Creación

Esse in speculis

Texto inédito de Pascal Quignard leído por el propio autor en el coloquio "Pascal Quignard. La escritura y su especulación", un encuentro con dieciocho especialistas en su obra.

Esse in speculis

/ por Pascal Quignard /

Durante varios años seguidos he viajado al Sahara en las vacaciones de Navidad.  El avión aterrizaba en el aeropuerto de Tozeur.  Luego íbamos en cuatro por cuatro a los chotts.  Llegábamos finalmente al inmenso desierto en el lugar llamado, en los mapas latinos, «Ad speculum». En árabe fonético, «Chibika».  Es el último oasis en el Atlas, antes de que la alta y larga montaña roja se hunda en la arena.  Dos palmeras que se perciben entre las rocas guían los pasos, una pequeña falla, una fuente.  A continuación está el desierto.  Es el limes.  Es el lugar señalado en los mapas romanos: «Hic sunt leones».   Aquí empiezan los leones.  Los legionarios romanos habían construido allí un fortín coronado por una pequeña torre – un speculum – en la que podía situarse un centinela – un speculator – para vigilar el espacio infinito y salvaje que se extendía hasta donde alcanza la vista.

 

Stricto sensu el speculator designa, en Roma, en los ejércitos del tiempo de la República, el soldado que se llama en francés l’éclaireur [el explorador].  Está en la cofa del barco en alta mar donde se convierte en vigía, en la atalaya sobre el flanco de la muralla desde donde observa el campo, en la torre de vigilancia sobre la línea fronteriza.

Entre las fieras, es el carnívoro al acecho detrás de su mata.

 

Ningún grupo viviente se adhiere tanto como el conjunto de las plantas al mundo estupefaciente que han iniciado y que llamamos naturaleza.

La sensación del mundo en el que crecen no les pertenece más que a ellas.  Es la de un irresistible florecimiento.

Participan hasta el éxtasis.

No acechan: eréctiles, se elevan y devoran continuamente el sol.

Sin ojos, se muestran.

Sin orejas, tiemblan y rumorean.

Por ellas, en el fondo de ellas, hasta sus raíces, fuera de ellas, hasta el cielo, la comunicación que establecen es continua.

Entre los mamíferos, en todos nuestros cuerpos, la comunicación se hace más intermitente y más ansiosa: el acecho perpetuo de la muerte, todo el día.

El sueño digiere su tumulto y su fatiga, por la noche.

«In speculis esse» en latín significa «être aux aguets» [estar al acecho] en francés.

Quien está al acecho, detrás de su mata, no sabe lo que va a surgir.

Estar al acecho es muy diferente que reflexionar.

Especular es muy diferente que pensar.

 

Los animales especulan. En el jardín de Buttes Chaumont, cada día, sentado en la hierba, bordeando el lago, a poco que haga buen tiempo o incluso si apunta una escampada, después de desayunar, esforzándome por ser totalmente vegetal, adosado contra las magulladuras de la corteza, unido a la efusión del árbol, completamente inmóvil, ante la polla de agua tan furtiva que trata de hacerse invisible, ante el ganso salvaje, la rata que huronea, la garza que vacila, los mirlos negros con el pico amarillo siempre tan atrevidos, la carpa, la rana, la araña de agua, experimento los sobresaltos, las cadenas de imágenes, las espantadas imprevisibles, las desbandadas inexplicables, los rosarios de afectos repentinos de los animales en el interior de las plantas que degluten dulcemente.

 

¿Por qué hombres y mujeres, aunque difieran sus cuerpos, aunque se opongan sus deseos, aunque no coincidan sus miedos, aunque se desacoplen sus perspectivas, aunque diverjan sus futuros, aunque les separen sus anhelos, por qué no podrían alimentar la esperanza de compartir un poco lo que siempre ignorarán?

¿Por qué no podrían empujar la puerta de su infierno?

