No son ensayos ni ficciones. En realidad, no pertenecen a ningún género. Fragmentos de cuentos, indicios de narraciones, restos de partituras. Los Pequeños tratados (Sexto Piso, 2016) de Pascal Quignard proponen una forma humilde que recoja todo lo olvidado por la historia, lo que ha quedado al margen, lo más pequeño en la frontera del mundo. El Cuaderno realiza una amplia cobertura de esta edición mediante un extenso artículo de Vicente Duque, la recuperación de una entrevista realizada por el departamento de prensa de Gallimard en 2004, fecha de edición del original.
Pascal Quignard: «Ese sistemático happy end del ensayo, consagrado a una conclusión insípida y conciliadora, me parece insoportable»
Pascal Quignard pasó por una etapa de autismo cuando apenas tenía 18 meses y volvió a padecer esa crisis de forma más intensa a los 16 años: «Este silencio sin duda fue el que me hizo decidirme a escribir; pude hacer el siguiente trato: estar en el lenguaje callándome». Su infancia resultó difícil también por sus problemas de anorexia. Estudió Filosofía y recibió clases de Levinas, Lyotard y Ricœur. Posteriormente se aleja de la filosofía para centrarse en la música, interesándose sobre todo por la música barroca. Fundó el Festival de Ópera y Teatro Barroco de Versalles junto con el desaparecido presidente francés François Miterrand. Fue editor en Gallimard durante veinte años y ha sido profesor de la Universidad de Vicennes y de la Escuela Práctica de Estudios Superiores en Ciencias Sociales. También escribió el guión de la película de Alain Corneau Tous les matins du monde. En 1994 toma la decisión de dedicarse en exclusiva a la escritura y se aleja progresivamente de toda manifestación social relacionada con la literatura. Pascal Quignard no es un escritor convencional, circula a su antojo entre los géneros, al margen de cualquier tipo de orden académico. Ha recibido, entre otros, el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa y el Premio Goncourt.
Prensa de Gallimard.— ¿Cuál fue la génesis de los Pequeños tratados?
Pascal Quignard.— Al final de los años setenta, el pintor Louis Cordesse –que falleció después– y yo tuvimos la idea de presentar, en un mismo espacio tipográfico, él una serie de grabados en la misma línea de los grabados de Rembrandt, y yo pequeños textos, similares a las suites barrocas, como los que habían escrito Pierre Nicole y Saint-Évremond. Dicho proyecto preveía la publicación de ocho tomos de grabados y ocho tomos de textos. Aunque los tomos de grabados se vieron interrumpidos en el tercero, yo continué con la empresa por mi cuenta. Esa forma de escritura me apasionaba: hacía mucho que odiaba la disertación clásica, en la que la tesis y la antítesis alcanzan forzosamente la conciliación de la síntesis. Ese sistemático happy end del ensayo, consagrado a una conclusión insípida y conciliadora, me parece insoportable. Prefiero la tensión barroca en la que, como ocurre en las suites de Bach, se escogen dos temas que se contraponen, que bailan en clave mayor o en clave menor sin reconciliarse jamás en la paz siniestra de la síntesis. Así pues, estos textos proponen interrogantes abiertos, y ninguna respuesta. Nada es unívoco, todo se halla dividido. Todo aquello que resulta desgarrador permanece en un estado desgarrado.
P. de G.- De hecho, ¿qué es un «pequeño tratado»?
Quignard.— Los Pequeños tratados son un género inventado por Pierre Nicole, en oposición a los Pensamientos de Pascal, que él consideraba imprecisos y deshilvanados. Es un género fragmentario donde, respecto de un asunto determinado, se confrontaban diferentes posturas. Saint-Évremond retomó esa forma que sólo existe en la literatura francesa y que hereda directamente de los Ensayos de Montaigne. Es una manera de hacer un Montaigne más brusco, intenso, efervescente. Me sedujo esa vieja forma abandonada, que me parecía, a la vez, humilde y moderna.
