el hermano de su hermana, el esposo de su esposa, etcétera; y sólo sabe quién es en función de su vinculación con alguien. No estás solo frente al mundo, sino que te da potencia el hecho de tener una familia y un grupo alrededor, lo cual se refuerza a través de una determinada apariencia común: lo que comentábamos antes de esas sociedades de cazadores-recolectores en las que todos, hombres y mujeres, se ponen un determinado objeto en las orejas, los labios, etcétera. Para la identidad relacional, lo importante es el grupo y lo que uno quiere es ser igual a los demás, no ser diferente. Es una identidad asociada a la impotencia: cuanto menor control se siente sobre las propias circunstancias de vida, más se vincula uno a un grupo para sentir que lo hace en la medida suficiente. Y también es una identidad ligada a la estabilidad: cuando uno siente impotencia ante el mundo y por lo tanto tiene identidad relacional, no quiere que haya cambios, sino que prefiere que las cosas se mantengan como están. Recordemos ese refrán que dice aquello de que «más vale malo conocido que bueno por conocer».

P.- …que es la condensación proverbial de un pensamiento que usted expresa así: «En las condiciones que conozco sé que he sobrevivido y por tanto que seguiré sobreviviendo, pero dada la inseguridad que tengo en el control de las circunstancias que me rodean, tal vez no sobreviviré si las circunstancias cambian».

R.- Sí. Ahí es donde aparece el mito: su función es legitimar ese miedo al cambio; darle una fundamentación sagrada. Sólo la repetición eterna del comportamiento que la divinidad transmitió garantiza la supervivencia.

P.- Se trata de compensar una enorme impotencia con una enorme gratificación emocional.

R.- La gratificación de estar cumpliendo los deseos de la divinidad, sí. Bien, la identidad relacional es una identidad imprescindible para todos los seres humanos, porque uno sólo puede hacer frente a este universo tan complejo en el que vivimos si siente que tiene el respaldo de un grupo mayor que uno mismo. Lo que pasa es que esa necesidad no siempre se reconoce. La importancia del grupo se reconoce tanto más cuanta menos capacidad de control tiene el grupo o la persona sobre el mundo que los rodea. A medida que una sociedad va adquiriendo poder y control tecnológico sobre la naturaleza, empieza a desarrollarse el otro tipo de identidad, que es la individualizada. La individualidad pone el centro de la persona en su yo; el individuo se considera una entidad aislada, autónoma del resto de las personas.

P.- Y en lugar de una identidad de la impotencia, es una identidad de la potencia.

R.- Exacto, una identidad de potencia en la que uno cree que tiene por sí mismo capacidad de control y de explicación del mundo. Cuanta menor complejidad socioeconómica tiene un grupo humano, cuanta menos tecnología y ciencia tiene, más peso tiene la identidad relacional y menos la individual; y a medida que va desarrollando control tecnológico, se invierten los términos y la identidad relacional va perdiendo peso en favor de la individual, que es, además, una identidad asociada al cambio. La identidad relacional prefiere la estabilidad, pero la individual busca los cambios, porque esa sensación de control del mundo se refuerza cuando uno comprueba que es capaz de adaptarse a ellos. Con cada nueva cosa que una sociedad dada pasa a controlar, su sensación de poder sobre la naturaleza aumenta y eso refuerza la identidad individual. En este sentido, no es casual que las primeras jerarquizaciones aparecieran con la agricultura, primero en forma de consejos de ancianos y después en la de jefaturas más individualizadas. El control de la naturaleza y la generación de posiciones de poder en la sociedad son cosas paralelas.

P.- Pero ese aislamiento es una fantasía, y de ahí el título de su libro.

R.- Eso es. Lo que yo digo en el libro es que, si uno realmente se percibiera como solo, como ajeno al grupo al que pertenece, si la individualidad fuera realmente lo que dice que es, no podríamos hacerle frente al mundo, porque somos demasiado pequeños, demasiado impotentes. La Ilustración pretendió hacernos creer que la identidad relacional iba dando paso poco a poco a la individual. Lo que yo sostengo en el libro es que eso no es posible y que la pérdida de la identidad relacional no fue tal: lo que sucedió fue que los hombres individualizados fueron ocultando que realmente necesitaban al grupo. ¿Cómo hicieron para ocultar que necesitaban al grupo cuando seguían vinculados a él? A través de las mujeres: impidiendo que las mujeres se individualizaran a su vez. ¿Cómo? Impidiéndoles la movilidad —porque el espacio individualiza: luego lo explicamos si quieres— e impidiéndoles leer y escribir.

P.- Las mujeres siguieron teniendo identidad relacional durante mucho más tiempo, y en cierta medida continúan teniéndola hoy.

R.- Claro, sigue habiendo muchas mujeres con los rasgos característicos de la identidad relacional: no querer cambios, no tener deseos para sí y que la única identidad esté puesta en ser esposa y madre, es decir, en los vínculos.

