Mirar al retrovisor

El hambre de las langostas y la isla de Pascua

Relata Joan Santacana que en la isla de Pascua, hacia el siglo XVII, «como si se tratara de una catástrofe cósmica, la tierra había dado todo lo que podía dar de sí; una casta sacerdotal se había apoderado paulatinamente de los recursos, insensible al hambre general que con ello provocaban, hasta que finalmente, la revuelta de los miserables fue inevitable».

Mirar al retrovisor

El hambre de las langostas y la isla de Pascua

/por Joan Santacana Mestre/

Afirma el gran Josué de Castro en su Geopolítica del hambre que el ser humano ha realizado grandes gestas a lo largo del tiempo intentando controlar y someter a la naturaleza y en gran parte lo ha conseguido; pero que sin embargo, a lo largo de los miles de años de su historia no sólo no ha conseguido acabar con el hambre, sino que ésta ha aumentado. Cada vez hay más hambre. Y nosotros, los que vivimos en el mundo occidental, es como si habitáramos un pequeño jardín lleno de flores, muy cuidado y limpio, ejerciendo de amantes hortelanos. Ese pequeño jardín está protegido del exterior por telas mosquiteras enormes, impenetrables para las bandadas de langostas e insectos hambrientos que ya han asolado gran parte del exterior y ahora se agolpan en los intersticios de la mosquitera intentando penetrar en él, ¡en nuestro jardín! Y lo defendemos con todo lo que está a nuestro alcance. Ésta es la imagen del mundo de hoy: un planeta en proceso de ser asolado por el hambre, desertizado por una explotación brutal e incontrolada y, en medio de él, unos pequeños jardines protegidos de las hambrientas langostas humanas.

Nuestros conciudadanos, huertanos al igual que todos nosotros, que también cuidan el jardín, están preocupados por el problema, pero confían en las telas mosquiteras. Las refuerzan continuamente, las cosen cuando hay el menor agujero, incluso se arman con potentes insecticidas para exterminar las langostas que osan atravesar la tela. Pero se dan cuenta que en el exterior cada vez hay más hambre, que genera más langostas; y el hambre enloquece, produce desesperación, y en la desesperación todo es posible. «¿Qué hacer?», se preguntan. «Si las dejamos entrar, ¡lo arrasaran todo!». Y se convencen que no es posible dejarlas entrar ni es solución arrojar hierbas al exterior del jardín protegido.

El problema es pues que tienen hambre. Extraña sabiduría la nuestra la de que, después de miles de años de progreso, cada vez muera más gente de hambre. Cuando los europeos llegamos al Nuevo Mundo, ciertamente no era un paraíso, pero sus descripciones sobre la riqueza y la vida que allí se desarrollaban les sorprendió; hoy ocurre lo contrario, ya que lo que sorprende es la amplitud de la marginación, de la pobreza y en definitiva del hambre. Incomprensiblemente, nuestra extraña civilización, a la que llamamos superior, de las miles de especies vegetales comestibles tan sólo ha seleccionado algunos centenares, tales como el arroz, el maíz, el trigo la cebada y media docena más de cereales. ¿Por qué ocurre todo esto? Lo sabemos; también sabemos que es lo que hacemos mal y —por supuesto— somos conscientes que las políticas de alimentación, migratorias y sanitarias que pregonamos no solucionarán el problema.

Esta reflexión sobre el tema del hambre me conduce a un ejemplo significativo de cómo una mala gestión de los recursos a nivel global puede determinar el futuro de muestro mundo. El ejemplo que quisiera comentar es el de la lejana isla de Pascua, en el Pacífico, para mí un auténtico laboratorio de la historia.

Estuve en la isla de Pascua en el mes de agosto del 2002 y no he vuelto. Hacia veinticuatro años que había fallecido el Dr. William Mulloy, tenaz arqueólogo norteamericano que investigó la isla con una mirada científica. Había participado en la famosa expedición de Thor Heyerdahl y le impresionó tanto la isla de Pascua que en los veintitrés años subsiguientes no dejó nunca de investigar. Acudía a la isla cada verano que podía, durante las vacaciones académicas, e incluso sacrificó en ella sus periodos sabáticos. El resultado fue la primera interpretación científica de la cultura prehistórica de Pascua. Muchos otros le han sucedido y ciertamente la investigación no se interrumpió con su muerte, pero las líneas fundamentales de su trabajo siguen vigentes.

A mí me impresionó de Pascua lo mismo que a él: la insularidad. Pascua es uno de los lugares habitados más aislados del planeta. Este pequeño trozo de tierra triangular de no más de 160 kilómetros cuadrados, con sus tres volcanes y sus costas casi todas abruptas, es un microcosmos, un laboratorio de la cultura humana. Aquí sucedió en pequeña escala lo que podría sucedernos a escala planetaria. Éste fue el terrible mensaje del Dr. William Mulloy, no desmentido totalmente por ningún otro investigador posterior: Pascua es un universo en miniatura. Si la arqueología hubiera querido fabricar un laboratorio del comportamiento humano a escala, no lo habría hecho mejor.

Pascua se halla lejos de todo; 2200 kilómetros la separan de Pitcairn, la más próxima de las islas habitadas, y hay que recorrer 3500 kilómetros hacia el este antes de alcanzar la costa del continente americano. Cuando yo estuve, el clima era suave y agradable y la razón de ello es que está próxima al límite entre el trópico y la zona templada del hemisferio meridional.