P. de G.— Un género fragmentario, cierto, pero que posee sin embargo un sentido de conjunto…
Quignard.— No para mí. Con respecto al mito colectivo, ésta es una forma estrictamente individual. Se trata de desechos inclasificables que el curso de la Historia ha pasado por alto, una forma que recoge aquello que ha sido relegado al olvido. Son cosas pequeñas en los márgenes del mundo, aquello que un romano como Albucius llamaba sordidísimas, que un moderno como Lacan llamaba objeto pequeño. Es aquello que olvida el discurso o la norma para poder ser precisamente discurso o norma. Es la hospitalidad para el más extranjero. Albucius decía: «Es preciso acoger la palabra letrina y la palabra rinoceronte». Más modestamente, digamos que estos Pequeños tratados son las virutas de aquello que me interesa.
P. de G.— Precisamente, alguno de sus temas favoritos o de sus preocupaciones recurrentes atraviesan estos Pequeños tratados; por ejemplo, el silencio…
Quignard.— Para mí el silencio no es únicamente un tema. De niño, de una manera involuntaria, me quedé varado en el silencio hasta sumirme en el mutismo. El silencio definía a aquel a quien el lenguaje había dejado desamparado, su residuo. Cuando la humanidad adquiere el lenguaje, éste trae consigo una sombra, que es el silencio. No hay silencio sin lenguaje. Y más que portavoz, me siento «portasilencio».
[Entrevista realizada por el departamento de comunicación de Gallimard en 2004, fecha de la edición original de Petits traités. Traducción de David M. Copé]
Lectura y sacrificio
Sobre Pequeños tratados, de Pascal Quignard
/ por Vicente Duque /
«A imagen de la víbora ─en la Hamartigeia de Prudencio─ que mata al macho para apropiarse de su semilla con su boca, y a imagen de sus hijos, que matan a su madre para salir de su vientre: las imaginaciones del espíritu dan nacimiento a unos libros para que nos aniquilen» [Tratado XXX: Lectio]

¿Qué hay de común entre la lengua de nuestro sacrificio, un verbo hápax en una carta de Sidonio Apolinar, el carácter impronunciable e inaudible de las lenguas muertas, los signos de un libro cerrado, el escritor que apacienta las quimeras, la piedra preciosa de la soledad del lector, el libro como enigma alrededor del cual giramos inmóviles, la cicatriz de Ulises que reconoce Euriclea, Ovidio desterrado de su lengua en el país de los getas, las palabras que llenamos de nada, la radical extrañeza de nuestros rostros, la presunción de Rimbaud, el ademán agónico de Girolamo Francastoro, los tres viajes de Maximlien Littré, lo que Remigio dijo a Clodoveo, los nombres de los escribas más antiguos que Homero, la oración de Damasipo, los cuatro brahmanes que dan vida al león que los devora, las mujeres fragmentadas de 1535, algunas escenas de lectura ambrosiana, los orgasmos de Cleopatra─ que hace matar a sus amantes para así gozar de sus estertores─, la sangre del crucificado en la mano de Longino, Marcial, Sun-Kang, Diógenes Laercio, Stendhal, Newton, Asurbanipal decidiendo aprender el arcaico sumerio en su biblioteca de Nínive, los vocablos y sus etimologías, Edipo reconociéndose horrorizado a través de su peripecia, los caracteres chinos que viajan con las espadas y los espejos, los dioses que merecen el desprecio, los signos que Jesús escribió en la tierra y que nadie pudo leer, el pensamiento azaroso que pretende la trascendencia, el simulacro oral o gráfico que porta el germen de su acabamiento?