P.- Y los hombres, explica usted en el libro, lo despreciamos tanto como lo necesitamos.

R.- Eso es. Los hombres (siempre me refiero a los hombres patriarcales, claro; a la llamada masculinidad hegemónica) necesitan que las mujeres mantengan la identidad relacional para poder seguir engañándose pensando que ellos no la necesitan. El discurso de la Ilustración convencía a la sociedad de que el progreso estaba en la individualidad y lo relacional era lo atrasado, lo de los indígenas, lo de los salvajes. Mientras que los hombres habían desarrollado la razón y el control del mundo, las mujeres se habían quedado en estado de naturaleza. De esta forma, dado que los hombres no cultivaban ellos mismos sus vínculos ni daban valor a las actividades recurrentes o al sentimiento de pertenencia (todo lo cual, sin embargo, seguían necesitando), cuanto más desarrollaban la individualidad, más necesitaban que las mujeres se ocuparan, en relaciones heterosexuales normativas, de garantizárselo. Cuanto más lo necesitaban, paradójicamente, más despreciaban también ese tipo de identidad de la que ellos consideraban que se habían alejado hacía muchísimo tiempo y que quienes seguían teniéndola eran esas mujeres que no tenían control tecnológico ni explicaciones científicas. Eso es el orden patriarcal para mí: la necesidad no reconocida, y de hecho despreciada, de todo lo que tiene que ver con la comunidad, los vínculos, las emociones, etcétera, y una idealización paralela de la razón, de la individualidad, del yo, etcétera. Y también del cambio (actualmente estamos sometidos a cambios incesantes y se desprecia a la gente que no cambia). Y consecuentemente, un desprecio y desvalorización de las personas que se han ocupado de garantizar la satisfacción de esa necesidad no reconocida, es decir, de las mujeres.

P.- ¿Se puede decir que hay una parte de verdad en ese viejo refrán machista de que detrás de un hombre siempre hay una gran mujer? Detrás de un gran hombre, ¿tiene que haber necesariamente una mujer que lo cuide, lo limpie y lo alimente?

R.- Sí, sí. Yo llamo a eso individualidad dependiente: el hombre tiene que tener detrás una mujer que haga todo eso y que además le traduzca, por así decir, el mundo emocional. En la masculinidad hegemónica, el hombre se especializa en la razón y desconoce su propia subjetividad y sus propias emociones. Y las mujeres se encargan de atender ese lado. Son ellas las que los calman, los protegen y los orientan emocionalmente. Por eso hay mujeres de ambientes muy machistas que sienten que tienen el poder, y por eso también hay hombres que dicen que son ellas las que llevan los pantalones en casa. Claro, ese poder es un poder muy limitado, porque sólo se ejerce con quien una está relacionada personalmente, no con un número indefinido de personas no conocidas, con lo cual no afecta a los destinos del grupo. Por otro lado, los hombres tienen otra manera de seguir construyendo la fantasía de su individualidad, construyendo vínculos sin reconocerlos a través de las relaciones entre pares masculinos, de la sociabilidad con otros hombres. Los equipos de fútbol, los ejércitos…: hay todo un conjunto de asociaciones masculinas que generan a los hombres sentimiento de pertenencia y en las que lo único que se juegan es emocional.

P.- En el libro, usted también explica que para las mujeres dotadas de identidad relacional el espacio sigue primando sobre el tiempo como parámetro de orden y la estabilidad sigue primando sobre el cambio como garantía de supervivencia, tal y como era para todos los antiguos cazadores-recolectores.

R.- Sí, porque el tiempo no organiza cambios y por tanto no es percibido linealmente, con pasados, presentes y futuros distintos, sino cíclicamente. Las labores del hogar, como sabe cualquiera que las desempeñe, son cíclicas, no lineales. Por eso el espacio suele ser el parámetro de orden más visible, más que el tiempo. La identidad relacional rechaza el cambio, porque implica riesgo, y hace que uno no tenga deseos para sí mismo, porque de lo que se trata es de averiguar el deseo de la instancia sagrada protectora a fin de, reconociendo ser protegidos por ella, cumplir su voluntad y garantizarse esa protección. Esa protección que las sociedades de cazadores-recolectores buscaban en la instancia sagrada, las mujeres —que no en vano han llenado siempre las iglesias mucho más que los hombres— pasaron a buscarla también en los hombres individualizados. La mujer característicamente dotada de identidad relacional no tiene deseos para sí misma, sino que se preocupa de satisfacer los del hombre a fin de ser protegida por él. Lo que entendemos por identidad de género femenina no es más que la vieja identidad relacional, que pasó a encarnarse sólo en mujeres.

P.- Los hombres fuimos perdiendo la identidad relacional al movernos fuera de los campamentos para cazar, ¿no es así?

