Entrevistas

Entrevista a Rosa María Cid, referente en la Historia de Género

Referente en el ámbito nacional de Historia de Género y co-responsable del programa de doctorado en Género y Diversidad de la Universidad de Oviedo.

«Los mitos clásicos legitimaban un orden patriarcal y configuraron imágenes de la mujer que siguen funcionando hoy»

Simone de Beauvoir decía que «no se nace mujer: se llega a serlo», y algo así le sucedió a Rosa María Cid López (Gijón, Asturias, 1956) con el feminismo: no nació feminista, sino que llegó a serlo a medida que fue comprobando que, así como a la altura de los años setenta la ciencia histórica se había abierto a toda una pléyade de nuevos sujetos, y aunque se hablaba y se reivindicaba a los obreros y a los esclavos en un ambiente de efervescencia progresista, no sucedía lo mismo con las mujeres, que seguían ocultas tras un muro milenario de crónicas patriarcales. Ese muro, a Cid se le fue rompiendo a base de leer entre líneas, de buscar nuevas fuentes, de interrogar las conocidas de nuevas formas. Le fue emergiendo así un mundo antiguo en el que Cicerón, Tácito y Suetonio no eran autoridades infalibles, sino hombres brillantes pero sujetos a poderosos sesgos misóginos; ni Cleopatra una caprichosa femme fatale, sino una mujer inteligente, astuta y fuerte que decidió gobernar en un mundo de hombres y emplear las armas a su alcance a fin de preservar la independencia de Egipto; ni la mitología griega un conjunto de historias hermosas, sino un sistema ideológico de sanción de un orden aristocrático y patriarcal. Hoy es una referencia nacional de la historia de género y una de las responsables del programa de doctorado en Género y Diversidad de la Universidad de Oviedo. En esta entrevista, que se celebra en su despacho del campus del Milán, entre pósteres a los que se asoman Simone de Beauvoir, la Gioconda y una meditabunda Penélope, se desgranan sus líneas de investigación, se relacionan con algunas cuestiones de actualidad y se arroja luz sobre el machismo que también impregna el mundo universitario y científico.


Pregunta.- ¿Qué fue antes para usted: la historia o el feminismo?

Respuesta.- Primero vino la historia. A mí familia le gustaba mucho el cine, y a mí, no sé por qué, me fascinaban las películas de romanos. Después tuve profesoras muy buenas en Enseñanza Media en relación con la Historia y el Mundo Antiguo, y siempre evoco dos figuras extraordinarias en este sentido que tuve la suerte de encontrarme en el instituto Doña Jimena de Gijón: Leontina Alonso Iglesias, que era profesora de Historia, y Nieves Álvarez, que era profesora de Griego. Ambas hacían unos seminarios los sábados a los que íbamos quienes queríamos y en los que debatíamos sobre temas diversos. Nieves era y es muy buena Filóloga, y no nos hablaba de los textos griegos, sino de la cultura griega que esos textos traslucían. Ella fue la primera persona a la que yo escuché hablar de las mujeres griegas. Y Leontina, que también nos daba Historia del Arte, a mí me descubrió una perspectiva de lo que significaba el arte totalmente distinta de la que yo tenía: el arte como manifestación de lo que interesa a una sociedad. Después decidí seguir con la Historia, y sobre esa base la Facultad, además de proporcionarme otros profesores extraordinarios que también me marcaron mucho, me hizo comprender que el trabajo del historiador, la importancia de conocer la realidad, no debía ser tanto entenderla como cambiarla.

P.- Aquello que decía Marx de que los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, cuando de lo que se trata es de transformarlo.

R.- Exactamente. Aquélla, además, era una época en la que esa visión era más necesaria que nunca. A mí me tocó ir a la universidad en los años setenta: entré en 1974 y finalicé la licenciatura en 1979.

P.- Los años nucleares de la Transición.

R.- Eso es. Estábamos en plena lucha antifranquista y democrática, y era una época muy ilusionante, muy esperanzadora, parecía que iba a cambiar todo. A nivel de formación, llegaba a ser hasta frustrante, estábamos todo el día en reuniones, asambleas, procesos de huelga… Y a clase íbamos poco, por lo menos en los círculos en los que yo me movía, que eran de gente con inquietudes. Pero esas inquietudes eran también culturales, estábamos todo el día recomendándonos libros, intercambiándolos y comprándolos en librerías como Ojanguren, en Oviedo, o Musidora, en Gijón. Y cuando un profesor nos recomendaba un libro, corríamos a hacernos con él. Uno que, por ejemplo, recuerdo que me marcó mucho fue Erasmo y España, de Marcel Bataillon, que nos recomendó Lola Mateos, una profesora que murió hace poco pero que en aquel momento era jovencísima y daba unas clases muy estimulantes. Aquel libro me descubrió una nueva forma de entender la historia moderna. Y luego teníamos de profesores a gente como David Ruiz, que había trabajado con Tuñón de Lara y conocía a Pierre Vilar y en aquel momento hacía una historia totalmente nueva, centrada en el movimiento obrero y los movimientos sociales. O a Julio Mangas, de Antigua, que a mí me marcó mucho y que trabajaba sobre los esclavos y las clases inferiores. Aquellos enfoques hoy suenan ya muy obsoletos, pero en aquella época eran muy novedosos.

P.- Era la época de los nuevos sujetos de la historia.

R.- Sí, sí: en el mundo contemporáneo, la clase obrera, y en el mundo antiguo, los esclavos.

P.- Y para la historia en su conjunto, las mujeres, ¿no es así?

R.- Qué va: las mujeres, nada. Había organizaciones feministas como AFA y empezaba a despuntar gente como Amelia Valcárcel, que era muy jovencita, pero esos movimientos y figuras eran casi exclusivamente estudiantiles. Entre el profesorado el feminismo era visto incluso con recelo, y sólo recuerdo a una figura que se preocupase por estas cosas: Teresa Meana, que hoy es muy reivindicada, pero en aquel momento era una especie de Pepito Grillo solitario. De hecho, yo no recuerdo que en la carrera nos hablaran jamás sobre mujeres. El único personaje femenino del que yo recuerdo que nos hablaran en la Universidad fue Isabel II de Borbón, sobre la que nos habló David Ruiz. Ni siquiera Isabel de Castilla, de quien no tengo el recuerdo de que se nos contase nada.

P.- E imagino que el tratamiento que se daba a la figura de Isabel II no sería precisamente un realce feminista. Es un personaje muy maltratado por la historia y del que la imagen que ha quedado arroja mucha luz sobre los mecanismos insidiosos del machismo: se la recuerda como una reina caprichosa e inútil y como una mujer enfermizamente promiscua; como una ninfómana desatada que se acostaba y tuvo hijos con todos los hombres a su alrededor; y el caso es que esa imagen, veraz o no, vale para casi todos los monarcas hombres de la historia de España, pero no recordamos a Alfonso XIII por los cinco hijos bastardos que tuvo con cuatro mujeres, dos de ellas institutrices de sus hijos legítimos, ni le adjudicamos la misma ineptitud que a su abuela pese a que se entrometió en el juego político tanto como ella, fue incapaz de favorecer los cambios que España necesitaba y acabó auspiciando una dictadura militar que le granjeó una impopularidad enorme y a la postre la abdicación y el fin de la Monarquía. Incluso a un monarca tan consensuadamente nefasto como Fernando VII se lo recuerda como felón, es decir, malvado, no tanto como inútil o caprichoso, cuando evidentemente lo era.

R.- Sí, sí, justo. Se nos contaban incluso anécdotas como que Isabel II había tenido tantos amantes como puntadas tenía su camisón.

P.- Ah, sí, todas esas anécdotas y coplillas tontas que circulan sobre ella desde el siglo XIX, que parece evidente que se trataba de bulos propagandísticos de la época, propagados tanto por los carlistas como por los republicanos, y que iban aparejados a groserías del mismo jaez sobre la homosexualidad de su marido, Francisco de Asís de Borbón. Sin embargo (y esto vuelve a ser muy ilustrativo sobre cómo funcionan y cuán extendidos están los sesgos machistas también en ambientes progresistas), incluso historiadores reputados las han dado y las dan por veraces sin más. Y así como Francisco de Asís ha sido objeto de una cierta restauración por parte de los movimientos homosexuales —que lo reivindican como un pionero porque terminó separándose de Isabel para irse a vivir con su pareja, Antonio Meneses— y de la historiografía en general, que ha pasado a destacar su papel de mecenas de las artes, no tengo la sensación de que haya sucedido lo mismo con Isabel II, que sigue siendo hoy igual de maltratada que hace ciento cincuenta años y no parece merecerle compasión a nadie, ello pese a que le tocó reinar en una época convulsa y complejísima en la que sin embargo se abordaron transformaciones importantes, que asumió efectivamente el trono con sólo trece años recién cumplidos y que parece ser que fue violada por su preceptor, Salustiano de Olózaga, cuando era niña.

R.- Claro. Isabel II tuvo un reinado largo y lleno de sombras y de aspectos merecedores de crítica, eso es evidente, pero esa crítica sopesada y serena que sí se hace con cualesquiera otros reyes nunca se hace con ella. Lo que se hace es simplemente descalificarla con argumentos machistas. Yo ahora pienso en ello y me molesta, pero en aquel momento no me daba cuenta de lo que significaba esa imagen que se nos daba de ella.

P.- Volviendo a su época universitaria, imagino que aquel primer feminismo —sucede incluso ahora— no sólo chocaría con el establishment conservador, sino también con la izquierda al uso, donde no sería infrecuente el discurso de que lo prioritario es la lucha de clases y todo lo demás (el feminismo, pero también el ecologismo o el movimiento homosexual) son luchas secundarias que despistan a la gente de librar la principal.

R.- Sí, sí. Lo prioritario era la lucha de clases, y una vez ganada, el ascenso de las mujeres se produciría casi de manera natural.

P.- Es una cosa casi bíblica: «Búsquese primero el reino de Dios y su justicia; lo demás vendrá por añadidura».

R.- Sí, sí (risas). Se ninguneaba al feminismo de ese modo.

P.- ¿En qué momento descubre usted el feminismo en tanto que historiadora; cuándo decide unir las dos cosas?

R.- De una manera incipiente, ya en la carrera. Inicialmente, decidí hacer mi tesis sobre la mujer en el mundo antiguo, algo que entroncaba con aquellos seminarios con Leontina Alonso; y así se lo comenté a mi director, Julio Mangas. Pero recuerdo que Mangas me dijo: «Pero Rosa, ¿cómo vas a hacer una tesis sobre mujeres en el mundo antiguo si en toda la biblioteca de la Universidad de Oviedo sólo hay un libro sobre ese tema?». Efectivamente, en la biblioteca sólo había, sobre ese tema, un libro de los años cincuenta: La mujer en la Antigüedad, de Charles Seltman; y yo no podía poner a una biblioteca entera a comprar libros sólo para mí, pero tampoco edificar toda una tesis sobre uno solo, porque en las tesis doctorales uno tiene que tener en cuenta diversas tendencias, escuelas y fuentes. Tenía que escoger un tema sobre el que hubiera bibliografía disponible, y entonces opté por otro que también me interesaba: El culto al emperador en Numidia de Augusto a Diocleciano. Sólo me pude dedicar verdaderamente a la historia de las mujeres una vez me doctoré, ya a principios de los años noventa. ¿Qué me hizo feminista? Pues darme cuenta de cosas que me fastidiaban, que me molestaban. Recuerdo, por ejemplo, una ocasión en que —yo tenía treinta años— me preguntaron a qué me dedicaba como historiadora, y yo dije que a la religión, que era la cuestión de la que yo me ocupaba en aquel entonces. Me dijeron: «Ah, estudias los mitos, ¿no?», yo contesté: «No, no: estudio la religión como fenómeno ideológico», y se quedaron muy sorprendidos, porque eso no les pegaba en una mujer.

P.- La historia seria, para los hombres; para las mujeres, los cuentinos.

R.- Pues algo así era, sí. Yo, como mujer, aunque fuera universitaria y me hubiera doctorado igual que mis colegas hombres, no podía estudiar la religión como la estudiaba Farrington: como un fenómeno ideológico y propagandístico. Lo que a mí me tocaba era estudiar temas secundarios que no tuvieran el rango de una historia ideológica de ese tipo; ocuparme de lo cultural y no de la organización económica y política. A mí, esas cosas fueron haciéndome pensar. También leer determinadas cosas, y sobre todo a Simone de Beauvoir.

Simone de Beauvoir (1908 – 1986)

P.- La siguiente pregunta que yo quería hacerle es un tanto metafísica y creo que difícil de responder, pero conecta justamente con Simone de Beauvoir. Ella decía que «no se nace mujer: se llega a serlo», y yo quería preguntarle qué es una mujer para usted.

