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El bipartidismo y el ruido de la nostalgia

Enrique del Teso desmonta las tesis expuestas por Tom Burns en el ensayo "Entre el ruido y la furia. El fracaso del bipartidismo en España" (Galaxia Gutenberg, 2018).

/ por Enrique del Teso /

El subtítulo del libro de Tom Burns, «El fracaso del bipartidismo en España», anuncia ya una tesis apenas argumentada. La tesis más fuerte de su sedicente ensayo es que el fracaso del bipartidismo es eso, un fracaso. Sólo se inquieren causas cuando se percibe un efecto y se percibe un efecto cuando se detecta una anomalía. No todos pensamos que el fracaso del bipartidismo sea un fracaso ni una anomalía, y por eso hay que tomar el subtítulo como una tesis. El eje de su relato es la monarquía, de qué manera la heredó Juan Carlos I, qué la hizo consolidarse y las razones de su actual debilidad, que él asocia con la debilidad de los dos partidos de poder que él llama «partidos dinásticos». Más por reacción que por la profundidad del libro, el pretendido ensayo de Tom Burns puede suscitar una reflexión sobre algunos aspectos de la política española necesitados de claridad. Entre ellos, la monarquía y Jefatura del Estado; la estabilidad y el bipartidismo; y el dichoso tema de la memoria histórica. A estas tres cosas iremos, pero acerquémonos primero a la naturaleza del libro.

Burns pretende que la expresión «memoria histórica» es una contradicción en los términos porque el pasado, o es memoria y pertenece a la subjetividad del recuerdo, o es historia y es materia de estudio objetivo y sistemático. Pero cuando habla de la monarquía, y es de lo que más habla, él mismo tiende más al embeleso que a la circunspección científica. No soy consciente de que la lectura silenciosa que hacemos de los libros tenga ningún timbre particular. Pero Burns me hizo leer algunos pasajes reproduciendo en mi mente la voz atiplada con que se narraba el NODO que se ponía antes de las películas durante el franquismo: «La frase resumía un anhelo de servicio, y este sentido patriótico del deber, que supera cualquier deseo personal, es una característica definitoria de todas las dinastías reales que consiguen mantenerse en el trono».

La palabra «ensayo» es una de esas palabras vagas, como «calvo»: sin pelo o con poco pelo estamos calvos, pero no se puede determinar cuánto pelo tiene que faltar para estar calvo. El ensayo es menos sistemático que un tratado filosófico o científico y más profundo y analítico que un artículo de opinión. Pero no están claros los límites. Con estas precauciones, cabe decir que el libro no es un ensayo, no el ensayo histórico que pretende ser. Su nivel de argumentación es el de un tertuliano de algún canal del obispado. Así, describir la victoria de Zapatero como efecto de la manipulación partidista del atroz atentado del 11M es pura propaganda vacía de análisis. Una circunstancia similar empujó hacia arriba a Bush, por ejemplo. Burns ni siquiera menciona la mentira probada que el Gobierno de Aznar intentó difundir sobre la autoría del atentado y la enorme indignación que produjo la manipulación política en circunstancia tan conmovedora. Esta fue con mucho la controversia más áspera y sostenida a la que dio lugar aquella matanza, y no mencionarla es propaganda, no análisis. Zapatero en verdad provocó especial inquina en la derecha y la Iglesia. Burns lo culpa de manera sectaria del descalabro económico con una simpleza que ningún economista suscribiría. Chapotea en el mal gusto cuando se extiende en la figura del abuelo de Zapatero, fusilado durante la guerra, tendiendo hilos entre esa historia y sus decisiones presidenciales y atribuyéndole un rencor que está más en las líneas de Burns que en los actos del ex-presidente. Es notable que aplique ese neologismo infeliz de «guerracivilismo» a la retirada de estatuas de Franco y nombres de calles en honor de protagonistas de la dictadura y al hecho mismo de que se hable de memoria histórica. Entiende que la concordia está en mantener ese tipo de símbolos con otros de nuestra época en santa compaña y honrar así la historia real. Otro sería su juicio si en el País Vasco, con la misma lógica, empezara a haber estatuas y calles dedicadas a líderes de la extinta ETA, que, como Franco, forma parte de nuestra historia. Dudo mucho que Burns viera en tal trance un ejemplo de concordia.