R.- No exactamente, no. O sí, pero más matizado que eso. Lo que yo digo es que, con la neotenia y la aparición de crías muy dependientes en el origen de las comunidades humanas, parte de la reestructuración del grupo consistió en anular el principal motivo de riesgo que existe para esas crías indefensas cuando nacen, que es la movilidad. Cuanto más te mueves, más riesgos afrontas y más comprometes a tu descendencia. En todos los estudios etnográficos hechos sobre los cazadores-recolectores actuales se detecta una distribución de funciones en la que los hombres adquieren unas y las mujeres otras. Pero no es que haya unas funciones masculinas y otras femeninas: las funciones masculinas y femeninas pueden ser unas en un grupo y otras en otro, y la caza no siempre es una función masculina (aunque suele serlo). Las funciones masculinas son simplemente aquéllas que requieren una mayor movilidad. Si un grupo tiene caza mayor y recolección, lo habitual será que los hombres se encarguen de la caza mayor y las mujeres de la recolección. Yo estuve trabajando con un grupo que tenía algo de caza pero también agricultura de palo cavador, y en él los hombres se encargaban de la caza y las mujeres de la agricultura. Pero luego estuve con los q’eqchí, que no tienen caza pero sí agricultura de palo cavador, y allí los hombres se encargaban de la agricultura y las mujeres se quedaban en casa. Es decir, la caza o la agricultura de palo cavador no son respectivamente una actividad masculina y una femenina: que sean lo uno o lo otro dependerá de cuánta movilidad y riesgo signifique en comparación con otras actividades. En las primeras sociedades Homo había caza mayor, así que podemos suponer que serían los hombres los que la hicieran. Frente a esto, hay quien dice: «Bueno, los hombres también se podían quedar cuidando a las crías mientras las mujeres salían a cazar». Y sí, posible es, pero el hecho es que los hombres no pueden amamantar a las crías: quienes amamantan a las crías son las mujeres, y al principio hay que amamantar a las crías, no puedes dejarlas sin amamantar. Además, los cazadores-recolectores siempre tienen control de natalidad, porque la necesidad de movilidad los obliga a ello, y el principal mecanismo que hay para controlar la natalidad es el amamantamiento. Si una mujer amamanta a intervalos menores de cuatro horas no se queda embarazada, porque no se produce una hormona responsable de la fertilidad. El hecho es que en todas las sociedades conocidas de cazadores-recolectores actuales, las mujeres realizan las actividades que implican menor movilidad entre las que tiene que hacer el grupo.

P.- ¿Hay grupos en los que la caza sea una actividad femenina?

R.- Alguno hay, sí. De hecho, si uno ve las tablas etnográficas de lo que hacen todos los grupos humanos que George Peter Murdock, un investigador norteamericano, publicó en los sesenta, comprueba que sólo hay dos actividades que en ningún grupo humano hacen las mujeres, que son la caza de grandes mamíferos marinos y la fundición de mineral: lo más peligroso que hay. La caza mayor de animales terrestres la hacen fundamentalmente los hombres, pero hay alguna excepción en que la hacen también las mujeres.

P.- Sea como sea, los hombres siempre se mueven más.

R.- Sí. No es que los hombres se muevan y las mujeres no: un grupo de cazadores-recolectores se está moviendo constantemente pero los hombres son los que salen a hacer aquello que más movilidad o riesgo implica. Y ello los hace enfrentarse a un poquito más de variación de fenómenos y a un poquito más de toma de decisiones que las mujeres, y por lo tanto adquirir un poquito más de control y de poder. Eso, en principio, no implicaba nada de individualidad, sino que era pura identidad relacional, pero sí que debió de poner las bases para que los hombres empezaran a desarrollar algún rasgo de individualización, aunque al principio no se dieran cuenta, y para que, si había que tomar alguna decisión, fueran ellos los que la tomaran. Además, hay que tener en cuenta que cuando un grupo no tiene escritura ni mapas el mundo tiene las dimensiones de lo que uno pueda recorrer; que no se conocen otros espacios que los que se han visitado personalmente. Para nosotros, el mundo tiene las dimensiones que alguien ha representado en un mapa, pero si no tienes mapa ni escritura, como es el caso de todos los cazadores-recolectores y no digamos el de las comunidades Homo originarias, el mundo sólo tiene las dimensiones de lo que uno conoce. Más allá, se acaba el mundo. Para un awá, que es un grupo del Amazonas, no existe España, ni existe el mar, ni existe siquiera Brasil; sólo existe la zona por la que ellos se mueven. Y así era también para los Homo originarios.

P.- Del poder, además de que aumenta a medida que lo hace el control de la naturaleza, usted explica que se asocia a una individualización de uno mismo y una cosificación de los demás y que siempre tiene un precio emocional.