R.- Sí que es difícil de responder, sí… Lo primero te diría es que una mujer es lo que no es un hombre. Es un ser que nace con determinados rasgos biológicos y anatómicos y, sobre todo, con la capacidad de procrear, pero que ve cómo sobre esos rasgos se levanta todo un edificio cultural que la margina, la somete y la inferioriza y le otorga una serie de roles, y sobre todo la obligación de ser madre, que va aparejada a sentimientos y comportamientos como la sumisión, la abnegación… También es un ser que históricamente ha intentado escapar de esos roles, y que pese a todo ha ido consiguiendo un protagonismo que la historia le niega. Y es un ser que, debido a esa asignación autoritaria de roles, ve la realidad de una manera distinta a como la ven los hombres. Un varón no está marcado por la paternidad, pero las mujeres sí han concebido históricamente la realidad a partir de su papel de madres y de unos roles y preocupaciones que son positivos, porque el cuidado de los demás es algo positivo, pero que hay que reivindicar que los cumplamos todos, hombres y mujeres, igual que hay que reivindicar que esos roles son culturales y no biológicos y que las mujeres no tienen por qué ser madres si no quieren. ¿A cuántas mujeres les ha hecho infelices la maternidad a lo largo de la historia, bien porque no pueden llegar a ella, bien porque la maternidad modifica la relación de pareja, bien porque no tienen con sus hijos y las hijas una relación satisfactoria? En fin, esto es lo que se me ocurre decirte, pero no sé si estoy del todo satisfecha con esta respuesta. Es muy difícil responder a la pregunta de qué es una mujer.

P.- Sea como sea, entiendo que usted es feminista de la igualdad, no feminista de la diferencia.

R.- Sí, sí, sí. Yo soy muy de Simone de Beauvoir. De todas maneras, hay que decir que esa distinción categórica entre feminismo de la igualdad y feminismo de la diferencia se ha desdibujado un poco desde la época de Beauvoir, cuando ni siquiera existía el concepto de género. Ella publica El segundo sexo en 1949, y sostiene que las sociedades primitivas eran cazadoras y en ellas el hombre, que ejercía la fuerza física y mataba, se convertía en un ser superior con respecto a la mujer, que se quedaba en el poblado cuidando a sus hijos y se convertía a su vez en un ser sometido que requería protección. Beauvoir concebía la feminidad como una alteridad que a su vez generaba sumisión y desigualdad: se nos convierte en distintas a los hombres para inferiorizarnos. Hoy sabemos, porque lo hemos estudiado, que esa visión del hombre cazador y la mujer recluida en casa no necesariamente era cierta. Sabemos que en la prehistoria había mujeres cazadoras, que el cuidado de los bebés era colectivo o se dejaba en manos de personas concretas o de los ancianos y que la mamá que se queda en casa y se consagra en cuerpo y alma a su hijo es un modelo del siglo XIX. Y hay todo un feminismo de la diferencia para el que, en línea con todo esto, la maternidad, siendo una opción siempre voluntaria —eso es igual en ambos feminismos—, puede no ser una fuente de sumisión, sino de poder: el poder de dar vida y de seguir ejerciéndolo a través de la educación de los hijos y las hijas. Eso es muy interesante, o al menos a mí me lo parece. Hubo un libro que se leyó mucho en los noventa y que fue muy rompedor en este sentido: El orden simbólico de la madre, de la filósofa italiana Luisa Muraro.

P.- George Peter Murdock, un antropólogo estadounidense, publicó en los sesenta una famosa tabla etnográfica de las labores que desempeñan todos los grupos humanos y reveló que sólo había dos actividades que en ningún momento y lugar habían desempeñado las mujeres: la caza de grandes mamíferos marinos y la fundición de mineral. Hubo sociedades en las que las mujeres salían a cazar mamuts codo con codo con los hombres.

R.- Claro. Sucede mucho que jugamos con estereotipos que no responden a la realidad histórica. Yo este tema lo conozco menos, pero seguramente iba toda la comunidad: estamos hablando de comunidades muy pequeñas, y hay que pensar en lo que era un mamut. Y mira, en las minas de Río Tinto, que llevan siendo explotadas desde época romana, se han encontrado esqueletos de niños que podían tener cuatro años. Si había niños tan pequeños, también podía haber mujeres. De hecho, ahora hay mujeres mineras.

P.- En línea con la cuestión de la maternidad como fuente de poder, usted ha estudiado, concentrándose en las figuras de Livia, esposa de Augusto, y Agripina la Menor, madre de Nerón, cómo las mujeres se sirvieron del rol materno para intervenir en los asuntos públicos de la Roma protoimperial; algo que supuso una novedad con respecto a la época republicana. «Por primera vez, en la historia occidental emergen atractivos y poderosos personajes femeninos que se implican en la gestión de los asuntos públicos y lo hacen desde su posición de madres», explica usted, y expone cómo aquellas actuaciones suscitaron recelos y temor en tanto suponían una inversión de roles de la que se entendía que podía poner en peligro el modelo social.

R.- Livia y Agripina son dos personajes muy interesantes por muchas razones, y sí, una de ellas es esa imagen negativa que han venido teniendo en la historiografía ya desde su propia época, y que es una imagen teñida de una misoginia evidente. No se enjuicia del mismo modo el poder de Livia que el poder de Augusto, ni el poder de Agripina que el poder de Nerón, y no se enjuicia igual porque no se tolera que Livia y Agripina hayan tenido poder; que hayan intervenido en los asuntos públicos. Se las presenta como calculadoras, frías, dominadoras… Y las presentaba así Tácito, pero también Robert Graves, que fue terriblemente influyente en el siglo XX en lo que respecta a la historia de Roma a través de sus novelas Yo, Claudio y Claudio el dios y su esposa Mesalina y sobre todo, más tarde, de la magnífica serie de televisión de la BBC que las adaptó. Yo creo que es posible dar otra imagen de Livia. Decir que Livia asesinó a once personas, que es la versión que prácticamente da Graves, me parece un poco fuerte. Y no se trata de reivindicar una Livia buena: mi función como historiadora, al menos, no es reivindicar nada; se trata de deconstruir esa imagen surcada de misoginia.

P.- Es un poco lo que comentábamos antes sobre Isabel II: no se trata de reivindicarla como una figura admirable, ni mucho menos, pero sí de rebajar la virulencia de una condena histórica poderosamente machista.

R.- Eso es. Se trata de señalar que la astucia que se atribuye a Livia la tenía Augusto, y la violencia que implica el ejercicio del poder existía y seguramente Livia la ejerció, pero también la ejerció Augusto, y eso no se señala. Ni Livia ni Agripina hicieron cosas distintas de las que hacía cualquier hombre de la época.

P.- Sin embargo, de Augusto hay estatuas hermosas en muchos lugares, empezando por el Campo Valdés de Gijón. No sólo no se le condena, sino que se le homenajea como un gran estadista de la Antigüedad.

R.- Tiene estatuas magníficas, sí; y a Livia, en cambio, se la descalifica, y es curioso: se la descalifica no tanto como esposa de Augusto, sino como madre de Tiberio. Objetivamente, Livia es una buena esposa: cincuenta y dos años casada con el mismo señor. Y objetivamente es buena madre: ella quiere lo mejor para su hijo, que es el poder, y lo consigue. El problema es que su hijo, igual que el hijo de Agripina, es un pelele, un personaje débil, y eso la obliga a seguir interviniendo y hace a Tácito y Suetonio ya entonces, y todavía hoy a autores contemporáneos como Anthony Barrett, dibujar una madre dominante y castradora, que es algo que el patriarcado tampoco tolera: las madres tienen que estar en un segundísimo plano, someterse a sus hijos igual que a sus maridos y mantenerse alejadas de la arena pública, donde las decisiones deben ser siempre masculinas. No se tolera que Livia y Agripina tuvieran una visión propia de lo que debía ser la gestión política, ni que quisieran intervenir cuando vieron que sus hijos no estaban siendo buenos gobernantes y estaban cometiendo, sobre todo Nerón, un desastre tras otro. La diferencia entre ambas es que Livia se retira cuando ve que no tiene ninguna influencia sobre su hijo, mientras que a Agripina, Nerón la acaba matando. De Agripina, por otro lado, es muy llamativo algo que mucha gente no sabe: escribió unas memorias, seguramente porque era muy consciente de la imagen que iba a dar y quería dejar constancia de su visión de los hechos. Lo sabemos por los autores de la época, no recuerdo si por Tácito, por Suetonio o por ambos, pero esas memorias se perdieron.

P.- Usted argumenta también en sus artículos que las imágenes despectivas del poder femenino que se compusieron entonces han venido nutriendo representaciones negativas de las mujeres poderosas hasta etapas bien recientes.

R.- Así lo creo, y una cosa que hago mucho en el máster de Género es poner ejemplos recientes. Por ejemplo, cuando las primarias de Obama contra Hillary Clinton, yo les decía: ya veréis cómo, siendo como es la sociedad americana, van a preferir a un negro antes que a una mujer. Me decían: «¡Qué va, Rosa: va a ganar Hillary!». Ganó Obama. Después, durante las últimas elecciones, les dije: «Ya veréis cómo va a ganar Trump; cómo van a preferirle a él antes que a Hillary». Y así fue. Entre una persona que todo el mundo reconoce que no tiene formación de ningún tipo y otra que, tuviera las carencias que tuviera, conoce bien los entresijos del poder, prefirieron a la primera; prefirieron al hombre.

P.- De Hillary Clinton, todo el mundo afirma que es una persona más brillante que su marido, que sí fue presidente durante ocho años. Y entonces se decía que la que mandaba en Estados Unidos en realidad era ella; que, como Livia, ejercía el poder a través de su marido. Lo curioso es que, una vez más, a los hombres que efectiva y constatadamente han ejercido el poder en la sombra a través de gobernantes títeres no se les penaliza, ni mucho menos, sino que incluso se los admira. Estoy pensando, por ejemplo, en Putin en la época en que la Constitución rusa le obligó a retirarse y dar paso a Dmitri Medvédev, que fungió como hombre de paja.

R.- Sí, sí. El machismo sigue muy presente en la sociedad actual. Pasa también con Angela Merkel, una persona que merece muchísimas críticas como líder política, sobre todo desde posiciones progresistas, pero que las críticas que concita en realidad suelen ser absolutamente frívolas.

P.- Por otro lado, esa imagen despectiva de la mujer poderosa tenía una cara B: la imagen positiva construida para otras mujeres que sí cumplieron los roles que les asignaba el patriarcado.

R.- Eso es algo que a mí también me enfada mucho. ¿Qué mujeres gustan en el mundo antiguo? Lucrecia, por ejemplo: una mujer a la que violan, que se suicida y para la que todo son alabanzas por ello. Y no sólo en época romana o hace siglos, sino incluso ahora. Hay decenas de textos del siglo XX en los que historiadores, respetables por lo demás, se recrean con verdadera admiración en el mito de Lucrecia. También en otra mujer cuya historia a mí me irrita mucho, que es Cornelia, la madre de los Gracos, una mujer de la que se cuenta que tuvo doce hijos, uno cada año, y cuyo marido tenía relaciones con una de sus esclavas, pero que cuando el marido muere, para mostrar que es una mujer abnegada, le da la libertad a la esclava. Esa decisión ha sido digna de encomio durante siglos. ¿Tú crees que es normal? Cornelia, además, es un personaje opuesto al de Livia y al de Agripina. Prepara a sus hijos para el poder, pero en el momento en el que lo toman, ya no interviene más. solamente lo hace en un momento final muy controvertido. En cuanto sus hijos empiezan a gobernar, se esfuma por completo.

P.- Toda esta condena de la mujer que intervenía en los asuntos públicos y el encomio hacia la que renunciaba a ello corría pareja a otro aspecto de la sociedad romana que usted ha estudiado, y es el papel de la religión como instrumento para reforzar la posición sumisa de las mujeres. El culto de Juno Lucina y la fiesta femenina de Matronalia son dos ejemplos de ello: frente al culto de Marte, que exaltaba la actividad guerrera y el protagonismo en el espacio público de los hombres, esos otros cultos reforzaban el estereotipo de la mujer-madre recluida en el espacio doméstico.