Es notable también que Burns se refiera en la página 29 al período franquista como «un ciclo» de la política española, al que sucedió «otro ciclo», que es el del reinado de Juan Carlos I y el bipartidismo que ahora declina. Y hasta invoca a la musa Clío por la coincidencia de que «los dos ciclos» fueran de cuarenta años cada uno. Como si lo que acaba ahora fuera comparable a lo que acababa con la caída de la dictadura. No es un descuido. En todo momento se trata al franquismo y a la democracia como una continuidad. Según él, Felipe VI inicia su reinado en peores condiciones que su padre y en la página 157 nos dice por qué: la España que heredó Juan Carlos I era más optimista por el efecto de los planes de desarrollo de Franco y era más «disciplinada» porque con el autoritarismo de Franco «estaba más acostumbrada a convivir con el liderazgo». Se refiere siempre a Franco como dictador y a su época como dictadura, pero no estoy seguro de que en este caso llamar a las cosas por su nombre sea un valor positivo. Si alguien trivializa la diferencia entre el período democrático y la dictadura negando que la dictadura sea tal, estaría falseando groseramente lo que fue el franquismo. Pero si se trivializa sin negar que la dictadura fuera una dictadura, es que el que habla cree que no es para tanto la diferencia entre democracia y dictadura. Él ve una cierta armonía en la continuidad del franquismo y el reinado de Juan Carlos I y donde ve el corte abrupto es en la Segunda República. Para cualquiera el vínculo histórico fértil de nuestra democracia debería ser el que la une con el período democrático anterior, que es la Segunda República. Pero para Burns parece que la diferencia entre monarquía y república es más relevante que la que separa la democracia de la dictadura. En la página 111, en lo que seguramente pretende ser una expresión conciliadora, pone en el mismo plano un conocido pasaje de Azaña con un desconocido párrafo de José Antonio Primo de Rivera. Las palabras son muy sufridas y siempre se las puede aislar o retorcer para que se parezcan o se diferencien a voluntad; y hay que poner mucha voluntad para equiparar a Primo de Rivera siquiera con las suelas de Azaña. Como dije, el libro es más una columna de opinión extendida que un ensayo.

Pero, decíamos también, es más interesante debatir con el libro que analizarlo, si ceñimos el debate a lo que parece estar confuso en el momento político español y dejamos para mejor ocasión los aspectos del libro que son mera obcecación ideológica.

Monarquía y Jefatura del Estado

La cuestión de la Jefatura del Estado no se reduce a la decisión entre monarquía y república y seguramente es un error de la izquierda reducirlo a eso. No creo que la izquierda haya instalado en la sociedad un discurso reconocible sobre la Jefatura del Estado desde la propia situación monárquica. Juan Carlos I genera controversia con el relato de la historia y con los valores y conducta de quien tiene una elevada función simbólica. Las actuaciones de Felipe VI nos ponen más bien ante el problema de la relación de un Jefe de Estado no elegido con los representantes elegidos y el juego político.

En cuanto a Juan Carlos I y el relato histórico, Tom Burns sostiene la versión más dulzona y reaccionaria de la empalagosa versión oficial, que consiste en atribuir a la conducta y virtud de Juan Carlos I procesos que resultan de factores complejos y actores múltiples, en los que poco importaba la voluntad del monarca. Burns dice en la página 27 nada menos que el régimen de partido único (la dictadura) no tuvo continuidad porque Juan Carlos de Borbón no quiso esa herencia. El 23 F, según Burns, el Rey paró el golpe de estado y le leyó la cartilla a la clase política (después hablaremos de esa lectura de cartilla). Como dije, el nivel es de tertulia de algún canal extremista de la Iglesia. Juan Carlos I no hubiera podido ser un rey absoluto anacrónico aunque hubiera querido, porque ni la situación interna de España ni la situación internacional lo hubieran permitido. En su día se utilizó la monarquía para simbolizar el cierre del franquismo y el inicio de un tiempo nuevo. Hoy se utiliza la leyenda petrificada de Juan Carlos I para resistirse al paso del tiempo. Cuarenta años de democracia son suficientes para crear una oligarquía basada en complicidades entre los dos partidos que se turnaron en el poder. La figura de Juan Carlos I y su asociación mitológica con la democracia en sí misma se utilizan contra las pulsiones regeneracionistas, como si oponerse a las corruptelas y canonjías del bipartidismo, a las falsificaciones sobre el rey emérito o sobre la propia monarquía fuera renegar de la transición y la democracia. España conoció un período democrático que fue la Segunda República. Fue derribado por un golpe dictatorial que se consolidó durante cuarenta años, que no pudo durar más por la situación interna e internacional y que tuvo que dar paso a un retorno de la democracia, la que había quedado interrumpida con la caída de la Segunda República. Los Borbones poco tuvieron que ver con la debilidad del franquismo ni con ninguna lucha contra él. Ni Juan Carlos ni Juan de Borbón. Enhebrar la historia reciente de España en las decisiones y conductas de Juan Carlos I es simplificar y falsear lo fundamental.