Como ante todo lo desconocido, nuestro primer gesto en la lectura es el de la interrogación, pero la tensión de la que surge la pregunta, la pasión que da vida a cada pequeño tratado, nunca se desvirtúa con una respuesta. Pascal Quignard participa en su escritura del mismo fervor inconciliable y sin final de quien se nutre, digiere, gime y se agita en el paroxismo de la cópula o el sueño. Podría decirse que, como cada acto de existencia, cada pequeño tratado es una dehiscencia, una fisura, un leve desgarro, un paréntesis en el ámbito de silencio que precede y sigue, inaccesible, a ese breve instante. En cierto sentido, el pequeño tratado es una suerte de escritura en la que se recrea, a escala reducida, el mapa de las fuerzas que convergen en toda existencia, que, por el hecho de serlo, es existencia lingüística. Dos secretos, dos verdades que nunca nos serán reveladas ─la escena sexual de nuestra concepción, el momento que nos extinguirá─ enmarcan, pues, nuestro ser hecho de palabras sobre un continuum silencioso. El silencio, que no es atributo de lo vivo ni de lo muerto porque ni nace ni perece, que ni todas las lenguas del mundo, presentes, pasadas o futuras, podrían intentar agotar porque las precede y contiene. El silencio, cuya morosa sucesión apenas se ve turbada por ciertas sonoridades nómadas, de pronto agrupadas, obedeciendo a una íntima vibración, y, al instante, volátiles y disgregadas: ficciones a las que la locuacidad de la lengua ha dotado de una ilusión de identidad.
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Al igual que todo acto de existencia ─vale decir: cada acto en la lengua─ cada pequeño tratado es, pues, una víctima ofrendada como sacrificio al silencio; la página ─la sucesión de grafías que evocan sonidos─ una celada tendida para la voz ausente; las letras y, con ellas, las palabras que componen la oración, seres que nacen, viven, se agotan en la ilusión del sentido y mueren con el signo de puntuación. La expresión fragmentaria por la que opta Pascal Quignard es coherente con el carácter siempre desgarrado y siempre esquivo del sentido que evoca, similar al del cuerpo de un dios antiguo que se ofreciera desmembrándose. La continua e inacabable selección de palabras no puede ofrecer sino ruinas irreversibles, trampas a la sombra de la página en que se inscriben a la captura de ese sentido tan elusivo como los dos cabos de nuestra existencia.
El pequeño tratado es escritura ligada a una pulsión, pathos que reverbera por un instante, llamada muda, pero brusca, intensa, efervescente. De Saint-Évremond, de Pierre Nicole, del mismo Montaigne ─si optáramos por indagar en una genealogía literaria, o al menos en un juego de similitudes con los viejos Écrits, Essais de morale, con los viejos Essais ─ los pequeños tratados parecen heredar ciertos rasgos: la asociación de pensamientos disímiles, la exposición a menudo fragmentaria, la vivencia de lo arcaico, el argumento etimológico… Sin embargo, el pensamiento nómada de Pascal Quignard rehúye la exposición, la disertación, la enumeración rigurosa. Como en la suite barroca ─el modelo compositivo que menciona Quignard en el Tratado I y que el traductor Miguel Morey recuerda en el prólogo─ no hay conciliación de los opuestos en ninguna síntesis final, ninguna respuesta, ningún precipitado o decantación de ideas. La pasión de la escritura, la misma pasión que resuena en ecos crecientes en el propio cuerpo, impele al constante desgarro, a la tensión no resuelta y a nada subordinada, ni siquiera a un posible efecto de amenidad en quien explora con sorpresa esas palabras que le conciernen. No hay búsquedas de contrastes en las imágenes que se invocan, solo fragmentos, retazos sin la ilusión de un todo, ya que «el todo es la ilusión. El sentido es el sueño de los insensatos»[i]. Derrelictos, pecios varados en los vastos márgenes del silencio, mudas llamadas de fantasmas que con sus palabras lo perdieron todo, pautadas inmolaciones de lectores que, ejercitándonos en nuestra propia desaparición, tenemos todo que perder.