R.- Eso es muy interesante. El año, para los romanos, comenzaba el 1 de marzo, que era el mes de Marte, el dios de la guerra. Durante todo el mes se celebraban fiestas para honrar a Marte y a los hombres guerreros. Pero como en Roma también había mujeres, y las mujeres no podían ser guerreras, para ellas había otra fiesta en torno a otra diosa, que era Juno Lucina, la diosa de los partos. Era una fiesta muy bonita a la que se llamaba, efectivamente, la Matronalia, y que tenía una parte profana y otra religiosa. Los elementos profanos se desarrollaban en la domus, la casa, donde la dueña era honrada por su esposo y recibía regalos de sus parientes y amigos. Y la parte religiosa era visitar el templo de la diosa y hacerle ofrendas para pedirle protección para los hijos, si la mujer los tenía, o quedarse embarazada, si no los tenía. Era una exaltación de la maternidad igual que las fiestas de Marte eran una exaltación de la guerra, y así se dejaba claro qué papel tenía cada sexo.

P.- Hay muchos otros mitos eminentemente patriarcales.

R.- Bueno, es que los mitos romanos tienen su origen en los griegos, y los griegos tienen un origen oriental. Hay muchas concomitancias entre la mitología griega y la mesopotámica. Eso lo estudió bien Gerda Lerner, una historiadora norteamericana de origen europeo (su familia, judía, había sido perseguida por el nazismo; y ella, que primero trabajó como guionista de Hollywood, sufrió después la persecución de McCarthy, porque era comunista) que escribió uno de los libros más bonitos que se han hecho sobre historia de las mujeres: La creación del patriarcado. Lerner era historiadora del mundo contemporáneo, y trabajaba principalmente sobre mujeres que habían luchado por la liberación de la población esclava en el siglo XIX, pero militaba también en los movimientos feministas de la época, y en un momento dado se dijo que quería saber cuál era el origen del patriarcado. Comenzó a estudiar el tema y acabó remontándose a Mesopotamia. Estudió incluso las lenguas mesopotámicas, y también la mitología, y particularmente los mitos de la creación. En la mitología mesopotámica hay un principio generador femenino, Tiamat, que representa el caos primigenio; y hay un dios masculino, Marduk, que representa la luz y el orden y acaba tomando el control. Y eso tiene muchos paralelismos con el mito de los orígenes griego. En Grecia también hay un principio generador femenino —Gea, la Tierra— y también hay un dios masculino que acaba tomando el control.

P.- Zeus.

R.- Sí. El caso es que, mientras dura el predominio de Gea, van surgiendo seres tremendamente violentos. Gea engendra violentamente a Urano, el cielo, y Urano es violentado por su hijo, Cronos, que llega a segar sus genitales, y que más tarde se come a su descendencia. Es decir, se dan situaciones contra natura: el mismo personaje quiere matar a su padre y quiere matar a sus hijos. Y eso se termina cuando llega Zeus, que representa el orden, y bajo cuya égida esas cosas ya no pasan.

P.- Llegó el Comandante y mandó a parar (risas).

R.- Algo así, sí (risas). Todas esas leyendas tienen una lectura feminista. Cuando esas cosas se contaban a los primeros griegos, muchos de los cuales se las podían hasta creer, se estaba legitimando un orden patriarcal para el que lo masculino era bueno y lo femenino malo y el orden y el desorden estaban ligados a principios masculinos y femeninos respectivamente. Igual que hay mitos que legitiman el predominio de una clase aristocrática, y ahí está por ejemplo Homero presentando como los héroes de La Ilíada a Aquiles y a Héctor, también hay mitos que legitiman el orden patriarcal. Se dice: «Menos mal que llega Zeus, porque cuando manda Gea, todo son tinieblas». Lerner, en su libro, dice algo así como: «Espero que algún día el reino de Tiamat vuelva y podamos compartirlo con el reino de Marduk». Era feminista de la igualdad, claro.

P.- Si se hace memoria, no cuesta nada hacer una larga lista de mitos, tanto griegos como orientales, que transmiten sumisión o inferioridad de las mujeres: Pandora y Prometeo; Adán y Eva; Abraham, Sara y Agar…

R.- Sí, y ya ves. Los paralelismos son evidentes. Pandora, como Eva, nace de arcilla y su curiosidad malsana desata todas las desgracias de la humanidad. Todo esto nos lo descubrió Lerner. Y Lerner también llamaba la atención sobre otra cosa: las traducciones. Traducir textos antiguos es muy difícil, pero aprender las lenguas de la Antigüedad también, y en consecuencia los historiadores tenemos que fiarnos muchas veces, y dar por buenas, traducciones que no necesariamente lo son, y en las que un pequeño cambio semántico en una palabra puede dar lugar a errores enormes a la hora de interpretar toda una sociedad. Por ejemplo, hay un tema del mundo antiguo sobre el que yo he investigado algo, que es el de la llamada prostitución sagrada, en el que creo que sucedió eso. Yo pienso que la prostitución sagrada que es un mito derivado, entre otras cosas, de la mala traducción como prostituta de una serie de términos sumerios y acadios que en realidad harían referencia a una hechicera o a cualquier mujer que viviera sola o conviviera con un hombre sin haber contraído matrimonio. Yo estoy muy en contacto con un colega, un orientalista español, que dice que en el mundo mesopotámico había centenares de mujeres que trabajaban como verdugas. ¡Centenares! Yo le digo: pero hombre, ¿tú estás seguro de que la palabra significa eso, verdugo, verduga? ¿Había más verdugas que trabajadores textiles? Una de las cosas más importantes que nos ha enseñado la historia de las mujeres es a desmenuzar bien los textos; a estar atentas a estas cosas, y no sólo a lo que se dice sino también a lo que no se está diciendo. A preguntarnos, por ejemplo: ¿por qué cuando Tácito biografía a Augusto menciona tan poco a Livia, y por qué sí la menciona en momentos que casualmente le vienen bien para descalificarla? ¿Puede ser que cuando Livia hacía algo bien, Tácito no la mencionara, y sólo aludiera a ella cuando hacía algo malo; que ocultara deliberadamente determinada información? ¿Qué intereses tiene Tácito cuando construye una determinada imagen de Livia, o qué intereses tenía Cicerón cuando construía determinadas imágenes femeninas? Una virtud que tenemos las historiadoras de la mujer es que siempre procuramos ir más allá del texto; nunca damos por automáticamente válido lo que dijera no sé qué autor clásico, por muy Cicerón que fuera.

P.- La exégesis.

R.- La exégesis, sí. Nosotras también hemos venido sosteniendo y demostrando que no sólo en los textos se informa sobre el pasado, sino que se puede rastrear información en otros materiales que venían pasando desapercibidos: la cerámica griega, por ejemplo, que incluía escenas preciosas de la vida cotidiana que no sólo son preciosas, sino que contienen mucha información sobre la vida de la gente, y en particular la de las mujeres. No te creas que fue fácil convencer a la Academia y a los historiadores de que no sólo Cicerón, Tácito y Suetonio, sino también la cerámica, podía informarnos sobre el pasado. Todas esas cosas las fuimos descubriendo a fuerza de obstinarnos en encontrar fuentes que nos informaran de la vida de las mujeres que no fueran emperatrices, reinas o santas. Mira, yo estuve hace dos años en una de las tesis más bonitas que he leído en mi vida. Creo que se va a publicar este año, y trata sobre la correspondencia sobre papiro que las familias se escribían en Egipto en los siglos I y II después de Cristo. Eran cartas de gente humilde que van apareciendo en casas pequeñitas, y que reflejan muy bien las preocupaciones de aquella gente, desde la de una madre por su hijo hasta cuestiones más divertidas, como rivalidades muy enconadas entre suegra y nuera, pasando por herencias y otras cosas por el estilo. Ves que al final aquellas gentes estaban preocupadas por lo mismo que nosotros. Y todo eso lo fuimos descubriendo las historiadoras, ya digo, a fuerza de afirmar que no todo debía ser Cicerón, Tácito y los de siempre.

P.- Volviendo a los mitos, me viene a la memoria otro eminentemente patriarcal, que es el de Ulises. Ulises viaja durante veinte años mientras su mujer, Penélope, le espera paciente en Ítaca, tejiendo y destejiendo un telar que le sirve de excusa para espantar a sus pretendientes.

R.- La dicotomía entre lo activo y lo pasivo también es una forma de pensar y de configurar los géneros. La Odisea es el primer libro de viajes de la historia de Occidente, y en él el protagonista es un varón, y los que le acompañan son varones también. En el barco de Ulises no van mujeres: se encuentran mujeres por ahí.

P.- Que los despistan, los seducen y los quieren hundir.

R.Sí, pero porque son mujeres extranjeras, no griegas. Son las amazonas, Calipso, las sirenas… ¿Qué es lo que se quiere contar a los griegos? Pues que Ulises puede viajar, porque es el elemento activo, el que toma las decisiones, el astuto, pero las mujeres griegas tienen que estar en casa con el telar. No hay cosa que más guste a los griegos, y a los antiguos en general, que que se vincule a las mujeres con el telar. ¿Y el telar dónde está? En casa: no te lo puedes llevar. El objeto que identifica a Penélope es el telar, mientras que el objeto que identifica a Odiseo es el barco: movimiento puro. Fíjate, todavía lo hablaba hoy en clase, y les puse la imagen del barco y la de una cerámica griega en la que aparece Penélope sentada y, detrás de ella, un varón de pie con una vara, que no se sabe si es su padre, Telémaco u Odiseo. Incluso en esa cerámica, Penélope está agachada y el hombre de pie y con un atributo de mando. Para mí La Odisea es un libro clave; un libro normativo, generador de discursos. Piensa en el potencial que podía tener eso cuando los poetas iban cantándolo por todas las ciudades griegas. ¡Y el caso es que la gente sigue admirando a Penélope!

P.- Sí, sí, es cierto. Es un personaje al que se presenta como admirable: abnegada, paciente, sin deseos para sí… En ese sentido recuerda a la Virgen María, también ella una mujer presentada como modelo por el cristianismo y cuya característica principal es justamente ésa: no tener deseos para sí, ni siquiera sexuales, y consagrarse en exclusiva a su papel de madre y esposa.

R.- Sobre todo, de madre. Sí, estos mitos, cuando se cuentan, generan empatía y simpatía a la gente. Mucha gente dice de Penélope: «¡Qué maravilla de mujer!». ¿Cómo que qué maravilla? ¡Es una mujer que ha estado veinte años destrozada! Fíjate, hay una canción de Serrat de mi época que se titula también Penélope y que en aquel momento nos parecía muy bonita: una mujer que espera y espera en una estación de tren a que vuelva su amor. Yo sólo más tarde me di cuenta de que era una canción terrible: ¡no esperes, Penélope, vive la vida! Vivir la vida: eso es lo que desde el feminismo reivindicamos que tienen que hacer las Penélopes del mundo.

P.- La pervivencia de los modelos antiguos es asombrosa. La identificación de la mujer con el desorden y el caos, por ejemplo: no hace tanto que se dejó de bautizar a los huracanes con nombres de mujer.

R.- Es cierto (risas). No me había dado cuenta, pero es verdad. El lenguaje también reproduce el orden patriarcal, igual que reproduce el clasismo. Las filólogas saben más de esto, pero en el máster de Género hablamos muchas veces sobre cómo muchos términos que indican lo activo son masculinos, mientras que muchos que indican lo pasivo son femeninos: tienes el coche, el avión, el tren…; pero tienes la casa, la silla, la mesa… Todavía discutía hace poco con un compañero filólogo que me decía que era mentira, que el lenguaje no era machista, porque hay el camión pero también la camioneta. ¡En realidad me estaba dando la razón! No es lo mismo un camión que una camioneta: la camioneta es más pequeña.

P.- El avión y la avioneta, el coche y la motocicleta… El río desagua, pero la ría se deja desaguar.

R.- Sí, fíjate. Hombre, hay excepciones: puedes decir indistintamente el mar pero también la mar.

P.- Pero tampoco es lo mismo: el mar masculino es tenebroso y se admira con distancia y temor, mientras que la mar femenina es lo familiar, lo objeto de cariño.

R.- Pues sí, tienes razón. El caso es que uno, mientras habla, va imbuyéndose de todo ese sistema sin darse cuenta. Va instalando en su cabeza la idea de que lo masculino es lo activo y lo femenino lo que se está quieto.

