Creación

¿Por qué tenemos que escondernos?

Dos personas se detienen en un punto en medio del ajetreo general del mundo: así comienza este relato de José Manuel Ferrández Verdú.

/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /

La pareja

Los dos se hallaban de pie en la esquina de la calle sobre una acera bastante amplia. Estuvieron largo rato limitándose a mirar hacia la plaza enorme y llena de jardines y árboles y pequeñas construcciones de piedra. Había una barbería, un bar un poco más allá y una galería de arte en el otro lado, y por la acera pasaba gente, sin que la presencia de la pareja resultara ser más que la de dos personas que se han detenido en un punto en medio del ajetreo general del mundo.

Estuvieron varias horas así antes de llamar la atención de algunos de los que esperaban en la barbería para ser rasurados, porque la gente se fija en todo, así como de un parroquiano del bar que había estado tomando una cerveza con una tapa de tortilla mientras hojeaba las noticias deportivas. Al terminar de leer los enredos futbolísticos, cayó en la cuenta de que aquellos llevaban toda la mañana allí de pie, sobre la acera, y apenas se movían para nada, sino que simplemente estaban parados. Esto le intrigó y pidió otra cerveza para tratar de aclarar sus ideas. Ahora observaba con atención a la pareja, comprobando que de vez en cuando alguno le hablaba al otro o le señalaba con el brazo hacia alguna parte. La mujer iba bien vestida y poseía un aspecto atractivo con un vestido que no parecía barato, y el hombre llevaba un traje gris.

A la encargada de la galería de arte tampoco le había pasado inadvertida la presencia prolongada de la pareja que parecía hallarse pegada al suelo, ya que apenas se movían del sitio, y de vez en cuando hablaban entre ellos. Hubo un momento en que la joven de la galería salió a fumar un pitillo y observar más de cerca a aquellos dos, aprovechando que no tenía nada que hacer. Pasaron así la mañana entera y todo el mundo se fue a comer, pero la pareja seguía en el mismo lugar con una insensata y modesta insistencia. Cuando el barbero fue a abrir su negocio por la tarde y los vio allí de nuevo, se aproximó a ellos para preguntarles si necesitaban algo:

—No muchas gracias, estamos bien —dijo la mujer que era atractiva.

—Es que les he visto durante toda la mañana y he pensado que tal vez tengan algún problema.

—No sabe cuánto le agradecemos su preocupación, pero no nos hace falta nada, muchísimas gracias —le dijo ella.

El hombre abrió la barbería no del todo convencido de que aquella gente fuera totalmente normal, pero bueno, eso ya no era asunto suyo, puesto que por su parte había hecho lo que debía según su conciencia. La joven de la galería también llegó a abrir por la tarde y estuvo tentada de aproximarse al verlos en la misma actitud que durante la mañana, pero tal vez por su juventud o timidez no se atrevió, aunque se les quedó mirando un rato desde el interior, tratando de imaginar cuál sería la razón de aquella conducta inusual.

El hombre del traje, llamado Ramón, sacó en un momento dado un trozo de pan y un envoltorio con algo de queso y comieron él y ella, quienes ya deberían estar bastante cansados de estar tantas horas de pie y casi sin moverse. Luego ella sacó de su bolso un par de fresas envueltas en papel y preparadas para comerlas, y ambos las engulleron. A continuación, sacó también del bolso una botella de agua de plástico de medio litro, de la que ambos bebieron un buen trago, y volvió a guardarla.

Todo esto no dejó de ser observado atentamente tanto por el barbero, mientras arreglaba el pelo a un cliente y le iba comentando lo que pasaba desde por la mañana con ambas personas, que no abandonaban aquel sitio por nada del mundo, como por el dueño del bar, que ya hacía comentarios acerca del asunto con algún cliente que los miraba con curiosidad

Había un policía de paisano que escuchó la conversación y se interesó en el asunto.

—Sí: como le digo, están ahí sin moverse desde esta mañana temprano.

—Pues deben estar cansados —dijo el representante de la ley.

—Eso pienso yo, pero parece que sean de hierro forjado, porque hasta ahora no han dado ninguna señal de cansancio. No puedo imaginar qué es lo que hacen ahí.

—Cualquiera sabe —dijo el parroquiano que tomaba un café con leche.

—Mañana se habrán ido —dijo el agente de paisano—, porque, sea lo que sea lo que estén haciendo, no creo que pasen la noche a la intemperie y de pie. Tendrán que cenar y dormir, digo yo. Vivirán en alguna parte.

—Supongo —dijo el dueño.

Pero cuando cerró el bar, por la noche, la pareja formada por Ramón y Lina seguía allí en la misma actitud, casi quietos y haciendo solo algún gesto o hablando algo entre ellos de vez en cuando. Paco, el del bar, después de haber bajado las persianas, se les acercó y les dirigió la palabra:

—Seguro que están ustedes bien, es que todo el día de pie no lo aguanta nadie

—Bueno, un poco cansados, sí —dijo Ramón—; pero ya estamos acostumbrados, no debe usted preocuparse por nosotros, se lo agradecemos sinceramente.

—En ese caso, buenas noches —y se marchó.

Por la mañana, seguían allí.

Conforme iban llegando temprano los comerciantes de la zona para abrir sus negocios, quedaban mirando a la pareja e intentaban comprender. La resistencia de una persona normal no se lo habría permitido, por lo que parecía que era gente muy preparada físicamente, quizá atletas realizando alguna prueba de resistencia o quién sabe qué cosa. Pero en el cuso de la mañana, Lina y Ramón se convirtieron en la comidilla de la gente que frecuentaba la zona, gente del barrio, en donde también había una zapatería, una joyería, una tienda de comestibles y un estanco, además de los portales de algunas casas. Se veía alguna cabeza asomada a la ventana observando a los amantes o lo que fueran, a pesar de que era mucha gente la que pasaba sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

En un momento dado, un hombre, el que el día anterior tomaba cañas en el bar, salió del mismo con dos sillas plegables y se aproximó hasta la pareja:

—Buenos días… He pensado que tal vez os iría bien descansar un poco.