En esta situación de aislamiento, no hay noticias de que los habitantes de la Polinesia en la prehistoria ni los indígenas americanos hubieran sido capaces de llegar a la isla mediante una navegación sistemática. Si alguien llegó allí habrían sido, sin lugar a dudas, náufragos. Podemos imaginar canoas cargadas llegando a las pocas costas practicables —la mayoría de sus costas son grandes acantilados volcánicos— de forma intermitente, con motivo de perdidas de rumbo o desastres. Pero nunca podríamos creer que sin brújulas, sin medios eficaces, se pudiera cruzar la inmensidad del océano Pacifico de forma regular. En todo caso, estos supuestos e hipotéticos náufragos habrían llegado de las islas Marquesas y de Mangareva. Claro está que ninguna hipótesis razonable se puede descartar, y la costa continental americana bien pudo también proporcionar algún pequeño contingente de náufragos.

Todo esto es posible y no sorprende: lo que sorprende es que, a diferencia de otras islas, estas comunidades de náufragos llegaran a desarrollar una cultura asombrosamente compleja, con un lenguaje escrito sin relación con ningún otro; una sociedad con un muy estricto sistema de clases, con un gran poder coercitivo capaz de movilizar mucha mano de obra; un clero organizado; una ciencia que les permitía conocer los movimientos solares; una impresionante arquitectura religiosa que utiliza piedras de varias toneladas, cortadas con precisión; un arte escultórico en piedra que ha producido un millar de grandes estatuas, algunas de las cuales pesan cientos de toneladas; una ingeniería capaz de transportar estos pesados materiales de una punta a otra del la isla; y todo ello con el más absoluto aislamiento que jamás haya experimentado un grupo humano.

Las fechas de carbono 14 parecen indicar que estos complejos cultuales, cuya base son los grandes altares al aire libre que rodean los acantilados de la isla, con su halo mágico de protección, se construyeron hacia el siglo VII d. C. No parece que esta fecha coincida con la llegada de los primeros habitantes a la isla de Pascua; es simplemente la fecha que se obtiene para la construcción de los altares.

El trasfondo de su cultura es ciertamente polinesio, como lo es la idea de los altares, los ahu, como les llaman en la isla (en Polinnesia se les llama mara). Posteriormente, en estos altares se empezaron a levantar estatuas de piedra, aisladas o formando hileras, representaciones de seres míticos, ancestrales, de especial significado religioso. En estas estatuas residía el poder impersonal y sobrenatural, el llamado mana. Alguna de ellas pesaba ochenta y tres toneladas y sobrepasaba los diez metros de altura. ¡Pero hay ejemplares en las canteras, sin terminar, de veinte metros de altura: las vemos en las laderas del cono volcánico del Raro Raraku!

Posteriormente, los ingenieros de esta extraña cultura pascuense se sintieron los suficientemente capaces como para colocar unos pesados turbantes encima de las cabezas de los ídolos (moáis). A estos turbantes o tocados, tallados en escoria volcánica roja sacada de otro volcán, el Punapau, se les llama pukao y pesan unas once toneladas. Era necesario calcular este sobrepeso y saber equilibrarlo, ¡y lo hicieron!

Para poder levantar los altares y las esculturas era necesario disponer de una red de caminos con rampas. Además, alrededor de los ahu se construyeron viviendas en forma de naves, probablemente para los sacerdotes. En la isla, en uno de los conos volcánicos, el Raro Kau, se levanta todavía hoy un centro ceremonial, llamado Orongo: allí hay 47 casas destinadas probablemente a los oficiantes sagrados.

El arqueólogo se plantea en este lugar muchas preguntas, como por ejemplo: ¿cuántos campesinos, albañiles, pescadores, escultores y orfebres eran necesarios para mantener este culto en la isla?

William Mulloy planteó una conocida hipótesis sobre la catástrofe según la cual la cultura Rapa Nui entró en crisis hacia 1680. Algo pasó que desconocemos, pero los centros cultuales fueron destruidos y los moais profanados: les «quitaron los ojos» y sistemáticamente los derribaron.

Sobre este final que la arqueología atestigua, al parecer, sin ningún género de dudas, tan solo hay leyendas que nos hablan de revueltas, masacres y luchas genocidas de un grupo contra otro; de gente fugitiva que se escondía en las innumerables cuevas de la isla. Hambre, miseria, muerte. Como si se tratara de una catástrofe cósmica, la tierra había dado todo lo que podía dar de sí. Una casta sacerdotal se había apoderado paulatinamente de los recursos, insensible al hambre general que con ello provocaban, hasta que, finalmente, la revuelta de los miserables fue inevitable. La lucha fue de exterminio, de unos contra otros, y así hasta que un domingo de Pascua de 1722 el holandés Jakob Roggeveen se topó con esta extraña isla. El resto de la historia es conocido: los isleños fueron presa fácil de los traficantes de esclavos y los balleneros, hasta que Pascua se desertizó. Tan solo quince isleños sobrevivieron a la trata de esclavos y en 1877 había 177 personas en Pascua: eran los restos de la gran extinción de los habitantes del Ombligo del Mundo, como les gustaba llamar a su isla. La casta sacerdotal y los caudillos de la isla de Pascua, al igual que nosotros, habían desoído los lamentos del hambre.

Hoy, siglos después, Pascua es el mayor museo al aire libre que existe en el mundo, un auténtico laboratorio de ciencias sociales, el yacimiento arqueológico más impresionante que se pueda imaginar y una lección necesaria sobre el preocupante devenir del mundo.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

1 comments on “El hambre de las langostas y la isla de Pascua

  1. Como siempre, brillante estímulo para la reflexión. Pero, ay!, que duros de mollera somos, y que poco aprendemos de la historia!. Máxime si, como usted bien decía en una entrada anterior, nos dedicamos a masacras las humanidades. De todos modos, muchas gracias por su artículos.

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