Juan Carlos I (Roma, 1938)

La otra cuestión polémica de Juan Carlos I, la de los valores, no es menor. Un monarca en una sociedad democrática no puede tener más proyección pública que la simbólica y de representación. Las amistades internacionales de Juan Carlos I siempre tuvieron más que ver con su tren de vida personal que con la agenda del Estado. Su tendencia a lujos y suntuosidades y su participación poco explicada en tráficos de empresas siempre sembraron sospechas sobre el alcance de su fortuna personal y la manera de obtenerla. Sus escarceos privados en más de una ocasión se entremezclaron con los asuntos de Estado. La Casa Real no estuvo al margen de la preocupante corrupción que asoló y asola nuestra vida pública. La naturalidad con que trascendían los episodios sexuales de Juan Carlos I contrastaba con el permanente silencio de su esposa Sofía, y el modelo de papeles y valores asociados al hombre y la mujer que trasladaban no era desde luego edificante. Todo esto es parte de lo que debe ser debatido dentro de una monarquía parlamentaria, sin perjuicio de la consideración de la alternativa republicana.

Felipe VI (Madrid, 1968) y Mariano Rajoy.

En el caso de Felipe VI es más llamativa, de momento, la cuestión del papel de un Jefe del Estado no elegido en el juego político de una democracia. A este respecto, Tom Burns desliza con frecuencia frases de contenido reaccionario. Es consciente de los límites que tiene un Jefe de Estado no elegido y a la vez se salta esos límites. En distintos momentos se habla del Jefe del Estado como de una figura que tutela a los políticos elegidos, como si tuviera una legitimidad superior a la de la voluntad popular (será aquel «plebiscito de los siglos» que se cacareó en el ABC y en algún discurso de Juan Carlos I). En la página 138 dice que la utilidad de la monarquía es la de animar a «los políticos a gobernar con sensatez y a advertirles cuando se equivocan», como si el Rey pudiera decidir lo que es equivocarse o lo que es sensato por encima de los legítimos representantes elegidos. Decíamos antes que en la página 22 se lee que el Rey «paró» el golpe de estado del 23F y «leyó la cartilla a la clase política». Una página antes nos había dicho que el papel de la monarquía en aquella situación había sido la de «enderezar a los pusilánimes y fustigar a los rebeldes». En la transición se oía a algún militar decir que los políticos (es decir, los electos) llegaban hasta donde llegaban y que cuando no podían con la situación el ejército debía asumir la responsabilidad. Toda referencia a un poder del tipo que sea que tutele o esté por encima de quienes son elegidos es reaccionaria (en el caso de los jueces no hay tutela ni jerarquía sobre los políticos, es simple división de poderes). Esta versión del Jefe del Estado es la de un pequeño dictador. Ni es aceptable esa jerarquía sobre los representantes elegidos ni tampoco la pretensión de su supuesta superioridad moral. En la página 176 se habla de la figura institucional del monarca como la de alguien que está por encima de la vanidad y ambición de los políticos elegidos. Xosé Luis Barreiro señaló hace poco que la razón de ser de la monarquía era la pereza y que cuidado con creer que el Rey sería el mejor presidente de la república. Felipe VI está mostrándose poco respetuoso con los límites que su condición dinástica le impone en democracia. Reproduce con demasiada facilidad el discurso partidista del PP, sin entender que la democracia exige que se guarde sus simpatías. Lo hizo cuando, casi haciendo eco del Gobierno, habló de la corrupción y la crisis económica como algo pasado, justo cuando el CIS decía que la corrupción y el paro eran las mayores preocupaciones de los españoles y la oposición llamaba irresponsable al Gobierno por dar por pasado lo que estaba en plena supuración. Lo hizo también con la accidentada crisis de Cataluña. No tuvo ninguna palabra para esa mitad de catalanes que quieren independizarse. Asimiló la acción desmedida del PP en esta grave situación, fuertemente criticada por muchos representantes de la oposición. El Rey no es más Rey del Gobierno que de la oposición, no está para eso. En la página 175 y siguientes, Tom Burns explica el problema insoluble que se plantea porque el Rey, al ser dinástico, no puede tener en democracia los poderes ejecutivos que le permitirían desbloquear determinadas crisis políticas y, a la vez, que ciertas crisis políticas reclaman un Jefe de Estado con capacidad ejecutiva. Sin querer Burns expresa precisamente la disfunción irresoluble de una jefatura de Estado dinástica y que no tiene más justificación que la que señalaba Barreiro: la pereza.