Ellos se volvieron, y al ver que aquel hombre les traía unas sillas de madera plegable, le mostraron una sonrisa de agradecimiento:

—Ah, qué bien, ¡sillas! Ya nos estaban haciendo falta —dijo ella.

—Yo voy a tomar un tercio, y si queréis, os invito. ¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí tanto tiempo?

—Bueno, solo estamos desde ayer, tampoco es tanto tiempo —dijo él—. Otra cosa es que estuviéramos diez o doce años.

Quien les había sacado las sillas, llamado Alfredo, se quedó estupefacto ante la respuesta, pero se dirigió al bar a por los tercios. Una vez sentado con ellos, continuó la conversación.

—No me digáis que estar de pie desde ayer por la mañana…

—No es más que un día —dijo Ramón—, pero muchas gracias por tu generosidad.

—Pues yo, la verdad, desde ayer estoy intrigado con vosotros y creo que lo que estáis haciendo no es del todo normal, no ya solo por la resistencia física que habéis demostrado, sino por el hecho en sí mismo, que me resulta del todo incomprensible.

—Ya veo que eres un filósofo y no te conformas con ver, sino que te haces preguntas —dijo Lina con una sonrisa esplendorosa.

—Hombre, tanto como eso… Solo me hago preguntas cuando no entiendo algo, y, la verdad, si no me explicáis por qué estáis de pie en el mismo sitio desde ayer…

—¿Y crees que deberíamos haber cambiado de sitio? —interrogó Ramón.

—No lo sé. ¿Para qué te voy a engañar? Yo no soy partidario de cambiar de sitio si no hay un buen motivo.

—¿Y cuál es un buen motivo para ti?

—No sabría decirte, pero lo que yo digo es…

El desastre

Fue transcurriendo la mañana y la joven que trabajaba en la galería no dejó de explicar a la dueña —una mujer de cierta edad, pero todavía con algún encanto— lo que pasaba con la pareja. La dueña, Brígida, se quedó con la copla y miró a los amantes mientras charlaban con Alfredo. Su alma de marchante se puso en marcha y llamó enseguida a uno de los artistas a los que promocionaba, y con quien también sostenía un medio idilio, para decirle que viniera lo antes posible. Cuando el artista, Vlad Petrosian, llegó, Brígida le explicó lo de la pareja y a continuación le contó lo que iban a hacer.

Al cabo de un rato, cuando Alfredo se había ya retirado y las cosas volvieron a la normalidad, es decir, la pareja continuó de pie mirando todo aquello, comenzaron a llegar periodistas acompañados por cámaras y comenzaron a filmar a los enamorados. Les hicieron preguntas que ellos contestaban con la mayor amabilidad del mundo

—Entonces están ustedes de luna de miel.

—Así es.

—Vaya, qué interesante.

Brígida y su pupilo se habían aproximado y, en un aparte, les explicaron a los reporteros que los dos amantes no eran más que una performance artística, una instalación de su galería, pero en plena calle.

—¿Y ellos lo saben? —preguntó un tal Antonio.

—No, ellos no saben nada, porque se trata de un nuevo concepto de acción estética en la que el artista, aquí presente, se desentiende por completo de su obra, de la que reniega, para que no exista vínculo alguno, y de esta manera la obra va por su lado y el autor por el suyo. Le repito que es una idea totalmente nueva y desconocida, puramente conceptual.

—Vamos a ver si lo entiendo —dijo Antonio—. Esta pareja de recién casados no sabe nada de ustedes ni del autor o lo que sea —dijo señalando a Petrosian.

—Sí: vamos a acabar con el despotismo del autor —dijo Brígida.

—¿Vamos?

—Bueno, yo hablo en nombre de ambos. De hecho, la idea ha sido mía —dijo la mujer.

—¡Vaya suerte!

Al cabo de un rato, los periodistas se fueron, aburridos y cansados del poco movimiento que había allí, pero dispuestos todos ellos a hacer sonar la campana acerca de los nuevos caminos abiertos en el arte.

Brígida y Vlad estaban observando desde cierta distancia a la pareja. En aquel momento, se escuchó un gran estruendo allí cerca, y al volver la vista vieron un amasijo de sillas mesas y seres humanos en la terraza de un bar. Los que estaban alrededor sufrieron un susto tremendo y se oyeron gritos de terror. Los pocos que había se levantaron de las sillas, apresuradamente algunos, mientras otros quedaron paralizados ante lo que había sucedido.

Poco a poco, se fueron dando cuenta entre exclamaciones y llantos y expresiones de horror de que lo que había allí era una gruesa mujer encima de alguien que debía estar sentado en una silla metálica junto a una mesa tomando algo, entremezclados con trozos de sillas y mesas, por lo que todo indicaba que la mujer se debía haber precipitado desde lo alto sobre el hombre que tomaba tranquilamente su aperitivo. Ninguno de los dos daba señales de vida, y un líquido púrpura comenzaba a fluir alrededor de la tétrica escena. La gente se iba aproximando poco a poco para ver el terrible espectáculo.

La policía no tardó en llegar, junto con una ambulancia. Después de hacer pesquisas, se supo que la mujer se había asomado a la ventana de su casa y, al intentar ver algo, sacó demasiado su cuerpo, y, perdiendo el equilibrio, había caído al vacío, yendo a dar sobre el sujeto que saboreaba unas tapas. La pareja, ante el escándalo organizado a pocos metros de ellos, también se había interesado y miraba desde su posición todo el desarrollo de la tragedia. El lugar pronto fue bloqueado, y alrededor se acumuló la gente hasta que al cabo de varias horas se llevaron los cadáveres, y tan solo quedaron pequeños grupos de personas que comentaban lo sucedido. El hecho, por supuesto, transcendió a la prensa y las noticias de los medios, de manera que esa misma tarde todo el mundo se enteró de lo sucedido.

