/ por Gerardo Vilches /

David Sánchez
Editorial Astiberri, 2017 (2ª edición)
Cartoné 19 x 26 cm, 120 páginas, 20.00 €
Si hay un artista en el cómic español del que pueda decirse que tiene un mundo propio e inimitable ese es David Sánchez (Madrid, 1977), un autor de los pocos «verdaderamente originales», como afirma Santiago García en la contracubierta del último libro de Sánchez, Un millón de años. Sus anteriores obras —No cambies nunca (Astiberri), La muerte en los ojos (¡Caramba!) y Videojuegos (Astiberri)— aparecieron en 2012, año al que siguió un llamativo silencio de casi cinco años, en los que el autor consolidó una fructífera carrera en el campo de la ilustración: sus diseños y cubiertas para Errata Naturae son, quizá, su trabajo más reconocible. Pero algo ha impulsado a David Sánchez a volver a dibujar una novela gráfica, y, desde luego, el tiempo que hemos tenido que esperar aquellos que disfrutamos sus anteriores trabajos ha merecido la pena.
Es significativo que hablemos ahora de la originalidad inclasificable de Sánchez, un autor al que siempre se le han atribuido influencias: Daniel Clowes, Charles Burns, David Lynch… Estos tres genios desfilaban por cada reseña de cada nuevo cómic de Sánchez que aparecía en el mercado. Yo mismo he caído en lo que ahora considero un error o, al menos, una verdad no tan evidente y muy matizable. Porque, visto en retrospectiva, su ópera prima, Tú me has matado (Astiberri, 2010), ganadora del Premio al autor revelación del Saló del Cómic de Barcelona, tenía en realidad una influencia más bien epidérmica, ciertas similitudes estilísticas y un gusto por lo bizarro y la narración no lineal. Pero las semejanzas que encontrábamos se debían, creo, más al aún incipiente desarrollo de la voz de Sánchez —plasmado en una obra muy prometedora pero todavía irregular— que a una verdadero intención de imitación por su parte. La evolución posterior del autor demuestra que aquella obra fue, más bien, el primer paso en un camino propio. Y esa búsqueda es, como cualquier búsqueda artística, algo que va más allá de la técnica, aunque haya una progresión evidente en este campo: Sánchez ha pulido su línea, la ha afilado, y aunque sigue siendo totalmente cerrada y limpia, la ha vuelto un poco irregular y temblorosa, lo justo para dotar de una cualidad ligeramente más orgánica a su dibujo. Pero, decía búsqueda es sobre todo interior. Una búsqueda de temas propios, y de la forma de abordarlos y de exponerlos. Sánchez nunca ha querido contarnos una historia, pero siempre nos ha dicho mucho más de lo que nos dicen casi todas las historias, si entendemos como tales a los relatos cerrados, con su inicio, su nudo y su desenlace. Nada empieza ni termina nunca en un libro de Sánchez.Pero incluso aunque parezca que en su primer trabajo ya rompía con las normas clásicas del relato, lo cierto es que en su camino se ha ido despojando aún de muchos convencionalismos. los diálogos de influencia cinematográfica que encontrábamos en Tú me has matado, la plantilla de viñetas casi invariable… todo ha ido transformándose en otra cosa, aunque, superficialmente, parece aún convencional, ya que no hay grandes experimentos gráficos en Un millón de años.
En este cómic cualquier referencia reconocible desaparece casi por completo, a excepción de algunos elementos tecnológicos, como un teléfono o una taladradora. En lugar de una ambientación minuciosa, lo que tenemos es un desierto, un (no) lugar atemporal, situado hace un millón de años o dentro de un millón de años —es lo mismo: el tiempo es circular, recuerden—, un desierto azotado por el viento y aplastado por cielos sobrecogedores, de colores inmaculados y sin degradados, colores sobrios pero expresivos, propios de una paleta parca, de poca variedad en cada página, que recuerdan, lejanamente, a una de las influencias de juventud de Sánchez, Moebius. El resultado es un mundo aséptico, sin apenas mácula, que deja todo expuesto, al igual que el propio estilo de dibujo. En Un millón de años no hay nada entre las sombras; todo se ve, sabemos en cada momento qué está pasando. De hecho, Sánchez no nos deja mirar hacia otro lado. Ninguna muestra de violencia queda fuera de nuestra vista y cada detalle es dibujado con el mismo tono quirúrgico.