P.- Recuerdo haber leído en algún momento sobre una curiosísima encuesta que se hizo hace años con participantes españoles y alemanes. Consistía en pedirles que lanzaran adjetivos que asociasen a la palabra «puente», que es masculina en español pero femenina en alemán: die Brücke. Pues bien, los españoles tendieron a elegir adjetivos tradicionalmente asociados a la masculinidad, tales como «grande», «robusto», «imponente», «peligroso», etcétera; mientras que los alemanes tendieron a lanzar adjetivos asociados a la feminidad: «bello», «elegante», «frágil», «esbelto»… Después se hizo el mismo experimento con la palabra «llave», femenina en español y masculina en alemán, y sucedió lo contrario: los españoles eligieron adjetivos como «pequeña», «dorada», «delicada», etcétera, mientras que los alemanes optaron por «dura», «pesada», «útil»…

R.- Fíjate, qué curioso. Y el caso es que yo recuerdo que, cuando estudiaba alemán, una vez le preguntamos a la profesora cómo se distinguía lo masculino de lo femenino, que si había alguna norma que nos permitiera saber el género de una palabra, que es algo que en alemán es muy difícil y hay que memorizar, porque no hay unos sufijos claros como los del español. La profesora nos dijo: «Clarísimo: lo activo, masculino; lo pasivo, femenino». Hombre, siempre hay excepciones, claro, pero el caso es que a mí, ahora mismo, no se me ocurre ni un solo nombre masculino que sea pasivo o femenino que sea activo. De ahí la importancia del lenguaje no sexista, que reivindicamos desde el feminismo pero es algo que la gente no suele entender. Yo entiendo que es muy complicado y que el lenguaje sexista está muy interiorizado, pero es una batalla que hay que librar.

P.- Yo reconozco que soy de los que, aunque han acabado entendiendo la importancia del lenguaje no sexista, no lo han adoptado a la hora de escribir, más allá de algún desdoble de géneros puntual. Encorseta demasiado los textos.

R.- Sí, es cierto, pero si tienes habilidad consigues que eso no pase, y te lo digo yo, que soy de las que revisa mucho los textos porque me preocupa que queden bien redactados. A todo se le puede dar una vuelta que lo desencorsete, aunque a veces es peor el remedio que la enfermedad. Las feministas, por ejemplo, hablamos mucho de las criaturas para evitar decir los hijos y las hijas, pero criaturas también tiene sus connotaciones cristianas: a mí me evoca mucho a las criaturas de Dios. Pero también puedes decir la descendencia: «la madre y su descendencia». No tiene la misma fuerza que «la madre y sus hijos», pero es que no es lo mismo tener un hijo que tener una hija. Yo creo que ésta es una batalla que hay que librar.

P.- Volviendo a las mujeres pasivas de la Antigüedad, hubo algunas que impugnaron esos papeles que se les adjudicaban, y un caso fascinante, que usted ha estudiado también, es el de Egeria, una mujer aventurera de finales del siglo IV que además fue una mujer escritora y de la que Valerio del Bierzo dejó escrito que «inflamada con el deseo de la divina gracia y ayudada por la virtud de la majestad del Señor, emprendió con intrépido corazón y con todas sus fuerzas un larguísimo viaje por todo el orbe».

R.- Egeria es fascinante, sí. Es un personaje que rompe con este reparto de papeles activos y pasivos. Ella es activa: viaja, y no sólo viaja, sino que incluso cuenta su viaje, que duró tres años, en un diario que se ha conservado. El texto no tiene el atractivo literario de La Ilíada: es muy pesado, porque te va contando todo lo que encuentra, todo lo que come, en qué posadas para, si va a burro o a caballo, etcétera, pero como documento histórico es extraordinario, porque contiene información valiosísima sobre cómo vivían los grupos cristianos de la época; las dificultades que tenían; cómo eran los primeros monasterios, tanto masculinos como femeninos… Y tienes todo el orbe romano, porque Egeria no sabemos a ciencia cierta de dónde sale, pero posiblemente saliera de León, y después atraviesa el sur de la Galia y el norte de Italia, cruza el Adriático en un barco y llega a Tierra Santa: Egipto, Palestina, Siria, Mesopotamia, Asia Menor y Constantinopla.

P.- Un viaje impresionante incluso para hoy.

R.- Sí, sí. Egeria seguramente fuera una aristócrata rica: tenía que tener mucho dinero para hacer aquel viaje. Pero ella tenía un entusiasmo religioso tal que decidió abandonar todo el bienestar que tenía aquí y marcharse sola. Y pasa unas calamidades espantosas: hambre, dolor, miedo a que la puedan atacar (aunque a veces la acompañan soldados y la protegen algunos obispos, lo cual revela de nuevo que debía de ser un personaje muy poderoso)… Y a la postre debió de debilitarla tanto el viaje que acabó muriendo, algo que deducimos del hecho de que en un momento dado el diario se detiene abruptamente. Un personaje fascinante, ya digo. A Egeria se la puede reivindicar, y de hecho se la reivindica, desde el punto de vista cristiano como un personaje digno de admiración; una peregrina movilizada por una fe inquebrantable y el ansia de visitar de lugar en el que Juan Bautista bautizaba, la cueva en la que supuestamente nació Jesús, el monte en el que ardió la zarza que habló a Moisés, Jericó, etcétera. A mí, de hecho, me han pedido mi artículo sobre Egeria muchos sacerdotes tanto europeos como latinoamericanos, y yo nunca he tenido ningún problema en enviárselo, pero me hace gracia una cosa: me lo agradecen mucho en cuanto lo reciben, pero después nunca me hacen ningún comentario sobre si les ha gustado o no. Claro, yo reivindico a Egeria de otra manera; como un ser absolutamente autónomo y que hace gala de una gran libertad. A mí no me interesa Egeria porque tuviera creencias cristianas: para mí eso es secundario, porque además no me parece especialmente relevante a nivel histórico.

P.- Creyentes fervorosas había muchas.

R.- Claro. Lo que a mí me gusta y me interesa de Egeria es que es una aventurera. Hago una lectura feminista de su figura y barrunto que Egeria no debía de ser un personaje excepcional, sino que debía de haber más peregrinas solitarias como ella por más que no dejaran testimonio escrito de sus viajes, porque sabemos que a los Padres de la Iglesia empezó a preocuparles mucho la peregrinación femenina, que además provocaba que las mujeres se juntaran en determinados sitios, y acabaron llegando al punto de prohibirla no mucho tiempo después del viaje de Egeria.

P.- De al menos uno de los Padres de la Iglesia, Tertuliano, hay pasajes extremadamente misóginos. Justamente traía aquí apuntado uno de ellos: «¿Y no sabes tú que eres una Eva? La sentencia de Dios sobre este sexo tuyo vive en esta era: la culpa debe necesariamente vivir también. Tú eres la puerta del demonio; eres la que quebró el sello de aquel árbol prohibido; eres la primera desertora de la ley divina; eres la que convenció a aquél a quien el diablo no fue suficientemente valiente para atacar. Así de fácil destruiste la imagen de Dios, el hombre. A causa de tu deserción, incluso el Hijo de Dios tuvo que morir». Es tremendo.

R.- Sí, sí. Y de Gregorio de Niza hay pasajes parecidos.

P.- Que Egeria escribiera, ¿sí es excepcional?

R.- Yo no creo que lo fuera. Diarios femeninos no conocemos ninguno más, pero tuvo que haberlos. Hay que pensar una cosa: para reconstruir el mundo antiguo nos basamos en los textos de los que disponemos, pero esos textos de los que disponemos son los que los monjes medievales decidieron traducir; los que ellos decidieron que merecía la pena recuperar.

P.- Que no haya quedado literatura femenina del mundo antiguo puede tener mucho que ver con los sesgos patriarcales que aquellos monjes tenían.

R.- Claro. A mí me cuesta mucho trabajo creer que las mujeres no escribieran si sabían escribir.

P.- También traía apuntada una frase de Agustín de Hipona que viene muy a cuento de esto: «Las mujeres no deben ser iluminadas ni educadas en forma alguna. De hecho, deberían ser segregadas, ya que son causa de insidiosas e involuntarias erecciones en los santos varones». Se entiende que a figuras como éstas les generase miedo que figuras como Egeria pudieran resultar atractivas y animar a las mujeres a salir del hogar y ponerse a circular por ahí.

R.- Claro, claro.

P.- En el diario de Egeria, ¿se detecta una voz distintivamente femenina? ¿Cuenta las cosas de manera distinta a como se supone que las hubiera contado un hombre de la época?

R.- Posiblemente… Ella, por ejemplo, muchas veces te cuenta: «Me dio miedo y me tuvieron que acompañar los soldados, y eso me hizo tardar tanto tiempo». Eso posiblemente un varón no lo hubiera contado, porque le hubiera dado reparo reconocer que había pasado miedo. Hay matices de ese tipo sobre los que se puede hacer una lectura de género, sí.

P.- La cuestión de la prohibición de la peregrinación femenina por los Padres de la Iglesia me recuerda a algo que tengo leído a historiadoras de las edades media y moderna: que los conventos femeninos de la Edad Media, que tendemos a imaginar como lugares carcelarios y opresivos, constituían en realidad espacios de libertad y una suerte de comunas femeninas para muchas mujeres que encontraban en ellos, por un lado, una forma de escapar a la tiranía del matrimonio, y por otro una vía de acceso al conocimiento; y que algunos conventos concretos llegaron a convertirse en centros de poder femenino que inquietaron poderosamente a la jerarquía eclesiástica y después ésta, preocupada por ello, pasó a cercenar el poder de las abadesas, a sujetar a los cenobios a una vigilancia más estrecha por parte de los obispos correspondientes y a prohibir a las monjas salir de ellos.

R.- Eso ha sido muy reivindicado por historiadoras feministas, sí. En los conventos medievales solemos pensar a partir de imágenes del presente: mujeres infelices enclaustradas al margen de todo y dedicadas exclusivamente a la oración, pero efectivamente parece ser que eran espacios de sociabilidad femenina muy enriquecedores; de libertad o al menos de autonomía. Hay una película muy bonita de una cineasta argentina, María Luisa Bemberg, que se titula Yo, la peor de todas y que recrea esos ambientes muy bien. Está centrada en la figura de Juana Inés de la Cruz, otra mujer excepcional que encontró precisamente en el monacato una vía de empoderamiento y acceso al conocimiento después de intentar entrar en la Universidad y de que la vetaran, y que llegó a preocupar tanto a la Iglesia que la acabaron condenado a dejar de escribir y a firmar una penitencia que decía justamente eso: «Yo, la peor de todas…».

Fotograma de «Yo, la peor de todas» (1990) de María Luisa Bemberg

P.- Discutía de tú a tú con los grandes teólogos de la época y los vencía, celebraba tertulias, escribía poesía, teatro y ensayos filosóficos…

R.- Y eso hizo que le dieran el hachazo.

P.- Eran los tiempos de la Contrarreforma, y Trento dijo a las monjas: nada de salir, nada de estudiar, rezar y rezar y si acaso hacer tocinillo de cielo, pero nada más.

R.- Eso es. Históricamente siempre ha sido así: cada vez que las mujeres subimos un peldaño, el poder patriarcal impone o intenta imponer una norma férrea que nos hace bajar dos. Pasó con Egeria y pasó entonces. Pues bien, esa película que comento recrea muy bien ese ambiente de los conventos previos a la Contrarreforma. Las monjas se lo pasaban muy bien, leían, discutían, componían música… El convento tenía sus limitaciones, claro, pero en aquel momento era una alternativa a una vida que podía ser muy, muy opresiva. Yo estoy segura de que incluso muchas mujeres del siglo XX o del XXI preferirían esa vida al sometimiento que sufren al padre, al esposo y a los hijos.

P.- Otra figura que las historiadoras feministas de esas épocas han reivindicado mucho es la de la bruja. Hay un ensayo maravilloso de Silvia Federici, Calibán y la bruja, en la que esa historiadora italiana desentraña cómo el estereotipo de la bruja fue construido para penalizar a mujeres que en los albores del capitalismo, que necesitaba toda la mano de obra posible para llenar sus fábricas, conocían hierbas y ungüentos que permitían a las mujeres abortar.

R.- Sí. Tenían una serie de saberes ancestrales femeninos que se pasaban de madres a hijas y que al poder patriarcal le resultaban muy perturbadores, porque no los controlaba. Fíjate, sucedía también en el mundo romano: hacia el año 231 se mató a unas cuantas mujeres de las que se decía que habían envenenado a sus maridos con unas hierbas que conocían. Habían muerto una serie de hombres y, como esas mujeres tenían esos saberes ancestrales, se las acusó automáticamente a ellas. Esa figura de la curandera, la hechicera, etcétera, siempre ha generado mucho miedo. La gran maga del mundo antiguo es Medea.

P.- La imagen estereotipada de la bruja, además de en la marmita de poción, consiste en una anciana que viaja en una escoba: penaliza la infertilidad y la movilidad.

R.- Sí, sí. Y es un personaje que nunca vive en la sociedad, en la ciudad, sino que está siempre fuera: en el bosque, en una cueva…

P.- En el mundo antiguo, ¿también había algo parecido a esto que comentamos de los cenobios medievales? ¿Había ese tipo de vías legales de escape de la tiranía del hogar?