A la dueña de la galería de arte, que le había pillado de cerca el tremendo accidente, le dio un ataque de nervios y se hallaba medio sonámbula debido a los tranquilizantes que fue necesario administrarle.

Ese día transcurrió de una manera extraña, pero por fin cayó la noche y la pareja continuaba allí, pero ahora se acurrucó contra una farola y se tapó con mantas para pasar así la noche. Sin embargo, no parecía que estuvieran dispuestos a abandonar fácilmente el lugar, a pesar de lo sucedido y del tiempo que llevaban sin moverse prácticamente del sitio.

Las noticias. Espinilla

Los periódicos de la mañana siguiente hablaban ampliamente de lo sucedido en el bar, al mismo tiempo que también aparecieron artículos comentando con gran despliegue de elogios y alabanzas la originalísima performance que una galería de arte había organizado, rompiendo los moldes un tanto gastados del arte posmoderno, y que suponía un nuevo paso adelante en el imparable avance de los nuevos conceptos estéticos innovadores y revolucionarios. Alguno de tales artículos también señalaba que casualmente dicha galería y la correspondiente muestra artística se hallaba muy cerca de donde se había producido el terrible accidente protagonizado por la mujer gorda y el hombre que degustaba tranquilamente y que encontraron el fin de sus días de una manera de lo más inusual.

El inspector Carlos Espinilla recibió el encargo de establecer si la caída de la mujer se hallaba involucrada o no en algún acto criminal, es decir, si alguien más se hallaba involucrado en su caída horrorosa. La víctima, llamada Carmen, vivía con su marido, un abogado que había gozado de cierto prestigio, ya jubilado, y que, al parecer, en el momento del suceso se hallaba en el aseo, haciendo sus más íntimas necesidades. Esta había sido la versión oficial al principio. Sin embargo, Espinilla fue enviado a despejar cualquier duda, debido a que algunos vecinos habían comentado a la policía que el matrimonio, que vivía solo, no se llevaba demasiado bien, y esto hizo saltar las alarmas del fiscal, quien, como es natural, no dejó pasar aquellos testimonios sin más. Aparte de que la coartada del marido poseía un tufillo sospechoso. De manera que Espinilla se presentó en el lugar de los hechos dispuesto a hacer todas las preguntas que hiciera falta, y a olfatear el ambiente. Pero antes de comenzar su tarea, decidió tomar una caña en el interior del bar, para estudiar el lugar y sacar conclusiones sobre el terreno.

Mientras saboreaba su cerveza con una tapa de tortilla, se entretuvo en leer la prensa acerca del caso y leyó tanto el artículo que hablaba del mismo como el que hacía mención a la muestra artística que tenía lugar a la misma hora y casi en el mismo sitio, lo cual le llamó la atención por la coincidencia tan extraña, pero no le condujo a establecer ninguna relación entre ambos sucesos. Mientras estaba allí, entró el viudo de la muerta acompañado por una mujer de unos cuarenta años, atractiva, ambos de negro, y apoyándose en la barra pidieron dos cervezas con algo para picar. La cara del marido la reconoció Espinilla por las fotos que había visto. No quiso desaprovechar la ocasión, y dirigiéndose a la pareja se presentó:

—Soy el inspector Carlos Espinilla. Me gustaría hablar con usted acerca de la muerte de su esposa, a quien dios tenga en su gloria.

—Sí, comprendo —dijo el abogado Julio García—. Me tiene usted a su disposición —y se secó con una servilleta una lágrima que había asomado a su ojo izquierdo—, aunque ya se lo expliqué al juez.

—Lo sé, pero han surgido opiniones de sus vecinos que el señor fiscal desea tener en cuenta para descartar por completo cualquier posible acción criminal. Según tengo entendido, no se llevaba bien con su esposa. Usted dijo hallarse en el excusado en el momento de la caída, digámoslo así.

—Es que fue eso, una caída —dijo la acompañante.

—Perdone, pero no tengo el gusto.

—Es mi secretaria, Libertad.

—Tanto gusto, pero creía que estaba usted jubilado.

—Y lo estoy, pero hasta hace seis meses he trabajado con ella durante más de diez años, y eso une mucho.

—Ya lo creo —dijo Espinilla—. A veces, demasiado.

—No va por ahí la cosa, señor inspector —dijo ella.

—Muy bien, me alegro, porque, de lo contrario, el asunto podría complicarse.

—¿Qué más quiere usted saber? —preguntó el abogado.

—En primer lugar, su confirmación, ya que pruebas es difícil encontrar. Y a partir de ahí deberé mirar la forma de descartar por completo cualquier posibilidad de crimen.

—Es cierto, no nos llevábamos muy bien, teníamos caracteres incompatibles, y eso nos conducía a discutir con frecuencia, pero yo nunca pensé en matarla, o de lo contrario lo habría hecho hace muchos años.

—¿Cuánto llevaban casados?

—Cuarenta años.

—¿Y no tenían hijos?

—No.

—¿Y nunca le fue usted infiel?

—Muchas veces.

—¿Y ella lo sabía?

—Lo ignoro.

—No pudo suicidarse por eso.

—Cualquiera sabe, era una persona muy personal.

—Ya, claro, como todos.

—En efecto. Le gustaba mucho lo suyo.

—¿A qué se refiere?

—Pues a que era una intelectual y se pasaba la vida leyendo, con amigos intelectuales, artistas, etcétera.

—¿Y a usted no le interesan esos asuntos?