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Y es que, en efecto, no hay soberanía posible en ninguno de los pequeños tratados. No hay sujeto ni sujeción a la experiencia personal o biográfica: se escribe y se lee para la inmolación del yo, para el sacrificio del deseo vital y el constante aplazamiento del presente del lector en aras de un tiempo más allá del tiempo inmediato. Los tiempos en que orbita cada pequeño tratado son siempre objetos incompletos ajenos al ámbito de la propiedad. Nadie los escribe porque son apenas espejismos, simulacros que solo existen parcialmente en cada lectura, que en esa lectura se conceden una transitoria existencia en un océano de silencio, un piélago de voces apagadas: las voces apagadas de los muertos, los que han sido abandonados por la lengua, y las voces apagadas de los nonatos y los niños de corta edad, en los que la lengua no ha habitado.
Nacemos presos de un lenguaje que no nos permite ninguna indagación de sus contornos, ni mucho menos a un nivel metalingüístico, como alardean con presunción ciertas disciplinas, porque el lenguaje posee la extraña propiedad de convertir en sí mismo todo lo que se le acerca, como un cuerpo que al pasar sobre su sombra proyectara una nueva sombra en todo idéntica a la primera, alega Quignard, porque sería la misma. Si hasta los mismos dioses ─y qué paradójico es ese pensamiento de que hay dioses sometidos al sonido y al aliento cuando pretenden expresarse─ son siervos de las lenguas de sus revelaciones, ¿qué no seremos nosotros, que solo tenemos la certeza de nuestra mortalidad?
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La sospecha de un absoluto del lenguaje, de un ámbito que excluye posibles itinerarios individuales, no deja de ser acuciante. ¿Toda lectura es, entonces, infructuosa? La región endeble de la lectura está habitada por la fantasmagoría, en la que la cosa deviene la palabra que la evoca, en la que la evocación ─el signo─ deviene un eco que desaparece, al igual que desaparece en la nada la sombra que dota a la palabra de sentido. ¿Qué nos ata, pues, a la lectura? ¿Por qué insistimos en esa carnicería de abstracciones, en ese sacrificio reiterado, ese sacrificio que ─amén del primer acto de nuestro nacimiento: el exilio de una cálida y amorosa inexistencia─ nos obliga a amoldarnos al patrón de la lengua, a aherrojarnos en sus ficciones, a metamorfosearnos con dolor en cada uno de los tortuosos surcos de su gramática? El cuerpo que lee, en el mismo estado de acecho del depredador ante su presa, no es consciente de que lo que está esperando en realidad es su propio sacrificio: «Estamos encadenados desde los pies hasta el fondo de la garganta, domesticados y uncidos a la lengua en la que nos usamos». El lector carnívoro ─no en vano leer es también digerir, dominar─ avanza a través del libro hacia una doble inmolación. Aquel cuyo cuerpo mismo es un conglomerado de escrituras, aquel cuyos pliegues y sinuosidades revelan grafías y marcas de pertenencia a la lengua que lo posee, derrama la sangre de su identidad en aras de la palabra que lo enseñorea; tras su primera muerte se convierte en despojo: la lengua, como un Aquiles colérico, prolonga su violencia sobre ese victimario convertido en víctima hasta un fin demorado que no es otro que ─al igual que el fin brusco del encuentro sexual─ el fin de la lectura, la aniquilación de la ficción y del mundo imaginario concebido como algo no real.