R.- Sí. Norbert Elias decía que el poder es la capacidad de transformar el destino de los otros aunque los otros no quieran. El poder siempre implica un alejamiento emocional de los otros, porque lo que haces es imponer tu deseo sobre los de los demás. Esto implica dos cosas: primero, tú tienes que conocer tu deseo, y para conocer tu deseo tienes que tener capacidad de autorreflexión, que es un rasgo de individualidad. Por otro lado, el poder siempre supone una objetivación del otro, una cosificación. Tú eres el sujeto y el otro es el objeto de tu deseo; su deseo no tiene la importancia que tiene el tuyo. El precio emocional que siempre tiene el poder es ése: para ejercer el poder, uno tiene que desvincularse de los otros y por lo tanto perder identidad relacional. Sucede lo mismo en la relación del ser humano con la tierra: cuando empieza a controlarse la tierra, también se pierde la relación emocional que con la tierra tienen las sociedades de cazadores-recolectores, que es una relación de veneración para la que la tierra es sagrada y es una madre que te da lo que ella quiere. Cuando el ser humano descubre, a través de la razón, las mecánicas causales de la naturaleza, la naturaleza pierde ese carácter sacro, porque ya no es una instancia divina que decide qué crece y qué no crece, sino un objeto que los humanos pueden manejar a su antojo. Entender a través de la razón es lo mismo que controlar.

P.- La naturaleza ya no es Dios, sino que el ser humano es Dios y la naturaleza su criatura.

R.- Exacto. Yo soy el que tiene poder sobre la naturaleza, no la naturaleza sobre mí. Yo soy sujeto y no objeto. No es casualidad que los primeros jefes aparezcan con la agricultura y no antes.

P.- Estoy recordando un pasaje de Masa y poder en el que Elias Canetti reflexiona sobre la sensación de poder que tuvo que embargar al ser humano cuando domesticó los cereales. Un trigal, decía Canetti, no deja de ser un pequeño bosque, pero un bosque diseñado, creado y controlado por los humanos. El bosque, con sus alimañas ocultas y sus peligros, siempre ha sido una parte de la naturaleza particularmente aterradora para el ser humano, como bien reflejan cuentos tradicionales como el de Caperucita roja, pero ahora a los humanos les era dado crear un bosque propio en el que él era el dios. I am not in danger, I am the danger!, que dice Walter White en Breaking bad.

R.- Sí, sí, es así. El hombre, cuando se empieza a individualizar, pasa de ser el objeto de los deseos de Dios a ser él mismo el sujeto que cosifica.

P.- En La fantasía de la individualidad, es muy interesante la parte en la que explica cómo los seres humanos creamos a los dioses a nuestra imagen y semejanza y después, cuando nos damos cuenta de que nos parecemos a esos mismos dioses, deducimos que somos nosotros los creados a imagen y semejanza suya.

R.- Claro, esa es la dinámica de todos los mitos. Lo que hace el mito es explicar las dinámicas de la naturaleza a través de la proyección de las únicas dinámicas que un grupo sin control tecnológico ni conocimiento de las mecánicas causales conoce, que son las dinámicas del propio grupo social. ¿Por qué cae un rayo? Porque la nube se ha enfadado por una determinada cosa que a ti mismo te enfadaría. A mí los q’eqchí, cuando iba andando con ellos por el monte y me tropezaba, me decían que eso significaba que TzuulTaaq’a, que significa «el Valle y el Cerro sagrados», o sea, la naturaleza convertida en instancia sagrada, me estaba diciendo que no quería que pasara por ahí. Lo que se hace en el mito es proyectar el orden social a la naturaleza, y como la naturaleza tiene más poder que el grupo y puede mandarle un rayo, pero tú no puedes matar a la nube, lo que se hace es sacralizar a la nube, darle más poder que al propio grupo social. Después de que has proyectado tu propio comportamiento social a esa nube, que por tanto consideras que se comporta como tú, miras a otros grupos y ves que se comportan de otra manera. Y entonces deduces que, puesto que tu grupo es el único que se comporta como la instancia sagrada, la instancia sagrada te ha elegido a ti entre todos los demás para enseñarte cómo comportarse y sobrevivir.

P.- Y ahí es donde aparece el concepto, típicamente religioso, de pueblo elegido.

R.- Claro, claro. Los mitos siempre siguen ese mecanismo. Yo construyo a la instancia sagrada a mi imagen y semejanza y luego la miro y digo: «¡Huy, yo soy el único que se comporta como la instancia sagrada, luego la instancia sagrada me ha construido a su imagen y semejanza!». De hecho, si tú traduces las denominaciones que absolutamente todos los grupos de cazadores-recolectores se dan a sí mismos, siempre significan «los humanos auténticos», «la gente verdadera», «las verdaderas personas», «la gente»… Los autónimos de los awá, de los q’eqchí, etcétera, siempre significan eso. Nosotros somos los verdaderos humanos porque hemos sido elegidos por la instancia sagrada para enseñarnos cómo comportarnos y ella nos va a proteger a nosotros y no a los demás. Es un mecanismo muy fuerte de reafirmación.

P.- Paralelamente, la religión acaba convirtiéndose en creadora y guardiana del orden social del que ella misma es creación. La Virgen María es la mujer con identidad relacional por excelencia.