—Hombre, no es que no me interesen, pero no tanto como a ella. Se desvivía desde siempre por estar a la última. Allí donde hubiera la más mínima sombra de lo que fuera, poesía, pintura, cine de ese raro, pues allí estaba ella. Fue así desde el principio, y creo que de joven ligó mucho con todo eso.

—Hasta que lo conoció a usted.

—No. Conmigo continuó igual. Se liaba con todo el mundillo de artistas, poetas, pintores. Me había puesto cuernos con las mejores cabezas de la ciudad.

—Entonces estaban empatados.

—Sí.

—Por eso no se llevaban bien.

—Supongo, pero nos habíamos acostumbrado, y lo íbamos llevando de mala manera, pero lo llevábamos.

—Pues eso lo hace a usted muy sospechoso, perdone que se lo diga.

—No sea usted tonto —dijo la exsecretaria—. ¿Cómo va a ser sospechoso si estaba en el váter?

—Bueno, en eso tiene razón. Pero está seguro de que estaba en el váter —preguntó Espinilla.

—¿Cómo no voy a estar seguro? ¿O es que usted no sabe cuando está y cuando no?

—¿Por quién me ha tomado? —preguntó Espinilla.

—Yo por nada, solo pregunto.

—Usted no sabe preguntar, de manera que es mejor que lo haga yo.

—Pues pregunte cuanto quiera.

—Bueno, creo que por hoy ya es bastante, no quiero acorralarlo a usted el primer día.

—¡Ja! Arreglado está si piensa que va a poder acorralarme otro día.

—Y por qué no.

—Porque está usted hablando con una eminencia —dijo ella.

—¿Y con quién creen que están hablando ustedes? —dijo Espinilla.

—Con usted, me imagino.

—No le quepa duda, adiós, buenos días.

Y salió del bar un poco cabreado consigo mismo por no haber sabido llevar la conversación hacia una confesión completa de lo que parecía un asesinato en primer grado.

Así se lo dijo al fiscal, el cual le animó a continuar husmeando en la coartada tan artificiosa y fantástica, ya que lo más probable era que, ante las confesiones de incompatibilidad e infidelidad mutua, el abogado aquel, liado seguramente con su guapa exsecretaria, hubiera empujado a su santa esposa por la ventana con las consecuencias que tuvo todo el asunto.

La demanda

Al cabo de una semana, la pareja continuaba allí. No había manera de que se fueran y las noticias de los periódicos sobre el sentido artístico de su presencia atraían a curiosos y turistas que no querían perderse lo último del arte, la manifestación del genio posposmoderno.

El señor Petrosian fue entrevistado por varias cadenas acerca de sus ideas innovadoras.

—El artista tiene que romper la cadena causal para liberar su alma, y el primer paso es romper el eslabón que lo vincula con su obra, de manera que no exista nada que lo relacione con ella.

—Entonces dice usted que no tiene nada que ver con su obra.

—Nada en absoluto. El artista actual ya no quiere saber nada de su obra. De hecho, el autor va por su lado y la obra por el suyo. Yo mismo ignoro si estoy haciendo algo o no, ni quiero saberlo, eso sólo sería un estorbo y una injerencia neocapitalista.

—Entonces, esa pareja no sabe que usted es el autor y ellos son la obra.

—No tienen ni idea.

—Y usted tampoco lo sabe.

—Sí, pero solo porque me lo dijo mi marchanta, Madame Brígida.

—No resulta fácil comprender todo eso —decía el periodista.

—Al revés: es todo tan sencillo que lo milagroso es que no se le hubiera ocurrido a nadie antes. Yo mismo estoy asombrado de haber tardado tanto tiempo en encontrar esta fórmula definitiva para el arte.

Y mientras los circuitos culturales acogían todas estas novedades con escepticismo, una mañana se presentó un mensajero judicial que llevaba una demanda contra la galería que había organizado la muestra de arte interactivo, callejero y espontáneo. Cuando Brígida leyó el texto de la demanda, quedó perpleja.

Alguien llamada Isadora Parra, a través de su abogado señor letrado don Julio García, el esposo de la muerta, cosa que ella ignoraba, le pedía daños y perjuicios por la muerte de don José María Parra, mientras se tomaba unos langostinos y unas bravas en la terraza del bar El Patriota, como consecuencia de la caída vertiginosa de doña Carmen Gordon y Robles-Díaz de Corbajosa, motivada por haberse asomado más de la cuenta para ver a la pareja que componía la manifestación artística organizada por la galería Praxis, cuyo autor, el señor Vlad Petrosian, era también incluido en la demanda, así como la pareja de amantes. Y les pedían la módica cantidad de dos millones de euros de indemnización por la pérdida de su padre.

—Por los clavos de Cristo, ¿habráse visto semejante dislate? Pero qué gentuza anda suelta por ahí, el dulcísimo nombre de Jesús, cuánto canalla y qué insensatez es esta, ¡ay, Dios mío, que me va a dar algo, ay, ay, ay! —y la pobre mujer fue deshaciéndose como un cubito de hielo y dejándose caer en un sofá hasta quedar completamente inconsciente.

La chica que tenía trabajando, Ludmila, se asustó al ver a su jefa en ese trance y acudió a socorrerla, pero la galerista estaba completamente en brazos de Morfeo, y roncaba como una bendita. Al cabo acudieron Petrosian y un hijo de ella que era director de una sucursal bancaria, Jaime, quienes intentaron reanimarla hasta que poco a poco fue retornando a la vida. Después de recobrar el aliento y leer detenidamente los términos de la demanda, decidieron buscar un abogado.

—Creo que en el edificio de al lado vive uno, aunque no sé si está en activo, porque se le ve un poco achacoso —dijo Ludmila, que llevaba varios años allí y conocía un poco a la gente de los alrededores.

Como ignoraban quién era el abogado de la demandante, cuando el hijo habló con él, se enteró de que era el marido de la difunta.

—De manera que usted es el abogado de esa mujer que quiere demandar a la galería, cuando fue su propia esposa de usted la que mató a su padre al caerle encima.

