Sucedió el 11 de abril de 1983 en el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles. Llegaba el momento de entregar el Oscar a la Mejor Película Extranjera y, con él, la gran sorpresa: la academia hollywoodiense dictaminaba que el largometraje que más méritos acreditaba para llevarse aquel año el galardón era Volver a empezar, del director José Luis Garci. Todavía se emiten de vez en cuando las imágenes que muestran al titubeante cineasta pronunciando, en un inglés confuso, su discurso de agradecimiento. Fue, ciertamente, un hecho histórico: por primera vez, una producción española lograba una de las distinciones más codiciadas del séptimo arte. El periodista Ladislao de Arriba contó en alguna ocasión que, en los corrillos previos o posteriores a la gala, algunos prebostes del celuloide estadounidense le preguntaban al director dónde había encontrado las localizaciones para aquella película en la que se narraba el regreso a su tierra natal de un exiliado. Él respondía orgulloso: «Es el pueblo de mi padre».
El Oscar a Volver a empezar se vivió en Gijón con más intensidad que en ninguna otra parte porque todo su metraje era un indisimulado festejo de la ciudad, del Campo Valdés al lavadero de Deva, pasando por el mismísimo estadio del Sporting. Sus fotogramas también hacían incursiones por algunas de las postales turísticas más recurrentes de Asturias, como los lagos de Covadonga o el puerto de Cudillero, y su historia entroncaba con el imaginario sentimental de la generación que, tras sufrir la guerra, tuvo que poner tierra de por medio, bien para salvar la vida o bien para vivirla con la merecida dignidad. No es una gran película y el paso del tiempo ha impregnado sus secuencias de una pátina entre dulzona y kitsch, pero sigue siendo una producción digna y es inevitable que, cada vez que se habla o se escribe a propósito del «cine asturiano», salga su título a colación.

He querido empezar con ese ejemplo, y he querido entrecomillar la expresión «cine asturiano», porque siempre conviene acotar el tema sobre el que se habla y porque, con frecuencia, al abordar ese fenómeno se consideran en igualdad de condiciones películas que, en realidad, responden a motivaciones muy diversas. Por lo general, se reúnen bajo ese epígrafe tanto las películas que simplemente han optado por emplear como localización los paisajes asturianos, bien sea total o parcialmente, como aquellas que responden a una inquietud profunda acerca de las circunstancias y la idiosincrasia de la tierra. El caso de Volver a empezar podría servir, con matices, de punto intermedio. Bien es cierto que su argumento responde a un tema universal como es el del regreso, presente en nuestras narrativas desde Homero, pero también que las particularidades que arroja el guion hacen que entronque de una manera singular con la casuística asturiana, al ser bien familiares en la región las circunstancias de quienes cayeron derrotados en la Guerra Civil o vieron sus trayectorias condicionadas, cuando no directamente frustradas, por la dictadura franquista. El ejemplo de Garci resulta aún más elocuente por cuanto los rodajes en Asturias han venido siendo una constante en su carrera, casi siempre con producciones —Asignatura aprobada, You’re the one, Historia de un beso, algunos capítulos de la injustamente olvidada serie Historias del otro lado— que se limitaban a emplear las tierras asturianas como telón de fondo, sin que su idiosincrasia influyera en su desarrollo de manera esencial. Ocurre de igual modo con otro cineasta de raíces asturianas, el ovetense Gonzalo Suárez, que siempre ha sentido predilección por las luces y las sombras de estos pagos a la hora de ambientar sus películas, entre las que cabe mencionar Epílogo, Morbo, Remando al viento, Mi nombre es Sombra o la muy singular Aoom, que tras el fracaso sonado de su estreno bien merecería una profunda revisión que desvelara sus muchos hallazgos y su osadía casi inverosímil.

En realidad, al referirnos a estas cintas no hacemos más que enumerar los primeros ejemplos, valga decir pioneros, de esa estrategia turístico-empresarial que consiste en «vender» Asturias como plató, incidiendo en las posibilidades fílmicas —entendidas desde un criterio estrictamente estético— que ofrece esta porción de territorio asomada al Cantábrico. Es la línea que han seguido obras tan recientes, y en algunos casos tan aclamadas, como La gran aventura de Mortadelo y Filemón (Javier Fesser, 2003), El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007), Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008), la esperada serie La Zona (Alberto y Jorge Sánchez-Cabezudo, 2017) o la inminente El secreto de Marrowbone, debut en la dirección de largo aliento de Sergio G. Sánchez, que antes de triunfar como guionista (El orfanato, Lo imposible, Palmeras en la nieve) ya había dado muestras de su buen hacer en los cortometrajes 7337 y Temporada baja. Hubo, hay que advertirlo, precedentes ilustres. No podríamos hacer un repaso de las películas rodadas (ambientadas) en Asturias sin mencionar Marianela (Benito Perojo, 1940), Porque te vi llorar (Jaime de Salas, 1941), Cariño mío (Rafael Gil, 1961) o la magnífica Los peces rojos, dirigida en 1955 por José Antonio Nieves Conde y considerada hoy todo un clásico, por derecho propio y con total merecimiento, del cine negro español.