¿Por qué un hombre no podría soñar con entrar en comunicación con las cornejas solares, con las rapaces nocturnas, con los perros, los gatos, los locos, los otros, y experimentar su alegría?

Hay una puerta.

Esta puerta no pertenece al mundo humano.

Es la naturaleza.

 

Los humanos no son menos naturales que los animales.

La mayoría de los pájaros, de los peces, de las fieras son más antiguos que nosotros.

Todos tienen una historia – de la que no tenemos la menor idea.

El perro de Ulises – que se llamaba Argos – no llevó la misma existencia que el perro de Freud – que se llamaba Lün – y que le transmitió la orden de morir.

El gato en la Edad Media no gozaba del mismo estatuto que ha sabido imponer en nuestros días de hoy.

Hoy, al final de mi vida.

Ningún mamífero, hombre o bestia, está a salvo del esplendor que le rodea – al que acecha con el terror y la certeza de morir.  Es esto especular: nada es pura imagen.  Nada está enteramente domesticado.  Nada es pura significación.

 

Lucy es esa magnífica chimpancé que vivió de 1964 a 1987.  Tenía su cama, su habitación, sus animales de compañía, miraba la televisión.

Bebía vino y te.

Como ella bebo vino y te.  Como ella trato de comunicarme por signos.

Ella, ella no dudaba.  Yo, me agobio.

 

El pensamiento no es en principio sino sensación reflejada.  La sensación de ser, de crecer, de extenderse es primaria.

Viento, marea, afluencia, savia, así es la pulsión.

Savia [sève] antes de convertirse en sueño [rêve].

Savia en la planta antes de convertirse en sueño en el animal, ahí detrás de su mandíbula.

Sueño en el pájaro detrás de su pico, bajo el ala que pliega, donde cierra los ojos.

Antes que cogito, sentio.

Sum sentiens.

Siento cómo sube lo que crece.

El sueño [songe] anuncia.

El sueño desea.

De lejos, muy atrás en el curso del pensamiento, algo llega de la sensación para llamar: para reclamar lo que hizo feliz.

En las flores.

En los animales.

En los hombres.

Vuelve como un explorador para iluminar el día por venir.

Somnium speculatum.

 

Es cierto que existe una Traum-deutung pero en ella no se lee ninguna “interpretación”.

Deutung en alemán no convoca ninguna interpretación, lanza “signos”.

El cuerpo que sueña no sabe lo que va a surgir.

Los sueños emiten siluetas que llegan como “exploradores”.

Son los “especuladores”.

 

Incluso en el interior del vientre de nuestras madres, en el primer reino, en el agua oscura, sin aire, soñamos.  En la penumbra uterina son los fosfenos debidos a la presión de los minúsculos dedos del feto sobre los globos oculares.  Los rasgos alucinatorios y los halos que los rodean como nimbos no son en absoluto imágenes de cosas que, ellas mismas, todavía no han sido, ni por un segundo, objetivadas.

Son cohetes caleidoscópicos, tan turbadores, tan coloreados, que en el interior de la existencia uterina, extrañamente, anuncian la visión atmosférica que inician imaginariamente.

Van en cabeza de la percepción como, bajo nuestros dedos, la mina de carbón o de lápiz en los primeros dibujos.

Imaginaciones rítmicas –antes de ser secuencias de imágenes- que envuelven, rodean, chocan, auguran.

El soñador, al convertirse en niño,  aporta cada noche a la figuración esas formas que ve porque las acecha,

que acecha porque las descubre,

y que luego designa finalmente por que las huye.

 

La especulación mantiene abiertas las dos puertas del sueño: la de cuerno, la de marfil.

La de la imagen.  La del símbolo.

Por ello es necesario que el hombre se desligue de lo humano para que pueda comprender el mundo.

Para entrar en la Maravilla.

[Traducción de Miguel Morey]

 

Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, Francia, 1948)

 

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