—Pero fue por culpa de su madre de usted —dijo el señor García—. Mi esposa es una víctima más, y dé gracias a que yo mismo no demando a la galería y al autor por hacer esa clase de exposiciones tan peligrosas…

—Arte interactivo, caballero, performances, no confundamos.

—Me da igual, y además también hemos demandado a esa pareja que está ahí plantada desde hace no sé cuánto.

—Ellos no tienen nada que ver en el asunto. Esto es una estética nueva que desvincula al autor de su obra, ¿o es que no lee usted los periódicos?

—¿Qué?

—Lo que oye. No parece que esté muy al tanto de lo que está pasando en el mundo del arte ahora mismo. Ni mi madre, ni el señor Petrosian, ni la pareja que hay en la esquina se conocen de nada. Bueno, mi madre y el artista sí, pero los enamorados no saben nada de esto. No hay vínculos entre ellos de ninguna clase. Es el nuevo arte, por lo que su demanda pierde toda la fuerza y cualquier juez la va a desestimar.

—Cualquier juez que esté loco.

—Nada de eso, señor mío.

—Mire usted —dijo el abogado—. No sé qué es lo que pretenden, pero la señora Parra ha perdido a su padre por culpa de la madre de usted y ese Petrosio o como se llame.

—Petrosian, y mi madre no tiene la culpa de que su esposa se cayera por la ventana. Es a usted quien deberíamos demandar.

—¿A mí? De eso nada, yo estaba tan tranquilo ca… Quiero decir, en el váter cuando ocurrió todo. Yo no soy responsable.

—Pues lo será su señora que en paz descanse, pero ya le digo que mi madre y el artista no sabían nada de eso.

—Menudo rostro. ¡Que no sabían nada! Entonces, ¿por qué dicen que esos dos eran una perfección de ustedes? ¿Lo dicen los periódicos?

—Los periódicos solo dicen lo que se les ocurre, y no es perfección sino performance, pero ignoran lo fundamental: es arte actual, no tenemos nada que ver, ya se lo he explicado.

—En toda mi vida, no he oído una majadería tan grande —el abogado estaba que se tiraba de los pelos con lo que escuchaba, y el convencimiento con que hablaba el director de banco lo ponía aún más frenético.

Trabajos de Espinilla

El detective, en su afán de aclarar si había habido crimen o no, quiso hablar con quienes podrían aportar algún dato. La galería estaba junto al bar, de manera que por Brígida se enteró de lo de la demanda y ella se enteró de la investigación.

—Ese hombre, el abogado de la demandante y marido de la muerta, es un asesino nato —le comentó a Espinilla.

—¿Usted cree?

—Lo sé. Lo he visto matar a varias mujeres.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Y no lo ha denunciado a la autoridad?

—Porque era vecino y me daba un poco de pena.

—Claro, lo comprendo —dijo el bueno de Espinilla, que era un alma de Dios.

—Pero yo misma lo vi empujar a su mujer en la ventana para que se diera un tortazo contra el suelo.

—Caramba, eso sí que es grave, porque en tal caso resultaría ser un asesino de aquí te espero.

—Lo es, y además creo que estaba conchabado con la hija del viejo que murió al caerle ella encima, porque así se ha librado de él y va a heredar todo lo que tenía.

—Pero eso ya se pasa de castaño: es toda una conspiración, y encima ha tenido el rostro de reclamarle a usted los daños morales.

—Sí, además por nada, porque nosotros no teníamos nada que ver con esa pareja.

—Ah, ¿no?

—Ni los conocemos.

—Pues la prensa habla de una muestra artística de esta galería.

—La prensa solo dice disparates. Sí, es una performance de la galería, pero se trata de algo nuevo. Nosotros no sabemos nada. Ellos son libres. Hoy el artista se ha divorciado de su obra. Están comenzando a aparecer solicitudes de demandas de divorcio entre afamados pintores y sus cuadros, a los que acusan de infidelidad a sus principios estéticos.

—No, si eso se veía venir. Entonces cómo dice usted que es una per… Lo que sea de la galería de usted.

—Es una metáfora.

—Claro, así se explica todo.

—¿Ve como tengo razón? Nosotros somos inocentes incluso aunque la mujer se hubiera asomado más de la cuenta. Pero ya le digo que él la empujó, y ahora es abogado de la acusación. ¿Ha visto usted alguna vez tamaño despropósito?

—Yo no, desde luego. Ni lo hubiera creído aunque me lo hubieran contado.

—Pues créalo, porque le estoy contando el evangelio.

—¿Según san quién?

—Según santa yo misma.

¿Por qué tenemos que escondernos?

Espinilla fue a hablar con la pareja de novios.

—Buenos días, soy el detective Carlos Espinilla e investigo la muerte de la mujer y el cliente del bar El Patriota.

—Qué tragedia, Dios mío —dijo Lina.

—Sí, ha sido terrible.

—¿Y qué es lo que investiga usted? —preguntó Ramón, y acto seguido dio un intenso beso de amor a Lina.

Espinilla esperó para contestar a que aquellos enamorados terminaran sus manifestaciones de cariño y pasión. Cuando se hubieron separado, les dijo:

—¿Han acabado ya de besarse?

—Sí.

—Investigo por si acaso ha habido un crimen en la muerte de esos dos pobres difuntos.

—¿Cómo es posible? ¿Qué clase de crimen?

—El marido es sospechoso y lo acusan de empujarla por la ventana.

—Oh, ¡cuanta maldad! Pero ¿qué tenemos que ver nosotros?

—Pues que esa mujer, por lo visto, se asomó para verlos a ustedes dos aquí, llamando la atención de todo el mundo y ofreciendo un espectáculo un poco ridículo, la verdad, y si el marido no la empujó, entonces la responsabilidad se les atribuye a ustedes dos, por estar ahí exhibiendo su amor.