R.- Bueno, en Grecia estaba la Pitia de Delfos, que era un sacerdocio femenino que suponía una excepción con respecto a la enorme masculinización del sacerdocio en el mundo oriental, donde incluso el culto a la diosa Isis estaba en manos de sacerdotes masculinos y las mujeres no servían para nada más que vestir al dios o la diosa, adornarlos y darles de comer. La Pitia era un personaje que había en el oráculo de Delfos, que era un santuario dedicado a Apolo en Grecia, en la Fócida. Se le preguntaba el futuro, se le pagaba y la Pitia entraba en la zona subterránea del santuario, donde había una gran fosa de la que manaba la voz del dios, que sólo ella escuchaba. Lo escuchaba en trance y mientras masticaba laurel. Pero fíjate, la Pitia transmitía un mensaje que no era inteligible per se: tenían que interpretarlo los sacerdotes masculinos, que eran los que concluían que Apolo había dicho tal cosa o tal otra.

P.- Una vez más, un desorden femenino al que el hombre pone orden.

R.- Sí. La Pitia era un sujeto ignorante en manos del dios y de los sacerdotes, un simple canal de transmisión. Después, en Roma, había otro caso muy singular, que era el de las vestales: seis mujeres que vivían recluidas en un templo dedicado a Vesta y cuya única tarea era velar por que el fuego que había en el templo no se apagase. Si se apagaba, pobres de ellas, porque el fuego sagrado de Vesta era importantísimo para la sociedad romana: si se extinguía, significaba que una catástrofe se avecinaba. También almacenaban documentos importantes del Estado. Las vestales, para que ese sacerdocio fuera eficaz, no podían casarse durante treinta años, que era lo que el sacerdocio duraba. Y tenían que ser vírgenes y de familia aristocrática. Eran figuras prestigiosas, que recibían mucho dinero en forma de donativos, a las que se pedía consejo y que vivían con grandes lujos; y aunque tenían que vestir con recato no estaban encerradas, sino que salían, pero el caso es que nadie quería ser vestal, algo que sabemos porque había leyes que decretaban: «Si tú pones a tu hija de vestal, tendrás tal compensación». No era como las monjas, que algunas sí querían serlo. Claro, las vestales no entraban en el juego matrimonial, que para la sociedad romana también era muy importante. Y eran sólo seis. Entraban con entre seis y diez años —las elegía el Pontífice Supremo—, se las formaba y luego había siempre dos jovencitas, dos más maduras y dos ya a punto de retirarse.

P.- Hablábamos antes de las mujeres poderosas. Hay otra de la Antigüedad a la que usted ha estudiado mucho: Cleopatra, un personaje envuelto en el mito y cuya realidad histórica ha sido objeto de toda clase de deformaciones. Es «el personaje histórico más adulterado de la Antigüedad», dice M. Grant; y usted explicaba en un reciente artículo que a Cleopatra, «aunque se le atribuyen inteligencia, cultura y poder, también se la describe como astuta, ambiciosa o manipuladora, e incluso engañadora y perversa. En demasiadas ocasiones, se la presenta como mujer fatal, amiga de orgías y entregada al placer». Plutarco, cuando la glosa, parece referirse más a una prostituta que a una reina, y Lucano la hacía poseedora de «una funesta y lasciva belleza». Por otro lado, hay quien ha señalado que es posible detectar la imagen cambiante que se ha tenido de las mujeres a lo largo de la historia a partir de las creaciones literarias en torno a la reina egipcia. Se la ha solido presentar como promiscua y como femme fatal, pero Bernard Shaw prefirió imaginar a una joven estúpida e ingenua. También hay quien la ha presentado como una protofeminista.

R.- Hay Cleopatras para todos los gustos, sí. Es otro personaje fascinante. Fue una mujer realmente poderosa y es un personaje tan, tan famoso que incluso gente no universitaria o no especialmente culta lo conoce, pero es un personaje que sintetiza todos los males asociados a lo femenino en general y al poder femenino en particular. No es un personaje amable: a Egeria se la mira con ternura, y a Livia, aunque genere rechazo, no genera tanto como Cleopatra, que además, a todo ese conjunto de feminidades generadoras de rechazo en un entorno patriarcal, añade otro mal: es oriental; representa los males asociados a Oriente por Occidente tanto como representa los males asociados a la mujer por el patriarcado. Incluso se la presenta como de tez oscura, cuando muy probablemente no lo era.

P.- Era griega, no africana.

R.- Era de estirpe macedonia, como Alejandro Magno, y los macedonios eran todos rubios y de ojos claros. Cleopatra, no sé si llegaba al punto de ser rubia, pero estoy segura de que de tez oscura no era. Pero fíjate: hay un feminismo negro que ha reivindicado una Cleopatra negra, lo cual también es absurdo.

P.- También de este lado de la guerra contra el patriarcado hay sesgos interesados sobre Cleopatra que desdibujan su verdad histórica.

R.- Sí, sí.

P.- Y bien, ¿quién era Cleopatra?

R.- Era una mujer poderosa. ¿Buena o mala? Pues no lo sé, y no me importa. A mí como historiadora no me interesa determinar si tal o cual gobernante era bueno o malo,  me interesa saber si gobernó o no gobernó. Cleopatra, ¿gobernó? Como mínimo, quiso gobernar, y quiso gobernar en un mundo en el que todos los gobernantes eran varones. Era reina de Egipto en un momento en que estaba en juego que Egipto acabara convirtiéndose en una provincia romana y ella luchó por que eso no se produjera; por que Egipto siguiera siendo un reino autónomo y mantuviera su esencia y sus peculiaridades. ¿Que Cleopatra era ambiciosa? Pues claro que sí, y claro que jugó una serie de estrategias políticas destinadas a conseguir lo que quería que igualaban en inteligencia y sagacidad a las de cualquier gobernante hombre de la época; y claro que tramó y fue protagonista de complots, pero todo eso, ¿no lo estaba haciendo también César? ¿No lo hizo después Augusto? Cuando detentas el poder, a veces tienes que hacer ese tipo de cosas, y si Egipto, en vez de por Cleopatra, hubiera sido gobernado, en la misma época, por un hombre que hubiera seguido la misma estrategia de Cleopatra, a ese hombre ni lo recordaríamos, o no lo recordaríamos de la manera en que recordamos a Cleopatra. Y Cleopatra fracasó, y como todo el mundo, como Livia, tuvo aciertos y desaciertos. Pero es que no se la descalifica por eso. Se la descalifica porque tuvo amantes, y se fabula que tuvo decenas de ellos.

P.- Volvemos otra vez a lo que comentábamos de Isabel II.

R.- Claro, claro. No hay cosa peor que el adulterio para descalificar a una mujer, aunque sea una mujer poderosa. ¡Pero si adúlteros lo han sido casi todos los gobernantes! Si yo empiezo a enumerar ahora a todos los gobernantes romanos que se me ocurran, me saldrán muy poquitos que no hayan tenido amantes; y amantes femeninas pero también masculinos. Pero eso a un gobernante hombre no lo desprestigia. A una mujer sí, y de Cleopatra se dice que era la serpiente del Nilo y que sedujo a César, cuando podríamos discutir mucho sobre quién sedujo a quién; y que sedujo a Marco Antonio, cuando lo que Marco Antonio tenía con Cleopatra era un plan político: había sido desbancado de Occidente y no le quedaba otra que ligarse a Cleopatra. Por otro lado, también se acusa a Cleopatra de que le gustaba el lujo, el exotismo, el derroche…

P.- Ésa es la Cleopatra decimonónica: frente al Occidente ilustrado y que había encumbrado la sobriedad burguesa, la reina caprichosa y derrochona.

R.- Sí, sí. Y sí, Cleopatra le gustaba el lujo, pero es que era una reina de Egipto. ¿Cómo se presentaban en el Egipto clásico el faraón y la faraona? ¿Con ropa de calle? Pues no.

P.- Eran dioses.

R.- Pero mira, Cleopatra también sabía siete idiomas, y una de las cosas que le pidió a César fue la biblioteca de Pérgamo, porque quería que Alejandría fuera el gran centro cultural del Mediterráneo. Era una mujer muy interesada por la cultura y que fomentó mucho las artes.

P.- Pero eso no se cuenta tanto como que se bañaba en leche de burra.

R.- No. O auténticas tonterías, como que solía aparecer públicamente desnuda, que es una imagen recurrente. ¿En qué cabeza cabe que una reina se presentara desnuda? Lo que sí hacía era, cuando visitaba a zonas de población griega, vestirse de Afrodita, y cuando visitaba zonas del interior de población egipcia o el templo de Dendera, vestirse de Isis, lo cual también revela inteligencia política: era una estrategia muy hábil de cara a gozar de popularidad ante su pueblo. Por cierto, otra imagen que gusta mucho de Cleopatra es la de su suicidio. Seguramente sea la imagen de Cleopatra más representada en el arte. Y ese suicidio simboliza dos cosas, y por eso nos gusta tanto: la derrota de Oriente frente a Occidente y la del poder femenino frente al masculino, porque se suicida cuando se ve acorralada por Octavio. Curiosamente, Cleopatra no es tan conocida en Oriente como en Occidente, pero es que el Oriente que Cleopatra representa para nosotros es un Oriente idealizado.

P.- Ese Oriente no explicado por sí mismo, sino sólo como un negativo de Occidente, creado por Occidente para explicarse a sí mismo, que Edward Said disecciona en su ensayo Orientalismo.

R.- Eso conecta con los conceptos de identidad y otredad: tú te identificas frente al Otro. Los griegos, frente a los bárbaros, que eran los que no hablaban griego; los hombres, frente a las mujeres. Eso también lo decía Simone de Beauvoir: incluso en un tren se generan identidades de unos frente a otros. Es un mecanismo de supervivencia. Las identidades siempre se forman desde la alteridad. Y la alteridad de Occidente es un Oriente idealizado y en gran parte falso que Cleopatra representa muy bien. Egipto no deja de ser África. Yo no sé si algún día seremos capaces de hacer una historia verdaderamente veraz de Cleopatra.

P.- Usted ha escrito que «aunque las actitudes de los autores grecorromanos pueden entenderse en el contexto de la época, resulta llamativo que en la historiografía actual se hayan utilizado de manera acrítica sus informaciones para reconstruir la época y la vida de Cleopatra». En la medida en que en la sociedad actual seguimos sujetos a aquellos tópicos agresivos sobre la mujer que sale del hogar, cuando se trata de historiar a mujeres poderosas no abordamos el desentrañamiento de los sesgos y parcialidades de los textos clásicos que para otros temas llevamos haciendo desde el siglo XIX. ¿No es así?

R.- Es cierto, sí. Pasa con lo oriental, porque seguimos mirando con mucho recelo todo lo que viene de Oriente, y cada vez más, y pasa con lo patriarcal. Una cosa que se hace mucho con Cleopatra, por ejemplo, es valorarla siempre en función de los hombres con los que se relacionó, y te lo dice alguien que también llegó a caer en eso. Los pilares que sostienen su relato biográfico suelen ser tres: cuando es hija de Ptolomeo, cuando se relaciona con César y cuando se relaciona con Marco Antonio. Eso nunca se hace con un rey: quizás sí haya una primera parte en que se lo presente como hijo de si su padre fue otro rey poderoso, pero a partir de ahí se busca otro tipo de hitos, no las mujeres con las que se relacionó. Con Cleopatra, sin embargo, se hace eso. Los hitos de su vida son tres hombres, y los dos que marcan su vida como reina ni siquiera son hombres egipcios, sino hombres romanos. El relato acaba siendo muy prooccidental y muy patriarcal por más que no quiera serlo. Pero es que eso pasa siempre: cualquier biografía de Livia se divide siempre en «Livia cuando es esposa» y «Livia cuando es madre». Y ya digo: yo misma he caído en eso. Es muy difícil sustraerse; lo tenemos muy interiorizado.

P.- Intelectuales feministas como Almudena Hernando sostienen que cuando una mujer accede al poder sin poner en cuestión la lógica que lo sostiene, no transforma, sino que refuerza el orden social al que cree combatir, perpetuando la subordinación de las demás mujeres. Usted, ¿qué cree?

R.- Depende. Depende. A veces no tienes otro remedio. El poder está sobre todo en manos masculinas, y a las mujeres que acceden al poder les faltan modelos alternativos de cómo detentarlo. Los modelos que hay son masculinos, y es muy difícil sustraerse a ellos.

P.- El gran ejemplo de mujer que detentó el poder de forma masculina fue Margaret Thatcher.