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¿Qué otra fuerza sino la atracción del abismo nos impele a ser conscientes de nuestra propia finitud, escrita en germen en la lengua que nos habita? En uno de los Pequeños tratados, el XLVII, Invierno del año 412, Pascal Quignard recuerda dos neologismos que Sinesio de Cirene creó para describir, en una lengua cuyos últimos sonidos creía que morirían con él, al solitario y ensimismado lector. Quien lee ─tal vez el propio Sinesio, el mismo Quignard, o tú, lector que me descifras─ se entrega a una empresa que devora su alma y la sacrifica a la ilusión de los simulacros y el vacío: eidôlocharès, amigo de los fantasmas, y keuthmônocharès, amigo de los abismos. Abismo o no-lugar más allá del lugar en el que la escritura se realiza: la palabra leída se desplaza constantemente, se halla en fuga por la acción de los propios signos que la constituyen; hay una suerte de captura de significados que se pierden sin cesar en deriva hacia el no-mundo, la acosmia, el dilatado continente de lo asimbólico, la muerte. Fantasma o mera máscara de identidad: quien lee, como quien escribe, inevitablemente se suprime ─según la fórmula de Mallarmé que cita Quignard: Qui écrit, intégralement se retranche─, pierde el escaso control que ejerce sobre sí mismo, presta alma y cuerpo ─ese mismo cuerpo que nos es radicalmente extraño, que no poseemos ni comprendemos, que es prisión de nuestra soledad desde el primer al último segundo─ a una comunión con los muertos. El amigo de los fantasmas convierte la soledad personal en asamblea de palabras tomadas en préstamo, que no en propiedad. Las palabras hechizan, a un tiempo abisales y fantasmagóricas, se desplazan de tiempo en tiempo, de espacio en espacio y, como las voces de Eco, que piden desesperadamente un cuerpo en que alojarse, se resuelven finalmente en nada. Así en cada lectura como en cada uno de los pequeños tratados: carnicería de abstracciones, aniquilación, captura ilusoria que se pierde sin cesar, exposición al espectro y al abismo de la lengua que me posee, repetición de palabras ─nacidas en el tiempo y que pasan en el tiempo─ de las que percibimos corteza y superficie, simulacros de imágenes que creemos reconocer y que en un segundo ─porque «no hay segundo que no sea para nosotros una piedra que cae en el vacío»─ se disipan en el silencio que nos precede.
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Taciturire es el verbo hápax que Sidonio Apolinar, según el Tratado V, emplea, en el año 482, en una carta a su editor Constantius. El verbo, cuya única mención y uso aparece, fugaz, en ese documento, se opone a tacere, «callarse»; taciturire sería, pues, «tener ganas de callarse». Quien escribe calla y pone punto final a su inmolación, a su propio sacrificio. Agotada la elocuencia, taciturio, escribe Quignard: tengo ganas de callarme. Es más, Scribo: taciturio. Escribo y tengo ganas de callarme. Escribo, leo, me callo para anegarme en la nada que obra en mí.
[i] Todas las citas de Pascal Quignard han sido tomadas de sus Pequeños tratados, México/Madrid: Ed. Sexto Piso (2016). La traducción castellana es de Miguel Morey.
Extracto
Tratado VII
Sobre las relaciones que el texto y la imagen no mantienen
Al editor (se llamaba Gervais Charpentier, era junio) que le suplicaba que hiciera una edición ilustrada de una de sus novelas, Gustave Flaubert le respondió bruscamente: «La ilustración es anti-literaria. Usted pretende que el primer imbécil de turno dibuje aquello que me he matado para no mostrar».
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Como se dice cuando se deja la regla: «No soy yo quien subraya.»
Es la regla.
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No hay vínculo entre el texto y la imagen, más que la imagen del texto mismo. La escritura —como todo modo de expresión— busca lo que no puede transponerse, y los signos que están ahí tienen como función suplir el objeto que han dejado de mostrar y que ha desaparecido. Lo propio de los signos escritos es no mostrar lo que designan; significan; reinan en lo que no puede mostrarse.