—¿Y por qué tenemos que escondernos? Queremos que todo el mundo se entere de que nos queremos; no hay ninguna razón para abandonar este sitio.

—Bueno, pero estarán ustedes de acuerdo conmigo en que estar ahí sin ducharse, casi sin comer y mal durmiendo de cualquier manera es una insensatez cuando se puede evitar. ¿Es que tanto se aman?

—Ni se lo imagina usted, lo que no está escrito.

—¿Y de qué viven? ¿No comen, ni se duchan, ni duermen como Dios manda?

—No se crea, en el bar nos dan bien de comer y el barbero nos deja dormir en su trastienda donde tiene un sofá cama, y ducharnos y lavarnos en su baño.

—¿Y a qué se debe tanta generosidad?

—A que por culpa nuestra tienen más clientes.

—Claro, así sí, puro capitalismo.

—Pero no nos ha dicho qué tenemos que ver nosotros en la muerte de esos dos pobres difuntos —dijo Ramón.

—Acabo de decírselo. Ustedes dos han sido declarados obra de arte por esa galería que hay ahí, y existe una demanda interpuesta contra ellos por el abogado que era el marido de la mujer que se mató.

Ellos se miraron con cara de no comprender.

—Perdone, pero no le hemos entendido. ¿Qué significa que se nos ha declarado obra de arte de la galería?

—Significa exactamente lo que le estoy diciendo: que ustedes son una perfección de esa galería.

—Ya sabíamos que éramos perfectos. Pero no por declaración de nadie. Una perfección nuestra, de nuestro amor, ¿qué tienen que ver ellos con nosotros?

—Ya se lo he dicho. El señor Petrosian es un artista que suele exponer sus obras en la galería de Brígida, quien es la dueña. Y él afirma que ustedes son una perfección suya.

—Pues que venga aquí y nos diga eso a la cara —dijo Lina, en un arranque de orgullo.

—Y si el marido la tiró por la ventana, debería investigar al marido, no a nosotros —dijo Ramón.

—Eso es lo que quiero averiguar. La hija del muerto ha demandado a la galería, a Petrosian y a ustedes, y el abogado de esa demanda es el marido de la mujer muerta. Además, Brígida dice haber visto al abogado empujar a su esposa por la ventana. ¿Qué tienen que decir a eso?

Ellos se miraron, se abrazaron y se besaron amorosamente en señal de cariño y amistad profunda, mientras Espinilla observaba toda esta acción amorosa y sacaba un cigarrillo para ir fumando un poco mientras terminaban de besarse.

—¿Ve usted, detective? —dijo Ramón,, una vez libre de maniobras eróticas—. Nosotros solo sabemos querernos. Y no buscarnos problemas ni con el abogado, ni con la galería. Ahora ganamos mucho dinero con las entrevistas y dentro de poco seremos ricos además de amantes.

—Pero eso es magnífico, ¡no saben cuánto me alegro! Será mejor que tomemos algo para celebrarlo y mientras tanto me van contando todo lo que sepan.

—Ya le he dicho que no sabemos nada. Yo solo sé querer a Lina una cosa mala.

—Bueno, cariño, no exageres, que yo te quiero a ti más que tú a mí.

Él la miró con paciencia y benevolencia.

—Pero ¿cómo se te ocurre decirme eso? Amor mío, ¿es que no te das cuenta de que yo estoy más enamorado de ti que al revés?

—Ay, no, perdona, mi vida, pero en eso te estás equivocando, tú nunca podrás quererme a mí ni la mitad de lo que yo te quiero.

—Pero eso es absurdo, querida. Ya te lo dije al principio: siempre te querré inmensamente y tú estuviste conforme. No me vengas ahora con cantumanzas de que me quieres aún más.

—Es que por suerte o por desgracia es así, Ramón, y tú lo sabes.

—¿Que yo lo sé? ¿Cómo que yo lo sé? Lo único que sé es que si dejara de amarte, me moriría aquí mismo.

—No, por favor —dijo Espinilla—. No exageremos.

En ese momento se les acercó el abogado, el cual se presentó a los dos amantes y les entregó un pliego de demanda por haber intervenido en la desgraciada muerte de su esposa.

—Tengan. Están acusados como cómplices de la muerte de mi esposa.

Al oír esto, ellos se quedaron atónitos, sin saber qué decir.

—Pero hombre, caballero, ¿cómo puede acusarnos de cómplices, si nosotros solo hemos estado aquí, y ni siquiera conocíamos a su mujer?

—Ella se asomó por la ventana para verlos y se cayó, matándose ella misma y al pobre hombre que desayunaba tan tranquilo. ¿Quién les mandó montar un número tan raro en medio de la calle con peligro para la gente curiosa?

—¿Y qué quiere usted que hagamos?

—Un momento —dijo Espinilla—. Creo que se equivoca usted de parte a parte. La dueña de la galería lo acusa de haber empujado a su esposa.

—Exacto —dijo Lina.

—Nada de eso es cierto. Yo me encontraba en el excusado.

—¿Está usted seguro de que no empujó a su mujer? —le preguntó Espinilla, que como detective del caso tenía la obligación de averiguar si había habido crimen y por eso iba haciendo preguntas a todo el mundo.

—Tan seguro como que no hay dios en el cielo.

Los tres miraron al cielo.

—Desde Nietzsche, quiero decir —aclaró el abogado.

—De todas maneras, debería pensárselo dos veces antes de dar un mal paso. Trate de reflexionar. Es posible que usted crea que en ese momento estaba en el aseo y, sin embargo, por alguna absurda confusión, fuera y empujara al vacío a su gorda esposa.

—Por favor, no llame gorda a mi esposa. Tenga un poco de respeto a una difunta.

