Escenario

La señorita María, la falda de la montaña

"Señorita María. La falda de la montaña", documental del colombiano Rubén Mendoza, gana el Premio del Jurado en el III Festival de Cine LGBTIQ.

 

El jurado de la tercera edición del Festival de Cine LGBTIQ, celebrado en el centro Internacional Niemeyer de Aviles del 15 al 21 de abril, ha decidido este sábado conceder el Premio del Jurado a la película documental colombiana Señorita María. La falda de la montaña.  El Premio del Público de esta tercera edición ha recaído, por un muy estrecho margen, en la película islandesa Heartstone, dirigida por Guðmundur Arnar Guðmundsson. El jurado ha acordado conceder también una Mención Especial al largometraje argentino Hoy partido a las 3 , dirigida por Clarisa Navas.

Entre las nueve películas en competición, Señorita María. La falda de la montaña es un documental dirigido por el colombiano Rubén Mendoza que narra la historia de una campesina transexual. Según declaración del Jurado, la cinta se ha hecho con este premio “por tratarse de un documental que trata la construcción de la identidad en un entorno rural carente de referentes a pesar de lo cual la determinación y autenticidad del personaje crea un lugar excepcional de respeto en la comunidad”.

En las montañas de Boavita, un pueblo campesino, conservador y católico, vive María Luisa. Tiene 44 años y aunque nació siendo niño, se viste y se siente como una mujer. Solitaria desde sus primeros años de escuela, María Luisa encuentra dentro de sí misma, y en los pequeños gestos de solidaridad de su entorno, una fuerza inquebrantable. La fe en la virgen María y el amor por los animales son otros de los asideros que encuentra para soportar la vida cotidiana en un entorno empeñado en maltratarla. El director Rubén Mendoza, sin dejar de ajustarse a las convenciones del cine documental, opta por una perspectiva de narrador externo que no está exenta de empatía con el personaje, con lo que logra un retrato final perturbador y de intensa humanidad que testifica en igual medida lo siniestro y lo hermoso, lo que asumimos como natural y lo asumido como cultural.

Cuando tenía siete años, María Luisa entró por primera vez en la escuela, un puñado de ladrillos enterrados en la smontañas de los Andes de Boavita, Boyacá. En esos años, que el personaje adulto intenta olvidar a toda costa, no podía usar falda. Como los demás hombres, tenía que llevar pantalón. “La Santísima Virgen nunca usó pantalones. Siempre con sus vestidos. Yo amo mis faldas. Odio los pantalones, es que los odio”.

Pero su abuela, María Patrocinia Burgos, que fue quien la crió desde niña, no aguantó más de tres meses la situación de la niña y la sacó de la escuela: “Mi mami me sacó del colegio. A la oltra, no. La otra sí que hablaba con los demás. Nunca le pregunté por qué me sacó del colegio o por qué no me volvió a meter. Soy un animal que se acostumbra. Yo amigas o amigos nunca tuve. Mi mami me decía: ‘Cuidadito con tener amistades’ y entonces seguro que ella me sacó por eso, porque no quería que me juntara con nadie. Yo llegaba, entraba al salón, le hablaba a la profesora, la escuchaba y cuando salía al recreo no me juntaba con nadie. Escuchaba los gritos de los niños y las risas detrás de mí. Cuando echaban pito para entrar otra vez al salón, era la primera que salía para que nadie me alcanzara. Ellos no querían que los tocara. Me pegaban con palos. Mi mami no me dejaba salir entre la gente”.

Nunca salía de su casa. Nunca se la veía por el pueblo. “Mi mamá no era brava. Era un poquito rarita. Sólo hablábamos de cocinar, me decía: ‘Para que aprenda, porque yo no le voy a durar toda la vida’. Ella nunca me dejaba salir. Me gritaba: ‘Métase a la cocina, escóndase en la cocina’. Yo sólo le hacía caso. La otra sí iba a la escuela. Ella sí fue. Ella sí tenía amigas y ella sí hablaba con la gente”.

María Luisa tiene las manos llenas de cicatrices. Entre sus largos dedos torcidos, le crecen unas costras de color café producidas por las raíces de papa que se incrustan en la tierra. En los alrededores de su casa crece el maíz y la cebolla. Una casa sin pintar, con fogón de leña y una sola cama. Vive sola desde hace 25 años, cuando su abuela murió. “Cuando mi mami se murió lo único que pensé fue que me quedé sin nadie para siempre. Al principio me dio muy duro vivir sola, pero me acostumbré”.

María Luisa ha dedicado toda su vida al trabajo en el campo, alejada del mundo en lo alto de una montaña deshabitada, hablando con los animales y cantándole a la tierra. Su peor época fue, sin duda, la dolescencia, etapa especialmente dura para personas como María, y que arrasó en ella cualquier vestigio de esperanza en el género humano. El sentimiento de ser diferente la enfrentó desde entonces con el mundo, pero desde un contexto muy diferente al urbano, donde habría acompañado marchas y acudido a organizaciones que velarían por su protección. María Luisa, en cambio, se encerró en la cocina, aprendió el lenguaje de los animales, el de la naturaleza, y se volvió parte de ella. Un ser, en suma, totalmente abstraído de la realidad.

A María Luisa le cuesta hablar con sus semejantes, si es que considera como tales a las personas. La voz siempre le tiembla, desvía la mirada, le cuesta enfrentarse a la luz. “Me gusta caminar de noche, recorrer los caminos cuando voy a ver un animalito. Por ahí los vecinos y todo está en silencio. Veo a los animalitos y me voy pa’ la casa”.

 

Un día normal de María Luisa comienza a las cuatro y media de la mañana. Tiene el pelo largo, se lo peina en dos trenzas y se rasura la barba. Se prepara una arepa de maíz con chocolate, se baña, se pone su falda, su blusa y su gorra, y sale al monte a recorrer la montaña. Luego regresa a su casa, se prepara un tinto, el almuerzo y se sienta a ver el atardecer. A veces persigue las vacas por el monte, o les silba desde lejos. Cada quince días baja al pueblo y lo primero que hace es ir a misa. “Siempre que voy a misa comulgo de últimas. Qué tal esa gente que va a misa y no recibe el cuerpo de Cristo”. Entre sus únicas compañías está doña Tránsito, una mujer de campo con los ojos hinchados y las mejillas renegridas. “La conocí hace bastante tiempo, hace unos 15 o 18 años, o desde cuando era niño. Después ya lo veía con falda y vestido de mujer. Todas las personas a veces se burlan de él y yo lo aconsejo que no se achicopale en ese sentido, que se mantenga como es”. En las tardes, después de ir al pueblo, María Luisa se va a casa de doña Tránsito: “A veces charlamos así, ¿cómo digo yo? Como dos personas que se comprenden”, dice la anfitriona.

“Cuando Rubén era niño iba de vacaciones a Boavita y conoció a la señorita María, porque ella es un personaje en el pueblo. Siempre le causó mucha intriga su historia y hace como seis años él le propuso hacer un documental de su vida, y ella aceptó. Todos nosotros nos montamos en el tren para buscar patrocinadores y en ese proceso nos demoramos más de dos años. Cuando recogimos todo fuimos al pueblo y la señorita María desapareció. No nos contestaba, no nos daba razón. La volvimos a ver un año y medio después”, cuenta finalmente Amanda Sarmiento, productora de Señorita María, la falda de la montaña.

 

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