R.- Exactamente. El discurso de la Iglesia es completamente patriarcal, no creo que lo dude nadie, ni siquiera los que pertenecen a la Iglesia. Y lo que hacen el patriarcado y la Iglesia para consolidar esa situación en la que los hombres se individualizan y las mujeres, en cambio, mantienen una identidad relacional para permitir a los hombres conservar la fantasía de su individualidad es idealizar a una mujer reducida a la condición de madre y sin deseos para sí, ni tan siquiera sexuales; a una mujer que es pura identidad relacional, sin deseos para sí, ni tan siquiera sexuales.

P.- En el libro, usted también distingue entre individualidad dependiente e independiente: ésta última correspondería a la de las mujeres que han ido accediendo a la identidad individual pero sin tener el respaldo relacional que los hombres sí tuvimos.

R.- Sí. Al llegar la modernidad, aparte de haber una lucha feminista que va dando sus frutos, el sistema ya no es capaz de prolongar su lógica de crecimiento y complejidad si no incorpora también a las mujeres, porque ya todos los hombres están ocupando posiciones especializadas, pero surge un problema: si se incorpora a las mujeres y por lo tanto comienzan a individualizarse, ¿quién les garantiza a ellas el lado relacional? Los hombres no están socializados para que sirvan de apoyo emocional a las mujeres, por lo que las mujeres se pueden individualizar sólo a condición de que sigan encarnando ellas mismas la identidad relacional. A eso es a lo que yo llamo individualidad independiente. Es una individualidad que se construye de forma diferente a como los hombres han construido la suya a lo largo de la historia y que hace a las mujeres tener que cultivar a la vez, poner el mismo esfuerzo y energía, en su parte individual y en la relacional; ocuparse tanto de la razón como de la emoción; tanto de sus proyectos vitales y profesionales como de sus vínculos con amigos, parejas, hijos, etcétera. Las mujeres modernas tenemos una identidad muy contradictoria, porque encarnamos a la vez dos identidades que son contradictorias en su lógica estructural. Encarnamos la individualidad, y por lo tanto somos conscientes de nuestros deseos para nosotras mismas, pero al mismo tiempo tenemos una identidad relacional que no podemos (ni queremos) abandonar. Muchas mujeres siguen necesitando la maternidad, porque sigue siendo una reafirmación identitaria muy fuerte, y casi todas nos seguimos colocando en posición de objeto del deseo de los hombres: seguimos pintándonos, depilándonos, operándonos y en general queriendo ser jóvenes. Es decir, somos a la vez sujeto de nuestros deseos y objeto de los deseos de otros. Y nos hacemos mucho lío con nuestros deseos; con si es más importante cumplir nuestros deseos o cumplir los de nuestras parejas o nuestros hijos si son contrarios a los nuestros. Nos sentimos egoístas si priorizamos nuestros deseos, pero también nos sentimos mal si renunciamos a nuestros deseos y priorizamos a los de los demás.

P.- Y eso nunca le pasa a un hombre.

R.- Y eso nunca le pasa a un hombre con identidad dependiente, que siempre tiene claro que su deseo es el importante. De todas maneras, yo digo que eso que llamo individualidad independiente es una identidad muy contradictoria, pero al mismo tiempo la más potente que existe, porque es una identidad que atiende a todos los aspectos reales del ser humano. Atiende a la potencia y a la impotencia; reconoce que podemos entendernos a través de la razón, y que eso nos da poder, pero también que sin una comunidad, sin una pertenencia, sin emociones sanas, lo otro no tendría sentido.

P.- Uno se cuida a uno mismo.

R.- Algo así, sí. Tu parte relacional cumple los deseos de tu parte individualizada.

P.- No sé si se enteró, porque probablemente quizás estuviera fuera de España cuando sucedió, de la polémica que rodeó hace unos meses ciertas declaraciones de la presentadora televisiva Samanta Villar.

R.- No, ni idea.

P.- Dijo humorísticamente que todas las madres han soñado alguna vez con tirar a sus hijos por la ventana y motivó con ello que otras mujeres manifestaran, más en serio, su sensación de hartazgo o de decepción con respecto a su propia maternidad. La virulencia con que se les afeó esa carencia de identidad relacional, llamándoselas egoístas cuando no malas madres, mujeres desnaturalizadas, etcétera, fue verdaderamente significativa de todo esto que estamos hablando.

R.- Es que la maternidad, el lugar reproductivo, sigue siendo el principal deber de toda mujer. A una mujer se le pueden perdonar otras cosas, pero no se le perdona que no quiera ser madre.

P.- Otro de los factores que fueron ahondando la individualidad masculina fue la escritura, que hizo que el saber no se transmitiera a través de la reunión con otros semejantes sino del recogimiento y la abstracción. Según explica en el libro, la aparición de la escritura trajo consigo la de una intensa misoginia en la Grecia clásica, algo que no sucedía antes.