—Está bien, disculpe, pero procure hacer memoria y no hable así al tun tun. Es fácil equivocarse, y sobre todo es muy común que creamos una cosa cuando en realidad ha ocurrido otra diferente. Piense que el pasado a veces guarda tantos misterios o más que el presente o el futuro.

—Bueno, voy a procurar pensar en todo esto, pero, mientras tanto, vayan leyendo los términos de la demanda que he redactado conforme a los más sólidos principios legales, y que va a ser difícil refutar por muchas milongas que vayan diciendo ahora de que si la he empujado yo mismo, que sentía hacia mi mujer una adoración fuera de toda duda… A pesar de todo.

Y diciendo esto el abogado, un hombre flaco y vestido con un traje negro, elegante pero raído, y un sombrero de ala corta y botines de charol ya gastados, se marchó con su andar un tanto afectado y artificioso, como si quisiera dar la impresión de ser alguien importante y ridículo.

—Ese tipo no me inspira confianza —dijo Ramón—. Parece que oculta algo.

El cumpleaños

Al cabo de unos días, llegó una mañana Espinilla y dijo a los dos enamorados que era el día de su cumpleaños y quería invitarlos a comer y de paso investigar un poco más. Ellos aceptaron no sin cierta reticencia, ya que no esperaban una cosa así, como si aquel hombre no tuviera a nadie con quien celebrar la fiesta. También invitó a Brígida, Vlad, Jaime y la secretaria Ludmila; a Alfredo, con quien había hecho cierta amistad, y a Antonio el periodista, a Julio y Libertad, quienes ya eran amantes, y a Isadora, la hija del hombre que había muerto bajo el peso terrible de Carmen.

Había reservado una mesa en el bar y estuvieron comiendo y charlando alegremente debido a la cerveza y el vino, así como los espléndidos platos que les preparó la cocinera.

—No me diga que no tiene usted familia para celebrar estos días tan hermosos —dijo Brígida.

—Tengo una mujer y dos hijas, pero se fueron de mi casa hace un año para hacer la ruta de la seda. Son muy aficionadas a la seda pero no se sentían seguras con la que venden aquí de manera que decidieron ir directamente a por ella, la auténtica.

—¿Y está usted segura de que me vio empujar a mi esposa por la ventana? —preguntó Julio a Brígida.

—Naturalmente, ¿cómo puede dudar usted de mi palabra?

—Porque dice usted cosas muy raras ,como por ejemplo eso del artista separado de la obra de arte.

—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? —dijo Vlad.

—No es que tengan que ver, pero yo creo que no empujé a mi esposa, a quien Dios guarde muchos años, y no confío demasiado en lo que dice su mujer.

—No soy su mujer, caballero, sino su marchante.

—O sea, que tienen ustedes mucha marcha, ¡ja, ja, ja!

Todos rieron y brindaron de nuevo por el protagonista que era el detective, el cual había dicho en la oficina que ya tenía casi resuelto el caso. Poco a poco fueron emborrachándose todos, y al final se pusieron a cantar canciones tristes de cuando eran jóvenes, aunque no se conocían de nada, pero habían vivido más o menos por la misma época, excepto los amantes, que eran ambos más jóvenes.

Del bar fueron a casa de Espinilla para seguir bebiendo licores y cubatas. Este vivía en una casa de las afueras, en mitad del campo, rodeada de árboles en un lugar solitario, pero Espinilla tenía una furgoneta y los condujo a todos hasta su casa, donde entraron medio beodos y se tumbaron por los sillones del salón principal, que ocupaba casi toda la parte baja de la casa, que era antigua y de piedra, y que su mujer había heredado junto con unas cuantas hectáreas de tierra alrededor, que ahora se hallaban ocupadas por grupos de pinos altísimos, algunos frutales y arbustos que crecían al albur de su propio albedrío. Aquello parecía una especie de selva apacible y soleada donde el policía se refugiaba en verano a dormir largas siestas mientras los criminales campaban a sus anchas.

 Se les hizo de noche con tanta juerga, de manera que se tuvieron que repartir por las numerosas camas de la casa. Al día siguiente Espinilla los llevó de nuevo a la ciudad, donde cada uno de ellos volvió a sus quehaceres.

Sin embargo, la pareja de enamorados vio con sorpresa que el lugar que habían estado ocupando se hallaba a su vez ocupado por otra pareja que seguramente había oído hablar del asunto y quería imitarlos para llamar como ellos la atención de la gente y ganar así un poco de pasta.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó Lina.

—Somos enamorados y queremos que todo el mundo lo sepa.

—Eso ya lo hemos inventado nosotros.

—¿Qué habéis inventado?

—Lo de ponerse en este lugar y no moverse.

—Pero nosotros también nos queremos mucho —dio el novio llamado Federico.

—Ya veremos cuánto aguantáis ahí de pie —dijo Ramón, a quien no le sentó nada bien ver a aquéllos haciendo lo mismo que ellos.

Lina y Ramón se sentaron en la terraza donde había muerto Carmen y el hombre mayor, para observarlos. Pero aquello ya no era ninguna novedad y nadie acudió a ver a los nuevos amantes ya que no era más que una repetición de los anteriores, por lo que al cabo de unas cuantas horas allí de pie, se habían cansado y se sentaron con Lina y Ramón en la terraza a tomar unas cañas mientras descansaban.

—Estamos hechos polvo —dijo Amelia, que era la amante de Federico—. Me duelen los pies como si hubiera escalado el Himalaya.

—Ya os lo dijimos —dijo Ramón—. La cosa no es tan fácil.

—Pero vosotros habéis ganado una pasta con este número.

—Sí, por la novedad, pero la gente ya está cansada de tonterías. Tendréis que trabajar como todo el mundo.

—Y vosotros, ¿qué vais a hacer?

—Lo mismo, pero primero tenemos que resolver el pleito que nos ha puesto la señora esa, Isadora, la hija del muerto.