No está claro, sin embargo, que todas esas películas, aun rodándose en Asturias, se puedan interpretar como parte de un «cine asturiano» que, de acuerdo con su propia denominación, debería poner más acento en la región, sin limitarse a utilizarla como un mero telón de fondo. No es un juicio que parta de la reivindicación, sino más bien fundamentado en la evidencia de que sí existen producciones que, desde antiguo, han intentado explicar o retratar los entresijos de la identidad y la historia asturianas empleando técnicas y ópticas bien diferentes, pero orientadas siempre a arrojar una visión sobre los tópicos y las complejidades de la tierra. La Vista de un rompeolas tomada desde Santa Catalina y la Vista del Campo Valdés, tomada a la salida de la misa de 12 de la iglesia de San Pedro, rodadas respectivamente en agosto y septiembre de 1897 por César Marqués y Alessandre de Azebedo, bien podrían considerarse los episodios preliminares de una historia que tendría su primer capítulo en Robo de fruta (Javier Sánchez Monteola, 1905), la primera película con argumento de cuantas se rodaron en Asturias y en la que aparecían populares personajes del Somió y el Viñao de la época. El periodo de esplendor se viviría en la década de 1920, con obras como las Vistas de Asturias que se exhibieron en el Centro Asturiano de Buenos Aires allá por 1924 o el documental Asturias, producido por el comité ejecutivo de la Feria de Muestras y que a lo largo de casi dos horas de metraje recogía el viaje del entonces Príncipe de Asturias por la región. El nacimiento de las primeras productoras autóctonas —Azeta Film y Asturias Film— permitió alumbrar proyectos más ambiciosos. Fue el caso de Cuento de lobos (Romualdo Alvargonzález) o Bajo las nieblas de Asturias (Manuel Noriega), estrenadas ambas en 1926. Mieres del Camino (Juan Díaz Quesada, 1928) acaso sea el filme más paradigmático de esa época, por cuanto documenta los inicios de la industrialización en el corazón de la cuenca minera al tiempo que esboza una trama de consumo fácil, pero en cuyo trasfondo laten las diferencias de clase y la desconfianza de los viejos propietarios hacia los integrantes de la nueva clase obrera.
Nada que ver, como es lógico, con las películas que empezaron a exhibirse en las salas una vez finalizada la Guerra Civil y en las que se presentaba una Asturias tamizada por los filtros del nacionalcatolicismo, esto es, con las veleidades reivindicativas de los obreros convenientemente reeducadas por la doctrina vencedora en el conflicto. Así sucede en Las aguas bajan negras (José Luis Sáenz de Heredia, 1948), adaptación de la célebre novela La aldea perdida, de Armando Palacio Valdés, o en la recurrente Jandro (Julio Coll, 1964), que reduce la vieja épica minera a melodrama. El mundo del mar también quedaría reflejado en las producciones de la dictadura: se estrenaron Con la vida hicieron fuego (Ana Mariscal, 1958), sobre una novela de Jesús Evaristo Casariego, o El Cristo del océano (Ramón Fernández, 1971), una especie de Marcelino pan y vino trasvasado a la villa y puerto de Cudillero. La obra del escritor más ilustre de cuantos vivieron y escribieron en Asturias, Leopoldo Alas Clarín, conoció en aquel periodo su primera traslación al lenguaje del celuloide gracias a Pedro Mario Herrero, que en 1969 tradujo a imágenes las páginas del relato Adiós, Cordera. Poco después, a las puertas de la transición, el mismo autor caería en las sabias manos de Gonzalo Suárez, que lograría en La Regenta (1974) una más que aceptable versión de una de las obras maestras irrenunciables de la literatura española.