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Toda imagen debe ser proscrita en los libros que se abren y en la lectura de los cuales uno se sumerge —salvo la de lo escrito mismo— por la sencilla razón de que sustituiría a la letra que se ha esforzado en suplir su defecto. Es 1. contradictorio, 2. vano pedirle al signo que se transporte al objeto al que se refiere, porque la significación es ese transporte mismo; consecuentemente, es pedirle al signo que se repudie como signo; es obligar al signo a su muerte. La imagen corta la hierba bajo el pie que es el lenguaje. Mostrar lo escrito como espectáculo: si aparece, se aniquila; empieza a ser visible; deja de ser legible; es un pez que revienta en el aire y la luz sin un grito. Retomando el verbo que usaba Gustave Flaubert, la ilustración «mata» las palabras, en tanto pretende recuperar lo que estas habían abstraído de la inmediatez continua para reintroducirlo en el universo físico.
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Decía que se había «matado» en lo invisible.
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Esta imposibilidad no debe ser suprimida sino afirmada con toda la fuerza posible. La imagen es propiamente «lo prohibido» del decir. Por ello, si quiere conservarse la vieja y fundacional energía de esta imposibilidad, parece que no se puede ni leer en voz alta ni traducir en imágenes o en películas o en dibujos o bajo una forma teatral ningún libro que se haya escrito en el mundo. Se dice que tan solo habría una solución visual posible: consistiría en mostrar el libro mismo en la pantalla. Incluso esta solución es falaz. Debe ser rechazada. Porque el libro de ningún modo puede ser distinto de su lectura. Y las condiciones que supone la lectura de un libro no se corresponden en nada a las que requiere el espectáculo de una película. Retomando la frase que Gorgias pronunció en Atenas: lo que el ojo ve, la boca no puede pronunciarlo; lo que la boca pronuncia, la mano no puede tocarlo; lo que la mano coge y palpa, la nariz no puede sentirlo, etc. En otras palabras, las significaciones que las letras depositan por escrito son incomunicables con las representaciones que las imágenes disponen frente a nuestros ojos.
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Literatura e imagen no pueden mezclarse. Son numerosos los pintores y los escritores que han intentado fundir estas dos expresiones. No son sino errores. Otras tantas ocasiones para una risa loca. Pretensión de locos. Estas dos expresiones no pueden yuxtaponerse. Nunca se aprehenden juntas, cualquiera que sea el sueño que alimente quien está atrapado por este género de libros. Cuando lo uno es legible, lo otro no es visto. Cuando lo uno es visible, lo otro no es leído. Por más que uno se empeñe en alguna contigüidad, estos dos media continúan siendo paralelos, y debe decirse que, para toda la eternidad, estos mundos son impenetrables entre sí. Incluso en el seno de Dios, la imagen y la letra permanecen separadas e insuperponibles. La iconoclastia bizantina ha presentado al respecto argumentos irreplicables. El sistema spinozista ha brindado sobre ello una teoría perentoria. Un modo de expresión no se transpone en otro más que a condición de perderse.
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El lector y el espectador nunca serán el mismo hombre en el mismo momento, inclinado hacia adelante en la misma luz, descubriendo la misma página.
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El lector nunca será un espectador. El espectador nunca será un lector.
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El libro es el único icono anicónico.
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Decía: «No existe más que un solo acto. Pero los diferentes modos de este acto no tienen transposición posible.» No era en junio sino con la nieve de finales del invierno. Vivía en una pequeña habitación bajo el tejado en la ruta de Outrerdek, donde se ganaba la vida tallando cristales ópticos para ver mejor. Llevaba mitones. Tenía una pequeña muela del tamaño de un pie de niño. Manejando y puliendo los cristales que estaban destinados a los telescopios y a los microscopios, decía que su objeto era lo que no se veía. Enseñaba las lenguas que ya no existían de pensadores que ya no existían a gente joven que existía apenas: la lengua que se hablaba antaño en Jerusalén y la que se hablaba en Roma. Decía que los libros habían sido escritos por gente diferente a la que los firmaba y que los relatos que contenían remitían a cosas más antiguas.
[Traducción de Miguel Morey]
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