—Es que murió alguien.

Ellos les contaron todo lo ocurrido allí y Federico y Amelia se llevaban las manos a la cabeza cuando de pronto sucedió algo terrible. En un segundo se escuchó un gran estruendo y desde lo alto se desplomó algo que cayó sobre la nueva pareja. Eran dos personas que al chocar contra ellos los aplastaron junto con las sillas y formaron un amasijo de gente y trozos de metal que hirió la sensibilidad de los presentes de una manera tan brutal y repentina que se escucharon gritos y algunos salieron corriendo. Ramón y Lina, que estaban muy cerca del desastre, quedaron paralizados. Lina se puso histérica y comenzó a gritar y de un salto salió de allí como pudo y corrió a través de la acera hasta quedar exhausta. Luego Ramón fue tras ella para consolarla y protegerla.

Cuando Espinilla se enteró del nuevo suceso. acudió rápidamente en la furgoneta, que aparcó cerca. Tras llegar los bomberos, pudo saber que los que se habían lanzado al vacío eran el abogado y su amante. Esto causó estupor entre los vecinos, que en poco tiempo habían asistido a dos casos de brutal caída de personas, tanto si era por accidente como si se trataba de homicidios o suicidios, cosa que el detective debería averiguar. La prensa ya empezaba a hablar de aquello como de una plaga inexplicable de fenómenos luctuosos, vertiginosos y oscuros.

La galería fue demandada también por las familias de Federico y Amelia.

Isadora, que se había quedado sin abogado, tuvo que buscar uno nuevo y resultó que justo debajo de donde vivía Julio, en el entresuelo, había un despacho de un abogado llamado Julián Gómez Pérez de los Pérez, que pertenecía a una familia acomodada de la burguesía de la ciudad. Era un hombre joven y atractivo que conocía los hechos producidos con anterioridad, y, por lo tanto, el más idóneo para llevar el nuevo pleito y el antiguo.

Cuando Espinilla supo de la nueva demanda, fue a hablar con Brígida y halló a esta desesperada y a punto de derrumbarse.

—Ahora me van a culpar de todo lo que pase en la ciudad, ¿no crees que es un poco exagerado?

—Pero ¿habíais dicho algo de la nueva pareja?

—¿A qué te refieres?

—A si Vlad la había declarado también una perfección suya, aunque independiente.

—¿Cómo que perfección? ¿Qué quieres decir?

—Eso es lo que dijisteis de la otra pareja, que era una nueva idea del arte y que eran una perfección de la galería.

—Una performance, no una perfección.

—Bueno, lo que sea.

—Nada de nada, con lo de la otra ya teníamos bastante. Pero parece que las familias han hablado con esa tal Isidora, la cual Dios sabe lo que les habrá contado… El caso es que se me involucra en esto, cuando yo ni sabía que había una nueva pareja en la esquina de la calle. ¿No te parece todo esto cosa de locos?

—Bueno, no te preocupes, que yo llevo el caso, y aclararé todo lo que haya pasado. Trata de calmarte. ¿Dónde está Vlad, por cierto?

—En Rumanía. Se ha marchado con la excusa de ir a ver a una tía suya paralítica.

—Qué oportuno. Ahora que es cuando más lo necesita, va y se va de vacaciones.

—Es un artista y ya sabes cómo son. Basta que tengan una tía paralítica para que se les venga abajo su mundo.

La investigación

Espinilla no tuvo más remedio que ponerse a investigar en serio y a fondo y dejarse de fiestas y charlas amistosas, porque de esa manera no iba a llegar nunca a ningún sitio. Ya no estaba claro que Julio hubiera empujado a Carmen, a pesar de los testimonios de Brígida.

—¿Estás segura de que era a Julio a quien viste empujando a Carmen? —le preguntó en la galería.

—Bueno, yo creí que había sido él, porque era quien vivía con ella, pero en realidad no vi quien era: solo que alguien estaba en la ventana después de caer la mujer.

—Tengo que hablar con el portero del edificio, quizá él sepa algo.

—No me digas que aún no has hablado con él.

—La verdad es que no he tenido tiempo: con tantas fiestas de cumpleaños y tanta gente con quien hablar, se me ha ido el santo al cielo.

—Pues dile que vuelva a bajar.

Espinilla se dirigió directamente desde la galería hasta el edificio donde habían vivido Carmen y Julio. Como era una casa antigua y vivía gente adinerada tenía portero con sus habitaciones en el bajo. Lo halló tomando un tentempié y lo interrogó profesionalmente acerca de si había notado algo extraño el día que murió Carmen y el día que cayeron Julio y su secretaria, pero el portero le contestó que no recordaba que hubiera pasado nada raro ninguno de esos días, ni había visto a nadie que no fuera más o menos habitual, además de algún cliente del abogado del entresuelo.

—Ya —dijo Espinilla—, pero si recuerda algo que se le haya pasado por alto, me lo dice. Procure hacer memoria de esos días.

—Espere que le pregunte a mi mujer a ver si ella recuerda alguna cosa. ¡Juanaaaaa!

La tal Juana salió secándose las manos con un delantal.

—Este hombre es detective y está investigando todo el jaleo ese de los señores que se han estado cayendo por la ventana.

—Válgame la Virgen de los Remedios, ¡cuántas desgracias en tan poco tiempo!

—Sí, señora, se han amontonado los muertos de esta casa ¿No ha notado usted algo raro en estos últimos días?

—Pues no, qué quiere que le diga, las mismas rutinas de siempre.

—¿Y no ha visto a nadie extraño entrar al edificio?

—Bueno, ya le digo: aquí, además de los inquilinos y algún cliente del abogado, que yo sepa no suele venir nadie más… Bueno, sí, ahora que caigo, el cobrador de la luz…

Tras un nuevo examen del piso, Espinilla encontró un recibo de luz manchado de sangre.


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José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

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