Ya en democracia, llegaría a las pantallas una producción que constituye, aún hoy, una auténtica rareza: el largometraje El vivo retrato (Mario Menéndez, 1986) salió adelante con financiación netamente asturiana y planteaba una originalísima trama de ciencia-ficción con escenario en Avilés y presencia de algunas de las figuras más paradigmáticas de los ámbitos social y cultural de su tiempo. Con todo, sería en la década siguiente —que vería en 1995 una nueva adaptación de La Regenta, ésta a cargo de Fernando Méndez Leite para TVE— cuando eclosionaría lo que algún crítico llamó «nuevo cine asturiano» y que aglutinaría a unos cuantos nombres que, formados en plena concepción y desarrollo del Estado de las Autonomías, hizo suyas las vocaciones e inquietudes del territorio hasta acabar trasladándolas a la gran pantalla. Se trata de una línea que quedó abierta entonces, que continúa en marcha hoy y que tuvo como gran acicate el Festival Internacional de Cine de Xixón, que con la llegada de José Luis Cienfuegos supo volver la vista hacia lo que sucedía de puertas adentro al mismo tiempo que ponía en conexión esas miradas autóctonas con las perspectivas que llegaban desde más allá de las montañas asturianas y las fronteras españolas. Puede que, sin proponérselo, hiciera de pionero José Antonio Quirós, que tras rodar un documental sobre las viudas de los mineros muertos en 1995 en el accidente de Nicolasa (Solas en la tierra, 1996), intentó aproximarse desde el humor a aspectos tan arraigados en la actualidad asturiana como las prejubilaciones en el sector hullero (Pídele cuentas al rey, 1999) o los riesgos contaminantes de la industrialización (Cenizas del cielo, 2008). Sería la siguiente generación la que profundizara en ese abordaje de la realidad más acuciante, a ritmo de veinticuatro imágenes por segundo, con una propuesta que, sin renunciar a ninguna seña de identidad —fueron muchos los que comenzaron a emplear de manera perfectamente normal la lengua asturiana en sus creaciones—, entroncaba con las nuevas corrientes europeas y ponía a los cineastas autóctonos a dialogar de tú a tú con otros colegas a escala internacional.
Destaca el nombre de Ramón Lluís Bande, que acredita una sólida trayectoria en la que desde bien temprano comenzó a centrarse en lo que luego se llamó memoria histórica con títulos hoy ineludibles (Estratexa, De la Fuente, El Paisano. Un retratu colectivu) y que ha tenido sus últimas entregas en las portentosas Equí y n’otru tiempu (2014) y El nome de los árboles (2015). No ha sido el único que ha encontrado en la problemática memoria de su tierra, y en sus implicaciones en el presente, la materia prima con la que nutrir unos trabajos que van más allá de la mera narratividad para constituir, en ocasiones, discursos digresivos en los que el pasado proyecta un interrogante nada halagador hacia el presente. En la misma línea propuesta por Bande, cabe mencionar el espléndido documental L’escaezu, dirigido por Lucía Herrera y Juan Luis Ruiz en 2008 y en el que se desempolva la historia de los niños evacuados en septiembre de 1937, al término de la Guerra Civil, desde el puerto de El Musel con dirección a la Unión Soviética. Inquietudes muy similares han guiado a Alberto Vázquez García, que en 1965. Asaltu a la comisaría de Mieres recupera uno de los episodios más conocidos y peculiares del movimiento antifranquista en la cuenca minera.
El carácter industrial de Asturias —con todo lo que implica en lo que se refiere al tejido social— su decadencia y las sombras que planean sobre el porvenir desde que empezaran a darse los controvertidos procesos de reconversión, ocupa el otro gran eje temático del nuevo cine asturiano. Si los documentales en torno a la Guerra Civil, el franquismo y la represión inciden en la derrota política padecida tras el derrumbe del frente norte en 1937, los que exploran las vertientes socioeconómicas de las últimas décadas no hacen más que poner el foco en lo que se percibe de forma unánime como otra derrota, ésta económica y sindical, que ha llevado a un replanteamiento, en ocasiones demasiado brusco, de las señas de identidad de la región. Una de las crisis más gruesas y acuciantes, la de la minería, fue espléndidamente abordada por Marcos Martínez Merino en su ReMine (2014), que se centra en la gran huelga de la primavera de 2012 para trenzar un canto elegiaco a una épica en vías de extinción. Otra protesta —en este caso siderúrgica—, la de los trabajadores de Duro Felguera a mediados de la década de 1990, protagoniza la modélica Resistencia (Lucinda Torre, 2006), y la problemática del sector naval halló su plasmación en El astillero (disculpen las molestias), dirigida en 2007 por Alejandro Zapico. En la reciente Campaneros (2014), Isaac Bazán descubre el reverso hostil de las campanas de aire comprimido que se emplearon en los cimientos de la factoría avilesina de Ensidesa. El mundo de la pesca encontró fiel reflejo en Proa al norte (2004), de Óscar Fernández.