Bipartidismo y estabilidad

Como dije al principio, una tesis no argumentada es que la ruina del bipartidismo se presenta como una amenaza para el sistema. Hasta se habla en algún momento con elogio de la época de Cánovas. El turno de dos partidos a los que no se puede desplazar provoca, como es bien evidente, una complicidad cada vez más espesa que aúna tibieza con la corrupción, invasión partidaria de las instituciones (cómo no iban a estar de acuerdo los dos grandes en repartirse el Consejo General del Poder Judicial, las Cajas de Ahorro y tantas otras cosas), e innumerables privilegios y canonjías, grandes y pequeños. El sistema del que habla Burns no es la democracia española en sentido amplio. Reduce el sistema al tejido de un puñado de cortesanos y una oligarquía de los dos partidos y aledaños. Esa capa de cortesanos y oligarcas es la que está en peligro, no el sistema. Los dos grandes partidos no representaban ya, como se hizo bien evidente, a la población real y que el parlamento esté algo más cerca de lo que se respira en la nación no es un sistema en peligro.

De izquierda a derecha, Pablo Iglesias (Madrid, 1978) e Íñigo Errejón (Madrid, 1983)

Por supuesto, cuando se habla de la inestabilidad por la debilidad del bipartidismo, la estrella suele ser Podemos, a quien Burns y tantos otros sitúan fuera del sistema por su radicalismo. Y esto debe suscitar dos reflexiones, no por la aceptación o rechazo que merezca esta formación, sino por los límites de lo que podemos elegir. La primera es qué es lo que saca a Podemos del sistema. No proponen la nacionalización de la banca, ni la expropiación de los bienes de la Iglesia, ni un intervencionismo del Estado que no se conozca de sobra en Europa. Cuando calificaron su programa económico de socialdemócrata (con la solvencia o insolvencia que cada uno le quiera atribuir) no dijeron más que una obviedad. Podemos está fuera del juego de complicidades que se fue petrificando en la vida pública española, pero no fuera del sistema. Las palabras cruzan la vida pública como las hélices de los barcos y como a ellas se les enreda maleza contextual que las desvirtúa. En nuestro momento actual, la expresión «antisistema» se aplica exclusivamente a la izquierda. Si escuchamos esa palabra con desapasionamiento, es más antisistema el discurso de la Iglesia, por ejemplo, que el de Podemos. No olvidemos que la Iglesia sigue en contra del carácter laico del Estado y no acepta la soberanía legislativa de las cámaras en temas morales en los que tiene doctrina. Conviene evitar que el uso prejuicioso e impuro de palabras clave, como esta de antisistema, impida el saludable hábito de la argumentación y el juicio. La segunda reflexión es qué hace a Podemos radical. De nuevo estamos ante una palabra sacada a martillazos del diccionario para reducirla a la izquierda. Si la radicalidad tiene que ver con falta de concesiones, con la tendencia a desfigurar al oponente o con el impulso de medidas alejadas del talante común, es más radical Aznar, el PP o la Iglesia que Podemos. Pero la percepción de la radicalidad no suele estar determinada por la doctrina o medidas que se proponen, como debería ser. Influyen más las maneras, más o menos estridentes o provocativas, y también la polémica y ruido que se origine. Sin duda, Podemos mostró muchas veces estilo destemplado y faltón. Está en su mano valorar el estilo que le conviene. Pero no debemos olvidar que siempre es más polémico y ruidoso chocar con poderosos que con gente común. Al oído siempre le parecerá más radical quitarle conciertos educativos a la Iglesia que eliminar plazas de profesores por miles. Chocar con la Iglesia hace más ruido que chocar con enseñantes o padres y madres. Las páginas que Burns dedica a Podemos son especialmente propagandísticas y vacías. Se reducen a la reiteración de tópicos partidistas interesados. Como ya apuntamos, muy lejos de lo que podríamos llamar un ensayo.