R.- La escritura disparó la individualidad masculina, sí, porque la escritura te permite ampliar muchísimo el número de fenómenos que entiendes a través de la razón; mete muchos más fenómenos dentro de tu campo de comprensión. Es como lo de los mapas: te mete todo un mundo en la cabeza a pesar de que no lo hayas conocido en persona. Nosotros sabemos lo que pasó en el 500 antes de Cristo pese a evidentemente no haber estado allí, y sabemos lo que pasa con los avestruces aunque nunca hayamos visto un avestruz. El problema es que en la Grecia clásica, la escritura era un instrumento que sólo utilizaban los hombres: a las mujeres se les impedía que lo utilizaran precisamente para garantizar que siguieran en el lado relacional. Los hombres se individualizaron muchísimo de golpe —pensemos en todos los filósofos griegos—, pero sucedió lo que comentábamos antes: cuanto más se individualizaban, más necesitaban que alguien les cubriera lo emocional, pero a la vez más despreciaban aquello que se alejaba de eso que ellos valoraban ahora más. Y sí, efectivamente, la literatura griega clásica desprende una misoginia muy intensa.

P.- Ya adelantó algo de ello al principio de esta entrevista, pero no quisiera dejar de abordar en profundidad la fuerte crítica de la Ilustración que La fantasía de la individualidad también contiene. «La Ilustración se está desmoronando porque fue diseñada conforme a la convicción falsa de que el individuo puede concebirse al margen de la comunidad y que la razón puede existir al margen de la emoción», dice.

R.- Sí, sí. Kant decía «Sapere aude», «Atrévete a saber». La Ilustración idealizó completamente la razón como instrumento que nos permite controlar el mundo, y paralelamente consideró que todo lo que tiene que ver con lo emocional es superchería, brujería o salvajismo. Y eso se sigue pensando hoy. El hombre —el hombre varón— que es capaz de dirigir a la sociedad es aquél que no se deja llevar por sus emociones; aquél en cuyas decisiones la emocionalidad no juega un papel.

P.- ¿La Ilustración no fue un corte, como nos ha solido gustar verla, sino la culminación de todo ese proceso de varios milenios de duración del que hemos venido hablando?

R.- Exactamente. Fue la puesta en el nivel del discurso de toda una ideología que venía gestándose a través del desarrollo de la individualidad masculina dependiente. Para mí, la Ilustración es la expresión del orden lógico que tenían aquellos hombres. Yo soy muy crítica con la Ilustración, sí, y cuando lo digo la gente me suele replicar que la Ilustración sacó a la sociedad de la manipulación de lo mítico y lo religioso; que acabó con las supersticiones. Y sí, es verdad. En ese sentido, viva la Ilustración. Viva esa individualidad que, conseguida a través de la escritura fundamentalmente, te hace dejar de estar sometido y creer que eres el dueño de tu destino. Viva esa forma de identidad. Lo que yo critico es que eso se consiguió a costa de negar que necesitamos lo comunitario, lo vincular, lo emocional; que también es imprescindible lo relacional. Yo no digo que la individualidad sea mala, todo lo contrario: es imprescindible para no estar subordinado a nadie. Lo que digo es que sin la identidad relacional no puede sostenerse.

P.- Usted reivindica un feminismo postilustrado que, frente al de la diferencia, pero también al de la igualdad, reivindique por igual razón y emoción, no sólo una de las dos cosas.

R.- Exacto, porque creo que ambos feminismos han idealizado o se han basado en sólo una parte de lo que nos hace humanos. El feminismo de la igualdad entiende que las mujeres tienen que luchar por construir su yo individual siguiendo las pautas de la Ilustración y el de la diferencia idealiza la parte relacional y esencializa a una mujer madre y más apegada a la naturaleza. Yo creo que para que el feminismo pueda realmente transformar la sociedad, tiene que juntar las dos cosas.

P.- Otro hijo indeseable de la Ilustración que usted señala en el libro es nuestra creencia de que los elementos que conforman la realidad pueden desligarse unos de otros, como las piezas de las máquinas. Contra esta idea suelen clamar los ecologistas.

R.- Eso es lo que hace el pensamiento positivista, científico, cartesiano que tenemos, sí. Lo explicaba muy bien Mary Midgley: nosotros hemos heredado un modo de pensar la sociedad que viene de la mecánica de funcionamiento de los relojes del siglo XVII y según el cual la sociedad consiste en una serie de elementos engranados entre sí —cuando se mueve uno se mueven todos los demás— pero que no dejan de ser piezas separadas.

P.- Y reemplazables por nuevas piezas exactamente iguales.