R.- Sí, esa mujer no cambió nada. No gobernó de manera distinta por ser mujer, igual que Merkel. Pero bueno, sí que nos acostumbró a ver el poder con rostro femenino, y eso ya es algo. Contribuyó a convencer a muchas mujeres de que era posible para ellas acceder al poder; que podían atreverse. Eso es algo que no siempre se señala: entre las mujeres hay un rechazo enorme a los cargos de poder. La ambición es algo muy masculino, y a las mujeres, además, nos afecta mucho el miedo a no hacerlo bien, a fracasar, y no afecta tanto a los hombres. También es verdad que cuando una mujer accede al poder es más criticada que un varón. Se le penalizan más los errores, incluso errores que no tienen nada que ver con su desempeño político. A una mujer poderosa, no es nada inhabitual que se la critique por la ropa que lleva, y eso con un varón nunca se hace: a lo sumo, si lleva una corbata demasiado llamativa.

P.- Fíjese, me estoy dando cuenta de algo que me sucede como entrevistador. Siempre que le propongo una entrevista a un hombre, acepta encantado. Nunca ninguno me ha puesto ningún problema que no sea de agenda. A las mujeres, sin embargo, suelo tener que convencerlas. La primera respuesta suele ser no exactamente un rechazo categórico, pero sí una fuerte reticencia: yo no soy nadie, qué voy a decir yo, etcétera.

R.- De hecho, eso te lo he dicho yo…

P.- Sí, de hecho sí. Pues bien, con un hombre jamás me ha pasado nada así.

R.- También sucede otra cosa: no está igual de bien visto que un hombre hable que que lo haga una mujer. A un hombre, hablar mucho o muy alto no le impide necesariamente ser considerado un buen orador.

P.- Pero para una mujer que habla mucho o muy alto hay todo un campo semántico automático de insultos: histérica, verdulera…

R.- Sí, sí. Por otro lado, hasta hace poco no se preparaba a las mujeres para aspirar al poder. Con la generación actual ya no sucede, pero con la mía (tengo sesenta y dos años), sí sucedía. A mí no me educaron para tener poder: te lo puedo asegurar. No nos educaron en el interés por el poder, aunque yo a eso casi le estoy agradecida, porque nunca me he sentido frustrada ni infeliz por no ejercer determinado poder, mientras que hay muchos varones de mi generación que sí sienten esa frustración. Y no me refiero sólo a poder político, sino simplemente a cargos universitarios.

P.- ¿Cómo de machista es también el mundo universitario?

R.- Pues no sé cuánto más o menos que otros, pero machismo hay. Aquí se presentó una mujer como rectora dos veces y no ganó, y de hecho cada vez que aparece una nueva rectora en España sigue siendo motivo de sorpresa; algo llamativo. También pasa otra cosa que a mí me molesta mucho: vas a cualquier servicio de la Universidad y en las mesitas pequeñas son todo mujeres, pero entre los jefes de servicio hay muchos más hombres. Y te estoy hablando de la Administración, donde hay muchísimas mujeres.

P.- Y que en teoría tiene mecanismos de neutralidad que la empresa privada no tiene.

R.- Sí. Y es que ya digo,  en la Administración hay muchas mujeres, pero no hay tantas en la parte creativa.

P.- También hay más alumnas que alumnos, pero muchísimos más catedráticos que catedráticas.

R.- Hay más rectores que rectoras, más directores que directoras y más catedráticos que catedráticas, sí. En Humanidades, tres veces más, y eso que aquí se cuida mucho el tema de las cuotas. El problema, en gran parte, es más el que comentaba antes: que las mujeres tenemos la cabeza impregnada de una serie de roles y de la idea de que las altas responsabilidades no deben interesarnos. Por otro lado, yo me he ido topando con muchas amigas que han visto su carrera más o menos truncada no tanto por el cuidado de sus hijos como por el de sus mayores; por tener que atender a sus padres. La edad a la que una suele poder acceder a ese tipo de puestos coincide con aquélla en la que los padres son ya mayores y eso genera conflictos. Y muchas mujeres acaban escogiendo —pero lo escogen voluntariamente, ¿eh?— resolver esos conflictos primando a sus padres sobre su carrera, pero no tantos hombres hacen lo mismo. También los hay, por supuesto, pero son muchos menos.

P.- Yo estudié la carrera de Historia en Salamanca, y una profesora de allá, Esther Quinteiro, nos habló una vez de otro problema que ella se había ido encontrando como profesora universitaria: el hecho de que muchas decisiones relevantes se tomaban en círculos de sociabilidad masculina en los que las mujeres no se sentían cómodas participando, incluso si tenían tiempo para hacerlo.

R.- Eso nos pasa mucho a nosotras aquí. Yo me muevo casi siempre en ambientes de mujeres y en ellos me siento muy cómoda, incluso aunque no sean ambientes feministas,  pero cuando de pronto me veo en ambientes masculinos (consejos de revistas, congresos, etcétera), ya no lo estoy tanto, sí que me siento un tanto tensa. Por ejemplo, reflexiono muchísimo sobre lo que voy a decir, cuando en esos otros ambientes femeninos sí que hablo con toda tranquilidad y sinceridad. Y no es una cuestión de que a las mujeres las conozca y a los hombres no: eso que comento me pasa incluso cuando no conozco a las mujeres y sí a los hombres. Tampoco es nada que tenga que ver con la agresividad de los coloquios: muchas veces, en esos ambientes femeninos también discutimos agresivamente; no es que yo vaya a hablar y me vayan a decir automáticamente: «¡Qué bien hablas!». Pero estar rodeada de mujeres me da una tranquilidad que yo no tengo en ambientes en los que hay más varones. Y cuando soy la única mujer, que es algo que me ha pasado muchas veces, me encuentro muy incómoda, porque tengo la sensación de que tengo que demostrar mucho más; que lo que diga tiene que ser brillante o como mínimo adecuado; que no puedo cometer ningún desliz. En ambientes de mujeres, si cometo un desliz no me importa, y a los hombres, en esos ambientes masculinos, tampoco les importa cometerlos. A veces dicen hasta tonterías.

P.- Y no pasa nada: aliquando dormitat Homerus.

R.- No, claro, pero yo sí tengo cuidado,  no puedo evitar tenerlo. Nos pasa a todas. Esto lo tengo muy hablado con compañeras y a todas les pasa lo mismo. Y yo sí que he acabado aprendiendo a forzarme a hablar, pero el caso es que me tengo que forzar. Sin embargo, cuando estamos las mujeres solas, tenemos que andar quitándonos la palabra las unas a las otras. A veces, incluso nos animamos las unas a las otras: «Cuando vayas a tal sitio, tienes que hablar, ¿eh?». Y también nos animamos allá; nos preguntamos las unas a las otras: «¿Lo hice bien?». «Sí, sí: lo hiciste bien». Esto con los varones no sucede: los varones hablan y se quedan tan panchos. También te digo que vengo detectando que en las generaciones más jóvenes esto ya no pasa.

P.- ¿No?

R.- No. Mira, el máster de Género en ese sentido es maravilloso, porque hay alumnos y alumnas, pero las alumnas no tienen ningún problema a la hora de hablar, casi son más bien los chicos los reticentes.

P.- Bueno, pero estamos hablando de un máster de Género y de un ambiente feminista. Es lógico que en ese caso cambien las tornas y quienes se sientan en territorio comanche sean los hombres.

R.- Pero también pasa en las aulas en general. Hablan las chicas y hablan los chicos. Cuando yo empezaba a dar clase, sólo hablaban los chicos, y yo pinchaba a las mujeres: «¿Qué es, que no hay mujeres aquí? ¿No tenéis nada que decir?». A alguna que conocía incluso la interpelaba por el nombre: «Fulanita, mujer, di algo, no fastidies». Me irritaba mucho que no hablaran, porque además sucedía mucho que en el aula no hablaran pero se me acercaran al final de la clase o al despacho a hacerme preguntas y comentarios que solían ser muy brillantes. Yo les decía: «Pero mujer, ¿por qué no dices esto mismo en clase?». Me decían: «¡Rosa…!», y yo les decía: «¿Cómo que “Rosa”? Esto me lo tienes que decir en clase».

P.- ¿Y ahora eso ya no sucede?

R.- Ya no. También es verdad que ahora hay un sistema de enseñanza muy participativo y tienen que hablar, porque si no no les puntúas. Pero más allá de eso, yo veo a las jóvenes de ahora mucho menos acomplejadas. Todavía esta mañana una chica me hizo en clase un comentario con la misma contundencia con la que hablan los chicos.

P.- Volviendo a sus líneas de investigación, otra de las que usted ha venido siguiendo a lo largo de su trayectoria es la prostitución femenina en la Edad Antigua. El rechazo que esa profesión concitaba en Roma, donde se consideraba que semejante práctica desconocía la dignitas, usted lo relaciona con la transgresión que implica una práctica sexual no ligada a la procreación.

R.- Para los romanos, las mujeres eran vientres gestantes, y no había cosa peor en Roma que el adulterio femenino, debido a la posibilidad que encerraba de quedarse embarazada. Imagínate lo que era para un varón romano tener que hacerse cargo de un hijo que no era el suyo, y lo que eso significaba en lo que respectaba a las herencias. No era un tabú moral, como lo sería después para el cristianismo, sino jurídico: a los romanos las prostitutas per se les daban igual; eran esclavas, y los prostíbulos daban dinero. De hecho, la prostitución estaba regulada por el Estado romano. Calígula se dio cuenta de que en Roma había centenares de prostíbulos, hizo un censo y les impuso una tasa que los siguientes emperadores no eliminaron. A los romanos, que un varón tuviera relaciones con prostitutas les daba igual: de hecho, al ser esclavas, mejor, porque era una forma de generar nuevos esclavos. Lo que no toleraban era la libertad sexual de las mujeres romanas: ni la de las casadas, ni de las que se iban a casar. Fíjate, en Roma había divorcio, pero el marido podía volver a casarse inmediatamente, mientras que la mujer tenía que esperar un año. ¿Por qué? Por la posibilidad de que la mujer se hubiera quedado embarazada del primer marido. Los niños, en Roma, no eran de la madre, sino del padre, y si la mujer divorciada estaba embarazada, ese niño tenía que ir a manos de su padre biológico. Si la mujer se quedaba viuda, lo mismo: si estaba embarazada, el niño iba a parar a la familia del marido muerto. Los romanos no sabían muy bien cuánto duraba un embarazo, y en consecuencia ponían ese plazo de un año. Ése es otro motivo que yo tengo para dudar muy mucho de la existencia de la prostitución sagrada, de la que hablábamos antes. La registran algunos autores clásicos en algunos lugares y consistiría en un rito de paso: supuestamente, las doncellas de esos lugares, antes de casarse, debían mantener relaciones sexuales con extranjeros en los templos de diosas como Ishtar o Venus, a las que homenajeaban así. No puedo demostrarlo, pero a mí me resulta inconcebible que en el mundo antiguo, sea en Roma, en Grecia o en Mesopotamia, una mujer se pudiera ofrecer a un extranjero antes de casarse. Es algo que rompe con todos los esquemas del derecho antiguo, al que le preocupaba obsesivamente el tema de la descendencia, y lo que yo creo que podía suceder es que esos homenajes a la diosa se hicieran de manera interpuesta, a través de una auténtica prostituta o de una esclava. Pero si es que ya digo: en el mundo antiguo no había peor descalificación para una mujer que llamarla puta.

P.- Bueno, como ahora… No hay peor insulto para una mujer que el de «puta» y no hay peor insulto para un hombre que llamarle «hijo de puta».

R.- Siguen siendo las peores descalificaciones, sí. Es una de las herencias que tenemos del mundo romano. Mira, a mí hay un personaje que me interesa mucho, y que también ha interesado mucho a Mary Beard, la Premio Princesa de Asturias, que es el de Clodia. Clodia fue una patricia del siglo I antes de Cristo que en un momento dado acusó a su amante de haberla robado y de implicación en un asesinato. Pues bien, Cicerón defendió al acusado con un discurso terrible y ganó el juicio, pero, ¿sabes cómo lo ganó? No demostrando que aquel hombre era inocente, sino diciendo que Clodia no era de fiar, porque era una señora que tenía amantes. Tenía dos, ¿eh?, no más, pero con eso bastaba para echar por los suelos su credibilidad, sobre todo porque uno de ellos lo había tenido estando casada. El adulterio, ya digo, era lo peor que había en el mundo romano. De hecho, probablemente muchos adulterios fueran directamente inventados para arruinar a personas concretas.