Hay una tercera vía, de raigambre más humana o sociológica, que se adentra en los significados que tuvo y tiene el hecho de vivir en Asturias, cuya situación periférica ha llegado a provocar en ocasiones cierta sensación de aislamiento o marginalidad. Así, Gonzalo Tapia recupera en Los Victorero (2003) la historia de una familia de Lastres tan extraña como importante para el devenir de su pueblo, y en La extraña elección (2014) Carmen Comadrán se ocupa de las motivaciones que llevan a las personas de hoy a buscar su hábitat en los pueblos de ayer. El tema del regreso a las raíces fue explorado con gran sutilidad por Elisa Cepedal en su cortometraje Ay Pena (2011). Merece especial detenimiento el proyecto personal de Luis Argeo, embarcado desde hace años en el estudio de la emigración asturiana a Norteamérica, investigación que ha arrojado hasta la fecha resultados más que estimables, como AsturianUS (2006) o Un legado de humo (A Legacy of Smoke) (2015), dirigida en colaboración con James Fernández.
Pero aunque el documental haya adquirido un peso específico en el panorama de esto que hemos dado en llamar cine asturiano, también la ficción ha venido dejando huellas esporádicas, pero constantes. Cabe recuperar los dos nombres que trajimos a colación al inicio de esto artículo, ya que en los últimos años ambos rodaron en Asturias películas que iban más allá del mero uso de la región como escenario, en tanto que adaptaban o revisitaban obras de autores autóctonos, imprimiendo una nueva mirada sobre ellas. José Luis Garci estrenó en 2007 el largometraje Luz de domingo, sobre la novela homónima de Ramón Pérez de Ayala, y ese mismo año Gonzalo Suárez presentaba Oviedo Express, que en una doble pirueta proponía una revisión de su propia Regenta y de la que, con dos décadas por en medio, dirigiera Méndez Leite. También ese año llegó a las pantallas otra película que suponía el debut en el largometraje de un director que hasta entonces se había fogueado como cortometrajista y responsable de los guiones de algunas series de éxito en las televisiones estatales. Se trata de La torre de Suso, en la que Tom Fernández mira hacia la crisis de los valles mineros con una perspectiva humorística y tierna que no rechaza los grandes dramas humanos que conocieron las cuencas durante las dos últimas décadas del siglo pasado. Unos años después, Fernández regresaría con ¿Para qué sirve un oso? (2011), donde el humor se alía con una seria preocupación medioambiental.
Por el peso específico de sus producciones, y por el prestigio que han venido adquiriendo determinados nombres propios, cabría hacer un pequeño excurso para referirnos no al cine rodado en Asturias ni a esto que hemos dado en llamar «cine asturiano», sino a los cineastas que, nacidos o formados en la región, han encontrado el objetivo de su inspiración lejos de su tierra o abordado temas que no se relacionan específicamente con ella. Debemos referirnos, en este apartado, a Writing Heads. Hablan los guionistas (Alfonso S. Suárez, 2013), Se dice poeta (Sofía Castañón, 2014), Home movie (Mark J. Ostrowski, 2014), To shoot an elephant (Alberto Arce, junto con Mohammad Rujailah, 2009) o No Jungle! (Carmen Menéndez, 2017), galardonado recientemente con el premio CIMA a la Mejor Cineasta en el Festival de Cine Documental de Cádiz-Algeciras.
Sea como fuere, del inventario desarrollado hasta aquí, por fuerza incompleto aunque creo que significativo, sólo cabe deducir que tanto el cine rodado en Asturias como el cine netamente asturiano parecen gozar de buena salud. La revigorización del Festival Internacional de Cine de Xixón, la programación cinematográfica del Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer y el reciente nacimiento de Laboral Cineteca pueden marcar los ejes de una interesante línea de desarrollo en la que sería deseable una mayor implicación de la Radiotelevisión del Principado de Asturias. De momento, hay que esperar para saber qué dan de sí las dos últimas producciones que han escogido la región como telón de fondo y tema. Una de ellas, Bajo la piel del lobo (Samuel Fuentes), se inspira en la dura vida en los montes del Suroccidente. La otra, Enterrados (Luis Trapiello), se centra en los pormenores de un accidente minero. Está claro que, pese a las dificultades y a unos apoyos que no siempre son todos los firmes que se desearía, la vida se abre camino y las cámaras siguen rodando.
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