R.- Exacto. Frente a eso, a mí me interesa mucho la teoría de la complejidad del filósofo francés Edgar Morin. Morin dice que la interrelación entre las partes transforma a las propias partes; que el mundo no es un reloj en el que cada pieza se mueve con las demás pero se mantiene siempre tal y como es. Es algo difícil de explicar con los vocabularios y las lógicas al uso, pero pensemos, por ejemplo, en la atmósfera y el océano y en que hay gente que se dedica a la meteorología y gente que se dedica a la oceanografía. ¿Acaso se puede explicar la atmósfera sin entender sus dinámicas de intercambio de energía, de calor, etcétera, con el océano? Y al revés: ¿se puede explicar el océano sin entender la atmósfera? No, todo es un mismo fenómeno que interacciona consigo mismo y en el que lo que le pasa a una parte le pasa a la otra, y al transformarse la una se transforma la otra. Con los seres humanos sucede lo mismo: estamos en constante interacción con otros seres humanos, con la naturaleza e incluso con el aire que respiramos. La teoría de la evolución de Darwin decía que la naturaleza selecciona al más apto, y estamos acostumbrados a entender que los árboles con copas altas seleccionaron a la jirafa, pero la cosa no funciona exactamente así. La naturaleza no es un marco externo, sino que está creada por un montón de organismos vivos en constante interacción y que se transforman mutuamente.

P.- La naturaleza no nos transforma, sino que nosotros transformamos a los demás seres vivos en tanto parte de la naturaleza y somos a la vez transformados por ellos.

R.- Claro, claro.

P.- Del libro también es muy interesante la parte en la que explica por qué los conventos, frente a lo que solemos pensar, constituyeron durante mucho tiempo espacios de libertad para muchas mujeres que se hacían monjas para huir del obligado camino del matrimonio.

R.- Sí. En el Renacimiento, los conventos eran el único espacio en que se permitía a las mujeres leer y escribir, y por lo tanto espacios de individualización. Sucede lo contrario de lo que pasa ahora: el convento era entonces para las mujeres un espacio más individualizado que la sociedad, mientras que hoy la sociedad está mucho más individualizada y los conventos representan pura identidad relacional. Claro, esto tenía un inconveniente, que era que los conventos impedían la reproducción biológica y social de ese tipo de mujeres. Se las encerraba y no sólo se les impedía que tuvieran hijas que reprodujeran el modelo, sino también que se las tuviera a ellas mismas como modelo social. También es interesante estudiar la historia de la Iglesia y ver cómo los conventos acabaron teniendo que obedecer las reglas y a las autoridades masculinas y cómo, cuando las mujeres empezaron a entrar en masa en ellos —en muchos casos, mujeres viudas de familias ricas que se trasladaban con sus trajes y sus criadas—, se les empezó a poner rejas, cosa que nunca ha pasado con los conventos masculinos.

P.- Sostiene al final del libro que, cuando una mujer accede al poder sin poner en cuestión la lógica que lo sostiene, no transforma, sino que refuerza el orden social al que cree combatir, perpetuando la subordinación de las demás mujeres.

R.- El hecho de que haya más mujeres en el poder no acaba de por sí con el orden patriarcal, no, porque en muchos casos esas mujeres aceptan la lógica del poder masculino y de la individualidad dependiente y suscriben que lo único que importa es la tecnología, el poder y el cambio en lugar de dar importancia a todo lo que tiene que ver con lo relacional y lo comunitario. Y así lo único que hacen es insistir en la lógica de lo patriarcal. No porque tengas un cuerpo de mujer vas a hacer una política a favor de la igualdad. Para combatir de verdad el orden patriarcal haciendo políticas distintas tienes que ser consciente de en qué consiste ese orden y la lógica económica y social que lo rige, que es la capitalista.

P.- «Por más importante y necesaria que sea la lucha por cambiar las leyes y por conseguir que un número creciente de mujeres accedan al poder, la desigualdad se mantendrá con toda su vigencia si no se combate en otro nivel, intentando sacar a la luz lo que el discurso social niega, aquello que las personas hacen sin saber que lo hacen», dice.

R.- Eso es. Hay que sacar a la luz que lo comunitario, lo emocional, etcétera, es fundamental para que se sostenga el orden actual. Mientras no saquemos eso a la luz, mientras no digamos que eso es imprescindible para que se sostenga lo individual, no le haremos ningún daño al patriarcado. De nada sirve una ley que intente que haya más mujeres en los consejos de administración si no se promulga otra que reduzca las jornadas de trabajo de los hombres de tal manera que las mujeres no tengan que estar compaginando las dos cosas. Si seguimos obligando sólo a las mujeres a que se ocupen a la vez de lo individual y de lo relacional, de nada va a servir esa ley de inclusión de mujeres en los consejos de administración, porque no vamos a tener mujeres candidatas a entrar en ellos. A eso es a lo que yo me refiero.

P.- Hablábamos al principio de esta entrevista del concepto de arqueología de la identidad, pero no le pregunté qué métodos y técnicas sigue un arqueólogo de la identidad. ¿Qué registro arqueológico deja algo tan evanescente como la identidad?