P.- Estoy pensando en Mesalina, la esposa del emperador Claudio, de la que se llegó a decir —y aparece en Yo, Claudio— que tenía semejante furor sexual que retó a la prostituta más famosa de Roma, una siciliana llamada Escila, a una competición de aguante, y que Escila se rindió después de haberse acostado con veinticinco hombres, pero Mesalina siguió hasta los doscientos. Era evidentemente mentira, ¿no?

R.- Claro, claro. Mesalina tuvo al menos un amante, pero esa historia es absolutamente fantasiosa y fue inventada para descalificarla. Estamos hablando de una señora que estaba casada con un emperador, y que además configuró un grupo de poder para imponerse sobre él. ¿Cómo se la descalificaba? Pues como a Clodia y como a Cleopatra: llamándola meretrix. Daba igual que no cobraran a esos amantes.

P.- En el seno del movimiento feminista hay todo un debate sobre si ha lugar a una prostitución feminista o si la prostitución sólo puede ser rechazada y erradicada de raíz. La segunda ola feminista, al poner el énfasis en la libertad sexual y en el paso del sexo procreativo al sexo recreativo, dio lugar a una serie de pensadoras que señalaban esa libertad debía alcanzar también al sexo mercantilizado y que el hecho de que una mujer con muchas opciones laborales elija la prostitución no nos debería preocupar; y sólo debería hacerlo la ausencia de opciones para las mujeres pobres que hace que para ellas la prostitución llegue a ser la única alternativa posible. Usted, ¿qué cree?

R.- Yo pienso que la prostitución no es un oficio cualquiera, sino uno terriblemente humillante y denigrante, y en consecuencia hay que prohibirlo de raíz. Convierte a las mujeres en cuerpos para el placer y la humillación. No nos engañemos: quien paga por un servicio sexual, aparte de que muy bien de la cabeza no puede estar, paga sobre todo por humillar a una mujer, por sentirse superior a ella. Al cliente no le interesa hablar con la prostituta: le interesa lo que le interesa. Y es cierto que hay otros trabajos en los que lo que interesa del trabajador es su fuerza física y no su intelecto, pero no es lo mismo. La prostituta no es una mera trabajadora. No es una relación de igualdad la que tiene con su cliente. Estamos hablando de un trabajo muy peligroso, además, y no sólo por las enfermedades que puede generar. Si la prostituta está en su casa, vete tú a saber quién va, y si está en la calle, ni te cuento. No, yo en absoluto comulgo con esos postulados que comentas, por más que ahora estén muy de moda en el conjunto del feminismo, o en determinados sectores.

P.- Sectores del feminismo liberal, pero también del progresista.

R.- Sí, sí. Yo esto lo tengo muy debatido, y he llegado a leer y a valorar trabajos de fin de máster que defendían esa posición; trabajos muy buenos desde el punto de vista de la investigación, pero con los que yo no podía estar de acuerdo. El argumento solía ser que para muchas mujeres no había mejor opción laboral que ésa. ¡Concho, pues que el Estado haga cursos de formación para que esas mujeres tengan la posibilidad de dedicarse a otra cosa! Que se pueda defender algo así desde posiciones progresistas, a mí es algo que me descoloca. Yo he llegado a leer y escuchar, y a espantarme, con gente que defendía no sólo que la prostitución se legalizara, sino incluso que se hicieran cursos. No daba crédito.

P.- Yo comparto plenamente su posición, pero voy a hacer de abogado del diablo: si una mujer quiere libremente comerciar con su cuerpo, ¿por qué ha de prohibírsele?

R.- Es que yo niego la mayor: no creo que nadie se dedique a la prostitución si tiene otras opciones. Que una mujer quiera tener relaciones eróticas, sexuales, con un individuo, sea hombre o mujer, a mí me parece evidentemente magnífico, pero que lo haga en una relación libre; que no cobre por ello. En cuanto cobra, se genera una relación de desigualdad, de dominio, de uno sobre otra. O sobre otro: también hay prostitución masculina, igual que la había en el mundo romano, aunque no lo queramos reconocer. Pero como sobre todo es femenina, lo que estamos es ante una exhibición del modelo patriarcal hasta sus últimas consecuencias y ante un síntoma de que la sociedad no está funcionando bien. Si hay seres que se tienen que dedicar a eso porque no tienen otro oficio, malo; y si hay quien tiene que recurrir a eso para poder tener relaciones sexuales, malo también, porque muy mal están funcionando las relaciones personales entonces. No, la prostitución tiene que ser prohibida. Otra cosa que te suelen decir es que la prostitución ha existido siempre. Ya, y también el patriarcado, pero no dejamos de luchar por derribarlo, ¿no? Hemos acabado con muchas cosas que tenían siglos, ¿por qué no vamos a poder acabar también con ésa? ¿Que a lo mejor hace falta una etapa de transición, porque estamos hablando de algo muy difundido, y entre que lo eliminamos y no hay que proteger a las prostitutas? Pues seguramente, pero el horizonte no puede ser la permisividad, sino la prohibición.

P.- Uno de sus últimos trabajos se titula Las matronas y los agmina mulierum en la Roma antigua: del matriotismo a la protesta. No he podido leerlo, pero me llama la atención el término matriotismo. ¿A qué hace referencia?

R.- Al patriotismo, pero en femenino. Es un concepto acuñado por una historia norteamericana y que algunas historiadoras españolas hemos adoptado. El patriotismo es la defensa de la patria, y es un concepto eminentemente masculino: patriotas son los varones. Sin embargo, las crónicas recogen ejemplos de mujeres que también se interesaron por la patria; que pusieron a la República por encima de sus hijos. Existía el término mater patriae y existieron figuras como Veturia, que era la madre de Coriolano, una figura a la que conocemos sobre todo por Shakespeare, que escribió una tragedia muy bonita sobre él, pero que es un personaje histórico que en el siglo V antes de Cristo se unió a los volscos que asediaban Roma despechado porque no le habían concedido un cargo que quería. Un traidor, vaya. Pues bien, Veturia no quería que su hijo fuera un traidor. Para ella, primero estaba la patria (la matria, podríamos decir) y después estaba su hijo, y llegó a encabezar una manifestación femenina a la que las crónicas se refieren como agmen mulierum: columna militar de mujeres. Agmen significa literalmente «columna militar», y aquélla acudió a entrevistarse con Coriolano, que estaba con los volscos más allá de las murallas de Roma. Allí, Veturia le dijo a su hijo que si se obstinaba en atacar Roma, ella, que ante todo era ciudadana romana, preferiría verlo muerto antes que defenderlo. Es un episodio que, tal como nos lo cuentan, puede tener elementos míticos, pero en lo que a mí respecta eso da igual: si los romanos lo contaron así, es que lo veían posible. Y no es el único ejemplo: hay muchos otros de mujeres que en algún momento de sus biografías también se dijeron: «Yo estoy en casa cuidando a mis hijos, pero si mi patria me necesita, mi patria es primero».

P.- ¿Qué otros ejemplos hay?

R.- Otro muy famoso es el de Hersilia, la mujer de Rómulo. Hay incluso una ópera sobre ella, y se la ha representado muchas veces en el arte como una mujer que aparece en medio del cuadro separando a dos grupos de hombres: los latinos y los sabinos. Como sabes, Rómulo, cuando funda Roma, no tiene mujeres, y lo que hace es raptárselas a los sabinos. En un momento dado, los sabinos reaparecen y dicen que quieren a sus mujeres de vuelta, pero Hersilia les dice: «No queremos volver. Somos ciudadanas romanas y queremos la paz».

P.- Qué interesante. Ahora quiero pasar a otro tema. En los años setenta y ochenta emergió una arqueología de género que denunciaba que la arqueología al uso cometía con frecuencia el error de estudiar el pasado transponiendo a esas épocas las normas patriarcales de nuestro presente, por ejemplo en lo que respectaba a la división sexual del trabajo: se adjudicaban automáticamente a los hombres, por ejemplo, todos aquellos artefactos relacionados con la guerra o la caza, ello pese a que se ha demostrado que en la historia ha habido muchas sociedades en las que las mujeres desempeñaban también esas actividades, o incluso las desempeñaban en exclusiva. La arqueología de género también denuncia que el mismo carácter de la disciplina arqueológica estaba construido en torno a las normas y valores masculinos: señala, por ejemplo, que se anima a las mujeres a dirigir sus estudios de arqueología hacia el trabajo de laboratorio en lugar de al trabajo de campo; y hay toda una imagen idealizada del arqueólogo que es eminentemente masculina y que Joan Gero, una de las pioneras de esta arqueología feminista, definía como el cowboy of science. Usted tiene también varios trabajos de arqueología. ¿En qué medida se fue topando con estas cosas?

R.- Bueno, yo, en arqueología, he trabajado sobre todo los espacios domésticos, y ahí la arqueología de género tiene mucho que decir. Por ejemplo, ahora mismo se está cuestionando la existencia de los gineceos, esos espacios de la casa griega que supuestamente eran para uso exclusivo de las mujeres. Las arqueólogas de genero ven el espacio doméstico de una manera más compleja e interseccional y sostienen que seguramente la organización interna de la casa fuera variando a lo largo del tiempo e incluso en un mismo día; que cuando había visitas las mujeres, sí, seguramente se retiraran a un espacio discreto, pero que ese espacio podía ser uno u otro dependiendo del día, no debía de estar vedado a los varones de la familia ni a los criados y en cuanto las visitas se iban, el gineceo desaparecía, y en ese lugar pasaban a jugar los niños o a hacer los varones lo que fuera. Como ahora, vaya: a veces llegan visitas a casa y a ti no te apetece atenderlas y las atiende otra persona, y tú te vas disimuladamente a otro lugar. ¿Qué nos permite sostener todo esto? Bueno, en primer lugar la evidencia de que, a no ser que se fuera muy rico, las casas eran demasiado pequeñas como para dedicarle un espacio exclusivo a las mujeres. Pero también hay algunas evidencias arqueológicas: la dispersión de pesas de telar, por ejemplo. Nos encontramos con casas en las que aparecen pesas de telar en varios puntos. ¿Había varios telares? No, simplemente el telar se iba trasladando, igual que otros artefactos.

P.- La geografía de la casa era variable.

R.- Claro. Pues bien, todo esto lo fue advirtiendo la arqueología de género, y sobre todo mujeres. A mí, ahora mismo, sólo se me ocurre un autor varón que haya señalado este tipo de cosas: Andrew Wallace-Hadrill. Cuando yo me ocupaba de estas cosas, toda la otra bibliografía que yo encontraba corría a cargo de mujeres. En España, una muy importante es Ángeles Querol. Y sí, también pasa con los objetos. ¿Aparece un espejo? Automáticamente se adjudica a la mujer. ¿Qué es, que los varones no se peinaban? ¿Qué es, que no hubo sociedades en las que los hombres se ponían pendientes, brazaletes, collares…? Después hay otra cosa: el tema de los museos. El mundo de los arqueólogos está muy relacionado con el de los museos, pero los museos casi siempre reproducen —aunque eso también está cambiando— el orden patriarcal. Una cosa muy típica, por ejemplo, es, en uno de esos dioramas que reproducen cómo vivía la gente en la prehistoria, poner al hombre haciendo las piedras y a la mujer moliendo trigo o cocinando. Oiga, la mujer, ¿no podía tallar también? No se necesita tanta fuerza. ¿No podía trabajar el hueso? Para eso se necesita habilidad, no fuerza.

P.- Y aunque se necesitase: hay mujeres muy fuertes, y ya hemos hablado antes de que ha habido sociedades en las que las mujeres cazaban codo con codo con los hombres. Mire, estoy acordándome de una cosa divertida: un montaje fotográfico humorístico que círculo por Internet hace tiempo y que oponía dos fotos. En la primera, que llevaba la leyenda «Estados Unidos», aparecían varios marines cargando un tronco con cara de esfuerzo terrible. La segunda llevaba la leyenda «Galicia» y en ella aparecía una mujer corpulenta cargando un enorme tronco ella sola y sin inmutarse.

R.- Claro, claro (risas). Sabemos que hubo mujeres que cazaron mamuts. Pero es que de ahí para abajo. Una mujer, ¿no podía cazar un conejo? Mira, el otro día me contaba una compañera de la Complutense que excava en Oriente, por la zona del mar Negro, que allí es frecuente encontrarse guerreros congelados, pero que los hay hombres y mujeres, y que las heridas de guerra que tienen son exactamente las mismas. ¿Por qué entonces asociamos automáticamente los utensilios de caza a los hombres? Haz un estudio óseo, comprueba las cosas, hombre. Y sobre todo no traslades los roles y espacios del presente a nada menos que la prehistoria, que es una brutalidad. ¿Cómo en la prehistoria iba a estar la mujer cuidando al bebé como si estuviera en el siglo XX?