Memoria histórica

Poco se puede añadir que no se haya dicho. El relato torcido de nuestra historia que pretende hacer pasar por reconciliación la equidistancia entre un sistema democrático, el de la Segunda República, y una dictadura fascista supone mantener en el imaginario político español impurezas autoritarias, estas sí, antisistema. Y más, si como ocurre con Tom Burns, se pretende una mayor cercanía con la dictadura que con la república. Creo que la gente como Burns sólo entenderá su insensibilidad con la memoria histórica si se compara con el tratamiento que debemos dar al relato del terrorismo. Sólo desde posiciones reaccionarias se podrá pretender que la dignidad de las víctimas del terrorismo es de otra pasta que la de las víctimas de la dictadura. Ninguna cautela o prudencia que tuviera sentido en la transición es aceptable a la altura de 2018. La memoria histórica es una cuestión que reclama firmeza y puñetazo en la mesa. Pasó el momento de razonamientos demorados.

En síntesis, el ruido y la furia de Tom Burns no alcanza la profundidad de análisis de un ensayo. Es un libro de opinión que se mueve en el nivel de los artículos de prensa, con convicciones muy conservadoras dudosamente democráticas por momentos. Por su amplitud, puede tener el valor de provocar por reacción claridad en algunos aspectos de nuestra vida pública que requieren reflexión. Aquí seleccionamos tres. Seguramente, podría haber otros.


 

Entre el ruido y la furia
El fracaso del bipartidismo en España

Tom Burns Marañón
Galaxia Gutenberg, 2018
256 páginas, 20.90 €

Tom Burns Marañón ( Londres, 1948)

Tom Burns Marañón (Londres, 1948) nació en el seno de una familia hispano-británica, fue alumno de Raymond Carr en la Universidad de Oxford, donde estudió Historia moderna, y fue enviado a Madrid como corresponsal de la agencia Reuters en 1974. Posteriormente fue delegado en España de la revista Newsweek y del diario The Washington Post, y durante una dilatada etapa fue corresponsal del Financial Times.
Es autor de una trilogía sobre el cambio político en España en clave de historia oral (Conversaciones sobre el Rey, 1995; Conversaciones sobre el socialismo, 1996 y Conversaciones sobre la derecha, 1997), considerada como una referencia ineludible en la historiografía de la Transición. Entre sus obras destacan La Monarquía necesaria (2007), Hispanomanía (reeditada por Galaxia Gutenberg en 2014) y De la fruta madura a la manzana podrida (Galaxia Gutenberg, 2015).

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comment on “El bipartidismo y el ruido de la nostalgia

  1. jorgegh1962

    No he leído el libro, sólo la sinopsis. Su artículo, en cambios, sí. Debería haberlo titulado “Desmontando a Burns”. Los que conocemos la historia por haberla sufrido, denostamos tanto a Burns como a usted. No hablan de hechos comprobados, no hablan de certezas, miento, hablan parcialmente de ellos, y omiten los que les interesa. Pero, claro, se ganan la vida con palabras huecas y cuantas más, mejor, es decir, más ingresos.
    La realidad se resume de una manera de una manera muy sencilla: vivimos en un país subdesarrollado en el que el librepensador se encuentra más solo que la una. Es más fácil pertenecer a una tribu llámese Podemos o Partido Popular, son las dos caras de una misma moneda, suyo único fin es el enriquecimiento a través de un sistema perverso desde un principio y avalado por un poder legislativo del que ellos mismos forman parte.
    ¿Conoce algún exparlamentario en exclusión social?¿Conoce algún periodista o escritor de cámara en exclusión social?¿Por qué los regeneradores del sistema aún no han abolido los privilegios de la clase dirigente?¿Será porque ahora forman parte de ella?¿Por qué se niegan, como he pedido en reiteradas ocasiones yodos y cada uno de ellos, a publicar sus certificados de Vida Laboral en lugar de unos currículums inflados artificialmente como se ha demostrado?¿Por qué los periodistas se encuentran más preocupados por adoctrinar que por informar?¿Deben muchos favores en forma de filtraciones?
    El problema no es la forma de Estado, es el Estado en sí mismo.

    Fdo.: Jorge García
    “Un modesto anarquista keynesiano” (Jorge Luis Borges)

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