R.- Alguno deja. Por ejemplo, hacia el 2500 antes de Cristo, el registro arqueológico europeo nos muestra que algunos hombres se empiezan a vestir distinto de su propia comunidad: ya no se ponen todos un identificador étnico en la oreja o en el labio, como los cazadores-recolectores, sino que los hombres con poder empiezan a tener una vestimenta propia. Pero también nos muestra que en todos los lugares de Europa donde aparecen jefes, esos jefes se visten igual. Todos tienen la misma apariencia; todos tienen un mismo ajuar de lujo, objetos de marfil, oro y cobre, cerámica campaniforme…

P.- Había una Internacional de jefecillos.

R.- Algo así (risas). Bien, ¿qué está pasando aquí? Pues está pasando —y eso es lo que permite detectar la arqueología de la identidad— que en la Edad de los Metales los hombres se empiezan a diferenciar de su grupo sólo a condición de identificarse con otros hombres de otros grupos. Palian un déficit de identidad relacional en su propio grupo, del que intentan diferenciarse, con esa identificación con los jefes de otros grupos. La arqueología tradicional sólo reconoce lo que tiene que ver con la individualidad, mientras que la de la identidad pone peso también en lo que tiene que ver con la relacionalidad, que es algo que no nos habían enseñado a mirar.

P.- En arqueología de la identidad, ¿primero se formula una teoría estudiando comunidades prehistóricas actuales y luego se busca el registro arqueológico de sociedades pasadas que la acredite?

R.- Antes de contestarte, permíteme que te haga una advertencia: nunca, nunca hables de sociedades prehistóricas actuales (sonríe). Llamarlas prehistóricas, decir que «están todavía en la prehistoria», es participar plenamente del pensamiento evolucionista; de esa idea de que unos pueblos están más atrasados que otros. El evolucionismo proyecta nuestra forma de entender el mundo a todos los grupos humanos y dice: «Huy, si estos grupos no manejan metales, es que están más atrasados que yo». No es así. Los cazadores-recolectores son sociedades absolutamente contemporáneas y tan complejas como las nuestras: simplemente se organizan de otra manera. Lo digo en el libro: todas las formas de identidad son igualmente operativas, porque todas tienen la función de darte la sensación de que estás segura en el mundo y de que vas a sobrevivir. Pero bueno, dicho esto, sí, lo que yo hago es observar sociedades de cazadores-recolectores actuales y, una vez me han quedado claras las lógicas estructurales que las caracterizan a todas —por ejemplo, la de que no entienden el espacio como lo entendemos nosotros, porque no tienen mapas—, puedo pensar sin miedo a equivocarme que esas mismas lógicas ya existían en las sociedades de cazadores-recolectores del pasado. Yo estoy completamente segura de que los cazadores-recolectores del Paleolítico creían en mitos, porque no tenían desarrollo de la razón y la ciencia. ¿En qué mitos creían? Eso ya no lo sé.

P.- ¿Sucede con el evolucionismo algo parecido a lo que con ese Dios al que creamos a nuestra imagen y semejanza para luego pasar a entender que había sido él el que nos había creado a nosotros? ¿Desarrollamos una escala que nos coloca en su cúspide sin darnos cuenta del sesgo autocelebratorio con el que la creábamos?

R.- Exacto, exacto, así es.

P.- Volvemos a la lógica religiosa que hay detrás de la ciencia en muchas ocasiones.

R.- Sí, sí.

P.- En el libro también sostiene que la historia no es un relato más complejo que el mito, ni más objetivo.

R.- Sí. Yo, cuando hablo de mito, no hablo de una cosa que es mentira frente a la ciencia que es verdad, sino de un conocimiento que se adquiere con la emoción en lugar de con la razón y que está en relación con los fenómenos cuya dinámica no podemos explicar a través de dinámicas causales. El mito es una forma de conocimiento absolutamente poderosa, y ese conocimiento que proporciona es incluso más verdadero que el que proporciona la historia, porque no se puede falsear con datos empíricos y, además, dota de sentido y de seguridad a la persona que cree en él. Es la verdad y el conocimiento de la fe. Si una persona deja de creer en una verdad mítica, su vida cambia de sentido, mientras que no sucede lo mismo con la verdad y el conocimiento científico, que es el de la historia. Son dos tipos de conocimiento que siguen pautas estructurales diferentes. El del mito se asocia a la identidad relacional y el de la historia a la individualidad. Pero ambos se construyen desde el presente y sirven para legitimar el presente. De hecho, cuando se mira al pasado con una mirada que interroga de forma diferente (como sucede con la historia feminista, que intenta visibilizar y entender el papel y la función de las mujeres) se construye un pasado que tiene matices, dinámicas y realidades también diferentes. Ambos, mito e historia, son los dos principales discursos de legitimación que han tenido las sociedades humanas. Es necesario creer al menos en uno de ellos, porque nos da razón de lo que somos y de cómo hemos llegado aquí. Pero no dejan de ser mecanismos de identidad; maneras de neutralizar la angustia y la desorientación que nos produce la constatación de nuestra esencial impotencia y pequeñez en un universo que nos supera en todas sus dimensiones.


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Almudena Hernando (Madrid, 1959)

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