P.- Ya es problemático tratar de entender la sociedad del siglo XVIII con las categorías del presente, como para hacerlo con el Paleolítico Superior.

R.- Bueno, lo hacía Simone de Beauvoir, ¿eh? En El segundo sexo tiene un capítulo de historia que es muy importante y en el que ella cae en lo mismo: el hombre cazaba y la mujer se quedaba en la cueva. Pero es que ella utilizó los libros de historia de la época. Hoy ya no hay disculpa para eso, y aun así se siguen dando situaciones que… Aparecen pinturas rupestres con figuras esquemáticas cazando y automáticamente se dice: «hombres». Figuras con el nivel de detalle de un muñeco de raspa, ¿eh? Sin absolutamente ningún atributo masculino o femenino. Por otro lado, tú aludías en tu pregunta al cowboy of science; a esa figura del arqueólogo tipo Indiana Jones. Sí, eso también pasa. Un arqueólogo, entre otras cosas, es una persona que debe dirigir grandes equipos en los que a veces hay hasta obreros, y en consecuencia, cuando pensamos en un arqueólogo, pensamos en un hombre, y en un determinado tipo de hombre. Sin embargo, hay arqueólogas brillantísimas; gente como Teresa Bedman, que es una egiptóloga española muy importante, o Margarita Sánchez Romero o, en Asturias, Carmen Fernández Ochoa o Soledad Corchón. Y a mí me han contado de Teresa Bedman que tiene que dirigir equipos de obreros egipcios, y que los obreros son muy reticentes, porque aquélla es una sociedad muy patriarcal y sienten como una humillación ser dirigidos por una mujer, pero que Bedman no se arredra. Y no te imaginas lo que gusta la arqueología al alumnado femenino. Tú mismo me decías antes, off the record, que habías participado en alguna excavación, y que la mayoría de las participantes eran mujeres, ¿no?

P.- Excavé dos veranos en la ciudad astur-romana de Lancia, sí, y efectivamente había mayoría de mujeres. Además, sucedía una cosa curiosa: por lo que recuerdo, todas las mujeres que había eran apasionadas de la arqueología y querían dedicarse a ello cuando acabaran la carrera, pero el perfil de la mayoría de los hombres era el mío, es decir, gente que no quería especializarse en arqueología y que lo que buscaba era simplemente vivir una experiencia diferente.

R.- Y, ¿a que el director era un varón?

P.- Había tres directores, y los tres eran varones, sí: Jesús Liz, Jesús Celis y otro cuyo nombre no recuerdo.

R.- Fíjate. Luego hay otro tema: las subvenciones, también se las dan más a los hombres que a las mujeres.

P.- Supongo que eso tendrá mucho que ver con otra cosa que comentábamos antes: esos círculos de sociabilidad masculina en los que las mujeres no participan pero en los que se toman decisiones y se traban contactos que después son determinantes para entrar en la rueda.

R.- Claro. Entre amigos es más fácil que te den determinadas cosas, aunque sólo sea porque siempre tienes más confianza en alguien que conoces que en alguien a quien no conoces. Yo tengo un amigo arqueólogo que no hace más que recibir subvenciones. Y me alegro por él, pero es algo que no deja de mosquearme. Está comprobado que si hay comisiones paritarias a la hora de valorar una plaza o cualquier otra cosa, si son todo varones es muy probable que sea elegido otro varón, mientras que si hay equilibrio de género también es más probable que la elegida sea una mujer. Las cuotas de género ayudan mucho. Sin embargo, no te puedes imaginar lo complicado que es a veces que las mujeres quieran participar. A mí una amiga me decía hace una poco: «En mal momento me saqué la cátedra, porque hay muy pocas catedráticas, y al final estoy todos los meses de oposición en oposición». Yo le digo: «Pues te aguantas. Ya verás como dentro de un año ya no te toca tanto».

P.- Es una de las responsables del máster de Género de la Universidad de Oviedo y del Grupo Deméter. Terminemos la entrevista hablando de ello. ¿Qué es el Grupo Démeter? ¿En qué consiste el máster de género?

R.- El máster nos lo planteamos en el curso 1993/1994 cuatro profesoras —Isabel Carrera, Socorro Suárez Lafuente, Amparo Pedregal y yo— que en aquel momento nos dábamos cuenta de que en la Universidad de Oviedo no existían estudios de mujeres (en aquel momento no hablábamos de género: hablábamos de mujer), cuando sí que había empezado a haberlos y a funcionar bien en Granada, Madrid y Barcelona. Nos planteamos hacer un doctorado de género y fue terrible, porque la Universidad no lo aceptaba: decía que aquello era una tontería. Hicimos la propuesta y la rechazaron, la hicimos por segunda vez y la volvían a rechazar. A la tercera fue la vencida y al final hicimos un doctorado de género que era como un estudio de posgrado; una cosa interdisciplinaria con mucho énfasis en las humanidades, pero sumando también otras especialidades. Otra cosa que hicimos en 1994 fueron las primeras jornadas interdisciplinares de estudios de la mujer: «Mujer e investigación». Queríamos comprobar cuántas investigadoras había en la Universidad de Oviedo, y nos llevamos una sorpresa: acudieron muchísimas, y también trajimos a gente Rosa Cobo, Reyna Pastor de Togneri, Antonina Rodrigo…

P.- Un gran pistoletazo de salida.

R.- Sí, sí. Vino incluso la directora del Instituto de la Mujer de Madrid a apoyarnos. Y seguidamente el doctorado empezó a formar a mucha gente que ahora son profesoras en la Universidad, y tanto en humanidades como en otras disciplinas. Más tarde llegó un momento en que el itinerario de la Universidad nos hizo cambiar algunas cosas y el doctorado pasó a ser máster. Ahora tenemos un máster Erasmus mundus de estudios de Género que dirige Isabel Carrera y que es referencia en España. Sólo participan dos universidades españolas: Oviedo y Granada, y está funcionando muy bien. Llevamos ya más de diez años. Es un máster caro y elitista, pero te especializa a gran nivel. Dura dos años, y el segundo año las alumnas tienen que estar obligatoriamente fuera, lo cual cuesta mucho dinero. Pero por otro lado, al mismo tiempo mantuvimos el antiguo doctorado como máster solamente de la Universidad de Oviedo, y dura menos —un año— y es más asequible. Además, al hilo de todo esto hemos ido organizando muchísimos encuentros. En general, Oviedo ya suena mucho como especialista en formar investigadoras. Algunas se quedan en el ámbito universitario, pero otras se dedican a otras cosas.

P.- A día de hoy, los estudios de Género, ¿ya son respetados?

R.- Hombre, se ha mejorado mucho, pero sí, seguimos recibiendo críticas y burlas. «Qué tonterías hacen éstas», y tal. Pero bueno, cada vez menos.

P.- El propio concepto de género sigue siendo muy incomprendido.

R.- Lo bueno es que ahora, aunque la gente no lo entienda, no se atreve a decirlo. En 1993 sí lo decía. En ese sentido, las cosas sí que han cambiado mucho. Y hoy hay mucha gente que quiere entrar en el máster no como alumnado, sino como profesorado, lo cual revela que estamos ante algo prestigioso. Y nosotras respondemos siendo muy exigentes. No excluimos a nadie, y tampoco es que hagamos un examen, pero sí que exigimos un currículum que acredite una determinada trayectoria. Aquí viene gente de todo el mundo. Yo estoy dando clase a alumnos europeos, americanos, asiáticos y africanos. No es ninguna broma. No puedes decir tonterías. Nuestra principal frustración es que no hemos conseguido implantar lo suficiente los estudios de Género en el grado; nos gustaría tener una presencia mayor. Sí que existe una asignatura que tiene que ver con la construcción del patriarcado, pero es la única. A mí me gustaría que hubiera, por ejemplo, una sociología de género.

Mary Beard (Reino Unido, 1955), Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016 cuya candidatura fue una iniciativa del Grupo Deméter

P.- Y ahí es donde entra el Grupo Deméter.

R.- Sí. Nosotras, una vez configurado un grupo de doctoras, fuimos definiendo perfiles de investigación. Isabel Carrera, que es filóloga inglesa y hace estudios poscoloniales, se centró por ejemplo en la ciudad multicultural, y lo que a mí me tocó fue el Grupo Deméter, que se ocupa del estudio histórico de la maternidad. Empezamos en torno al año noventa y nueve, y hasta hoy. Para mí ha sido una experiencia extraordinaria; lo más satisfactorio que yo he le debo a nivel personal y académico a la Universidad de Oviedo. Es un tema con un potencial enorme, y nosotros aglutinamos a personal de la Universidad de Oviedo, de otras universidades españolas y europeas e incluso a una persona de Nueva York. Abordamos la maternidad desde la historia, pero también desde el Derecho, la Biología, la Ética… Date cuenta del debate que hay ahora sobre otras maternidades: la reproducción asistida, la maternidad subrogada… Nosotros tenemos una persona que es filósofa, pero especializada en bioética y, aunque es de Gijón, trabaja en un college de Nueva York que asesora a clínicas de reproducción asistida. Viene por aquí de vez en cuando. También tenemos una serie de proyectos de I+D que nos proporciona un dinero que nos permite acudir a congresos y hacer actividades públicas ligadas a este tema. Todo muy enriquecedor. En España abrimos una línea: la maternidad era un tema que no gustaba al feminismo, porque le veía determinadas connotaciones conservadoras, tradicionales… Nosotras demostramos que la maternidad era algo que podía estudiarse históricamente. También creamos una colección, la Colección Deméter, que va ya por los ocho títulos. El primero se tituló Relaciones de poder en las comunidades protohistóricas del noroeste peninsular, el segundo Salud reproductiva, legislación y opciones de maternidad, el tercero Ciudadanía (des)igualitaria, hay otro sobre La esclavitud femenina en la Roma antigua, otro sobre Feminismos y neomaltusianismos durante la Tercera República Francesa… Enfoques y épocas muy distintos, vaya. Y siempre desde una perspectiva feminista.

P.- Eldiario.es publicó hace unos días un reportaje sobre la ausencia de reconocimiento, en España, de los estudios de Género como área específica de investigación, algo que penaliza a las investigadoras y profesoras en su promoción profesional. Las investigadoras sobre cuestiones como la brecha salarial o la violencia de género tienen que adscribir sus trabajos a otras áreas de conocimiento y ser evaluadas por personas que no son especialistas. Imagino que esa precariedad también desincentivará considerablemente a futuras investigadoras brillantes a especializarse en ese campo.

R.- Eso pasa, sí. Pasa, en general, que nuestros estudios no se toman en serio. Yo conozco mujeres muy valiosas que si hubiesen hecho una historia más tradicional hubieran llegado antes a la titularidad o a la cátedra, pero que decidieron apostar por esto y el reconocimiento llegó más tarde. Por otro lado, siempre ha funcionado, aunque últimamente ya no, lo que se llamaba el doble currículum: que tú, como investigadora de género, tuvieras que hacer otras cosas que no tenían nada que ver con el género para demostrar que las sabías hacer y ganar respetabilidad. A mí me pasó una vez —y te estoy hablando del 2006, no de hace treinta años— que me invitaron a dar una conferencia sobre la política africana de Tiberio. Yo les dije: «¿Sobre Tiberio? Pero si no es mi tema…». El que me lo propuso era amigo, y con todo el cariño del mundo me dijo: «Pero Rosa, ¿no puedes documentarte y hacerlo? Así todo el mundo verá lo que vales». Pues bien, en vez de mandarlos a la porra, que es lo que tenía que haber hecho, me puse a investigar sobre la política africana de Tiberio y di la conferencia.

P.- Sin embargo, a ningún investigador de Tiberio se le pediría que diera una conferencia sobre la esclavitud femenina en Roma.

R.- Claro, muchos de los que estaban allí no tienen una sola línea sobre las mujeres, pero a nadie se les ocurriría pedirles una charla sobre ello. Las investigadoras de género, sin embargo, sí que teníamos que tener una segunda línea abierta, que en mi caso ha sido las religiones del mundo antiguo, un tema que sí es respetable. He dado muchas conferencias sobre las religiones del mundo antiguo en Asturias. Pero claro, eso me ha quitado tiempo de volcarme más en el género. Y te aseguro que es muy doloroso que no se valoren tu trabajo y tus intereses. Pasó lo mismo, a nivel más general, cuando se empezó a trabajar sobre la vida cotidiana. A quienes se ocupaban de ello se les decía: «¡Bah! Qué tontería». Había hasta risitas. Pero bueno, ya digo, ahora ya no pasa. Se ha avanzado mucho, pese a todo.


 

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