Exponiendo ese nivel de significado evidente de un modo tan claro —esto es: aquí vemos a un padre y a un hijo caminando por el desierto, allá a una anciana le están abriendo las tripas, etcétera—, David Sánchez captura nuestros sentidos. Lo raro no es el cómo, sino el qué. Y el por qué. El dibujo —digámoslo: ya sin anclaje alguno a cualquier referente; esto ya no se parece ni a la línea clara ni a Charles Burns, si lo hizo alguna vez— es una puerta hacia otros asuntos que no están a la vista, y que no vamos a percibir de un modo estrictamente sensorial. O racional.Por supuesto, se podría leer las diferentes piezas que conforman Un millón de años como una simple colección de historias fantásticas ambientadas en un mismo lugar. Pero existe un evidente hilo conductor que va más allá de lo incidental, que tiene que ver con Dios. O, más precisamente, con la relación que el ser humano establece con Dios, lo que, tal vez, sea lo mismo. Porque la divinidad, lo sublime, es inaprehensible, «algo que nuestra mente jamás podrá comprender», y lo único que podemos hacer es filtrarla a través de nuestros sentidos, intentar concebirla a partir de pequeñas fracciones —lo cual es paradójico: una pequeña fracción del infinito es infinita— o de avatares físicos, formas que adopta esa divinidad para presentarse ante sus creaciones. ¿Y con qué fin? Ésa es la clave de este libro, que nunca se resuelve de un modo obvio. Sólo cabe por nuestra parte dejarnos llevar, abandonarnos a la experiencia y sentir esa verdad profunda que busca Sánchez, y que no puede expresarse a través de las palabras.
En todas las historias contenidas en Un millón de años se reza. Siempre con un fin diferente, siempre de una forma distinta. Pero ese rezo hace que algo suceda, que un elemento altere la percepción y otorgue algún tipo de conocimiento a las desdichadas criaturas que vagan por el desierto. A veces buscan un sentido a la existencia, una trascendencia del cuerpo mortal, o alivio a su dolor terrenal y pasajero. Siempre obtienen algo diferente, como si Sánchez nos estuviera intentando advertir sobre los peligros de tratar con fuerzas que no se entienden guiados exclusivamente por nuestras apetencias humanas. Son los personajes ascetas, aquellos que han aceptado la muerte como un paso más en esa rueda de permanente transformación, los que logran acercarse más a dios, sea lo que sea dios.
A sus habituales recursos gráficos —el plano cenital para fijar nuestra mirada sin añadir artificialmente espectacularidad a una escena, el dibujo minucioso de objetos— se suma un uso atrevido de determinados patrones que recuerdan a la psicodelia, y que aparecen en momentos muy concretos. Utiliza, abundantes onomatopeyas, pero siempre de un modo convencional, con fines informativos, aunque en su asepsia están reforzando la de su dibujo. Los cartuchos de texto aparecen en momentos puntuales para ofrecer información convencional de carácter temporal, una función que han tenido siempre pero, a la que se le da un giro de tuerca: «En otro momento…» o «Poco tiempo después…» son enunciados sin verdadero significado, ya que no sabemos a cuánto tiempo exacto se refiere.
Un millón de años es, desde mi punta de vista, la mejor obra de Sánchez hasta ahora. Aquella en la que, gracias a que se ha despojado de lo accesorio, puede llegar mejor a lo trascendente. Sus páginas tienen una extraña y fría cualidad sensorial, casi pegajosa, que hace que muchas de sus imágenes vengan a nuestra mente horas e incluso días después de haberlas visto, como sucede con las visiones que provoca una droga alucinógena. Si leemos esta obra con la mente abierta, sin obsesionarnos con descifrarla, alcanzaremos a rozar con los dedos esa verdad inefable que David Sánchez ha contenido entre sus páginas y sus cubiertas, eso que ha obsesionado siempre a la humanidad y que encierra el secreto de nuestra trascendencia.
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